miércoles, 7 de octubre de 2020

EL PERRO


1- 

Una vez más la piedra lo alcanzó, en las costillas. El perro soltó un gemido y corrió a esconderse detrás del rancho, donde se tiró cerca del gallinero a lamerse donde le había dado el piedrazo, gimiendo débilmente a cada lamida mientras el dolor penetrante se ramificaba por todo el costillar. Y entre lamida y lamida, husmeaba por entre el cardal. Pues hasta que no viera pasar a su agresor no se tranquilizaría. Entonces lo alcanzó a ver: ahora el sabandija se entretenía dándole hondazos a los nidos de los horneros en el monte de acacias, del otro lado del camino polvoriento. 

2- 

Todas las tardes el sabandija pasaba por el rancho, a esas horas no quedaba nadie más en casa que él y las gallinas, y, como buen curtido que era, se quedaba un buen rato por allí, martirizándolo a hondazos. 

   En esos momentos no sabía para dónde agarrar. Acurrucado en algún rincón espiaba cómo el sabandija, unas tras otras, sacaba del bolsillo las piedras asesinas que nunca acababan, como si el bolsillo fuera mágico. Y no era extraño que no encontrando el lugar exacto donde se había escondido, lo persiguiera con hondazos a lo ciego, alcanzándolo algunas veces con una piedra traicionera que atravesaba los cardos, veloz como una bala, o rebotando en algún árbol o en las paredes del rancho. La oreja quebrada se la debía al sabandija. Fue en una tarde en que, escondido detrás de uno de los pinos de la vereda, lo agarró desprevenido a menos de dos metros, haciéndolo mear en las patas y aullar como un lobo herido mientras corría a esconderse entre los pastizales del fondo. 

   Después, cuando se cansaba de divertirse a costilla suya, seguía, dele que dele a hondazos a todo lo que viera, hasta la curva del camino, a una legua del rancho, donde se internaba en el monte junto al puente viejo. Y cuando retornaba, ya de tardecita, casi siempre traía algún pájaro colgando del cinto, sino muerto con un ala rota, y si no veía a nadie en el patio y lo agarraba distraído, con un hondazo sorpresivo le avisaba que ya regresaba de hacer sus echurías. Cuando eso ocurría, salía que se las pelaba antes que alguien de casa saliera a ver por qué aullaba. 

 3

Una de esas tardes, apareció un perro sin dueño babeando cerca del rancho, tenía rabia. Al oírlo escarbar en la vereda, paró las orejas y abandonó el sofá debajo de la galería donde dormía, pero la mirada fea que el rabioso le echó lo hizo volver con la cola entre las patas al sofá, donde se quedó con el cogote estirado para no perderlo de vista. De pronto, lo vio arrancar, ladrando y babeando, hacia el camino. Estiró un poco más el cogote y lo siguió con la mirada. Y no es que por allí venía el sabandija, con la honda ya lista para darle el primer hondazo del día, pero apenas vio al rabioso corriendo hacia él dejó caer la honda y de un salto cruzó la zanja, y como no tenía ningún árbol cercano al cual subirse, escaló como pudo las lineas del alambrado y se quedó haciendo equilibrio sobre uno de los postes mientras el rabioso arañaba el poste tratando de morderle un pie. Entonces, entre los ladridos rabiosos, oyó los gritos de socorro del sabandija. En ese momento se le erizaron los pelos del lomo y de un salto abandonó el sofá. Cruzó raudamente el patio y, veloz como un gato tras una rata, pasó por un hueco del cercado, para luego saltar la zanja e ir atrás del rabioso, que seguía atacando al sabandija. Solo cuando lo tuvo ladrando a un metro, el rabioso se dio cuenta de su presencia, entonces dejó tranquilo a su víctima y se la agarró con él. Pero hasta ahí llegó su valentía, de modo que volvió al camino y salió patitas pa´que te quiero hacia el rancho, con el rabioso a la cola. Y con la misma agilidad de gato saltó a la vereda, embocó el hueco y fue a esconderse en la galería, detrás de unos trastos arrinconados en el fondo. Entretanto, el rabioso, que por ser más corpulento que él no consiguió pasar por el hueco, se quedó en la vereda, ladrando y babeando, mientras arremetía endemoniadamente contra el cercado. Hasta que de pronto, como acordándose del sabandija, dejó en paz el cercado, pero él ya había desaparecido. 

4- 

Cuando ya no escuchó más alboroto en la calle, salió del escondrijo y se subió al sofá, donde se quedó estirando el cogote, pero tanto el rabioso como el sabandija habían desaparecido. Ya iba a salir al patio cuando escuchó un disparo a lo lejos, ésto le recordó los días de fiesta entonces volvió al sofá y metió la cabeza entre las patas delanteras. 

5- 

Al otro día, estaba distraído observando un alboroto en el gallinero cuando sintió lo que le pareció un piedrazo, contra una de las paredes del rancho; inmediatamente, acordándose de los hondazos, se dio vuelta. Y allí, parado del otro lado del cercado, estaba el sabandija limpiándose una mano en el pantalón; traía la honda a modo de collar ensartada en el pescuezo y una sonrisa incierta que no demostraba si era amigable o traicionera. Apurado por las recordaciones de tantos piedrazos, ya arrancaba a ponerse a resguardo cuando olfateó comida; giró la cabeza para aquí y para allá hasta que dio con un hueso con bastante carne, tirado al lado de la pared del rancho donde creyó haber oído el ruido que lo puso en alerta. A pesar de la desconfianza, caminó cautelosamente hacia el hueso y lo agarró entre los dientes, pero cuando levantó la vista el sabandija ya no estaba. Con el hueso en la boca rodeó el rancho y lo buscó con la mirada por entre los cardos, pero tampoco lo vio seguir por el camino hacia la curva, como siempre; un tanto confundido dio media vuelta y volvió al patio. Y entonces lo volvió a ver: el sabandija se alejaba con las manos en los bolsillos silbando bajito, de regreso a su casa quizás. 

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El Perro por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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COPULATIO

El largo invierno welliano, por fin, ha dado paso a la primavera. Sobre las rocas tibias, los insectos coleópteros, libres de su cárcel de hielo, se desentumecen al sol por una hora o poco más hasta que las alas se les secan completamente, entonces se lanzan al aire. Las hembras vuelan hacia los campos para ver el nacimiento de las flores y empezar a comer los tiernos pétalos, de donde extraen su principal alimento: los colores. Los machos, entretanto, imperiosos ante la necesidad de prolongar su descendencia no piensan en la comida, sino que se empeñan en perseguirlas sin tregua. Ellas se quejan y tratan de frenarlos por todos los medios que le son posibles, pero el tiempo urge, argumentan ellos, pues solo tienen cuarenta y pocos años hasta que empiece otra vez el infernal verano. 

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COMIDA II


 Estoy descalzo y voy corriendo por un pasillo que parece infinito, sin puertas ni ventanas; en el piso hay cuerpos descuartizados desparramados, pero vivos, y las partes sueltas tienen vida autónoma. Paso por piernas que me ponen zancadillas, manos de uñas puntiagudas que me hincan los tobillos, brazos que quieren aferrarse en mí y mandíbulas de dientes afilados que me lanzan mordiscos ciegos. Lo más dificultoso es mantenerme sin resbalar en ese apestoso piso repleto de órganos, pus, vísceras, vómitos, mierda, ojos, lenguas, cabezas enteras o despedazadas y sangre viscosa que chorrea constantemente de las paredes. Me preocupa además perder el sentido por el hedor nauseabundo que casi llega a sofocarme. Sé que si me detengo seré comido y desmembrado, y pasaré a ser parte del horror. Pero poco a poco siento que las fuerzas me abandonan, ya resbalo con mayor facilidad y sé que de no despertarme pronto deberé claudicar y caer vencido. Pero sigo resistiendo y esperanzado en encontrar la salida al final del pasillo maldito, aunque es una lucha estéril, porque toda resistencia me huele a inútil. 

   Vuelvo a trastabillar, y a resbalar, y a sentir los arañazos y las mordidas. El aire me falta más que antes, entonces me siento caer; brazos y manos caen sobre mí; y las mordidas voraces; y las uñas en la carne. Al fin desvanezco... De pronto despierto, pero con desconcierto veo que no estoy en mi cama, sino en el piso asqueroso y demencial; con horror compruebo que no solo me faltan los brazos y las piernas, sino el cuerpo también; entonces me doy cuenta que solo soy una mente en una cabeza suelta, y que, inexplicablemente, estoy hambriento, terriblemente hambriento. Quiero morder, quiero masticar; sobretodo quiero sangre y carne, carne cruda y jugosa. 

   De repente el piso empieza a retumbar, enfoco la vista hacia el extremo del pasillo, en seguida se hace visible un hombre descalzo que viene corriendo hacia aquí. Las mandíbulas se me distienden, las glándulas salivales se activan y se me hace agua la boca: es la comida que está llega. 

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NUEVO EN EL PUEBLO


 Hacía una semana que se había mudado a aquel pueblo y no conocía a nadie todavía. Esa tarde, caminando por la única avenida del lugar, vio pasar a una señorita muy bonita por la vereda de enfrente; sintió algo dentro de sí, como una conmoción, y no pudiendo reprimir al impulso de seguirla se detuvo delante de una tienda e hizo como que miraba lo expuesto allí, pero sus ojos miraban el reflejo de la señorita en la vereda de enfrente. Cuando su reflejo desapareció, la siguió a cierta distancia. A unas tres cuadras la vio entrar en un edificio que le pareció ser un hospital o tal vez una clínica. Pensó que seguramente sería una enfermera. Siguió caminando, entonces vio un cartel encima de la entrada: ASILO DE CIEGOS. Por unos días buscó alguna excusa para acercarse al asilo, hasta que sus ojos se posaron en el viejo gramófono, al lado de la caja con los discos. Pensó que tal vez al responsable del asilo le resultara una buena idea que los enfermos tuvieran algo que les entretuviera, además él tenía muchos libros los cuales podría leerles; dos buenas oportunidades para acercarse a la bella señorita, aunque primero tendría que ir a hablar y presentar su propuesta. Al día siguiente, eso de las nueve de la mañana llamó a la puerta del asilo; pasaron unos dos minutos y como nadie apareció insistió, pero pasaron los minutos y nadie salió para atenderlo. "No es nada, deben estar ocupados", se dijo y siguió llamando en vano una, dos, siete veces más, sin resultado. Dejó pasar media hora, fumó un cigarrillo y volvió a insistir. Nada. "Está bien, fumaré otro cigarrillo en la sombra, quién sabe llega o sale alguien", pensó esta vez, y se apoyó en un árbol y encendió el cigarrillo. Consulto la hora: diez en punto, y nada todavía. Volvió a insistir, pero después de cinco minutos de darle duro a la puerta sin resultado desistió. El calor ya estaba haciéndose sentir con rigor, por lo que se sacó el saco y lo colgó de un gajo; después de otro diez minutos se arremangó la camisa y se aflojó la corbata; dos minutos más tarde se la sacó y la guardó en un bolsillo del saco. Volvió a insistir una vez más sin resultado. Fumó otro cigarrillo y volvió a ver la hora: casi las once. La garganta le ardía a cada cigarrillo y ya le dolían los nudillos de los dedos; el sudor le chorreaba por la columna y le bajaba por la zanja del culo, provocándole cosquillas en la zanja bastante fastidiosas. Por eso, con disimulo, se rascaba contra el árbol. Una vez más volvió a la carga y una vez más, nada. Fastidiado, volvió a encender otro cigarrillo y éste ya le dio asco; y, asqueado, volvió a mirar la hora: ya eran casi las doce. "No desistiré", pensó, y siguió plantado debajo del árbol. Ventilábase con el sombrero cuando un vehículo estacionó a su lado; era una vieja camioneta Ford A y de ella bajaron dos hombres vestidos de blanco. "Enfermeros", pensó aliviado, aunque sus ropas no estaban tan limpias como pensaba que debían estar. Uno de los hombres fue hasta la caja donde desató una escalera mientras que el otro sacaba unos baldes de pintura y una lona. Desconfió entonces que no fueran enfermeros, así que aguardó viendo qué hacían. Los hombres tendieron la lona debajo de la puerta del asilo y abrieron la escalera sobre ella, luego uno se subió y esperó que el otro le pasara un balde de pintura y un pincel, entonces empezó a escribir algo; cuando terminó el cartel decía así: ASILO DE CIEGOS Y SORDOS
 

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EL TÍO PEPE


 Tres veces mi tío Pepe me levantó la mano, la verdad ambos brazos. Eso pasó en el horno de ladrillos donde yo trabajaba haciendo de todo un poco. La primera vez fue un día que me mandó a buscar las vacas a un callejón con el menor de los tractores, que no tenía cabina ni frenos.

   Recuerda que el tractor chico no tiene frenos, me advirtió, a pesar de saber que yo ya lo sabía. El recordatorio se debía a que para volver había que maniobrar de un lado a otro de la calle hasta dejarlo de frente y como las cunetas eran profundas tenía que frenar con el cambio. Y allá fui yo atrás de las vacas, y no bien empecé a maniobrar, en una reculada, el tractorcito se me fue y acabé tumbándolo, quedando yo por debajo, contra la pared del terreno. Por suerte la cuneta estaba seca. Cuando salí miré hacia el horno y allá estaba el tío Pepe, agitando los brazos encima de una hornalla. 

   La segunda vez fue cuando de nuevo fui a buscar a las vacas, esta vez fue en la calle que pasaba delante del horno y con el tractor grande, que tenía frenos y cabina, pero sin el parabrisas. 

   Cuidado con las toscas y vení despacio, me advirtió mi tío. Hacía poco que había pasado la máquina niveladora y la calle estaba atestada de piedras de tosca. Y ya venía de vuelta pisándoles los talones a las vacas, detrás de mí quedaba flotando la polvareda nomás porque venía a mil por hora. Y como iba tan pegado a las vacas no vi una tosca, que debió ser grande porque el tractor corcoveó y se me fue derecho a la cuneta y no seguí de largo porque la barranca del terreno trancó el tractor, pero yo salí disparado de la cabina, volando sobre el alambrado y lendo a caer entre los cardos que infestaban el campo. Cuando me levanté, con cien mil espinas por todo el cuerpo, miré hacia el horno y allá estaba el tío Pepe, arriba de una hornalla,  agitando los brazos. 

   Y la tercera vez fue cuando me mandó a comprar pan y salamín para tomar el mate de la media tarde. El boliche quedaba más o menos a un kilómetro del horno, del otro lado de la ruta 51, cerca de la chanchería. 

   Anda en el camión viejo y cuidado con la palanca de cambio que se sale y para embocarla de nuevo cuesta un montón, me advirtió, una vez más. Y allá fui yo, levantando polvareda con el viejo Mercedes en una carrera imaginaria. Pero ni bien llegué a la ruta y quise hacer el cambio la palanca se me salió y el Mercedito quedó casi quieto en el medio de la ruta, si se movía era muy poco porque yo no sentía. Inmediatamente miré a la derecha y nada, pero cuando miré a la izquierda... cerquita venía un camión en alta velocidad, dele que dele haciendo sonar la bocina. Para todo esto yo todavía sostenía la palanca suspendida sobre el hueco, entonces la dejé caer y que fuera lo que Dios quisiera, pero milagrosamente encajó sin problemas. Rapidito metí el cambio y aceleré, algunos segundos después pasó el camión, bocinando mientras el camionero, puteándome como un loco, se acordaba de mi madre. Finalmente me detuve al lado del boliche y cuando bajé, por curiosidad nomás, miré hacia el horno, y allá estaba el tío Pepe, subido a una hornalla y agitando los brazos otra vez. 

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ARTE POP


 El público que atestaba la plaza esperaba con expectación la nueva obra del célebre pintor. Él apoyó la tela sobre el caballete, eligió los pinceles, dispersó los colores sobre la paleta y justo cuando iba a dar la primera pincelada se le esfumó el tema de la memoria. Mantuvo por casi una hora una lucha interior con sus ideas, que se negaban con tenacidad férrea a mostrarse en su mente. El público pacientemente y en silencio continuaba atento a sus movimientos, aunque debería decirse inmovilidad, porque el pintor no movía un músculo siquiera. Temía darse vuelta y encarar aquellos miles de pares de ojos concentrados en su persona. Por fin, derrotado por la súbita amnesia, limpió la paleta, guardó los pinceles y cuando se disponía a recoger la tela del caballete escuchó el aplauso repentino de la multitud a sus espaldas. "La burla, al fin", se dijo, y muy lentamente se dio vuelta, dispuesto a encarar con dignidad la vergüenza en público. Entonces la muchedumbre lo rodeó, todos querían sacarse fotos al lado del genial pintor y de la más original de las obras del arte pop. 
 

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PEPINO EL BREVE


 Sonó el despertador y Pepino se levantó de un salto. Por un segundo miró hacia la ropa que reposaba sobre el sillón, pero pensó que así de piyama estaba bien. Salió del dormitorio y en la cocina desestimó tomar un par de mates porque sería desperdiciar tiempo, entonces siguió de largo, atravesando la sala hasta la puerta de calle. 

   Llegó al hospital caminando, porque esperar por un táxi demoraría más que ir a pie. Apenas entró a la guardia vio una camilla cerca de la puerta en la cual, sin dudarlo un instante siquiera, se acostó. Una enfermera que se acercó para ver qué le pasaba constató que no respiraba más. Así fue cómo murió Pepino, el breve.   

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...