viernes, 6 de noviembre de 2020

ZAPATO DE CRISTAL

 


Cenicienta levantó la vista y vio en el reloj del salón que faltaba un minuto para medianoche. Atemorizada porque el encanto pronto acabaría, se disculpó con el príncipe diciéndole que iba al baño y ya volvía. Cruzó el salón a alta velocidad rumbo a la salida, pero cuando estaba bajando la escalinata del castillo perdió un zapato. Amagó volver a recogerlo, pero justo vio que el príncipe venía hacia la puerta. Pero ya faltaban segundos para que el encanto expirara y volviera a ser la zaparrastrosa de siempre, conque se olvidó del zapato y se lanzó de cabeza dentro del carruaje, estacionado en la entrada. El cochero, apenas la sintió entrar, azotó el lomo de los caballos y con un poderoso "arre, carajo" se alejó a toda prisa. El príncipe, que se había agarrado un metejón de aquellos con la princesita, sin saber qué pensar sobre la repentina huida de su querida, se puso tristongo y agachó la cabeza, y en eso vio el zapato de cristal en uno de los escalones. 

   Al otro día, bien temprano, fue hasta la perrera del castillo, escogió el mejor sabueso y le hizo oler el zapato. El perro enterró el hocico dentro del zapato y luego olisqueó el aire; en seguida se agitó y tironeó de la correa con fuerza, ya había olfateado a la princesita.     

   Tironeado por el sabueso, el príncipe fue arrastrado por el camino real; chicoteado por las ramas del bosque que atravesaban y casi ahogado, cuando pasaron por un arroyo y se atragantó con una buena cantidad de berro que crecía en él. Y ya de nuevo en otro camino, la polvareda levantada por las patas del perro se le metió en la nariz, en la boca, en los oídos y en el trasero también; hasta que finalmente alcanzaron una aldea. 

   En la entrada el sabueso se detuvo, olfateó el aire, que olía a estiércol, a impurezas corporales y a tortas fritas en grasa porcina. "No será fácil", pensó el sabueso, un tanto desorientado por la mezcla de olores. Oteó las callejuelas, donde vio gente, carruajes y una perrita que a pesar de sucia estaba muy buena. "Creo que mañana me daré una vuelta por acá", pensó esta vez. Luego paró las orejas, oyó los pregones de la feria, los gritos de los chiquillos y la exagerada respiración entrecortada del príncipe. "¡Silencio!", le ordenó al amo, con un ladrido intimidatorio. "¡Ajá!", gruñó luego; finalmente había descubierto lo que buscaba. De manera que salió a toda carrera con el príncipe a la rastra, haciéndolo chocar contra una carreta cargada con paja de lino, y contra cinco o seis puestos de feriantes, contra una vieja cargando una bandeja llena de apestosos bagres de río y contra las paredes de piedra de una estrecha callejuela. Hasta que el sabueso se detuvo y, apuntando con la pata derecha, le señaló a su amo una fábrica de vasos de cristal, bien delante de su hocico. 

                                                                            

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ZAPATO DE CRISTAL por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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FANTASMAGORÍA

 

A Kirkpatrick no le gustó mucho la idea de pasar la velada en el castillo de su amigo Whitefield, pero no se atrevió a declinar la invitación por temor a ofenderlo. El desagrado venía a cuenta por lo que se hablaba por ahí sobre el castillo Whitefield: se decía que estaba asombrado por fantasmas. 

   El chirrido de la puerta lo estremeció, como cuando leía historias de terror, y el estremecimiento aumentó ante la figura fantasmagórica del mayordomo. Hasta pensó en inventar algún malestar con lo cual volver sobre sus pasos, pero sus piernas, que parecieron sufrir una parálisis repentina, se lo impidieron. El mayordomo, para dar una descripción exacta, era el retrato vivo de Lovecraft, pero mucho más viejo y con la palidez de un difunto, como si el escritor hubiera vivido hasta los noventa y pico. 

   Antorchas y velas alumbraban débilmente aquel castillo, lóbrego, húmedo y gris. Mientras era conducido hasta la biblioteca, donde lo esperaba su amigo, hubo de agacharse varias veces para esquivar las telarañas que caían como mortajas semitransparentes del techo sombrío.  

   ¡Qué alegría recibirte en mi humilde hogar!, dijo Whitefield, al recibirlo. 

   La alegría de poder visitarte es mía, mintió Kirkpatrick. 

   Charlaban de tiempos idos mientras bebían licor y fumaban cuando, algún tiempo después, se presentó delante de ellos el mayordomo anunciando que la cena estaba lista. Kirkpatrick se puso pálido, juraba que no había sentido llegar al mayordomo, pero estaba ahí, delante de su nariz, con lo que acabó concluyendo que la distracción de la charla con el amigo había hecho que pensara tal locura. 

   Gracias, Wilbur, enseguida vamos, dijo Withefield. 

   El mayordomo asintió, inclinando la cabeza y les dio la espalda... y atravesó la pared. 

   Kirkpatrick cayó sentado en el sillón del cual acababa de levantarse. Whitefield, al ver la palidez en el rostro de su amigo, se le acercó. 

   ¿Qué tienes, mi buen amigo?, le preguntó, preocupado. 

   ¿Qué que tengo?, que acabo de ver a tu mayordomo atravesar la pared, eso tengo, dijo Kirkpatrick, temblando descontroladamente. 

   Whitefield soltó una carcajada. 

   Ah, fue eso. Pero mi querido Kirkpatrick, Wilbur es solo un fantasma, fiel y muy eficiente por cierto, pero ¿qué te podría hacer el pobrecito?, dijo Whitefield. 

  ¿Qué que me podría hacer?, muchas cosas, además de asustarme, dijo Kirkpatrick, todavía hundido en el sillón. 

   Mi querido Kirkpatrick, libérate de pensamientos supersticiosos; fantasmas no asustan, nosotros nos asustamos con ellos. Más miedo y temor infundimos nosotros los vivos, ellos ya no, le dijo Whitefield, palmeándole un hombro mientras volvía a reírse a carcajadas. 

                                                                          

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EL LECHONCITO FELIZ

 El lechoncito está tan feliz y contento; pasa cantando "Pin pirín pimpón, pin pirín pimpín". Por fin tendrá un hogar: hoy una familia vino a adoptarlo. "Pin pirín pimpón, pin pirín pimpín", sigue cantando el lechocito, el rabito inquieto y juguetón, mientras va a despedirse de sus amigos; éstos le envidian la suerte que ha tenido y cuando les da la espalda se lo quedan mirando sonrientes desde los corrales. Ya en la entrada, ven a un hombre agachado a su lado, acariciándole el lomo con una mano y palpándole las nalgas con la otra, y de pie, la esposa, sonriendo para ambos mientras juega con una manzana que esconde en la espalda. ¡Qué suerte!, suspira uno de los amigos, con el hocico apoyado en la cerca de alambre, y otro, un poco más atrás, se le junta: ¡Y justo un día antes de navidad!

                                                                                

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EL LECHONCITO FELIZ por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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UN YO Y SU OTRO YO

 Él, después de su otro yo.

   Despertó, se desperezó, se levantó, fue al baño, abrió la canilla, se cepilló los dientes, se lavó la cara, cerró la canilla, se secó la cara, salió del baño y fue a la cocina. Allá ya estaba su otro yo, tomando mate; le ofreció uno, lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a vestir. Cuando pasó por la cocina su otro yo ya no estaba. Agarró el bolso, fue hasta la puerta, la abrió, salió a la calle, pasó llave, caminó hasta la parada y se quedó esperando el colectivo. Cuando el colectivo llegó, subió, pagó y se fue a sentar. Bajó frente al trabajo, cruzó la calle, abrió el portón, entró, cerró le portón y cuando llegó al fondo, allá ya estaba su otro yo, de nuevo tomando mate; le ofreció uno, él lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a encender las máquinas. Cuando pasó hacia el depósito de materia prima su otro yo ya no estaba. Trabajó de corrido y cuando terminó apagó las máquinas, agarró el bolso, fue hacia el portón, lo abrió, salió a la vereda, cerró el portón, cruzó la calle, fue hasta la parada y esperó el colectivo. Cuando el colectivo llegó, subió, pagó y se fue a sentar. Bajó en su parada, caminó hasta la casa, abrió la puerta, entró, le pasó llave, colgó el bolso, fue hasta el baño, abrió la lluvia, se bañó, cerró la lluvia, se secó y fue a la cocina. Y allá ya estaba su otro yo, tomando mate; le ofreció uno, lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a dormir. 

Su otro yo, antes que él. 

   Despertó, se levantó, se cambió, fue al baño y después a la cocina; prendió una hornilla, llenó la pava de agua, puso la pava a calentar, sacó el mate, la yerbera y preparó el mate. Al rato oyó a su otro yo desperezarse, levantarse, ir al baño, abrir la canilla, cepillarse los dientes, cerrar la canilla, venir a la cocina y mirarlo. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a cambiar. Él terminó de tomar mate, guardó la yerbera, el mate, dejó la pava sobre la cocina y fue hasta la puerta; la abrió, salió a la vereda, pasó llave, caminó hasta la parada y se quedó esperando el colectivo. Cuando éste llegó, subió, pagó y fue a sentarse. Bajó frente al trabajo, cruzó la calle, abrió el portón, entró, volvió a cerrar el portón y cuando llegó al fondo prendió la cocinita, llenó la pava de agua, la puso a calentar y preparó el mate. Cuando el agua estuvo lista se puso a tomar mate. Al rato, oyó a su otro yo abrir el portón, entrar, cerrar el portón, llegar al fondo y mirarlo. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a encender las máquinas. En seguida guardó el mate, la yerbera y dejó la pava sobre la cocinita; después fue hasta el portón, lo abrió, salió a la vereda, cerró el portón, cruzó la calle y caminó hasta la parada. Esperó el colectivo y cuando éste llegó subió, pagó y se fue a sentar. Cuando llegó a su parada, bajó, caminó hasta la casa, abrió la puerta, entró, le pasó llave y fue a la cocina. Prendió una hornilla, llenó la pava de agua, la puso a calentar y preparó el mate y así, mateando, estuvo hasta el atardecer cuando oyó a su otro yo abrir la puerta, entrar, pasar llave a la puerta, colgar el bolso, ir al baño, abrir la lluvia, bañarse, apagar la lluvia, venir a la cocina y echarle una mirada. Le ofreció un mate; el otro yo lo aceptó, lo tomó, se lo devolvió y se fue a dormir. Él terminó la pava, guardó el mate, la yerbera, dejó la pava sobre la cocina y se fue a dormir también; estaba muy cansado, como si a ese día lo hubiera vivido dos veces. Cuando entró a la pieza su otro yo, ya en el séptimo sueño probablemente, roncaba de lo lindo. 

   Esa noche soñó que despertaba, se levantaba, se cambiaba, iba al baño, hacía lo que tenía que hacer y cuando llegaba a la cocina un otro igual a él ya estaba allí, tomando mate; de inmediato le ofrecía uno y él lo aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y luego seguía a la pieza, donde se cambiaba y agarraba el bolso, pero cuando se dirigía a la puerta de calle el otro ya no estaba. Después abría la puerta, salía a la vereda, pasaba llave y caminaba hasta la parada, donde esperaba el colectivo, y cuando esté llagaba, subía, pagaba y buscaba un asiento. Al rato bajaba, cruzaba la calle, llegaba al trabajo, abría el portón, entraba, cerraba el portón, caminaba hasta el fondo y allá volvía a encontrase con el tipo igual a él, tomando mate; él le ofrecía uno y él aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y luego iba hasta donde están las máquinas. Las encendía, y cuando se dirigía al depósito de materia prima el otro ya no estaba. Entonces se ponía a trabajar de corrido y más tarde cuando terminaba, apagaba las máquinas, agarraba el bolsón, iba hacia el portón, lo abría, salía a la vereda, cerraba el portón, cruzaba la calle, caminaba hasta la parada y esperaba el colectivo, y cuando éste llegaba subía, pagaba e iba a sentarse. Al rato bajaba en su parada, caminaba hasta la casa, abría la puerta, entraba, cerraba la puerta, colgaba el bolso, iba hasta el baño, abría la lluvia, se bañaba, cerraba la lluvia, se secaba e iba a la cocina, donde nuevamente el otro igual a él tomaba mate; le ofrecía uno, él lo aceptaba, lo tomaba, se lo devolvía y se iba a dormir. Cuando despertó se sentía más cansado que cuando se había ido a la cama; le dolía todo el cuerpo, como si no hubiera descansado nada, y, en cambio, vivido el día anterior tres veces. 

                                                                            

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UN YO Y SU OTRO YO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LA PELÍCULA DE AYER

 

Hace un mes, más o menos, despertó una mañana y no pudo recordar lo sucedido el día anterior, y a la mañana siguiente le ocurrió lo mismo; y hasta hoy sigue así. Por eso, después de los innumerables problemas que la amnesia le acarrea, desde hace varios días ha empezado a vivir gravando el transcurso de sus días, decidido a vivir a partir del ayer. 

   Esta mañana, apenas despertó encendió el televisor y la casetera y sentado en la cama pudo ver que ayer apenas despertó encendió el televisor y la casetera y se había pasado todo el día sentado en la cama frente al televisor mirando lo que hizo el día anterior; donde también pudo ver que anteayer después de despertar y haber encendido la televisión y la casetera se había quedado sentado en la cama y pasado todo el día entero frente al televisor viendo lo que hizo antes de anteayer; donde también pudo ver que apenas despertó había encendido el televisor y la casetera y sentado en la cama se había quedado todo el día frente al televisor viendo que antes de antes de anteayer después de despertar había encendido el televisor y la casetera y sentado en la cama se pasó el día viendo... 

   Por momentos lo asalta la idea de que ya ha muerto, y para peor la "película de ayer" ya empieza a aburrirle, y además el hambre... 

                                                                 

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LA PRIMERA PUÑALADA

 "Nunca voy a acostumbrarme, esto, definitivamente, no es para mí", se decía por dentro mientras contemplaba, duro como una momia, a su compañero, que con la frialdad del hielo, descuartizaba el cadáver de aquel pobre infeliz como si fuera un osito de peluche. Con qué serenidad jugaba con sus órganos ensangrentados entre sus manos; con qué placer, reflejado en su sonrisa macabra y en sus ojos despiadados, desempeñaba su infame tarea. 

   Poco a poco el temor se apoderaba de su ser ante la inminencia del momento en que le tocara el turno de enterrar el cuchillo y descuartizar como lo hacía ahora su compañero. Miró de reojo la puerta y evaluó una posible huida, pero su compañero estaba en el medio, y además era más diestro y más experimentado en el manejo del cuchillo, mientras él... 

   De pronto, su compañero lo miró fijo y un frío burbujeante le subió desde los pies. 

   ¿Y, pibe?, dale o te vas a quedar parado ahí, mirando como un pelotudo mientras yo hago todo por los dos, le dijo, y en sus palabras comprendió que no tenía escapatoria, o acuchillaba y descuartizaba infelices o quién sabe cómo terminaría todo. Entonces agarró el cuchillo que tenía a un lado, cerró los ojos y dio la primera puñalada en aquel pobre infeliz que nada sintió, porque qué puede sentir un pollo muerto. 

                                                                              

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EL DINOSAURIO

 Una mañana las calles se convirtieron en pesadilla: un dinosaurio esquelético se paseó por casi todo el pueblo, sembrando el miedo y el pánico entre la población. Detrás de sus pasos, que hacían temblar el piso como si estuvieran cayendo potentes bombas, quedaban autos aplastados, bicicletas retorcidas, motos descuajaringadas, toldos arrancados, carteles, árboles y postes caídos, cables eléctricos chisporroteando peligrosamente, veredas hundidas, asfalto quebrado y canteros destruidos. La gente corría despavorida para cualquier rumbo siempre que fuera lejos del alcance de la amenaza del siniestro saurio, y en su desesperada huida se chocaba entre sí, pasándose por encima no pocas veces. La policía, en su inútil afán por detener al monstruo, gastó toda la artillería que tenía disponible, pero nada pudo detenerlo. Hasta que, cerca del mediodía, entre los bomberos y los soldados del destacamento militar de la ciudad vecina pudieron enlazarlo con gruesas cuerdas. 

   Ahora, con las patas abulonadas al piso y los brazos sujetados a dos grandes columnas de concreto con cables de acero, se cree que ya no volverá a escapar del museo. 

                                                                       

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...