viernes, 28 de mayo de 2021

EL DISGRACIAO


Sí, jué por el golpazo, sepa usté. El golpazo contra la dureza del suelo jué lo que me dispertó del sueño atordonao en que me encontraba hasta ese momento. Abrí los ojos, sin entender nada. La noche recién empezaba a retirar su manto oscuro pero entuavía hacía algo de frío. Olí, además del olor a tierra y pastizal humedecido de sereno, el del sudor del Flechazo. Sentí su presencia a mi lao por sus patas inquietas que hacían sonar los cascos contra el suelo, sin moverse del lugar; y también por el resuello espamentoso, como si quisiera sonarse las narices, o tal vez lo que quería mesmo era comprobar que yo no estaba muerto, porque permanecí unos momentos tirao sin atinar a moverme. 

   Ahí, cuando me levanté y empecé a sacudirme el polvo, jué que me dí cuenta que me dolía un lao de las ancas y del tufo amargo que me salía de la boca, mezclao al vapor del interior del cuerpo. 

   Y en eso lo recordé todo, pero como se recuerdan los sucesos lejanos, de esos que parecen ser frutos de la imaginación más que de hechos vividos. ¡Carajo, si lo jueran! 

   Recordé que estuve en el boliche del Perro Eleuterio, chupando de lo lindo. Había ido a parar allí dispué de las muertes. Me senté en un rincón, el más oscuro, y me puse a embuchar copa tras copa, con la esperanza de olvidarme de la que me hicieron la Mercedes con el mal amigo que me resultó el Eulalio Fajardo. Pero por más que tomaba y tomaba, los cuerpos entrelazao de los dos, desnudos como Dios los trajo al mundo, en un hueco de la parva de lino que había mandao a apilar la semana pasada al Romualdito, el hijo de Hilario Agüero, a un costado del corral de las vacas, no se me salían de adelante de los ojos. Ni apretando con juerza los párpados se iban. Los veía refregarse con frenesí entre los sudores que hacían brillarles el cuero a la lumbre que entuavía le restaba a la tarde. 

   La yerra del ganao recién comprao por el patrón terminó antes de lo pensao, pero no tanto para que sobrara tiempo para otro quehacer. Ansí lo habrá pensao el patrón, porque jué eso que nos comunicó a los piones que hacíamos el trabajo. 

   Vayansen a las casas que por hoy no sobra tiempo pa más ningún otro servicio. Eso nos dijo el patrón, y cada uno tomó su rumbo. 

   Como tenía pensao dirme a dar una güelta al boliche del Perro Eleuterio, nomás llegando al rancho, dejé al Flechazo ahí mesmito, atado al palenque delante del rancho. Me llamó la atención la falta de los perros, que no aparecieron para hacerme fiesta, porque a esos nada se l´escapa, ni las lagartijas trepadas a las paredes en la cocina cuando cae la noche. Entonces uno tiene que tirarles con cualquier cosa por las cabezas porque se ponen tan ciegos de rabia que no obedecen a ningún grito en esas horas, ladran y gruñen hasta acabar con la pacencia de cualquiera. Por veces que hasta uno se ve obligao a manotear el rebenque y sacudirles unos cuantos guascazos por el lomo o las costillas, o por donde se les agarre, porque nomás ven balanciar la guasca en la mano de uno, salen corriendo a esconderse ande se pueda. 

   Adentro del rancho reinaba la ausencia de vida. ¿Será que la Mercedes anda por los laos del chiquero?, le pregunté a mis pensamientos que nada me respondieron. Me salí y juí a dar una pispeada. Nomás arrimarme a la esquina del rancho, el corazón se me hizo escarcha invernal, de las bravas: vi pilchas desparramadas cerca de la parva, pilchas de hembra y de macho, y también a los perros, sentao al lado de la parva, viendo lo que yo aún no veía pero que imaginaba bien, como gurices maravillao mirando algún número circense. Instintivamente llevé la mano derecha a la espalda y agarré con juerza el facón, más güeno estaría decir que jué com rabia, con rabia embebida en veneno pa mejor darse una idea. Me agarró un quemor desde los pieses hasta la mollera, y las vistas se me pusieron como cuando uno anda queriendo ver mientras el cielo se viene abajo de tanta agua que deja caer al suelo, todo el entorno se golvió turbio como el agua removida en los charcos, y empezaron a arderme como arde el garguero reseco con el primer trago de caña. Despejé la molestia con una punta del pañuelo que llevaba añudao al pezcuezo y me juí direto pa´lao de la parva. A cada paso que daba, un rumor de voces que no pronunciaban palabras enteras ni decían cosa con cosa, sino a medias decir, entrecortadas, llegaban a mis oídos mientras yo, herido como de muerte sin aún haber conocido a la Huesuda en carne propia, veía, antes mesmo de ver verdaderamente, a la Mercedes en los brazos de algún ladino, que a esas alturas podía ser cualquiera menos el Eulalio, como vine a comprobar luego enseguida. 

   Sé y lo asumo, que debí ser más hombre y solamente agarrarlos a rebencazos hasta despellejarlos por entero y dejarlos en carne viva, y dispué haberlos echado como perros a la calle solo con las pilchas que llevasen encima, pero no... 

   La verdá, no sabía mesmo cómo iría a reacionar... ni qué les iba a hacer. Seguí avanzando hacia los dos. Ya les vía las patas, las de la Mercedes pa´rriba, a los lao de las patas del Eulalio, que las tenía pa bajo, enterrando las pezuñas en la tierra a cada envión con que arremetía contra la Mercedes, como carpincho apurao en escabar una madriguera. Ya al lao de los perros me detuve, jué ahí que los vi de cuerpo entero, encharcao en un mesmo sudor. La Mercedes, con los ojos cerrao y la boca que sonría y soltaba gemidos de calentura y enterrando con gusto las uñas en los hombros del maldito del Eulalio, que, encarnecido y rebuznando como burro alzao, hamacaba el culo con furia mientras el sudor le chorreaba por todos los lao, tan centrao en las metidas estaba que ni el enjambre de moscas arremolinadas en la espada chupándole el sudor sentía. Jué justo ahí que me percaté de la horquilla enterrada en la parva, bien a mi lao, bien a mano, como clavada allí por el mesmísimo Mandinga. Digo, que como de propósito. 

   Y que Diosito me perdone si él lo cré ansí, pero los chucié de lo lindo, que ni tuvieron ni tiempo de desprenderse el uno del otro, y si pronunciaron palabra, juro que yo no escuché nada, ni todo lo que yo les gritaba como un endemoniao. Los ojos de la Mercedes sí que los vi, espantao y grandes como huevo de ñandú. Entonce, cuando las juerzas me abandonaron les clavé la horquilla por última vez y los dejé ensartao a los dos juntitos, si tanto ansí les gustaba, para que no se jueran a perder y ansí pudieran entrar acollarao al infierno, ande merecían dir a parar. Sí, ansí los dejé, en medio de la paja encharcada en su mesma sangre. 

   Dispué me juí a lo del Perro Eleuterio, como tenía pensao hacer, pero ya no por pura distración, sino pa ahogar las penas en el alcól. Tomé copa tras copa de no sé cuántas botellas, que pedía en lotes de a dos, entre lágrimas silenciosas y moco aguao, hasta que perdí la concencia. Naide me indagó al rispeto, se me hace que por la cara de pocos amigos que tendría, la cosa es que me dejaron mamarme a gusto. Pero hasta que no perdí el sentido, los dos traidores siguieron apareciendo como si estuvieran ahí, bien delante de mí; con sus cuerpos sudao, en un mete y ponga de adrede pa herirme aún más, y con la horquilla entuavía clavada en la espalda del Eulalio balanciándose al vaivén de sus movimientos. Por eso, por darle a la caña sin asco, en el afán de olvidarme de mi disgracia, es que tampoco supe cómo llegué a montar en el Flechazo, o si alguien me ayudó, o si jué por mi cuenta que lo conseguí, ni tampoco cómo jué que abandoné el boliche ni qué rumbo tomé. 

   ¡Carajo, si no e´ injusta y sofrida la vida! ¡Tanta pampa al frente y no tener pa´nde dir! ¡Qué alguien me diga ahura, qué rumbo he de tomar! En esto pensaba mientras el sol ya empezaba a alumbrar mi disgracia.  

   Ya güelto a montar en el Flechazo, le dí un rebencazo rabioso a las ancas del pobre bicho que ninguma culpa tenía de la disgracia ajena, y salí en alocada carrera, atropellando al viento, hacia ninguna parte. Allá por las tantas se me dio por echarle una última mirada al pago que iba dejando pa´trás, y jué entonce que los golví a ver a los malditos, enredao los dos en medio de la polvareda levantada en el camino, en el mesmo frenesí, y con el cabo de la horquilla entuavía balanciándose en el lomo del hijueputa del Eulalio. Jué ahí que caí en la cuenta de que los malditos no me dejarían en paz nunca y que ansí, acollarao pa siempre, los golvería a ver hasta el día de mi muerte. 

   ¿Que cuál e´ mi gracia? Pues siéntase a gusto llamándome el disgraciao, que otra cosa no soy. 

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domingo, 9 de mayo de 2021

EL QUE NO MURIÓ

 






Llegó un momento en que el viento helado traspasó los raídos trapos con que se cubría, obligándolo a salir de la vizcachera y encender una hoguera con la cual poder pelearle al frío. No le fue fácil, las piedras chasqueaban y chasqueaban entre sus manos entumecidas sin desprenderse de ellas ni una mísera chispa esperanzadora de calor. Pero de tanto intentar (sin reparo y con el cielo nublado, no le quedaba otra) finalmente la paja agarró; se apuró a tirarle ramitas secas y cuando el fuego estuvo a punto, como queriendo agarrar las llamas, arrimó las manos frías al fuego. Y así, arrodillado junto a la hoguera, se quedó, pensando con expresión angustiada que nada tenía para echarse al estómago. 

   Un relincho venido desde algún lugar lo sacó de los pensamientos desalentadores. Buscó al caballo, escudriñando hacia los cuatro puntos cardinales, hasta que lo vio, al costado del camino de tierra, cercano a la vizcachera. Era un overo colorado; llevaba montura, pero no se veía al dueño por ningún lado. Se acomodó el traperío que le envolvía el cuerpo y se encaminó al encuentro del caballo, siempre buscando a su dueño, al cual finalmente encontró, tirado en el zanjón seco que costeaba el camino, a metros del fiel caballo. El hombre estaba herido, sangraba por la boca y emitía unos quejidos lastimosos y balbuceos incomprensibles en un intento vano de hacerse entender; sus ojos, pavorosos, parecían querer decir lo que su balbucear inconexo no conseguía expresar con claridad, pero sea lo que fuere se perdía en la inutilidad del intento. Reparó en su melena y barba, ambas crecidas al descuido, tal cual él, por lo que se figuró estar mirándose en un espejo o delante de la presencia de algún hermano perdido que sus padres le hubieran ocultado su existencia. Lo dio vuelta buscando la herida y ahí encontró la causa de su desgracia: un cuchillo, que no era el suyo pues lo llevaba en la cintura, sino otro, clavado en la espalda. 

   Pero mire que le han chuciao fiero, mi amigo, le dijo, y dicho esto se lo desenterró; un chorro de sangre saltó hacia el pastizal, y cosa de pocos minutos, la muerte se llevó al desconocido de este mundo. En ese instante fue invadido por pensamientos macabros. Temiendo otros ojos, miró en los alrededores con desconfianza, pero la pampa desértica, más allá de algunas aves revoloteando en la distancia, le confirmó que los hechos solo eran auténticos para sí propio. Llevó el caballo por las riendas hasta la vizcachera y luego de hacer un nudo con una de ellas en el mango del cuchillo, lo enterró en la tierra, después volvió donde el muerto. Lo trajo a la rastra y registrando en los bolsillos y en dos bolsas de harina colgadas a los costados de la montura, encontró, entre un poncho mugriento y cacharros tiznados, algunos billetes y monedas de plata, pero ninguna documentación que identificara al finado. Para un vizcachero como él, pensó, aquel dinero representaba una pequeña fortuna y además estaba el caballo, y ropas decentes, a pesar del tajo y la sangre en la camisa, y botas... "Mucha suerte junta de un solo porrazo pa´ quien siempre le ha sido escurridiza, pero debe ser ansí mesmo cuando el viento cambia a favor de uno", en esto pensaba mientras se deshacía del traperío harapiento que lo cubría y con el cual vistió al muerto. Ya estaba listo el trueque. 

   Antes de partir, le echó una última mirada al desgraciado, que fue como ver su propia muerte. Pero a lo hecho pecho, se dijo, ahora nuevamente era alguien, como lo fuera alguna vez. Con esa convicción se dejó llevar por el caballo hasta donde fuere que lo llevase a dar con los huesos. 

Delante de la pulpería había dos caballos atados en el palenque. Nomás al entrar reparó que la cara del pulpero, entre las cabezas de dos paisanos de espalda, arrimados al mostrador, se le puso pálida de repente, agrandando los ojos desmesuradamente y abriendo la boca como las bocas de los orates, y por último que se le resbalaba el vaso que sostenía en las manos, el cual, al estrellarse contra el piso, hizo que los paisanos miraran primero al pulpero y en seguida, dándose vuelta rápidamente, a él. 

   Notó en sus semblantes, que pasaron del rojo provocado por el aguardiente a la palidez de vela en el acto, la misma expresión de sorpresa del pulpero. 

   El disgraciao entuavía está entre los vivos, cuchicheó uno, y el otro:  

   ¿Será que ha güelto pa restituirte el cuchillo? El dueño del cuchillo, incapaz de ocultar la desazón, soltó una carcajada estúpida.

   Entretanto, pensaba él, mejor dicho, evaluaba, con la urgencia que el momento requería, la encrucijada que el destino le había preparado en la pulpería. Si negaba que era quien los otros pensaban que era, esto no garantizaba que se tragaran el azuelo, con lo que la muerte a manos de esos dos, que seguramente acostumbrados a agarrarse a la cuchilladas, mucho más que él con toda seguridad, que solo sabía matar bichos salvajes a palazos y pedradas y robar huevos de los nidos, estaba a pocos pasos. Por otro lado, si conseguía que le creyeran, volver a la vizcachera no era más una opción, ya que ni vida podía llamarse a la que llevaba a diario entre la penuria y la soledad que lo acorralaban desde los cuatro costados del mundo pampeano. 

    Los hombres vacilaban; el que había perdido el cuchillo, había sacado una daga de la bota derecha, la cual sostenía con mano temblorosa, mientras el otro ya tenía, temblando también, su cuchillo listo para usarlo, es lo que parecía. Entonces, decidido a entrar al entrevero al todo o nada, empuñó los dos cuchillos del muerto y encomendándole el pellejo a Dios, los desafió, a todo pulmón:  

   ¡Vengan entonces, ahijuna carajo! Ésto lo dijo con la convicción de quien está jugado y tanto le da lo que vendrá. Nunca supo qué habrán visto de amenazante en sus facciones los dos, porque al oír su intimidante desafío pararon en seco y se miraron entre sí y, sin decir palabra, rumbearon hacia una puertita lateral, por donde ganaron el campo como alma que ha visto al diablo. 

   Él se los quedó mirando hasta que sus siluetas se confundieron en el cardal, respirando aliviado por haberla sacado barata. Después, encarando al pulpero, le preguntó qué tenía para comer. El pulpero tragó en seco. 

   No se priocupe, don Saverio, que ya mando a calientar el estofao que ha quedao de anoche..., el pulpero hizo una pausa para otra tragada en seco, enseguida añadió, mientras manoteaba una botella de barro y un vaso: 

   Y mientras tantito vaya tomándose una giniebrita por cuenta ´e la casa, ande Saverio Paredes siempre e´ bienvenido. "Con que ese es mi nombre ahura", se dijo, antes de embuchar el primer trago. Le ardió hasta el alma, pero realmente lo necesitaba. 

sábado, 8 de mayo de 2021

EL RATÓN


    "Para que no te sientas tan solo cada que yo me voy", fueron las palabras de Hope, su novia, al regalarle un hamster blanco como la nieve. Junto con la mascota había traído una casita de plástico transparente, donde se apreciaban pasadizos tubulares que conectaban con diferentes compartimientos, y, claro, la rueda para que el ratón se ejercitara. 

   Antes de recogerse a su habitación, Normand dejó al ratón dentro de la casita sobre el escritorio de la biblioteca, con el velador prendido para que no se sintiera amenazado por la oscuridad. 

   En algún momento de la madrugada, un ruido lo despertó. Normand, que no se acordaba del ratón, pensó en ladrones. Al asomarse al pasillo vio sombras moviéndose debajo de la puerta de la biblioteca, en ese momento se acordó del hamster. Normand volvió detrás de sus pasos hasta la cama y agarró el cenicero de bronce sobre la mesita de luz, y de puntillas de pie se acercó a la puerta de la biblioteca. 

   Espió por el ojo de la cerradura. 

   El ratón se encontraba parado, de espaldas, rascándose la cabeza con una mano mientras en la otra sostenía una lapicera; y más: Normand juraría que murmuraba alguna cosa, no con chirridos como se supondría sino con palabras, como los seres humanos. De pronto vio al ratón chasquear los dedos, como si llegara en ese preciso momento a la revelación de una idea, Enseguida el ratón se agachó y empezó a escribir algo. 

   Eso fue lo que supuso el anonadado Normand que, no encontrando una explicación para aquel misterio que protagonizaba el ratón, hizo un movimiento brusco con la cabeza y abrió la puerta de golpe. 

   Al primer crujir de las bisagras el ratón, sorprendido, dio un brinco y soltó la lapicera, sin siquiera mirar de dónde venía el ruido ni quién lo había propiciado, y en un abrir y cerrar de ojos se escabulló por uno de los tubos de la casita, dirigiéndose al compartimiento destinado a ser su lugar de dormir, donde se zambulló de cabeza debajo del aserrín. 

   Normand, entre confundido y curioso, se acercó al escritorio: debajo del velador había un cuaderno abierto, garabateado con indescifrables ecuaciones matemáticas y en un recuadro, una detallada fórmula que a simple vista, para él, no tenía ni pie ni cabeza, pero por el título al final de la página sabía a qué correspondía: bomba de nitrógeno. 

    El repentino cambio de ritmo del corazón le produjo un sobresalto. 

   Por un momento, sin saber qué pensar, Normand se quedó paralizado, los ojos recorriendo los signos siniestros anotados en el cuaderno. 

    Pasados unos segundos, Normand giró la cabeza hacia la casita: el montoncito de aserrín subía y bajaba casi imperceptiblemente, al compás de la respiración del ratón escondido debajo. Entonces, haciendo tamborilear con claro nerviosismo los dedos sobre el escritorio, Normand se preguntó si todos los ratones blancos, tal cual Cerebro, tendrían como misión en la vida la conquista del mundo. 

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EL PEDIDO


En el mismo instante en que abrió los ojos, llegaron hasta él murmullos de voces en la planta baja. Los gitanos, que vivían alrededor del castillo, hablaban de él y de cierta muchacha con el mayordomo. 

   Nadie en el lóbrego salón se dio cuenta de su presencia hasta que su voz, potente e inconfundible, cayó sobre sus cabezas: 

   Me buscaban. 

   Su voz les pareció venir de todos lados y de parte alguna al mismo tiempo.

   Levantaron la vista, los gitanos y la muchacha atada con una soga en medio de ellos, pero nada vieron, solo vacuidad oscura de donde colgaban, inmóviles, grises telarañas hilachentas; después se pusieron a mirar en derredor. El mayordomo fue el único a seguir imperturbable, como si nada hubiera ocurrido. De pronto, a un costado, la voz del conde volvió a tomarlos por sorpresa: 

   ¿Qué desean? Ahora el conde se dejó ver claramente. 

   El mayordomo hizo un ademán con una mano, como para hablar, pero uno de los gitanos se le adelantó. 

   Fue encontrada al comienzo del caserío, conde. El gitano señalaba con mano temblorosa a la muchacha, que, como hipnotizada, no sacaba los ojos desmesuradamente brillantes y agrandados del conde; luego de un momento, donde buscó la aprobación de sus acompañantes para lo que acababa de decir, el gitano continuó: 

   Dijo que quería verle con urgencia. El gitano volvió a buscar con la mirada el apoyo del grupo. 

   ¿Y las ataduras?, preguntó el conde, penetrándolo con su mirar de hielo. 

   El gitano hesitó un instante y luego contó que en un cierto momento la muchacha se había arrepentido, motivo por el cual la habían atado y traído al castillo.  

   Usted sabrá qué hacer con ella, concluyó el gitano y se quedó como esperando algo del señor del castillo. 

   ¡Salgan!, ordenó el conde, cortando de cuajo la esperanza de recompensa. Los gitanos bajaron la cabeza y desaparecieron en silencio por el pasillo que conectaba a la puerta de salida. 

   Enseguida el conde miró a la muchacha: ella seguía, desde la profundidad de sus ojos brillantes, mirándolo con fascinación. 

   Luego de un breve encuentro de miradas, donde chocaron el hielo de los ojos del conde y y el fuego ardiendo en los de la muchacha, el conde le ordenó al mayordomo que la librase de la ataduras. Cumplida la orden, y sin esperar una segunda, el mayordomo abandonó el salón por una puerta escondida en algún lugar impreciso de las sombrías paredes. 

   ¿Cómo te llamas?, preguntó el conde. La muchacha, refregándose ambas muñecas, respondió su nombre: 

   Luminita. 

   ¿Es cierto lo que dijeron los gitanos, que querías verme? La muchacha asintió en silencio, y como el conde se quedara mirándola sin preguntarle nada más, entendió que debía contar el porqué. 

   No quiero envejecer, dijo; luego entornó los ojos de fuego hacia el techo e inclinó levemente la cabeza, dando a entender que estaba lista para la mordida de la inmortalidad. 

   El conde recorrió su cuerpo con mirada calculista, desde el cuello lánguidamente ofrecido hasta los pies, y mientras le crecían los colmillos su mente vislumbraba días mejores en el castillo. 

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jueves, 6 de mayo de 2021

LA COSTURERA


Al salir del dormitorio Chila Pérez ya estaba arreglada. Cinta amarilla sujetando el cabello en una colita, justo al comienzo de la nuca; vestido sin mangas, blanco y salpicado por graciosas margaritas, sujeto a la cintura por otra cinta amarilla anudada a la derecha con un moño bien hecho. El vestido le llegaba a las rodillas. En los pies, llevaba puestas sandalias de goma blanca.

   Prendió la propaladora del pueblo, que consistía en girar la única perilla del parlante colgado en la pared y que, después del "clac" de encendido, más perceptible al tacto que al oído, cumplía la función de volumen. Todavía no había transmisión, pero se oía un chirrido extraño que no correspondía a nada conocido.

   Al retornar de la cocina, Chila traía una taza de porcelana con motivos florales humeante con té con limón, sobre un platito también de porcelana blanco pero desprovisto de cualquier motivo decorativo. Una rodaja de limón ocupaba casi toda la circunferencia interior de la taza, que apenas apoyó en la máquina de costura, sacó con los dedos y se puso a soplarla, cambiándola de mano hasta que se enfrió; entonces se la llevó a la boca, haciendo feas morisquetas mientras la chupaba. Después la arrojó al tacho de basura forrado con bolsas de papel sobrantes de las compras, cerca del pedal.

   Chila ensartaba el hilo en la aguja de la máquina cuando irrumpió la voz de Ernesto Marín, el dueño y único locutor de la propaladora (la única del pueblo) y del cine (también único), y donde cumplía la función de proyeccionista, dando los buenos días e iniciando la transmisión diaria, desde las nueve a dieciocho, donde leía las principales noticias del diario local y de los dos mayores diarios nacionales, el horóscopo y los resultados de las loterías provincial y nacional, intercalando las lecturas con comerciales gravados (los mismos que, subido a un Renaul "4L", color celeste gastado, con parlante en el techo, anunciaba recorriendo las calles del pueblo) y con bloques musicales de floklore, tango, cumbia, romántico y nueva ola nacional. Durante los intervalos entre las recorridas, de una hora cada, la programación de la radio quedaba a cargo de su esposa o de su hija mayor, pero ninguna hablaba nada, solamente pasaban música y comerciales.

   La máquina ya estaba lista. Chila, sentada y con los pies apoyados en el pedal, tomó un sorbo de té y se puso a desdoblar el vestidito cuidadosamente doblado en dos en un extremo de la máquina, el cual había hilvanado la noche anterior mientras sufría con la mala transmisión televisiva de la novela "El amor tiene cara de mujer". Mientras tanto, en el sofá que tenía al lado, entre la máquina de costura y la puerta de entrada, su muñeca preferida esperaba el estreno de una nueva ropita.

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martes, 4 de mayo de 2021

MÁS QUE CANTADO


Fuera los campos llanos a perderse de vista, pardusco y salpicado por uno que otro árbol solitario, que puede ser un eucalipto o un paraíso, y vacas dispersas en tanta infinitud, no hay nada más para ver a ras del piso. Ya en las alturas, vuelos solitarios de algún tero espantado quién sabe con qué o un chimango sobrevolando una osamenta, el cielo es cielo semidesnudo. 
   
   Muchas veces ha escuchado decir que el mundo tiene una continuidad inconmensurable más allá de la curvatura de la tierra, pero ese algo más, como muestran los libros y revistas y cuenta la gente, porque nunca ha salido de allí para comprobarlo por él mismo, queda más allá de lo poco que sus ojos pueden ver.  Y con eso que se cuenta, va rellenando el hueco de sus días. 

   En cuanto tiene oportunidad, subido al techo de la casa, el niño mira ese poco mundo que muere enseguida en la línea del horizonte cercano. Y más que cantado está que un día su presencia en el pueblo será recuerdo para algunos pocos. 

jueves, 22 de abril de 2021

EL ÚLTIMO TREN

 1 

En un cierto momento de la madrugada, cuando todos duermen en Santa Carmen, por la estación ferroviaria pasa un tren sobre el cual nadie sabe o sospecha sobre su existencia; ni los vecinos de la estación ni los parroquianos que frecuentan el boliche de enfrente; tampoco el jefe encargado, que vive en la casa adjunta, ni los trabajadores de mantenimiento; tampoco el intendente del municipio ni el gobierno de la provincia y ni el mismísimo presidente de la nación. 

El pueblo de Santa Carmen es lo que suele decirse un lugar olvidado por Dios y los hombres; pero esto no se debe a la distancia de interminables campos semidesnudos que lo separa de la capital, sino porque los autobuses hace años que no entran más al pueblo, pasan de largo por la ruta. No es, sin embargo, un pueblo que pueda ser llamado, todavía, de fantasma, aunque año tras año va a camino de serlo; pero de ello nadie se dará cuenta hasta que un triste dí­a el tren, único medio de transporte público que aún persiste en pasar por el pueblo, deje de funcionar por falta de pasajeros que cada vez son menos. Los que rondan los cincuenta todavía recuerdan que a las siete de la mañana pasaba uno desde la capital y a las ocho pasaba otro de regreso, entre el mediodía y la una, volvía a repetirse el ir y venir sobre los rieles y entre las diez y las once de la noche de nuevo. En cambio en la actualidad, la verdad es que ya los últimos días de la estación agonizan al compás de dos únicos trenes diarios, el mismo de la mañana, regresando por la noche de Bermejo, el final de la línea. No es difícil de imaginar que cuando pase el último tren rumbo al nunca más, el pueblo se hundirá definitivamente en una especie de estado de coma irreversible. Mientras tanto, sus habitantes parecen haber perdido la capacidad de soñar; ya no viajan más y cada vez son menos los que se acercan a la estación, ya que cada vez también son menos los pasajeros que allí bajan. Algunos que otros representantes comerciales, que disminuyen año tras año, ocasionales viajantes vendiendo novedades que duran poco y terminan siempre como adornos inútiles y, claro, las visitas de parientes que viven lejos e hijos que se han marchado a estudiar a la capital y vuelven para pasar las vacaciones. Pero ese magro flujo de pasajeros no dan ganancias ni cubren los gastos de la compañía, podría decirse que si el servicio aún funciona es por negligencia del estado. 

Hay un habitante en Santa Carmen, un joven carpintero llamado Francisco que, según el resto de la gente, tiene la rara costumbre de soñar despierto. Francisco sueña con otras realidades, con otros lugares y con otras gentes. Hay noches en que, perdido en sus pensamientos, se desvela imaginando lugares lejanos y exóticos y donde cree que está la vida que desearía vivir. 

Pero la noche pasada, por la madrugada, el silencio oscuro que rodeaba a Francisco fue roto por silbatos de tren. 

   ¿Un tren, a esta hora? ¿Desde cuándo?, se preguntó y encendió la luz para ver la hora: eran las dos y media en punto. No recordó haber oído nunca pasar ningún tren después de las diez de la noche. Supuso que debía de ser un tren de carga, y todo hubiera quedado por ahí mismo si a la noche siguiente en que de nuevo perdió el sueño, a eso de las dos y media no hubiera vuelto a oír los silbatos de otro tren. 

Hoy por la mañana comenta con un compañero lo del tren, pero el otro no ha oído ni sabe de ningún tren después de las diez. Francisco vuelve a mencionar el asunto con su patrón y obtiene casi la misma respuesta; lo mismo le sucede con otros compañeros y con unos cuantos clientes y con la madre, que tampoco saben nada ni han oído ningún tren por la madrugada. Durante la noche sale a dar una vuelta en el pueblo y se la pasa contando el caso en cada oportunidad que se le presenta, y nada, nadie ha oído nada; incluso ninguno de los amigos que estaban despiertos a esa hora. Francisco piensa que mejor es no mencionar más el asunto, ya que otro amigo le dice que es pura imaginación suya, consecuencia de su manía de soñar despierto. Agobiado por sus dudas resuelve sacárselas hablando con el dueño del circo, en lugar de preguntarle a los monos, se dice. 

El domingo por la mañana agarra la bicicleta y se acerca a la estación. Entra a la sala de espera y va directo a la ventanilla de la boletería: pide hablar con el jefe de la estación. Mientras el hombre no llega observa el letrero con los horarios, el último tren pasa a las diez. Rezongaba algo cuando el jefe apareció. Francisco le devuelve la cortesía del "buen día" y le pregunta directamente por qué el tren de la madrugada no está anunciado en el letrero, ¿o acaso se trata de un tren de carga? 

   Está equivocado, joven, le responde el hombre, el último tren pasa a las diez. No puede ser, piensa Francisco. O su amigo tiene razón y los silbatos nacen en su imaginación o el jefe de la estación esta mintiendo deliberadamente. 

Francisco decide que esa misma noche se quedará en la estación montando guardia para sacarse las dudas de una vez por todas. 

   Vuelve a las diez menos diez, se sienta en un banco de afuera y se queda allí, esperando; ve llegar el tren de las diez y lo ve partir. Cerca de las doce la contemplación de los bichitos de luz lo inducen al sueño. 

El silbato de un tren que se acerca lo despierta, viene desde la capital. Mira la hora: las dos y media. "Estaba yo en lo cierto", pensó, y por lo visto es el único que lo está, porque nadie aparece por la estación, ni el jefe. Piensa en llamarlo para que le explique por qué le ha mentido, pero desiste porque supone que el hombre tendrá sus razones de actuar así. 

   Se trata de un tren de pasajeros. Cuando se detiene ve a algunos pasajeros de miradas curiosas pegados al vidrio de las ventanillas; sin embargo nadie baja, solamente el guarda, que al verlo allí sentado mirando hacia él le pregunta si tomará el tren o no.

   No, solo vine a ver el tren porque nadie parece oírlo pasar, solo yo, responde.

   Por algo será, ¿no lo cree así? Pero dígame, ¿hacia dónde le gustaría ir?, le pregunta el guarda. ¿Pero qué clase de pregunta es esa?, Francisco supone que se trata de una broma, pero nada le cuesta seguirle la corriente al guarda gracioso. 

   Como gustarme, me gustaría ir a lugares lejos de aquí, pero son tantos, le dice, dando de hombros. El guarda lo mira fijo a los ojos. 

   Entonces, tenga el favor de subir que ya vamos retrasados. Francisco duda un instante, ¿de qué se trataba todo aquello? El guarda mira la hora e insiste:

   Mire, jovencito, es ahora o nunca. Francisco piensa en las palabras del guarda: "ya vamos retrasados", "es ahora o nunca", luego mira el resplandor del pueblo por encima de las sombras de los paraísos que bordeaban la calle de tierra, sobre la margen derecha de la estación. "Es ahora o nunca", vuelve a oír en su mente, entonces, como si una fuerza invisible le abofeteara la cara y con ello se le cayera una venda que, sin nunca antes haberla percibido, le había estado cubriendo los ojos desde siempre, responde:

   Pero no tengo boleto ni he traído dinero encima. El guarda vuelve a ver la hora y le dice: 

   Hijo, eso no es excusa. Entonces Francisco se pone de pie, mira por última vez su bicicleta recostada en la pared, junto al banco, y se escucha decir como se escuchan las palabras cuando son leídas en silencio:

   Creo que tiene usted toda la razón, y de un salto sube al tren. 

                                                                     

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El Último Tren por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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