martes, 29 de septiembre de 2020

EL TESORO


   "Pero mirá lo que tengo que estar haciendo con esta política de mierda", se quejaba el pibe cuando la pala se detuvo contra algo duro; el golpe seco recorrió todo el cabo y terminó en el brazo. 
"Otro cascote", pensó en el acto. Ya estaba harto de aquella penuria, cada dos o tres punteadas si no era una piedra era un hueso, o vidrios, o cascotes que hacía rebotar la pala; otras veces era algo metálico, como la herradura y la media bisagra carcomidas por el óxido, que tenía separadas más allá del montículo de tierra que rodeaba al pozo, dándole un aspecto de volcán en miniatura. Pero la triste realidad era que si quería tener para los cigarrillos, debía seguir cavando, no había otro camino. Mientras renegaba soñaba con la posibilidad de un tesoro escondido que le hiciera interrumpir aquel trabajo de negros. Imaginaba el mañana cuando, ya rico y sin problemas económicos, todo lo que le negaba la vida estaba a su disposición en las tiendas, en las concesionarias de automóviles, en las mueblerías, en donde y cuando se le ocurriera. Y, claro, también soñaba con  mujeres, que no eran otras sino la hija de un vecino, que en raras ocasiones se tomaba la molestia de un "hola" desabrido; la esposa del dueño de la disco, que a pesar de veterana fantaseaba con ella cada vez que volvía a casa de madrugada; la hermana de un amigo, que era súper simpática solo cuando frecuentaba su casa, porque en la calle apenas lo saludaba y cuando estaba con el novio entonces, lo ignoraba olímpicamente; y por supuesto había un montón más de mujeres en su lista imaginaria, pero primero tenía que encontrar un tesoro enterrado. Con ganar la lotería no podía contar, porque nunca jugaba; no podía entender cómo alguien podía acertar los números exactos y la exacta disposición de cualquier cifra ganadora. Pura suerte, sin dudas, pero con ella no podía contar. Primero porque podía llegarle tarde, como le sucedió a un tío que ganó un cero kilómetro cuando tenía más de setenta años después de cincuenta y tantos años siguiendo el mismo número. Él tenía catorce y más cincuenta y tantos serían sesenta y muchos y ahí ya sería tarde para casi todo, por lo menos para lo mejor de la vida, ni qué hablar de la hija del vecino y la hermana del amigo que ya serían abuelas; y segundo porque si de verdad tuviera suerte en la próxima punteada la pala se trancaría con un baúl enterrado lleno de oro y piedras preciosas. 

   Así, soñando con lo imposible, el pibe siguió cavando y cavando, y en una de esas la pala tocó algo duro y nuevamente el impacto subió por el cabo y le hizo doler el brazo. Puteaba mientras daba pequeños golpes con la punta, buscando el borde de lo que fuera, para puntear al costado y desenterrarlo sin dificultad, pero sea lo que fuere era mayor que un pedazo de cascote o hierro, aunque sonaba diferente. 

   "¡Epa!", exclamó, y después se dijo, "acá hay algo grande", entonces empezó a soñar. El corazón le dijo, por el ritmo de las palpitaciones que agarró, que sí, que sí había algo. Siguió buscando el borde hasta que lo encontró; aflojó bien la tierra y empezó a escarbar con las manos: aquello se asemejaba a un baúl de madera. El pibe, los ojos maravillados, acarició la superficie como si fuera la piel de la hija del vecino, de la hermana del amigo o la de la veterana. Veinte minutos después consiguió desenterrar una caja cuadrada de madera en bastante buen estado y cerrada con un candado de bronce. Miró hacia la casa, la dueña todavía no había vuelto de las compras. Sacó la caja del pozo y la llevó del otro lado del montículo, cosa que no se viera desde la casa, caso la dueña se asomara cuando volviera. Hizo volar de un palazo el candado mientras el corazón le latía como nunca, ni cuando lo corrió la policía una madrugada a la salida de la disco después que junto a unos amigos cascotearan un patrullero que pasó por ellos había latido así; en seguida se arrodilló y empezó a abrir la tapa muy despacio. Imaginaba su cara iluminarse con las joyas contenidas en su interior, como en las películas, cuando de repente todo se apagó. 

   Al rato, llegó la señora de las compras y cuando se acercó con un vaso de jugo fresquito encontró al pibe tirado del otro lado del pozo, al lado de una caja abierta de la cual salía un resorte bien largo con un guante de boxeo en la punta, aún balanceándose. 

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El Tesoro por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LA MIRADA


 Tomaba una cerveza solo. El bar no estaba muy lleno, cinco o seis mesas, y en una de ellas, dos más allá de la mía, estaban una chica de espalda a mí, frente a ella un grandulón de mirada enojada y a la derecha de ambos otra chica. Arriba del mostrador había un televisor, con lo que no tenía como no darme cuenta cómo el grandote no me quitaba la vista de encima. Pensé que estaría con algún problema mayor que sus posibilidades de solucionarlo para agarrársela conmigo, que dicho sea de paso se necesitaba otro igual a mí para igualarlo en tamaño entre ambos. Era fornido y el único brazo que podía ver era musculoso, macizo, y todo tatuado; otro tatuaje le asomaba por el cuello de la remera y le cubría todo el cuello, también fornido, como de toro. Sentí como si aquellas miradas que me dedicaba la mole fuera el preludio de una pelea, que claramente perdería yo, entonces pasé la mano disimuladamente en la pistola que cargaba en la cintura, tapada por la remera, y me tranquilicé. De pronto la chica que estaba al lado le dijo algo y él respondió y siguió hablando con una y otra con la misma mirada fiera. "Bueno, pensé, pasa algo entre ellos", lo que no quería decir que no se la agarrara conmigo. Cuando paró de hablar se dio vuelta hacia el mostrador y pidió otra cerveza, casi como una orden, y siguió mirándome como siempre. Después que el mozo le trajo la cerveza se paró, entonces vi erguirse hasta tapar el televisor un ropero tamaño "king size" (ahí volví a palpar la pistola), pero el gigante se encaminó al baño. En ese momento, justo ahí, noté que llevaba puesta una bermuda donde, sobre el muslo izquierdo, estaba escrito UFC y la misma inscripción en la espalda de la camiseta, y agudizando la vista pude ver que en lugar de la oreja izquierda tenía un repollito de Bruselas. Entonces dejé salir de los pulmones el aire que tenía retenido porque vi que se trataba de un luchador o practicante de Vale Todo, y esos tipos no saben mirar de otra manera. 

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La Mirada por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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CUENTO PARECIDO A OTRO CUENTO


Me senté en el banco de la plaza y empecé a observar a la gente. Me urgía hacer un cuento, y que mejor que salir y buscarlo entre la gente cuando no se lo encuentra dentro de casa. Al rato, una pareja se sentó en uno de los bancos del otro lado del paseo; ella, un hembrón y él, parecía un luchador de UFC. Me los quedé observando mientras le buscaba la vuelta al cuento que escribiría a partir de la llegada de una pareja que se sienta frente a un escritor en busca de inspiración en un paseo público. Pero de pronto el tipo me miró, con aquella mirada ruda con que miran los luchadores de UFC. Me hice el distraído, bajé la vista, abrí el cuaderno, saqué la lapicera de un bolsillo y me puse a escribir. En eso recordé otro cuento que había escrito hacía tiempo, donde un luchador de UFC miraba fieramente a un tipo sentado en otra mesa del bar donde tomaban unos tragos. "La mirada", lo intitulé. Éste bien que podría llamarlo "Cuento parecido a otro cuento". Entonces apunté que el luchador que tenía sentado frente a mí venía a preguntarme qué miraba y qué escribía. En ese momento yo dejaba el cuaderno y la lapicera sobre el banco, me paraba y le daba la paliza de su vida y después me acercaba al hembrón y le preguntaba qué estaba haciendo con un perdedor como aquel que se revolcaba de dolor, entre espasmos moribundos. 

   Mientras tanto, entre idea e idea, les echaba una miraba y seguía haciendo anotaciones; a veces él lo notaba y otras no. De pronto, sentí que alguien venía hacia mí y al levantar la vista vi que era el luchador. "Cagamos dijo Ramos", pensé.

   ¿Qué es lo que tanto miras?, me dijo, con autoridad, postura y mirada de luchador. 

  Nada, le dije, miro para ustedes como para cualquier otra persona, al final, para algún lugar tengo que hacerlo, ¿no? Traté de parecer tranquilo, pero ya veía una rodilla en el mentón mandarme a un mundo parecido a estar en coma. 

  ¿Y qué escribís ahí?, me preguntó, señalándome el cuaderno con la quijada de jabalí. 

   Ah, esto, es un cuento, le dije, pero si tanto te intriga te leo de va, le dije. Entonces le leí lo que había escrito. El tipo achicó los ojos y haciendo un gesto de pregunta con la mano me dijo: 

   ¿Y crees que de verdad me harías eso que escribiste ahí? 

   Se refería a la paliza, sin dudas. 

  Claro que no, es apenas un cuento, es decir, otra forma de mentir. 

   El grandulón esbozó una sonrisa sarcástica que le desfiguró el semblante de piedra y se fue diciendo: 

   Sigue soñando entonces. Así que le hice caso. 

   Unos días después, cuando el cuento quedó redondito al tipo no lo reconocía ni la madre de la paliza que le di y el hembrón era la madre de mis dos hijos, ja. 

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CUENTO PARECIDO A OTRO CUENTO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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lunes, 28 de septiembre de 2020

LEOPOLDITO


Los Miguens estaban preocupados con el pimpollo de la casa, Leopoldito, que tenía dos años y se asemejaba a un cachorro de hipopótamo, no estaba por ningún lugar. 

   Sí, Leopoldito comía mucho, como un glotón; y su estómago parecía no tener fin. La suerte de sus padres era que vivían en la misma casa de los padres de Yoli, la mamá del nene descomunal, que ayudaban a comprar comida. 

   Si sigue así comprimirá tanto el resto de los órganos que va a morirse, a menudo decía don Jaime, el padre de Yoli.

   Y sí, la situación de Leopoldito era muy preocupante, así que el abuelo fue hasta la farmacia del pueblo y exponiéndole el problema del nieto al farmacéutico, éste le dijo que se quedara tranquilo que le prepararía un inhibidor de apetito. Pasados unos días, don Jaime regresó a la farmacia de donde trajo el tónico. Una semana más tarde ya se notaba que Leopoldito disminuía la gordura, pero al mes había adelgazado tanto que para verlo bien debía de hacerse de frente, de lo contrario parecía estar viendo un palo de escoba con cabeza. De manera que suspendieron el medicamento inmediatamente, pero Leopoldito siguió sumiéndose en una flacura asustadora. 

   A la tarde voy a ver al farmacéutico, dijo don Jaime, para que prepare otro tónico, uno que no haga engordar tanto ni enflaquecer mucho. 

   Pero esa mañana, los Miguens volvieron a preocuparse con el pimpollo: Leopoldito noestaba por ningún lugar. Buscaron debajo de las camas, adentro de los roperos, en la quinta de verduras, en el galpón y nada de Leopoldito, entonces fueron a la parte de adelanre de la casa; si no lo encontraban allí quería decir que... Nadie se atrevió a terminar la frase. 

   Allí, entre la casa y las rejas de la calle, estaban los dos hermanitos mayores de Leopoldito, jugando a las figuritas. 

   ¿No vieron a Leopoldito?, les preguntó Yoli, temblando de la cabeza a los pies. 

   Sí, mami, dijo uno, está ahí, señalándole las rejas. 

   Todos miraron hacia las rejas, pero ninguno vio a Lepoldito. Hasta que una de las rejas se movió. 

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ALMA ATRAPADA


El primer trabajo importante que le dieron en el diario a Henry Holden lo llevó a las planicies del oeste americano, acompañando al reportero. El trabajo consistía en retratar las costumbre de los indios. Con el reportero no hubo problema, pero con él... 

   Los indios se negaron a fotografiarse, pensando que la máquina tenía el poder de atrapar en imágenes las almas de los retratados. De nada le sirvieron los artilugios que fue capaz de echar mano, y solo pudo sacar una sola fotografía, escondido entre los arbustos: un indio que se encaminaba con arco y flechas para una cacería. 

   El indio había salido de mañana y ya mediando la tarde no aparecía. Ésto inquietó a la tribu, con lo que se formó un grupo de búsqueda. Ya era noche hecha cuando el grupo apareció trayendo al cazador sobre el lomo de un caballo, herido de muerte. Lo había matado un oso, abriéndole el pecho a zarpazos. 

   Una nota más, dijo el reportero. 

   Y quizás ninguna fotografía, acotó él.

   De regreso en la redacción del diario, el reportero se puso a pasar a máquina sus apuntes y él se encerró en el laboratorio fotográfico a fin de rebelar la posible única fotografía. Minutos más tarde se escucharon ruidos, como de cosas siendo rotas y gritos provenientes del laboratorio. Antes que llegaran a la puerta los colegas lo vieron salir, pálido como el mármol, y cerrar con fuerza la puerta tras de sí; tenía la camisa rasgada y manchada de sangre a la altura del hombro, y una flecha atravesada en un hombro. 

   ¡¿Qué ha ocurrido?!, le preguntaron, sorprendidos,los colegas. 

   Corrí con suerte... si no estuviera demasiado... oscuro, no sé..., fue todo lo que dijo, entre espasmos y la vista turbada, antes de caer desmayado. 

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SUEÑOS


Con el futuro asegurado todos los sueños son posibles y las amarguras del mundo quedan atrás. Como las suyas allá en los sórdidos suburbios de Londres. Suburbios que ya eran recuerdos y muy pronto olvido total, apenas pusiera los pies en suelo americano. Todo el glamour de Nueva York pasaría a llenar todos los días de su vida, porque en América lo esperaban una hermosa y rica mujer, una carrera promisoria, una envidiable posición social, el lujo y el placer de vivir. En fin, todo lo mejor que
 se puede esperar de la vida. Con todo eso soñaba Paul Harold Ramsay mientras fumaba un cigarrillo y degustaba un Whisky, aquella noche del 14 de abril de 1912, a bordo del Titanic. 

EL DESCONOCIDO


En lo mejor de la fiesta se me acercó un desconocido y me preguntó si yo era Marcelo. Yo, pensando que se trataba de mi amigo Marcelo, le indiqué dónde se encontraba:

   No amigo, es aquel que está conversando con la chica de vestido azul, cerca de la piscina, le dije. 

   Lo vi dirigirse hacia mi amigo, y no le presté más atención. Al rato, se me acercó Marcelo y le pregunté qué quería el desconocido con él. 

   Conmigo nada, me preguntó sí yo era Pepe, así que le dije dónde estaba, me respondió Marcelo. 

   ¿Pepe?, pero si a mi me preguntó por vos, le dije.

   En eso llegó Pepe a pedirme un cigarrillo. Así que le pregunté qué quería el tipo con él. 

   Conmigo, nada, me preguntó si yo era Javier, así que le dije dónde estaba Javi y fue a hablar con él, dijo Pepe. 

   Ya con eso bastó para dejarnos intrigados, así que fuimos los tres atrás de Javier. Cuando lo encontramos le preguntamos por el desconocido. 

   Nada, me confundió con Ricardo. Se lo mostré y no lo vi más, ¿por qué? 

   Listo, los cuatro fuimos atrás de Ricardo y él nos dijo que el desconocido le preguntó si él era Pedro. Y cuando encontramos a Pedro nos dijo que le preguntó si él era Matías, y Matías que le preguntó si él era Mario y como Mario nos contó lo mismo y con otro amigo pasó la misma cosa y con otro también, salimos todos, que a esa altura ya éramos unos quince, atrás del tipo. 

   Lo encontramos diez minutos después, preguntándole a un muchacho si él era un tal Gustavo. Lo rodeamos y le preguntamos quién y cómo se llamaba. 

   Eso mismo quiero saber yo, nos dijo, por eso pregunto los nombres de todos a ver si alguien me conoce y me dice quién soy.  

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EL DESCONOCIDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...