lunes, 23 de noviembre de 2020

QUIÉN SABE...

 

Y la lluvia se desprendió del cielo plomizo con la disposición de no perdonar incautos.

   Entre esos incautos se encuentran Juana y Mario. 

   La casualidad del vendaval hace que ambos converjan bajo el mismo tinglado de la terminal de ómnibus y en el mismo banco, donde ya no los alcanza la lluvia, solo el viento helado. 

   ¿Solo el viento helado...? 

   Ellos conversan, se cuentan cosas, y entre palabra y palabra son atrapados por el amor. 

   Las nubes de plomo pronto pasan, como un fantasma burlón que se aburrió enseguida de asustar al pueblo, y el sol vuelve a dorar las calles. Entonces ellos se despiden sin promesas de volverse a encontrar, aunque esto no es lo que realmente deseen, pero en ambos la timidez es más fuerte que la osadía. 

   Juana sale de la terminal caminando hacia la izquierda, sin rumbo, lamentando que el aguacero haya pasado sin demorarse mucho. Por su parte, Mario se va en sentido opuesto, puteando por dentro al temporal por el mismo motivo que Juana. 

   Juana deambula y deambula y acaba llegando a la plaza del pueblo, donde se sienta en un banco al que le da el sol. Al rato, siente que alguien se sienta a su lado. Ella mira discretamente y ve que se trata de Mario. Él también ha estado caminando sin saber a donde se dirigía y sin querer ha ido a parar a la plaza, y al mismo banco, y con la misma idea de sentarse un rato al sol. 

   Ambos vuelven a conversar, se cuentan otras cosas mientras por dentro tratan de encaminar la conversación a un punto donde puedan confesar que están enamorados el uno del otro. 

   Quién sabe, si consiguen superar la timidez que los embarga, esta vez logren abrir el corazón; de lo contrario tendrán que contar con una tercera casualidad que los vuelva a juntar en el mismo lugar. Algo que en pueblo chico es difícil que no suceda. 

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viernes, 20 de noviembre de 2020

JEAN ARISTIDE


Jean Aristide oye que la losa de la tumba donde ha sido enterrado por la mañana está siendo arrastrada. Enseguida, luego de unos ruidos como pasos o murmullos, que la tapa del ataúd empieza a abrirse. 

   Es de noche, y el aire fresco le recuerda el de la noche de anteayer, cuando volvía del trabajo y desde una puerta sombría emergió una nube de polvo, que se le metió en el alma y lo transportó al lugar frío y tenebroso donde se encuentra ahora. 

   Días más tarde, Jean Aristide es dócilmente embarcado en un navío carguero rumbo a Argentina por el hougan François, su amo y señor y dueño de su voluntad. 

   Semanas más tarde, ya instalado en una pensión de mala muerte de Constitución, en Buenos Aires, consigue, a través del programa de ayuda a refugiados haitianos, un trabajo de sereno en una constructora, cerca del puerto. 

   Todos los meses, después de recibir la paga, Jean Aristide se acerca a la oficina de Correos Argentinos, donde hace un giro postal hacia su patria, a nombre del bokor que lo ha esclavizado. 

   La chica que siempre lo atiende piensa que el silencioso y taciturno Jean Aristide debe ser una buena persona, porque nunca se olvida de sus parientes en Haití. 

   ¿A nombre de François Duvalier como siempre, don Jean?, le pregunta la chica. Jean Aristide, con aire ausente y la mirada vidriosa, apenas asiente con un breve cabeceo.


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miércoles, 18 de noviembre de 2020

DOS ENCUENTROS Y LA POSIBILIDAD DE UN TERCERO

 

1- EL SEGUNDO ENCUENTRO 

El hombre que se vio a sí mismo dos veces se llama Hermino, y ahora está parado en la playa a punto de ver la segunda visión de sí mismo. 

   El navío mercante asomó por la salida del canal que conecta el puerto con el mar hace un par de minutos y tuerce hacia su lado, es decir, al sur. 

  Cuando tiene el navío bien enfrente, Herminio lo mira con hambre de rever detalles de aquel mundo marítimo que le es tan caro, tan todo suyo; aquel mundo que le fue arrancado y en el cual en ese instante, y desde hace mucho, solo puede acceder a través de la memoria, y de lejos porque en el portón de entrada al puerto un cartel dice que está prohibida la entrada a extraños. ¿Extraño yo? La puta madre... 

El mar, el aroma del mar, sin duda le ayuda a encontrar en la memoria olfativa el olor de aquel mundo y en la del tacto, las distintas texturas que le dan cuerpo y forma. Mientras tanto marineros van y vienen por la borda pero Herminio se concentra solo en uno que está apoyado en la barandilla del lado derecho de la proa. ¿Por qué? Porque allí cree verse a sí mismo en alguna parte del ayer. El navío no pasa tan alejado de la playa como para que Herminio no perciba que el marinero que puede ser él lo está mirando. De pronto, el posible él del ayer lo saluda agitando una mano. Herminio le devuelve, o se devuelve, el saludo.

   ¿En qué estará pensando ese marinero/yo? ¿Será que se/me pregunta/pregunto lo mismo sobre este yo que puede ser él? Las preguntas de Herminio, que en sí no buscan respuestas sino que le salen como otra exhalación, se vuelven aire en el exacto momento en que su mirada se alarga y se alarga hasta casi tocar el navío, algo parecido a cuando se ingresa al interior de un cine y la película ya ha empezado y uno se dirige a las butacas más cercanas a la pantalla. Ahí, casi tocando el navío, Herminio ve como en un espejo mágico que refleja el pasado que aquel marinero es él mismo, no el que es ahora sino el que fue en su juventud, y antes que el navío desaparezca para siempre detrás del verdor de la selva y solo quede el penacho de humo disolviéndose en el aire, le vuelve una parte de su memoria del ayer, exactamente cuando a bordo de un navío que también se dirigía al sur se vio a sí mismo por primera vez, pero en un mañana que por aquel entonces no pensó que pudiera ser este ahora. Entonces la mirada de Herminio deja rápidamente el rostro del marinero y va hasta el antebrazo derecho: le falta el ancla que él se hizo tatuar en las Filipinas, si no fuera por ese detalle... 

   Pronto el navío desaparece completamente y el mundo continúa con otras versiones de sí mismo. Ahora, sin embargo, a Herminio no se le ocurre excluir la posibilidad de un tercer encuentro consigo mismo. ¿En dónde? Quién puede saberlo.

2- EL PRIMER ENCUENTRO CONSIGO MISMO

   El navío ya había torcido hacia el sur y Herminio se encontraba en la proa, con los brazos apoyados en la barandilla, la mirada puesta en la playa. Cerca de donde la arena moría en la selva indómita, había un viejo parado mirando al navío. 

   ¿Qué estará pensando? ¿Será que se pregunta qué estoy pensando yo en este momento? Se preguntaba mientras lo saludaba con una mano. El viejo le respondió de la misma manera. Aquel saludo recíproco le provocó una suerte de alargamiento de la vista que lo proyectó a pocos metros de la playa. Ahí, le pareció encontrar en el rostro del viejo una semejanza con él, pero no de su él en ese momento sino como su probable yo de un mañana todavía muy lejano. 

   Entonces la mirada de Herminio se aparta rápidamente del rostro del viejo y se desplaza hasta el antebrazo derecho: tiene tatuada un ancla tatuada, si no fuera por ese detalle... 

   Cuando llegue a Manila quizás me haga tatuar una igual. 

   Pronto la playa fue tapada por la selva exuberante y el navío continuó su curso por otras versiones del mundo. Sin embargo, desatento a la visión que acabó de tener, a Herminio no se le ocurrió la posibilidad de un segundo encuentro consigo mismo.                                                                           

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martes, 17 de noviembre de 2020

LES MATILDES

 

Había una vez una niña inocente y soñadora llamada Matilda, que vivía en un orfanato. Todas las noches Matilda se arrodillaba al pie de la cama y rezaba, pidiéndole al Papá del cielo un hogar. 

   También por esa época había una jovencita despampanante y cazafortunas llamada Matilde, que vivía pidiéndole a Dios un viejo millonario que la sacara de la miseria permanente. Y, por coincidencia, también había un viejo millonario y verde llamado Matildo, pero este señor nada le pedía a Dios porque de todo tenía, y de sobra. 

   Así como esas cosas raras de la vida, que algunos llaman milagro y otros destino,  mientras Matilda rezaba, fuera del orfanato, Matilde y Matildo coincidían en un teatro, que él frecuentaba porque le gustaba la cultura y ella porque era uno de sus cotos de caza. Pero a pesar de Matildo tener más corridas que plaza de toros sucumbió a las pornográficas argucias de Matilde, al final la carne es débil, ¿no?, y ambos se casaron. A ahora bien, resulta que Matilde, muchacha precavida, no pensaba solamente en el hoy inmediato sino en el futuro, "su" futuro, claro; por eso quería porque quería tener un hijo de Matildo, algo imposible por los medios naturales porque el hombre, también precavido, se había realizado una vasectomía. Claro que bastaba una simple operación para restituírle la facultad de reproducir, pero el viejo alegaba que ya estaba muy viejo para enfrentarse a un bisturí. De manera que a Matilde no le quedó otra que apelar a sus lujuriosos encantos para convencer al marido de formar una familia "tipo", aunque para ello tuviesen que recurrir a un orfanato. 

   Y fue así que una soleada mañana de primavera (cosa del destino dirán algunos; no, de ninguna manera, eso se llama milagro opinaran otros), Matilde y Matildo aparecieron por el orfanato donde Matilde amargaba sus días. Y, claro, entre tantos niños y niñas, unos ,ás encantadores que otros, la coincidencia de los nombres abogó a favor de la concreción del sueño de Matilda de tener un hogar, del de Matilde de asegurarse el futuro y del de Matildo de hacer feliz a su joven esposa, aunque eso le significase pasar más como abuelo que como padre. Pero muchas veces así son las cosas y así ocurrieron. Lógicamente, la adopción estuvo lista y certificada en menos de lo que canta un gallo, al final dinero es poder. 

   Desde entonces, a Matilda se le dio por prenderle una vela a Dios, en agradecimiento por haberle dado un hogar. Y Matildo por su parte, a pesar de nunca haberle pedido nada a Dios, la niña era mismo un regalo del cielo, así que pensaba que el Creador merecía aunque sea una vela de vez en cuando. Pero también Matilde se acordaba del Señor, pero no se engañe nadie pensando que sus velas tuviesen un sentido de agradecimiento pues no era así, sino que ella seguía pidiéndole algo más a Dios: nada más y nada menos que la librase lo más pronto posible del estorbo de su viejo y baboso marido. 

    Y sucedió que Dios, seguramente conmovido por los homenajes en su honor y los pedidos tan sinceros, decidió meter una vez más su dedo divino, dejando a los tres conformes. Fue así que una mañana el cuerpo de Matilde amaneció duro como una piedra. Ya Matildo vivió muchos años más, con lo que tuvo tiempo de ver crecer a su hija y a la tierna e inocente Matilda el Señor le concedió una vida larga y feliz. 

   Y colorín colorado el cuento ha terminado. 

                                                                          

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viernes, 6 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y EL CABALLO ALADO

 

Era domingo de cuadreras en el pueblo y don Esteban El sabio, tempranito se había arrimado al callejón donde se efectuarían las carreras. Estaba parado junto al hilo de alambre que delimitaba la raya por donde correrían los caballos, cerca de las mangas de largada, como para no perder pisada. Entre los caballos que competían en la primera carrera se encontraba uno, blanco como la nieve y de porte majestuoso, pero por el cual nadie apostaría nada porque tampoco se sabía mucho de él; su dueño, Perseo Bermúdez, apenas lo presentó como un caballo como nunca se vio en el pago. Y vaya que lo era, porque en minutos nada más el gauchaje reunido allí presenciaría el mágico renacimiento de Pegaso, el caballo alado. 

   No bien se abrieron las compuertas de las mangas, el caballo blanco dio cuatro pasos y estancó los bazos en la tierra; dejó que sus contrincantes le sacaran varios metros de ventaja y entonces, para el espanto general, desplegó dos espléndidas alas de los costillares y empinó las patas delanteras, y en seguida salió volando como un rayo, moviendo las patas como si en realidad estuviera corriendo por el aire. Pero antes de la mitad del recorrido, pasó sobre las cabezas de los otros caballos cual pampero enfurecido, arrancando el cartel indicativo de la llegada, que al jinete, el mismo Perseo Bermúdez, se le ciñó al cuerpo como un poncho letreado. Así, caballo y jinete, siguieron su vuelo hasta que se los tragó el horizonte. El gauchaje, sombrero en manos, la quijada babeando, se rascaba el marote no entendiendo nada mientras se hacía preguntas inexplicables para su pobre entendimiento sobre los asuntos sobrenaturales, que morían a centímetros de las narices sin revelarle una uñita de asunto para suposición siquiera. 

   Un gaucho advirtió la presencia de don Esteban que, abstraído en sus pensamientos y ajeno a la conmoción a su alrededor, tenía la vista adherida al horizonte. 

   Acá está el que me ha de aclarar las cosas, dijo el gaucho, y a los codazos se abrió paso entre el gauchaje atónito que se interponía entre ambos, deseoso de que el gaucho sabio le dilucidara aquel enigma alado que le carcomía los sesos. 

   ¿Podría explicarme lo ocurrido, don Esteban?, preguntó y don Esteban, apartando la vista del horizonte de un sacudón, le contestó: 

  Y cómo no, amigazo, se trata nada más y nada menos que de la encarnación ecuestre de Pegaso, el caballo alado del mito griego, que en una suerte del eterno retorno ha querido volver a la vida por estos pagos, y hasta me arriesgo a afirmar que fue obra del propio Mandinga, pues no creo que el patrón de arriba sea tan creativo, contestó don Esteban,  apuntando un dedo hacia arriba. El gaucho miró al cielo y se santiguó dos veces. Entretanto, don Esteban apenas sonreía de la temerosa reacción del gaucho supersticioso.

   Pero ¿y pa´ dónde será que se jueron esos dos?, volvió a preguntar el gaucho. 

   Para mí, tengo que han agarrado el rumbo del Olimpo, allá por los pagos de Grecia, dijo don Esteban. El gaucho estiró el cogote como para ver el lugar citado. 

   Ni pierda tiempo, mi amigo, queda del otro lado del océano, le aclaró don Esteban, como adivinándole la intención. 

  ¿Y del Perseo, don Esteban, qué va a ser de él?, quiso saber el gaucho.  

   ¿Perseo Bermúdez?, ah..., si tiene suerte y no lo pica un mosquito ni se cae del recado mientras cruza el océano, llegará sano y salvo al pago helénico; y quizás no le volvamos a ver el pelo jamás de los jamáses, dijo don Esteban y se calló. El gaucho preguntón creyó mejor dejarlo solo con sus pensares; y no bien se retiró, don Esteban desvió la vista y la clavó sobre las marcas de los cascos en la pista, quizás sumido en algún pensamiento metafísico, aunque lo más probable es que estuviera lamentándose por no haberle apostado siquiera unos pocos pesos al caballo alado como para salvar el día. 

                                                                         

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LA BIBLIOTECA DE ALEJANDRÍA

 Antes de cerrar la escotilla de la máquina del tiempo, el jefe del programa le reiteró: 

   Hipólito, evita alterar la historia, porque puede que al regresar el mundo que encuentres ya no sea el mismo que abandonas, sino uno peor. 

   Descuide, jefe, le dijo. Y allá fue el viajero del tiempo rumbo al año programado, lleno de sueños y jugando con algo en un bolsillo. 

Cuando la cápsula detuvo su andar, Hipólito abrió la escotilla y pisó la tierra milenaria de Alejandría. Corría el año 640 y los árabes ya habían derrotado al imperio bizantino. Llamó a un chiquillo que pasaba por allí y le preguntó por la biblioteca. El chiquillo le señaló el camino con una mano y siguió andando. Y allá se encaminó Hipólito, mientras seguía jugando con algo en un bolsillo. 

Llegó justo a tiempo cuando el general Amr ibn al-As se disponía a incendiar lo que quedaba de la biblioteca, ya que anteriormente otros personajes de la historia habían hecho de las suyas contra la biblioteca. 

   General, general, lo llamó Hipólito. El general lo miró con mirada incrédula de arriba abajo, ciertamente extrañado por la vestimenta imposible, o bien por el acento extranjero. 

   ¿Qué deseas, forastero?, sé breve que la historia reclama mi intervención, dijo el general, que ya estaba a punto de pedir una antorcha para iniciar la destrucción definitiva del templo del saber. 

   Es justamente por ese motivo que lo he llamado, tome, le dijo Hipólito, acercándole el encendedor con el que jugaba dentro del bolsillo, es un regalo que le traigo desde el futuro. El general volvió a mirarlo de arriba abajo, pero ahora su mirar era escrutador. 

   ¿Un encendedor, y para que sirve esto?, preguntó, intrigado, mientras examinaba el extraño artefacto verde, transparente y con líquido adentro. Entonces Hipólito se lo sacó de las manos, agarró un manojo de paja de lino de una parva donde comían una vaca y su ternero y lo prendió. El general agrandó los ojos, parecían querer saltar de sus cavidades, y con un movimiento veloz se lo arrebató de la manos y volvió a examinar el aparato por todos los lados. De pronto le preguntó: 

   ¿Y se puede saber de qué reino vienes, extranjero? 

   Sí, general, vengo del reino de Argentina, pero debido a que aún no existe no figura en los mapas y cuando lo haga estará abajo de todo. El general frunció el ceño y volvió a examinar el aparato, ahora por debajo.

   ¿Qué está escrito acá?, preguntó, apuntando con un dedo la culata del encendedor. 

   Made in China, que quiere decir que fue fabricado en China, aclaró, presto, Hipólito. El general emitió un chasquido y achino los ojos. 

 ¿Entonces si vienes del reino de Argentina, por qué esto viene de China? ¿No serás un infiel, no? La mirada del general se volvió oscura. Hipólito tomó aliento y pasó diez largos minutos explicando la extraña economía de los reinos del futuro mientras el general negaba con la cabeza, pues no entendía cómo pudiéndose fabricar una cosa en casa, era adquirida del otro lado del mundo. 

   Creo que si siguen así, un día esos chinos van a dominar el mundo, dijo el general al fin, dando de hombres; pero al parecer quedó satisfecho con el invento chino, porque fue con él  que inició la gran quema. Hipólito, mientras la biblioteca ardía bajo el sol y el viento se llevaba para lejos las cenizas de la sabiduría, recordaba a su jefe, que le había advertido que no debía interferir en la historia. 

   Interferir no, se dijo, pero ayudar a que se cumpla, ¿por qué no? 

                                                                       

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MALAS JUNTAS

 El gatito, ya demasiado crecidito, le insistía a su madre para que lo dejara andar más allá de los techos y las terrazas. La madre, que conocía el vecindario de San Ricardo como la palma de sus manos, trató de convencerlo de lo contrario, diciéndole que el mundo más allá de la casa y el patio era muy peligroso. Pero llegó un momento en que no pudo impedírselo más, entonces le dio su bendición y el sabio consejo de que tuviera cuidado con las malas juntas. Pero el gatito, inexperto e ignorante sobre la maldad que impera en el mundo, acabó haciendo malos amigos, como Humpty Alexander Dumpty, aquel huevo regordete con cara de ladrón de frijoles. 

                                                                           

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...