Y la lluvia se desprendió del cielo plomizo con la disposición de no perdonar incautos.
Entre esos incautos se encuentran Juana y Mario.
La casualidad del vendaval hace que ambos converjan bajo el mismo tinglado de la terminal de ómnibus y en el mismo banco, donde ya no los alcanza la lluvia, solo el viento helado.
¿Solo el viento helado...?
Ellos conversan, se cuentan cosas, y entre palabra y palabra son atrapados por el amor.
Las nubes de plomo pronto pasan, como un fantasma burlón que se aburrió enseguida de asustar al pueblo, y el sol vuelve a dorar las calles. Entonces ellos se despiden sin promesas de volverse a encontrar, aunque esto no es lo que realmente deseen, pero en ambos la timidez es más fuerte que la osadía.
Juana sale de la terminal caminando hacia la izquierda, sin rumbo, lamentando que el aguacero haya pasado sin demorarse mucho. Por su parte, Mario se va en sentido opuesto, puteando por dentro al temporal por el mismo motivo que Juana.
Juana deambula y deambula y acaba llegando a la plaza del pueblo, donde se sienta en un banco al que le da el sol. Al rato, siente que alguien se sienta a su lado. Ella mira discretamente y ve que se trata de Mario. Él también ha estado caminando sin saber a donde se dirigía y sin querer ha ido a parar a la plaza, y al mismo banco, y con la misma idea de sentarse un rato al sol.
Ambos vuelven a conversar, se cuentan otras cosas mientras por dentro tratan de encaminar la conversación a un punto donde puedan confesar que están enamorados el uno del otro.
Quién sabe, si consiguen superar la timidez que los embarga, esta vez logren abrir el corazón; de lo contrario tendrán que contar con una tercera casualidad que los vuelva a juntar en el mismo lugar. Algo que en pueblo chico es difícil que no suceda.
QUIÉN SABE... por FRANCISCO A, BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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