jueves, 3 de septiembre de 2020

LA BOLSA

 

Lucrecia estaba tirada en la cama leyendo una revista de espectáculos, cuando la madre irrumpió en su habitación. Lucrecia desvió la vista con desgano; la madre cargaba entre sus brazos una bolsa de arpillera llena con alguna cosa muy preciada, porque mientras le decía que el desayuno ya estaba listo se la notaba muy nerviosa. Los dedos aferrados a la bolsa estaban violáceos y la mirada, esquiva. "¡Qué rara está mamá!, ¿qué esconderá de tan precioso en esa bolsa?", se preguntó. 

   La madre vio aparecer a su hija en la cocina, correr la silla con un pie y sentarse, sin que en ningún momento apartara los ojos de la revista. Desde hacía mucho tiempo, su hija y las revistas de espectáculos eran inseparables; en su habitación tenía una pila inmensa; en la mochila del colegio siempre había una interponiéndose entre los cuadernos y los manuales y más de una vez, al entrar en el baño, se había encontrado con una revista olvidada en el hueco del bidet. 

   Lucrecia notó, en uno de los raros momentos en que desviaba la vista de las revistas, que su madre no largaba la bolsa para nada. Mientras espiaba debajo de la mesada, la escuchó decir por lo bajo: "no, acá mejor no".  

   ¿Qué tenes ahí, mamá?, le preguntó.

   La madre se sobresaltó y aferró con más fuerza la bolsa. 

   Nada, nada, cosas mías, dijo, con voz temblorosa, sin dar más explicaciones y siguió paseando la mirada por los aparadores. 

   Al rato, la hija volvió a escucharla. 

   Ah, ya sé dónde, pero bajando más la voz, y salió por la puerta del fondo con pasos rápidos. 

    A través de la ventanita sobre la mesada, Lucrecio la siguió con la mirada. La madre se detuvo en la puerta del galponcito, miró hacia todos lados, como cerciorándose de que nadie la estuviera viendo; después entró. Demoró un buen rato adentro, un buen rato que a Lucrecia le resultó bastante sospechoso. Mientras esperaba ver salir a su madre, se olvidó por un momento de la revista en sus manos. Cuando, por fin, la madre salió, la observó cerrar la puerta, acomodarse el pelo y estirar con las palmas de las manos las arrugas del vestido. Al entrar en la cocina era otra vez la mamá de siempre, alegre y distendida. 

   A la tarde la madre le anunció que iba a hacerle una visita a su amiga Rina, que hacía mucho que no la visitaba y que volvería con su padre, que pasaría a buscarla después del trabajo. 

   Por la ventana de su cuarto Lucrecia la vio dirigirse a la parada y a los cinco minutos subir al colectivo, entonces salió corriendo hacia el galpón. 

   A la tardecita, apenas la madre subió al auto, el marido la interrogó: 

   ¿Y qué pasó, será que se dio cuenta? 

   Creo que sí, traté de que mi actuación fuera lo más convincente posible. Esperemos que funcione. 

   El resto del trayecto hablaron de otras cosas. 

   A eso de las once de la noche la madre salió al pasillo, debajo de la puerta del cuarto de su hija escapaba el tenue resplandor de la luz del velador. Eso indicaba que estaba leyendo. Con pisadas de ladrón siguió por el pasillo, llegó a la cocina y, cuidándose de no hacer ruido, abrió la puerta del fondo. Como una sombra furtiva, cruzó el jardín hacia al galpón. Ya adentro, sacó del bolsillo del camisón una linternita y fue directo adonde había escondido la bolsa. 

   Cuando regresó al cuarto, su marido volvió a interrogarla, casi en un susurro: 

   ¿Y qué descubriste? ¿Picó o no?

   La madre frunció los labios, cerró los puños, hizo un gesto enérgico de victoria y con voz cómplice le dijo: 

   Agarró Ficciones, de Borges. 

   Casualmente, en ese mismo instante Lucrecia terminaba de leer "El jardín de senderos que se bifurcan". 

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LA BOLSA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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TRISTÁN EL VEGETARIANO


Esta es la historia del primer vegetariano de Santa Carmen. 

   La primera vez que Tristán vio sangre fue la propia, cuando le sacaron sangre en el hospital para un examen cualquiera, pero, al contrario de lo que suele suceder, no lloró ni se desmayó; tampoco pataleó ni siquiera hizo una mueca de asco; nada de eso, al chico se le ocurrió cantar. Tristán cantó "La Felicidad", de Palito Ortega, que había escuchado una sola vez en la radio, sin desentonar ni olvidarse la letra desde el principio al fin. Tristán tenía entonces tres años y medio, y todos los que estaban presentes en la sala, las enfermeras, el pediatra y la madre, creyeron que estaban siendo testigos del nacimiento de una estrella. Pero, contrariando a la madre y sus pronósticos más áureos, cuando llegó a la casa al chico no le salió ni media nota, se quedó mudo delante de su padre y hermanos mayores. No que no lo intentara, sino que ni el "Arroz con leche" le salió. 

   Tantas ilusiones que yo me había hecho, se lamentó la madre. 

   Y como si le fuera adivinado el carácter al momento de elegirle el nombre, el chico siempre estaba triste; nada le hacía gracia y ni el chiste más ocurrente conseguía sacarle aunque sea una sonrisa fingida. Un día, al padre se le ocurrió hacerle cosquillas en las costillas y en las plantas de los pies para ver si podía hacerlo reír, aunque sea a la fuerza, pero nada, Tristán ni se inmutó. 

   Pero unos meses más tarde volvió a cantar. El padre y los dos hermanos mayores carneaban un lechón para su cumpleaños número cuatro en el fondo de la casa cuando, movido por la curiosidad al oír los gritos desgarrantes del marrano, apareció por allí y en ese preciso instante se le dio por cantar. 

   La madre en la cocina, cuando lo oyó, fue corriendo al fondo. 

   No te dije yo, que cantaba bonito, le dijo al marido. 

   Tristán cantaba "Rosa, Rosa", de Sandro y al hilo enmendó "Manda rosas a Sandra", de Sabú, "Va cayendo una lágrima", de Los Iracundos, "La chica de la boutique", de Heleno y cuando iba por la mitad de "Zapatos rotos", de Los Náufragos el lechón dejó de gotear y Tristán bajó medio tono, y cuando el padre, para espantar las moscas, le echó tierra al charco de sangre Tristán enmudeció y se quedó con la vista vacía, después dio media vuelta y se fue a tirarle piedritas al agua de la zanja, delante de la casa. 

   Ya le agarré la vuelta, dijo el padre. 

   ¿Qué vuelta?, preguntó la madre. 

   La vuelta al Tristán, el mocoso canta cuando ve sangre, dijo el padre, todo eufórico. 

   ¡Por favor, Pepi, no digas pavadas! ¿Cómo va a cantar cuando ve sangre, acaso es un vampiro? La madre pensó que su marido deliraba. 

   Pero no fuiste tú la que dijo que justo después que le sacaron sangre en el hospital fue que empezó a cantar. 

   Sí, pero... no creo, debe ser pura casualidad. 

   Bueno, vamos a sacarnos las dudas. Ricardo, ve al gallinero y trae un pollo, el blanco que te mostré ayer, le dijo el padre al hijo mayor. 

   Y tú, trae a Trstán, le dijo a su esposa. 

  La madre lo trajo y cuando su hermano apareció con el pollo el padre le dijo al niño: 

  Mira, tristán, y cuando el niño miró el padre le cortó la cabeza al pollo y un chorro de sangre salió expulsado a los aires, entonces Tristán entonó "Mira para arriba, mira para abajo", de katunga y "Una noche excepcional", de Raúl Padovani y después no cantó más porque al galló se le acabó la sangre y la que había goteado en la tierra se la lamieron los perros. 

   ¡Has visto, has visto!, gritaba de contento el padre, ganamos la lotería. Mañana mismo voy a hablar con el padre Gregorio y anotarlo para que cante en la kermesse que hace la iglesia todos los años en la plaza. 

   A la madre no le pareció una buena idea. 

   ¿Y tú te crees que va a cantar solo porque uno se lo diga?, objetó, y además, ¿con qué orquesta va a cantar? 

   Por ahora a capella, y para que vaya perdiendo el miedo escénico y se vaya acostumbrando a cantar en público creo que la kermesse le viene como anillo al dedo, dijo el padre, frotándose las manos con entusiasmo. 

   ¿Y como harás para que cante, acaso piensas llevar todo el gallinero y empezar a degollar gallinas tras gallina adelante de todos?, le preguntó la esposa. 

   Tienes razón, no había pensado en esa parte, pero no importa, todavía tenemos dos meses para pensar el alguna solución, dijo, finalmente, el marido. 

    El padre se pasó un mes y medio intentando con todo lo que fuese de color rojo; la camiseta de Independiente, que le prestó su hermano para que hiciera la prueba, con un chorizo colorado, morcilla y hasta, un día, llamó al colorado Pérez para que le mostrara al chico la melena pelirroja, pero nada funcionó. 

   No está muerto quien pelea, dijo el padre, todavía tengo quince días para encontrar algo. Pero por más que intentó con cientos de cosas rojas (hasta un tapper con Gelatina de cereza llegó a ponerle adelante de la cara) nada dio resultado; lo único que activaba el lirismo de Tristán era la sangre verdadera. 

   No lo puedo creer, pensé que el arte de Tristán nos iba a sacar las patas del barro, dijo con tristeza Pepi. 

   Pero cuando llegó la fiesta de la iglesia, toda la familia fue a la kermesse, y todo corrió a las mil maravillas hasta que el padre invitó a todo el mundo a ingresar a la iglesia para la misa que daría por concluida la fiesta. Tristán nunca había entrado a una iglesia, por eso sus ojos recorrían la majestuosa arquitectura y los vitrales coloridos con deleite, y estaba aún distraído en su contemplación cuando escuchó que el padre, en un momento de la misa, dijo "la sangre de Cristo". En ese instante los ojos del niño buscaron al Cristo y cuando lo encontraron agudizó la vista y vio la sangre pintada en su cuerpo, entonces todo el mundo se asombró cuando Tristán empezó a cantar "Amor carnal", del Grupo Karo´s, pero ya en la tercera estrofa, cuando llegó a la parte de las sábanas blancas y los dos cuerpos que eran como un volcán, la gente lo empezó a mirar raro y las madres se apuraron a cubrirles las orejas a los hijos e hijas pequeños. Y Tristán siguió cantando, pero a la sexta estrofa, cuando todos escucharon que "nadie como ella pudo hacerle el amor", Pepi le tapó la boca, y manoteando al hijo, ambos abandonaron la iglesia como pudieron, entre trompadas, tirones de cabello y arañazos, y se perdieron en las calles del pueblo. Pero la multitud enfurecida, no conforme con lo de la iglesia, los persiguieron por varias cuadras, gritando "hay que matar al pequeño blasfemo" y otras frases por el estilo. 

   Y así fue que Tristán, por insistencia de la madre, que de ninguna manera estaba dispuesta a pasar otra vez por una vergüenza semejante, se volvió vegetariano. 

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TRISTÁN EL VEGETARIANO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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WALTER, EL GALÁN


Walter se frotaba las manos nerviosamente mientras observaba la totalidad de la plaza. De pronto, Luis apareció en una esquina y Walter, al verlo, cruzó corriendo la calle, alcanzó la plaza y, sin disminuir la carrera, fue a su encuentro. 

   ¿Y, qué tienes para mí?, le dijo, sin poder esconder su ansiedad. 

   A mi hermana le gusta todo lo que provenga, sea o se refiera a Gustavo Pérez Lloris, el galán de televisión, le dijo Luis, estirando la mano derecha. 

   Gracias cuñado, eres un genio, le dijo Walter, buscando en los bolsillos del pantalón los dos paquetes de cigarrillos pactados como pago por la información. 

   Walter, decidido a ganarse el amor de Luciana, la hermana de Luis, fue bajo pretexto de visitar a la tía Maruja a pasar dos semanas a su casa en Ciudadela. Al otro día de su llegada y los siguientes, se la pasó comprando todas las revistas de espectáculo, de actualidad y de fotonovelas donde apareciera cualquier cosa sobre el galán, y una vasta variedad de ropas y calzados como las que vestía en las fotografías. Y por las noches, junto a su tía, mientras miraban la novela protagonizada por el galán, Walter imitaba mentalmente sus maneras de actuar y de hablar. 

   A su regreso fue a la casa de la peluquera que atendía a su madre con una revista Radiolandia para que le cortara y le tiñiera el cabello igual que el galán exhibía en la tapa. Era viernes. El sábado se pasó todo el día ensayando frente al espejo del ropero su interpretación del galán. El domingo la ansiedad lo sacó de la cama temprano; no veía la hora que llegara la tarde cuando Luciana, como todas las tardes de domingo, estuviera en la plaza con sus amigas esperando la misa. 

   Walter se frotaba las manos nerviosamente, mientras observaba la totalidad de la plaza. De pronto, Luciana y sus amigas aparecieron en la esquina de la plaza y fueron a sentarse en el banco enfrente de la iglesia. Walter cruzó la calle con pasos firmes y decididos. Ya en la plaza cambió de paso y empezó a hacerlo como el galán. Walter aún no sabía cómo la abordaría, solo que empezaría con un "hola Lucy", y después, según su reacción, la invitaría a tomar un helado y mientras daban la vuelta a la plaza le declararía su amor. 

   Faltaban diez metros para llegar al banco, y Walter ya sudaba horrores. De repente, un automóvil frenó bruscamente detrás suyo, pero no le interesó dio importancia, sus ojos eran para Luciana, que justamente en ese momento desvió la vista hacia él. Detrás suyo alguien preguntaba por el hotel del pueblo, pero Walter no escuchó nada, porque su mente solo oía la voz de Luciana, que ya se ponía de pie, y ya avanzaba hacia él, primero caminando, después abriendo los brazos. Walter sonrió de felicidad. Luciana estaba ahora a tres metros suyo. ¡Cómo le brillaban los ojos! Walter no cabía dentro de sí de tanta emoción, por eso abrió los brazos para recibirla. 

    Pero...

   ¡Salí de adelante, idiota!, le dijo ella, empujándolo hacia un lado. 

   Walter trastabilló y la siguió con la mirada, sin comprender qué había sucedido. Luciana continuó corriendo y se paró junto al automóvil que estacionara hacía un momento detrás de Walter. Luciana le decía al conductor, casi gritando, "yo sé donde queda el hotel, te acompaño", y después la vio ingresar al vehículo. Walter corrió hasta él y se agachó lo suficiente para ver que el que preguntaba por el hotel era nada menos que Gustavo Pérez Lloris, el galán, que huyendo del asedio de las fans decidiera pasar unos días de incógnito en el interior de la provincia. 

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LA PISTOLA

 


Benjamín Arbelloa apoya la taza de café al lado de la máquina de escribir y prende un cigarrillo. Su pensamiento se encuentra parado en la orilla de un río caudaloso, en cuyas aguas turbulentas van dando tumbos sus pensamientos. En la otra orilla lo espera el último capítulo del cuento que está escribiendo. Da una larga bocanada al cigarrillo, bebe otro sorbo de café y abre la gaveta del escritorio, de donde saca la hoja correspondiente al final del cuento; y se pone a releer el último párrafo.

   "Detrás de los tachos de basura, el matón a sueldo oyó los pasos de sus perseguidores. Asomó la cabeza: las sombras de los dos hombres, alargadas por los faroles de la avenida, se proyectaban, amenazantes, sobre el callejón. Una rata pasó por encima de su zapato izquierdo y se escabulló entre los esqueletos de unos cajones de verdura: "Si yo fuera una rata...", fantaseó, sin concluir la frase". 

   "Las tipos pasaron cerca, sus sombras ya empezaban a trepar como reptiles fantasmales por la pared del fondo. Con gesto mecánico e inconsciente llevó una mano al bolsillo de la chaqueta donde debería estar la pistola, pero no estaba. Ya lo sabía, pero incluso así volvió a preguntarse dónde se le habría caído. Enseguida se dio cuenta de la inutilidad de la pregunta. La pistola no existía más, los dos hombres ya estaban encima suyo y no tenía nada con qué hacerles frente; y para peor él no era aquella rata que acababa de pasar sobre su zapato".

Benjamín termina el café, aplasta la colilla del cigarrillo en el cenicero y mira una vez más la hoja en blanco ya instalada en la máquina de escribir, que como él espera, sorda y muda, que le imprima vida. De pronto, pasos en el pasillo rompen el silencio y lo sacan del mundo de fantasía del cuento. Benjamín amaga levantarse, apoyando las manos en el escritorio, pero al tocar en algo extraño con la mano derecha, interrumpe la acción. Su mano está encima de... ¿una pistola? ¿De dónde ha salido? Benjamín la examina rápidamente; la marca y el calibre coinciden con la descripción de la pistola que ha perdido el personaje que espera un milagro que lo libre de los dos perseguidores mientras no se transforma en rata. 

   Los pasos se detienen, por debajo de la puerta ve sombras, y el picaporte empieza a girar lentamente. Benjamín sabe perfectamente que preguntarse por la pistola y de dónde ha salido ya no tiene sentido. La pregunta correcta es: ¿por qué ha aparecido misteriosamente encima de su escritorio? La puerta ya se abre y Benjamín ya ha engatillado el arma...

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NI CIELO NI INFIERNO


I- CIELO

Después del desgarramiento de la muerte la vieja anduvo medio perdida vagando sin rumbo fijo de nube en nube hasta que chocó en algo duro, sopló para despejar la bruma que impedía descifrar aquella dureza y vio que se trataba de una puerta. Arriba estaba escrito: CIELO, entonces tocó timbre y esperó a que San Pedro viniera a abrirle. 

   Un ángel con cara de angelito abrió la puerta. 

   Buenas, soy el ángel Miguel, ¿qué desea, señora?, dijo, con cortesía, el espíritu celeste. La vieja se decepcionó, esperaba ser recibida por el mismo San Pedro; lo había oído desde chica, en cambio, la recibía un ser de rango menor. 

   Pero bueno, qué se le va a hacer, suspiró por dentro. 

   ¿Que qué deseo?, deseo entrar m´hijo, le aclaró, sarcásticamente, olvidándose que en el cielo ciertas costumbres terrenas no son admitidas. Por lo menos hasta donde se sabe. 

   Me temo, señora que llamó a la puerta equivocada. Usted no puede ser admitida en el reino del señor, respondió el ángel, abriendo las manos.

   ¿Cómo que no puedo entrar?, reclamó la vieja, saltando como leche hervida. 

   El ángel miró a ambos lados de los hombros cerciorándose de que nadie andaba cerca, entonces para estar a la altura de la vieja prepotente engrosó:

   Lo siento mucho ente pecador, pero la ley es la ley. No insista que es al pedo. 

   La vieja, viendo que el ángel de angelito solo tenía la cara, bajó el tono.

   Pero si yo ya me arrepentí de mis pecados, le confirmó. 

   El ángel fue determinante y rotundo. 

   Sí, sí, todo lo que usted quiera, pero aquí en el informe dice (el ángel sacó una planilla debajo de la túnica) que se arrepintió unos minutos antes del deceso. Lo que no quiere decir absolutamente nada, si eso contara el cielo no sería cielo, sería infierno y entonces tendríamos dos. ¡Como si con uno ya no fuese suficiente! Ay, ay, ay, nada peor que un arrepentido de última hora. 

   Entonces exijo hablar con Dios, exigió la vieja, volviendo a ser ella misma 

   ¡¿Qué?!, negativo, el único que puede hablar con él es su hijo, aclaró el ángel, cruzándose de brazos. 

   No es lo que se dice en la tierra, argumentó la vieja. 

   En la tierra se dicen muchas cosas, depende del bando y según la conveniencia, advirtió el ángel. 

   Bueno, entonces exijo hablar con el hijo. La vieja tampoco estaba dispuesta a dar el brazo a torcer.

   Negativo, tiene prohibido abrir la boca. Después de la confusión que hizo allá abajo, su padre le prohibió dar entrevistas y hablar con extraños, dijo el ángel, y se quedó negando con la cabeza. 

   Entonces exijo ser atendida por su jefe inmediato, es decir San Pedro, angelucho de mierda, bramó la vieja. 

   El ángel, ya hasta por acá con la vieja pendenciera, perdió los estribos y golpeó pesado:

   A ver si entiende, vieja chota. Primero: acá nadie exige nada; segundo: tanto hace como tanto hizo si quiere hablar con Dios o con Cristo, nadie puede hacerlo sin autorización expresa firmada por el mismo Creador, lo que quiere decir: cuando a Él se le cante las santas pelotas; y tercero: Cristo pagó, y bien caro, por gente como usted para que venga exigiendo atención exclusiva e inmediata; el pobrecito todavía está de penitencia mirando la pared. Claro, que fue por su manía de hablar por medio de parábolas lo que acabó provocando que nadie entendiera un carajo. 

   Bueno, que se joda por no hablar en criollo. Pero de cualquier manera ese informe ahí debe estar equivocado, insistió la vieja.

   ¿¡Pare de mentir, ente infame!, es que nunca va a decir una verdad siquiera, ni después de muerta. ¡Qué descaro! ¡Y en las mismas puertas del cielo! Definitivamente, el mundo está perdido, se descargó el ángel. 

   ¡Pero se lo juro angelito!, gimoteó la vieja, bajando la cresta otra vez. 

   ¡Ah, con que ahora soy angelito! ¡Angelito las pelotas! Aquí sin ficha limpia no entra ni el papa, es más, el día que entre uno me pego un tiro. El ángel incorruptible la tenía clara y no iba a ser una vieja granuja que lo embaucara así nomás.

   Pero fíjese bien, seguro que es de otra persona, imploró la vieja.  

   Aquí­ nadie se equivoca, así que hágame el favor de dar media vuelta y desaparecer de mi vista­, no ve que dificulta el tránsito. Mire la cola hasta donde llega. Así no hay nubes que lleguen, puntualizó el ángel, manteniéndose inflexible. 

   Le reitero que debe ser una equivocación, insistió la vieja, reprimiendo la rabia. 

   Desmienta entonces que nunca se ganó el sustento con el sudor de su frente como se debe, increpó el ángel, seguro de lo que decía. 

   Claro que no, se atajó la vieja. 

   ¡Ah, entonces lo admite!, dijo el ángel, apuntándola con el dedo indicador de la mano derecha.

   ¡Pero si le dije que no, bestia!, explotó la vieja. 

   Ente retardado, le dije que desmintiera y usted respondió que no. A ver, ¿dígame, qué parte de la gramática no entiende? El ángel se quedó esperando la respuesta con las manos en la cintura.

   ¡¿Gramatiqué?! Bueno, me equivoqué. Yo creí que... 

   El ángel la interrumpió.

   Claro, siempre se equivocó en la vida porque siempre creyó mal. ¿Sabe lo que es usted? ¿No?, bien, yo se lo digo: una yocreísta, dijo el ángel, soltando una risotada.

   Pero entonces, ¿adónde voy a ir?,  dijo la vieja, haciendo pucherito con la boca. 

   Al mismí­simo infierno, señora y que le sea tibio, dijo el ángel y le cerró la puerta en las narices. 

II- INFIERNO 

Después del rechazo en el cielo la vieja volvió a errar entre los meandros del limbo hasta que encontró un cartel indicativo que decía: AL INFIERNO POR AQUÍ. Una flechita mostraba una cueva.

   ¿Cómo que acá tampoco puedo entrar?, le reclamó la vieja, como lo hiciera antes con el ángel del cielo, al guardián patovica parado delante de las puertas del infierno. 

   La ley es la ley, enemiga de lo bueno y lo noble. No insistas, dijo el gorila infernal. 

   Pero en el cielo me dijeron que el infierno es mi lugar, le explicó la vieja. 

   Y a mí qué me interesa lo que dicen en el cielo. No sabes que allá está lleno de mentirosos. Esos granujas siempre mandan la peor escoria para acá, gruño el guardián.

   Que yo sepa el mentiroso es su patrón, objetó la vieja.

   Usted por lo visto no entiende nada de nada, ¿no?. No sabes acaso que la verdad y la mentira es una cuestión de conveniencia, aclaró el patovica. 

   Diablillo, por favor se lo pido, hágame un lugarcito, ¿sí?, suplicó la vieja. 

   ¡Imposible!, acá en el informe dice que te has pasado de la cuenta, zorra. Una cosa es un pacadillo aquí, otro por allá, pero hacer del pecado una religión ya es competir con el mismo demonio para ver quien es más diablo, ¿no lo crees tú?, dijo el guardián, achicando los ojos.  

   Pero... pero..., titubeó la vieja. 

   Shhhito y a llorar al campito, dijo el gorilón, anteponiendo un dedo delante de los labios. 

   ¡Qué shhhito ni nada, pelirrojo de mierda! ¡Exijo hablar con el diablo, qué carajo!, chilló la vieja, mostrando su verdadero carácter

   ¡Epa, epa! En qué antro oscuro has aprendido esos modales, guarra; dentro de una iglesia seguro que no. Pero si es así como te gusta jugar, lamento decirte que has perdido por goleada, vieja, respondió con una carcajada el patovica infernal. 

   No pienso moverme de acá hasta ser atendida como corresponde a una dama, advirtió la vieja. 

   ¿Pero quién se cree que es esta vieja chocha, la última Coca-cola del desierto?, preguntó en voz alta para sí el oscuro guardián. 

   Es que ese informe tiene que estar equivocado, señaló la vieja. 

   Aquí lo único equivocado es tu cerebro, macabra, retrucó él.

   Entonces, si es así yo no me muevo de acá, sentenció ella. 

   El guardián estaba que no se aguantaba más de zamparle una patada en el culo a la vieja insistente.

   Pero mira vos, cómo serás de jodida que no te importa ni un poco arder en el infierno por el resto de la eternidad. !Anda a ser mala de ese modo a la casa del carajo! Quiero ver si no salís de acá cuando te zampe un tridente al rojo vivo en el culo, quiero ver, sentenció el guardián.

   Pero entonces, si no puedo entrar ni en el cielo ni en el infierno, ¿adónde voy a ir?, preguntó la vieja. 

   Al purgatorio, vieja podrida, y espero que se haya acabado todo el estoque de papel higiénico para que te hundas en tu propia mierda, dijo el guardián, soltando una risotada que despeinó las greñas de la vieja, después cerró la entrada de la cueva con una pesada piedra. 

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miércoles, 2 de septiembre de 2020

BELLEZA PARA SIEMPRE

 

Roberta lavaba las ollas en la cocina cuando escuchó algo en la televisión que le interesó, largó la olla llena de espuma en la pileta y corrió a su habitación, pero cuando llegó la propaganda había terminado. Volvió a la cocina corriendo, se preparó un té y volvió a la habitación y se plantó delante del televisor, sentándose en los pies de la cama. Las propagandas se sucedían unas tras otras, pero la que le interesaba no la pasaban. Pero Roberta no desistió. Mientras esperaba pacientemente vez por otra se miraba en los espejos de la cómoda y del ropero que, indolentes, reflejaban con espantosa crudeza lo que el paso del tiempo les hace a los que no se mueren jóvenes. Después de aguantar dos torturantes horas soportando dos episodios enteros de Honey Boo Boo, por fin, pudo ver la propaganda. Una voz en off empezó a decir: 

   Basta de deprimirse frente al espejo viendo lo cruel que puede ser la vida cuando uno no se cuida (Roberta volvió a mirarse en el espejo y cabeceó, dándole la razón a la voz invisible). ¡Dígale basta al paso del tiempo! ¡Pise el freno! (las piernas de Roberta se pusieron rígidas automáticamente y sus pies se clavaron en la alfombra) ¿Está deprimida porque ya no puede salir a pasear sin sentirse avergonzada por las patas de gallo? (Roberta se acercó al espejo de la cómoda y al verse exclamó "¡qué gallinero!") ¿Siente que la vida ya no tiene sentido para usted? (Roberta trató de acordarse de la última vez que alguien le había dicho "¡pero que linda estás!", pero no encontró el recuerdo, se había desvanecido en su memoria; acaso si se lo habrían dicho alguna vez, no lo recordaba) ¿Siente envidia de sus amigas o amigos cuando ve que cualquier ropa les sienta bien? (Roberta se acordó de Gladys, que siempre vivía quejándose con las groserías que le decían en la calle, pero siempre andaba presentándole el "nuevo novio". "Hija de puta", exclamó, llena de odio) ¿Cree que su cara ya no tiene más remedio? (Roberta miró hacia la quinta de verdura del otro lado del vidrio de la ventana, el espantapájaros se veía mejor que ella) Si usted es una de esas personas que piensa todo esto (sí, se escuchó decir débilmente), bueno, prepárese porque sus problemas acabaron (una chispa de luz iluminó las bolsitas marchitas debajo de sus ojos de perra cocker spaniel inglesa de quince años), porque ahora llegó el revolucionario tratamiento de belleza "Beauty Forever" (en ese momento aparecieron las imágenes de un hombre atlético y una mujer despampanante, y a Roberta casi se le escapa un lagrimón, pero lo reprimió porque dudaba que le quedara mucho "para siempre" por delante). No piense en los años que le quedan (Roberta miró desconfiada para la televisión, ¿acaso la tecnología ya era capaz de leer los pensamientos de los telespectadores?, se preguntó), piense en el ahora (Roberta volvió a mirarse en el espejo de la cómoda, ¡ay!, cuánto le dolía el ahora), pero en el "ahora" con la ayuda inestimable de "Beauty Forever" (¡ah!, ahora sí, dijo Roberta, cuando la voz anónima le aclaró la perspectiva). ¡Llame hoy mismo al número que aparece en la pantalla, porque a los cien primeros en llamar le daremos dos kits de belleza "Beauty Forever" por el precio de uno, no pierda el tiempo, ¡llame ahora! (Humm, interesante oferta, murmuró Roberta mientras agarraba el celular y marcaba el número sugerido para llamar apenas terminara la propaganda). Y por si le parece poco le damos la garantía de que con solo tres tratamientos diarios en una semana irá a rejuvenecer un año y si no le da el resultado esperado le devolvemos el dinero, ¡no tiene cómo perder! (la mente de Roberta se había convertido en una calculadora y multiplicó con asombrosa rapidez cuatro semanas por doce y el resultado le dio cuarenta y ocho años años menos, eso quería decir que dentro de un año volvería a sus tiernos y verdes dieciocho). ¡Pero espere! (Roberta detuvo el dedo que ya empezaba a apretar las teclas del celular) ¿Tiene un compromiso para cumplir antes de los primeros siete días? (puede ser, dijo Roberta, acordándose del carnicero solterón que estaba rebueno y siempre le insinuaba cosas raras, principalmente cuando ella iba a comprar chorizos), entonces no se preocupe que el equipo de especialistas de "Beauty Forever" ya ha pensado en eso y junto con el kit de belleza de "Beauty Forever", además de la crema rejuvenecedora "Beauty Forever" y la loción post tratamiento "Beauty Forever", usted también recibirá totalmente gratis dos máscaras "Beauty Forever", super adherentes con el rostro de Julia Roberts y Beyoncé para ellas y dos para ellos de Brad Pitt y Leonardo Di Caprio; y si usted es de las personas que añoran el pasado, también les regalamos, sin ningún costo adicional, otras dos máscaras de regalo, una de Brigitte Bardot y otra de Alain Delon cuando eran jóvenes. Seis máscaras "Beauty Forever" totalmente gratis para que usted no pierda el compromiso (a Roberta los dedos ya le hormigueaban). Entonces, qué está esperando para hacer su pedido ahora mismo, ¡llame ya y empiece a rejuvenecer hoy mismo con "Beauty Forever"! 

   No bien terminó la propaganda Roberta se apresuró a llamar para estar entre los cien primeros. Mientras esperaba, escuchando una musiquita monótona, recordó cuando Richard Gere aparecía en la limousine blanca debajo del balcón para buscar a Julia Roberts en "Pretty Woman", empapaba un pañuelo con lágrimas emocionadas. Y apenas escuchó la voz de la telefonista le pidió cuarenta y ocho kits de belleza "Beauty Forever", uno para cada semana del año, y después, mirándose al espejo del ropero dijo, con voz firme y decidida: la Gladys que se cuide ahora. 

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BELLEZA PARA SIEMPRE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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martes, 1 de septiembre de 2020

EL LOCO DEL CABILDO


El oficinista se sentó en un banco de la Plaza de Mayo y empezó a comer un sandwich de milanesa. El sol le daba de lleno, haciéndole soportable la brisa fría que se escurría desde el Río de la Plata por los oscuros corredores que formaban las calles entre los altos edificios. Al primer bocado una sombra se interpuso entre el sol y él; levantó la vista: era un joven, más o menos de su edad. El joven, como hipnotizado, miraba hacia el Cabildo. Al oficinista le pareció que lo conocía de vista, aunque no recordaba de dónde, pero buscando en su memoria al rato recordó que a menudo lo había visto en diferentes puntos de la plaza, siempre observando el Cabildo. Pero no le dio importancia, buscó otro banco al sol y terminado su almuerzo, fumó un cigarrillo y volvió a la oficina. 

   Pasados unos días volvió a verlo, observaba el Cabildo. Esta vez lo hacía sentado en uno de los bancos, unos cuantos más allá del suyo. Se prometió que a la primera oportunidad que tuviera le preguntaría qué observaba en realidad; quizás fuese algún estudiante de arquitectura. Esta oportunidad se le dio unas semanas más tarde; buscaba un banco libre cuando lo vio sentado en uno, de modo que fue a sentarse al lado. Después de conversar sobre cosas de todos los días, el clima, el gobierno, las palomas, etcétera, se animó a preguntarle sobre su peculiar costumbre de observar el cabildo. 

   Perdón, pero hay algo que vengo observando desde hace mucho y me tiene intrigado. Me podrías decir, si no te importa, ¿qué es lo que tanto miras en el Cabildo? El joven, sin dejar de mirar hacia en edificio, le dijo: 

   Vengo todos los días para ver, de primera mano, cuando el progreso de la ciudad obligue a las autoridades a terminar de derrumbarlo de una buena vez. 

   El oficinista frunció el ceño y se quedó pensando en su extraña respuesta. 

   Perdón otra vez, pero no le encuentro lógica en lo que me decís. Puede que eso no ocurra nunca, o que ocurra en un futuro en el cual ya ninguno de los dos estemos en este mundo, ¿no te parece? 

   El joven asintió sin decir nada, pero poco después dejó su observación. 

   Me temo que si nunca ocurra tendré que seguir esperando hasta que acabe el mundo, pero si ocurre, en ese futuro que mencionaste, solo yo estaré aquí para verlo, dijo, tan campante como si estuviera hablando de algo factible. 

   El oficinista se dijo que estaba hablando con un loco de remate, pero como aún faltaba media hora para regresar a la oficina decidió seguirle el trencito. 

   ¿Y hace mucho que estás esperando el derrumbe total? 

   El muchacho, que había vuelto a la obsesiva observación, le dijo: 

   Desde que terminamos de construirlo, allá por 1751. 

    El oficinista apretó fuertemente los labios para reprimir la risa que le causó la respuesta del chiflado, pero el joven, que al parecer no se había dado cuenta de nada, prosiguió: 

   Recuerdo que unos meses antes de terminarlo, el capataz me puso de ayudante de uno de los techistas, un brasilero llamado Herculano, un negro que no tenía nada del héroe griego, al que su nombre aludía, porque era bajito y flaco. Nos hicimos amigos enseguida. Y resulta que un día me contó algo que me interesó, aunque pensé que era en joda; me contó que tenía el poder de conceder cualquier deseo. Cuando escuché aquello yo sí que no conseguí reprimir la risa como vos hace un momento (el oficinista hizo una mueca que significaba "qué metida de pata", pero no supo cómo disculparse). Bien, Herculano me dijo que si yo bebía un trago de su "cachaça mágica" lo que pidiera se me haría realidad. Ahí di una risotada que se oyó en toda la obra, y le dije que si el aguardiente mágico era tan mágico como él afirmaba qué carajo estaba haciendo clavando clavos en lugar de estar viviendo como un rey, a lo que él me respondió que tener más dinero del necesario para vivir era malo, que su único pedido había sido salud y nunca había enfermado. Pero como yo no era de arrugar ante nada, le dije que si me ofrecía un trago tomaría con gusto, es claro que pensé que la bebida sabría a mil demonios. Pero al otro día apareció trayendo una botella de la tal bebida mágica: estaba casi llena, con lo que pensé que, o eran pocos lo que se creían el cuento o la botella estaba recién destapada. Bueno, pedí un deseo y tomé un trago, pero no le sentí ningún gusto raro, sabía a aguardiente común y corriente. Después él me preguntó cuál había sido mi deseo, que se lo podía contar que de cualquier manera se cumpliría igual, pero me aclaró que si se me había ido la mano con el deseo él, por ser el dueño de la bebida, podía modificar el pedido. Lógicamente que tampoco le creí eso, pero como tampoco le creía lo otro no vi ningún problema y le conté que pedí ser inmortal. El rostro de Herculano se oscureció y me dijo que eso era peor que pedir ser rey, porque uno no sabe lo que el futuro puede depararnos y mucho menos al que yo aspiraba, ya que se estiraba hasta el infinito. Así que le dije, total no le creía nada, que modificara a gusto, entonces él se puso a murmurar unas palabras en dialecto africano (otro día me dijo que era la lengua de sus ancestros, que habían sido traídos como esclavos por los portugueses para el Brasil desde Dahomey) y después de aquel rezo o conjuro, no sé, me dijo que ya estaba listo, que me quedaría en los veintiséis años que contaba por aquel entonces mientras el Cabildo se mantuviera en pie. Allá por los cuarenta y algo me di cuenta que el negro Herculano tenía razón. Entonces cumplí cincuenta, sesenta y nada, seguía igual, igual que ahora. Después, cuando en 1889 empezaron a derrumbarlo para la abertura de la Avenida de Mayo, creí sería en su totalidad y que ya podía seguir el curso natural de mi vida, pero no, fue una falsa alarma porque solo le arrancaron una parte nada más. Y en 1931, cuando en el gobierno de Uriburu empezaron a derrumbar el otro extremo para abrir la diagonal Julio A. Roca, volví a desilusionarme, porque creí que esta vez sí se me daba. Y, como podes ver, aún estoy aquí, cansado de vivir y todavía esperando que el progreso siga su curso de crecimiento constante y me libere de una vez por todas de este calvario. Vos, que seguramente un día te enamorarás y tendrás hijos, no te das una idea de lo terrible que es no poder amar ni tener un hijo para no tener que verlos envejecer y morir antes que uno. Me acuerdo que una vez escuché en la radio al negro Dolina, que decía que "cada mujer que pasa por uno es un amor que nunca se concretizará", no recuerdo exactamente si con esas palabras ni si la frase era suya o no. Bueno, para mí todas las mujeres son amores que me pasan de largo. Te cuento esto para que tengas una idea de como me siento. 

   Cuando el joven terminó el largo monólogo ya estaba casi en la hora del oficinista regresar al trabajo y mientras lo hacía pensaba que si fuese posible vivir por siempre, solo un loco podría pensar que mantenerse joven durante doscientos sesenta y nueve años fuese un calvario, porque bastaba con correr atrás de todas y no enamorarse de ninguna para que el calvario se transformara en fiesta. 

   Después de aquel encuentro, mientras siguió trabajando en la oficina, volvió a ver al loco muchísimas veces merodeando por la plaza, aunque nunca más habló con él. Un tiempo después consiguió un trabajo mejor en Tucumán y por allá se afincó, se casó y tuvo hijos y se olvidó del loco del Cabildo. Hasta que un día, treinta años después, de vacaciones con su esposa y el hijo más chico, en uno de esos paseos que hacían a diario por diferentes puntos de Buenos Aires, los llevó a la Plaza de Mayo. Después de sacarse fotos delante de la casa de gobierno fueron a conocer el Cabildo. En ese momento se acordó del loco y les empezó a contar sobre la única conversación que habían tenido. 

   El Cabildo estaba como entonces y el joven, los ojos fijos en el Cabildo, todavía esperaba su derrumbamiento total, pero el ex oficinista, aunque lo pasó por al lado, no llegó a verlo. 

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EL LOCO DEL CABILDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...