martes, 3 de noviembre de 2020

LA MUFA

  

Anoche el portero del edificio tuvo un sueño que mejor sería llamarlo de pesadilla: soñó que su mujer, doña María, lo traicionaba con Javier, el vecino nuevo del cuarto "A".  Pero, oh, conincidencia, porque no es que ella soñó con Javier: soñó que él era su marido y la corneaba con Emilia, la chica del primero "C". Pero, oh, re coincidencia, porque Javier también tuvo un mal sueño: soñó que estaba casado con Emilia, y que ella le metía los cuernos con el portero. Pero, oh, requete coincidencia,  porque con Emilia pasó casi lo mismo, con la diferencia que en su sueño estaba casada con el portero, y éste le bajaba el copete a doña María. 

   Y parece que eso de las coincidencias, váyase a saber por qué, continuó por la mañana cuando en un dado momento los cuatro coincidieron en el hall de entrada. El portero que volvía de arrojar algunas bolsas de basura, doña María que salía a comprar el pan, Emilia saliendo del ascensor y Javier emergiendo de las escaleras. 

   Malhumorados, rencorosos y todavía heridos se miraron con odio.

   El portero fulminó con la mirada a su esposa y a Javier, Emilia, con la misma intensidad fulminante lo acribilló a él y a doña María, que por su vez hizo lo mismo con ella y Javier, que no menos que dolorido que los otros, fulminó a Emilia y al portero.

   Malhumorados continuaron, rencorosos siguieron y todavía heridos ninguno le dio los buenos días a nadie. 

                                                                            

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LA MUFA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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ENCUENTRO CON EL DIABLO

 No hay peor cosa para un fumador que quedarse sin fuego cuando ya no hay manera de conseguir ningún comercio abierto donde poder comprar un encendedor o una miserable caja de fósforos. 

   Dio vueltas y vueltas y cuando más vueltas daba más ganas de fumar tenía, hasta que no aguantó más y salió a la calle. 

   Caminaba sin rumbo, movido por la intuición, esperanzado de dar con algún bar abierto. Los pocos vehículos que circulaban a esa hora pasaban por él con tal aceleración que ni amagar a pararlos podía y a cada uno que pasaba detenía sus pasos y los seguía con la mirada por si acaso alguien dejaba caer una colilla encendida (imaginaba entonces el chisperío al dar el pucho contra el asfalto). 

   Hasta que en una oscura encrucijada vio a un hombre ardiendo en llamas. ¿Un bonzo?,  imposible, de otra manera no estaría parado lo más campante. ¿Un fantasma?, muy posible. "No importa, se dijo, fuego es fuego", y se dirigió con pasos rápidos al ser llameante, que apenas lo tuvo al lado le dirigió la palabra con una voz cavernosa, indudablemente inhumana. 

   ¿Sabes quién soy yo, hombre? El fumador sin fuego se acercó casi a punto de tocarlo, entonces arrimó el cigarrillo y lo encendió. Dio dos pitadas profundas y satisfactorias, después dijo: 

   Perdón, no le estaba prestando atención, ¿qué me decía? 

                                                                            

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CUIDADO CON EL CARTERO

 El perro apoyó la bicicleta en el muro de la casa y buscó la carta que debía entregar en ese domicilio. Tocó dos veces el timbre pero nadie salió a atender. Llamó, ladrando a voz de cuello, y nada de aparecer alguien para ver quién llamaba. Entonces abrió el portón, dispuesto a pasar la carta por debajo de la puerta. Cosa que no consiguió, pues no había dado ni tres pasos cuando, tan silencioso como una sombra, por detrás de un árbol apareció un cartero y le saltó encima, dándole una mordida en el garrón de una pata trasera que de inmediato le hizo desistir de la entrega. 

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¡CUIDADO CON EL CARTERO! por FRANCISCO A, BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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AMOR A PRIMERA VISTA

 Fue amor a primera vista, nos miramos como el poeta mira una flor y en ese instante supimos que era para siempre. En seguida él entró a la tienda y cuando me tomó entre sus manos, el roce de su piel me hizo sentir que estaba siendo tocada por las manos de la propia gloria. Finalmente nos fuimos juntos y nunca más nos separamos. Todas las noches él me da cuerda y yo bailo con la misma alegría de la primera vez. 

                                                                                  

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POLIFEMO

  

Esa mañana a Polifemo le costó mucho encontrar la comida, las ovejas y los humanos parecían haberse achicado. En el transcurso del día tuvo la plena certeza que estaba perdiendo la vista, los objetos se alejaban, al caminar lo hacía con pasos desconfiados. Esto lo alarmó enormemente, un descuido y ¡al abismo, Polifemo! 

   ¿Un solo ojo y encima chicato?, se lamentó. Tenía que hacer algo, y con urgencia. 

   Al día siguiente aventuró su andar hasta una óptica, donde pidió un par antejos de aumento. El dueño no dudó en responderle que en una librería encontraría lo que buscaba: una lupa. 

   Polifemo paseó la vista, la poca vista, en verdad, por las estanterías: solo había anteojos para gente con dos ojos, es decir, para gente normal. 

   Polifemo salió a la calle más desanimado que cuando entrara a la óptica. Nuevamente su andar sobre un suelo inestable lo llevó hasta una librería. Allí compró la lupa más grande que encontró, no le cubría todo el ojo pero era mejor que nada. Y aunque ahora focalizaba bastante bien los objetos, hacer lo que hiciera con una sola manos sería un inconveniente bastante inconveniente, pensó el gigante. 

    Vaya a ver a un zapatero, le sugirió el dueño de la librería. 

   El trayecto hasta lo del zapatero tampoco fue una maravilla. Polifemo se sintió ridículo, un botánico buscando plantas donde no las había, o un entomólogo buscando insectos donde solo había gente, o peor todavía, un detective tras las huellas de un criminal imaginario. 

   Eso deben pensar de mí, pensaba Polifemo mientras se aproximaba a lo del zapatero para que le hiciera un cinto para la cabeza, donde pensaba sujetar la lupa. 

   Listo, acá lo tiene, le dijo el zapatero, luego de terminar el larguísimo cinto. 

   A los dos días Polifemo volvió a lo del zapatero, esta vez le encargó una visera, pues el sol le había quemado las pestañas.

                                                                              

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EL PERRO POLICÍA

 Fueron a buscarlo a la perrera bien temprano y media hora más tarde estaba en el lugar de la requisa. Él se las había ingeniado para que le dieran libertad de acción, de manera que, sin acompañamiento alguno, ni bien encontraba la droga avisaba con tres potentes ladridos; rápidamente los agentes procedían a su incautación.  

   Recorría las habitaciones y los recovecos de la vivienda olisqueando el aire y hociqueando entre ropas y baúles cuando en el dormitorio principal percibió el perfume que emanaba desde la cama, precisamente del colchón. Aflojó las patas, se tiró al piso, se acomodó boca arriba y empezó a arañar entre los listones de madera. Al poco tiempo, empezaron a caerle sobre la cara las hilachas del forro del colchón, trozos de goma espuma, pedazos de la envoltura plástica con que habían recubierto la substancia y, finalmente, la lluvia blanca sobre su cara. 

   "La encontré", gruñó, todo victorioso. Entonces clavó el hocico y aspiró con fuerza hasta que en los pulmones no le cupo ni un miligramo más. Era coca de la mejor calidad, porque esta vez no pudo dar ni un ladrido y apenas si tuvo fuerzas para llegar hasta la sala donde los agentes estaban reunidos esperando su aviso. Perplejos, lo vieron aparecer por la puerta enchastrado hasta las orejas, los ojos desorbitados, riendo como un débil mental y con la pata izquierda señalando confusamente hacia la habitación. 

                                                                              

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LAS LETRAS

 Una mañana, se ignora el motivo del desacuerdo, se pelearon las letras del cartel, y el conflicto fue tan grande que las vocales se arrinconaron a la izquierda y las consonantes a la derecha. El dueño del establecimiento no se explicaba porque la gente amagaba ingresar y se detenía en la puerta, la indecisión en sus piernas, la turbación en la mirada, hasta que contrariadas seguían de largo. Mientras tanto en el cartel las letras divididas empezaban a dudar de las drásticas medidas que habían tomado; las vocales no estaban conformes por el modo gangoso como la gente las nombraba y, al final, no entendiendo el mensaje, seguían por la vereda buscando un establecimiento similar con miradas urgentes. Y las consonantes no estaban para menos, la gente ni las nombraba y eran leídas como se leen las siglas; y así, al igual que las vocales, en silencio se preguntaban si la discordia valdría la pena. La solución para las cuatro partes envueltas en la cuestión, consonantes, vocales, dueño del establecimiento y la gente, vino de la mano de un pobre desgraciado que las sensibilizó y las hizo recapacitar. El infeliz tenía el cachete de la cara derecho hinchado como un globo, lloraba de dolor e impotencia y le daba puñetazos desesperados a las paredes: el dolor de muelas casi lo estaba matando. De manera que las letras enemistadas se miraron de reojo y sin decirse nada se fueron arrimando, pasando unas sobre las otras y acomodándose en el orden adecuado; justo a tiempo cuando el pobre hombre levantaba la vista y dificultosamente agradecía a a Dios por haber encontrado finalmente una farmacia. 

                                                                                         

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...