jueves, 4 de marzo de 2021

ANTES EL BOZAL QUE LA CRUZ

 Planeta Tierra, en una dimensión paralela. Corre el año 33. 

Hay en la ciudad de Jerusalén un hombre místico, llamado Jesús, que tiene la misma edad del ano, pues los años han empezado a contabilizarse a partir de su nacimiento, al que le ha sido impuesta una correa de cuero alrededor de su cabeza y que por delante le tapa la boca, a modo de bozal, impidiéndole así el habla. Tiene, sin embargo, autorización del gobierno a cuatro intervalos diarios para sacarse el bozal para su alimentación, que corresponden al desayuno, el almuerzo, la merienda y la cena, aunque hay veces que por falta de dinero come una o dos veces al día, ya que él es, además de místico, carpintero, pero resulta que en Jerusalén desde hace veinte años se ha instalado una sucursal de Ikea, que fabrica muebles hechos con maquinarias robotizadas y por lo tanto los muebles cuestan bien más barato que los hecho a mano. 

Un día llegó a la ciudad un viajero procedente de otra dimensión preguntando por el místico. Rápidamente le dieron la descripción de Jesús, el místico carpintero y también le contaron lo de la correa de cuero. 

   ¡Qué!, ¿cómo es posible que hayan hecho esa abominación con el hijo de Dios? El viajero no lo podía creer (no se sabe por qué se sorprendió ya que en su dimensión lo habían crucificado vivo y dejado morir a la suerte de Dios, que por cierto brilló por su ausencia). 

  Por eso mismo, por decir semejante disparate, lo hemos obligado a andar de boca cerrada, contestó el interlocutor. 

  Pero ¿cómo es posible que vivan sin esperanza?, le preguntó el viajero. 

  Lo que pasa es que nos gustan las soluciones inmediatas, del tipo "aquí y ahora", por eso cuando el místico carpintero empezó con promesas para después de la muerte por parte del supuesto padre superpoderoso hemos optados, antes de cortar su lengua y quebrar sus brazos para que ni siquiera escribiese lo que proclamaba, taparle la boca con el bozal de cuero. Pero ¿por qué pregunta por él?, se interesó el interlocutor. Entonces el viajero le contó la vida del místico carpintero en su dimensión. 

  ¿¡Qué, lo han crucificado vivo!?, y todavía usted tiene el tupé de cuestionar nuestro proceder. Mire, lo invito a volver a su dimensión lo más rápido posible antes que sea obligado a usar un bozal usted también, le aconsejó el interlocutor. 

   El viajero prometió que no tocaría más en el asunto, con lo que las autoridades lo dejaron circular tranquilamente. El viajero dejó pasar algunos días hasta que fue a la carpintería del místico carpintero; su intención, desde el principio, era  convencer a Jesús a acompañarlo a su dimensión, pues la vida, pasados más de dos mil años de su aparición, había perdido el rumbo civilizatorio y ya rayaba en lo salvaje. Como llegó a la carpintería antes del mediodía tuvo que esperar la hora del almuerzo para poder parlamentar con Jesús; pero el místico carpintero, después de escuchar con suma atención lo que el viajero le contó lo sucedido con él en el pasado y en la mierda que había devenido el mundo, sopesando los pros y los contras, es decir cruz y bozal y quién sabe lo que vendría después, para decepción del viajero, el bozal pesó más en su espíritu, de manera que le dijo, antes que el viajero se marchara: 

   Antes un bozal que desangrar en una cruz, aunque la Ikea me cague la vida y coma un día más o menos y otro mal.  

   Pero eso sucedió hace más de dos mil años, Jesús, le advirtió el viajero. 

   Lo que quiere decir que me puede suceder cosa peor, dijo el místico carpintero, y en seguida volvió a sujetarse el bozal, dando así por cerrada la conversación. 

                                                                     

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EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS

 

Noche helada de luna llena.  

   De pronto la quietud nocturna reinante en el cementerio fue interrumpida; entre las tumbas colonizadas por el pastizal crecido se materializó la figura oscura, más oscura que la noche, del Amo del Cementerio, el loa de los muertos, el Barón Samedi. 

Men mwen, sijè mwen yo, mwen te vin nan dènye kote pou ou repoze ou pou pote soulajman nan nanm ou, la voz del Barón Samedi, hecha trueno, anunció su llegada, los muertos despertaron del sueño quejumbroso en que estaban.

En el mismo instante la tierra empezó a temblar y las lozas de las tumbas a desplazarse de las fosas mortuorias. A poco,  manos esqueléticas y agusanadas empezaron a emerger de las profundidades y detrás de ellas, el resto de la carcasa ósea, desnuda de vestiduras y carne, desintegradas ya por completo por la tierra. En las lóbregas criptas, tapas de ataúdes cayeron estrepitosamente al piso y puertas enrejadas chirriaron quejumbrosas de óxido y olvido; y de esas penumbras emergieron otros tantos esqueletos, con sus atuendos hechos jirones, de tan carcomidos que estaban por los gusanos. Ya en la galería de los nichos, los tornillos de bronce que sujetan las placas a la boca de los nichos se desenroscaron y las placas tronaron sobre el piso embaldosado, como pedradas dentro de una catedral, y enseguida, del hueco apestando a podredumbre rancia, ataúdes deslizaron su forma ominosa, y al apoyarse en el piso, otro estruendo de tapas se hizo escuchar por cada rincón. Sus inquilinos desprendieron su osamenta putrefacta, haciendo sonar los huesos entumecidos, y acudieron a reunirse con sus congéneres alrededor del loa Samedi. 

   El aire pronto se inflamó de hediondez nauseabunda y el pastizal circundante, que aún vestía su ropaje verde, marchitó con asombrosa rapidez. 

Desde hacía tiempo que el Amo del Cementerio escuchaba invocaciones sepulcrales y clamores apesadumbrados desde el inframundo: los muertos lamentaban, con sentidas voces, que sus parientes y amigos, abandonándolos al olvido, ya no los visitaban más. 

   Ahora rodeaban al Barón, y a una orden suya, el concilio de los olvidados dio inicio. El Barón Samedi escuchó nuevamente y en respetuoso silencio, las quejas de los olvidados del submundo. De sus bocas de tufo podrido sus palabras, dichas en murmullos pestilentes, esquivando el sombrero de copa del Barón y serpenteando entre las lápidas, llegaban hasta los meandros umbrosos de las últimas tumbas y más allá incluso, donde antiquísimas sepulturas habían perdido todos sus símbolos y la tierra por debajo de los escombros ya había borrado todo vestigio de huesos, ocupando así todo el cosmos del camposanto. Después fue la vez de los muertos escuchar el parecer del Barón, que corto y sucinto, ordenó: 

   Ann bay moun ki bliye yo yon bon leson. Suiv mwen!

   Así, iluminada por la pálida luz de plata de una luna de hielo, la ceremonia llegó a su fin, quedando acordado que los olvidadizos parientes y amigos merecían una tremebunda venganza. 

De vez en cuando tenebrosos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna y le devolvían a la noche su majestad oscura; en esos momentos la procesión macabra,  precedida por el Barón Samedi, se volvía invisible, apenas intuida por el arrastrar de pies de huesos desnudos por el camino de polvo dormido que conducía al pueblo y la pestilencia que desprendían sus despojos de ultratumba. Cuando la luna llena volvía a platear la noche, podía verse a algunos muertos que se apartaban de la procesión y se esfumaban en las profundidades del monte por senderos estrechos, seguían su andar arrastrado por encrucijadas sombrías que iban a dar quién sabe adónde, o bien se internaban en los silenciosos cañaverales; cada uno de ellos buscando el rumbo de las moradas donde vivieran en vida y en las que ahora vivían quienes los habían olvidado. 

   Ya en las proximidades del pueblo, los perros, enloquecidos por el miedo, rompían las cadenas que los sujetaban a un árbol, o de argollas prendidas en las paredes; se partían las uñas arañando con desespero los portones y se astillaban y quebraban los dientes al rasgar las alambradas, para luego huir despavoridos lo más lejos posible de aquel fantasmal cotejo fúnebre de muertos vivos, salidos de las entrañas de la tierra para perturbar las horas mansas de la noche helada. Noche que de pronto no era más de oscuridad silenciosa, porque todo se había transformado en un infierno sin fuego. 

   Con el salvaje alboroto armado por las jaurías enloquecidas, las gentes abandonaron el sueño de los inocentes y no bien iban despertando, el aliento miasmático que cundía el aire les anunciaba la noche de espanto, más allá de las paredes de sus casas. Pronto los gemidos lastimeros de las abominables criaturas cadavéricas atravesaron los resquicios de puertas y ventanas y se escurrían por todos los cómodos; eran clamores de venganza, venganza por el olvido perpetrado por los que quedaron en el mundo de los vivos; eran conjuros y maldiciones, anatemas e imprecaciones condenatorias. 

   Pronto la noche oscura se llenó de súplicas y llantos, que más alto se hacían oír cuando los muertos hacían pedazos las puertas y ventanas e ingresaba a las viviendas. Los que aún tenían fuerzas para sostener algo de lucidez, esquivando al muerto, huían sin rumbo predeterminado, cayendo así en el pozo profundo y escalofriante en que la noche se había transformado, recitando pasajes de La Biblia, o bien suplicándoles a Dios y a todos los santos su ayuda en esa hora de espanto. Los otros, los atormentados por las apariciones, desfallecían o bien...

   Poco antes del amanecer, concluida ya la faena reparadora, cada casa se volvió fantasmal tapera, y el ejército de desheredados, a una orden del Barón Samedi, fue nuevamente guiado al cementerio por él; muchos muertos, sin embargo, arrastraban consigo a un familiar o a un amigo a su última morada. 

                                                                             

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CARNE DE PRIMERA

 Una señora entra al establecimiento de venta de carne y se para detrás del último cliente, ocupando el tercer lugar; el primer cliente ya está siendo atendido.

Carnicero, mirando al cliente: ¿Qué más? 

Primer cliente, señalando la bandeja de riñones detrás del vidrio combado de la heladera mostrador: ¿Qué tal están esos riñones?

Carnicero, con una sonrisa de vendedor: Son frescos, me lo han traído hoy por la mañana. De adolescentes, carne de primera.

Primer cliente: Deme un kilo entonces. Un minuto después toma su compra, paga y se retira.

Carnicero, con una sonrisa de vendedor: ¿Y usted amigo?

Segundo cliente: Un kilo de bife de nalga, pero si lo puede cortar bien fino se le agradece, es para  milanesa, aclara.

Carnicero, asintiendo con la cabeza: Lo que usted mande. En seguida se da vuelta, abre la puerta del frigorífico y desengancha una pierna, blanca y lisa.

Segundo cliente, arqueando las cejas mientras estira el pescuezo: Mmm

Carnicero, con una sonrisa de vendedor, exhibiendo la pierna: ¿Y, qué le parece?

Segundo cliente, examinando detenidamente la pieza e inclinando la cabeza a ambos lados: ¿Masculina o femenina?

Carnicero, sonriendo con su única sonrisa al tiempo que le guiña un ojo e inclina un poco la cabeza a la izquierda: Femenina, y como le dije al cliente que acaba de salir, carne de primera.

Segundo cliente, asintiendo con la cabeza: Bueno, voy a confiar en su palabra, de modo que voy a querer dos kilos entonces. Al cabo de unos minutos, el cliente agarra su compra, paga y se retira.

Llega el turno de la señora.

Carnicero, con su única sonrisa: ¿Y usted señora?

Señora, echándole el ojo a la pierna que ha quedado sobre la tabla de cortar: Lo mismo, dos kilos y cortado fino.

Carnicero, siempre sonriendo: Hoy parece que es día de milanesas, ¿no?

Señora, haciendo una mueca: No lo sé, pero al oír al cliente que estaba delante de mí hablar de milanesa me han entrado ganas. Al rato la señora toma la carne, paga y se retira y el carnicero deshace la sonrisa de vender y empieza a masajearse la mandíbula.

                                                                           Fin.

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DESEQUILIBRIO

 Golpe contra el vidrio del ventanal lo devuelve a la realidad, arrancándolo de súbito de un lugar lejano en tiempo y geografía, sin nombre pero que queda, ya en ruinas, en Europa. Apoya el vaso de agua que suspendía inmovilizado en una mano en la mesada de mármol. Mira el ventanal y va hacia él. Una pequeña pluma ha quedado pegada al vidrio por una mancha líquida transparente. Pluma y baba, quizás de una paloma estúpida o medio ciega. Observa la calle, tres pisos abajo; el sol, obstruido por los edificios, divide la calle en dos, una parte gris, la otra iluminada. Desde su lugar solo puede ver lo que sucede en la parte sombreada. Autos estacionados junto a la vereda, cubiertos del polvo gris de varios días. Gente, siempre la misma, repite el mismo gesto parada en el mismo lugar desde hace… ¿diez días?, qué importancia tiene, el tiempo ya no cuenta para nadie. De pronto descubre un desequilibrio en la coreografía establecida por él desde hace… ¿cuánto? La chica del vestido floreado está caída frente a la tienda de ropas. Ni el hombre que sale de la misma, ni la señora arrastrando el carrito del supermercado (a sus espaldas), ni los tres muchachos (un poco más adelante, en la puerta del bar), ni la madre con sus hijos (un nene y una nena, detrás de la señora del carrito), hacen algo por ella.

   "Gente insensible", refunfuña. Baja a socorrerla. Mientras baja las escaleras trata de recordar donde ha visto una piedra lo suficientemente grande para poner sobre los pies de la chica, pues el viento la ha tirado al piso por tercera vez en los últimos días. Afuera vuelve a refunfuñar; a su izquierda, en la vereda soleada, hay otros tres maniquíes caídos. Detiene sus pasos y, pensativo, se lleva la mano derecha al mentón y se pregunta:

¿Dónde fue que vi piedras?

                                                                     Fin. 

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jueves, 25 de febrero de 2021

LOS DEMONIOS OSCUROS

 


Nadie osaba, en aquella noche oscura y tan helada, siquiera abrir la puerta para orinar en el patio; quien lo necesitara tendría que hacerlo en el orinal, poseyendo uno, o en cualquier vasija que sirviera para tal fin. Por lo menos en noches como esa. 

   Por la mañana, apenas empezó a clarear, Ebrid se encapotó hasta las orejas y con los cubos colgados en los brazos se dirigió al establo, para el primer ordeñe del día. Ebrid levantó la vista y el corazón se le congeló en el acto como el suelo donde pisaba: las puertas del establo estaban abiertas de par en par. Sin advertirlo, dejó caer los cubos sobre el blanquecino pasto escarchado y corrió al establo. No viendo ninguna huella delante de la entrada su corazón dejó de palpitar aceleradamente, pero esto duró segundos, pues las cinco vacas no estaban adentro. Por largo rato se quedó mirando no sabía qué, la vista sin rumbo, hacia un vacío inexplicable; luego la cabeza le volvió a funcionar pero sin encontrar lo que deseaba: saber adónde fueron a parar las vacas y de qué modo. Dedujo, aunque le pareció descabellado, que las vacas habían asomado el pescuezo afuera del establo y simplemente habían desaparecido en el aire; y hasta ahí llegaba su deducción. Más allá quién podría saberlo. Ebrid se volteó y elevó la mirada al cielo limpio de nubes, como si fuera posible verlas siendo llevadas por un viento inexistente en esa mañana quieta y helada. 

   Al rato volvió a la casa y minutos más tarde salió, armado de un cayado y masticando, más por rabia que por hambre, un pedazo de hogaza del pan horneado por la noche. Sus pisadas lo llevaron al bosque aún adormilado por un camino estrecho hecho por él mismo de tanto ir a su interior para cazar. Paso tras paso lamentaba no haberle hecho caso a su amigo Levendor, cuando éste quiso regalarle un perrito para que le hiciera compañía, ya que las vacas dan leche pero no son compañía como lo es un perro; sin dudas, el perro al sentir algo extraño se hubiera puesto a ladrar, con lo que él se habría levantado y sus vacas aún estarían en el establo.  

   Ebrid llegó a la choza de Bruist, el mago mojado de la cabeza a los pies, como si lo hubiera agarrado en medio del camino un chaparrón, y duro de frío. En principio no le salieron palabras, solo el golpeteo incesante de los dientes. Adentro, el mago arrimó un tronco junto al fogón de leña y, arrancándole el cayado de la mano tiesa que lo sostenía, lo hizo sentarse junto al fuego. Ebrid obedeció, como las vacas obedecían a sus órdenes diariamente, mientras aproximaba las manos entumecidas sobre las llamas. Un soplo de alivio, centímetro a centímetro, fue extendiéndose desde la punta de los dedos hasta el resto del cuerpo, dolorido por la rigidez de las carnes provocada por el frío congelante. Cuando el mago le ofreció una taza de hierbas caliente, el brebaje completó por dentro el trabajo que el fuego, calentándole la ropa, hacía por afuera. 

   ¿Qué te trae por aquí, Ebrid?, inquirió el mago. Ebrid bebió otro largo trago y le contó el misterioso desaparecimiento de las vacas. 

   Los demonios oscuros que rondan por las noches han vuelto a usurpar la paz de los hombres, dijo el mago, la vista fija en un punto inconcreto escondido en la penumbra indescifrable más allá de las llamas del fuego. 

   ¿Qué demonios son esos, mago Bruist?, preguntó, asombrado Ebrid, ya que nunca había oído nada sobre demonios oscuros, ni de ningún otro color. 

   Unos demonios que he visto en sueños recurrentes, pero que hasta que has llegado tú, no sabía cuáles eran sus intenciones, dijo el mago, la vista aún perdida en la penumbra indescifrable. 

   ¿Y para qué quieren vacas los demonios, pensé que a los demonios solo les interesaban las almas de los hombres?, dijo Ebrid, que eso sí sabía de los entes malignos. 

   ¿Y acaso en este momento no te encuentras con el alma perturbada, Ebrid? Ahora el mago, habiendo apartado la vista de las penumbras, escrutaba los ojos de Ebrid con mirada penetrante. 

   ¡Y cómo no estarlo!, si mis vacas representan todo mi sustento, balbució Ebrid, con desazón en la voz. 

   Bien, escucha con atención lo que te voy a decir: ahora regresa a tu casa y deja todo por mi cuenta que yo sé lidiar con esos granujas. Te garantizo que mañana cuando despiertes tus vacas han de estar donde siempre. Eso sí, no te olvides de este humilde servidor, le advirtió el mago, apoyando una mano en el hombro de Ebrid y la otra dándose palmaditas a la altura del estómago. 

   Descuide, mago Bruist, nunca le faltará el queso y la leche mientras yo viva, dijo Ebrid, asomando una tímida sonrisa de su cara en ruinas. 

   Pero recuerda una cosa muy, muy importante, volvió a advertirle el mago, oigas lo que oigas afuera mantente dentro de casa; esos demonios son susceptibles a las miradas de los hombres, y haga lo que yo haga no surtirá efecto alguno en ellos si por ventura sospechan que están siendo vigilados por ojos humanos, ¿has entendido bien? 

   Descuide, mago Bruist, no osaré husmear pase lo que pase, dijo Ebrid, y enseguida abandonó la choza del mago. 

Era medianoche cuando el mago Bruist sacó una caja de madera que tenía escondida debajo del camastro donde dormía; después salió afuera, la destapó y sacó de dentro las vacas de Ebrid, tan diminutas como hormigas. Las contempló un momento en la palma de la mano y luego, llevando la mano delante de los labios, sopló con fuerza y las vacas se elevaron en el aire, y el soplo las infló, devolviéndoles su tamaño natural, y las llevó hasta las puertas del establo, donde plácidamente, apenas apoyaron las patas en el suelo, se encaminaron a su interior. 

   Por la mañana, Ebrid casi que no esperó a que clareara el día para dirigirse al establo. A pesar de no estar muy convencido con lo que el mago Bruist le dijera, corrió al establo. Las pisadas frescas hechas por los cascos de las vacas en la entrada le anunciaron que el mago había cumplido su promesa. La felicidad volvió a llenar sus pensamientos. 

   Después del ordeñe, Ebrid, con un cubo de leche fresca en una mano y un queso debajo del brazo, se internó en el bosque. 

   Favor con favor se paga, se dijo 

   Cuando Ebrid se hubo retirado de la choza del mago con un "hasta mañana, mago Bruist", éste pensó que para acompañar el queso y la leche no le vendría nada mal una buena hogaza de pan recién horneada. 

   Esa noche los demonios oscuros volvieron a atacar, esta vez se llevaron todas las sacas de harina de Jorer, el molinero. 

                                                                          

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UXORCIDIO

 1- Todo estaba minuciosamente calculado, detalle por detalle, con cada cosa en su lugar. De manera que cuando ella no bien apareció en la cocina y abrió la boca, él, veloz y letal, agarró el sacacorchos y se lo enterró en la sien izquierda. Ella tambaleó sin emitir sonido alguno al tiempo que trataba de arrancarse el sacacorchos sin conseguirlo mientras sus ojos, desorbitados, parecían buscar una razón para aquello, que en ese momento se le antojaba escurridiza. 

   ¿Una razón es lo que buscas, perra maldita, eh?, despotricó él y en seguida agarró la cuchilla y se la clavó diez veces en el abdomen , una por cada maldito año de aguantar su tiranía sin límites. 

    Ella, ya sin reacción alguna, se desplomó entre estertores. 

   Ahí tienes una razón, escupió él, después emitió, en una seguidilla infame, dementes carcajadas mientras apuntaba con un dedo las patéticas pantomimas de su mujer que trataba inútilmente de detener los chorros de sangre que la encharcaban toda.  De pronto él paró de reír, había llegado el momento de acabar ya con aquella desgraciada; sopesó el martillo un par de veces y luego procedió a destrozarle el cráneo con múltiples y furiosos golpes, uno, dos, tres, cuatro, cinco...

2-    Ya estás soñando con pajaritos de colores otra vez, infeliz. La voz de su esposa lo trajo a la triste realidad. 

   Anda, ve a limpiar el patio que da asco. ¡Que te apures, digo!, ordenó ella, gritando como un demonio. 

   Sí, querida, contestó él y de cabeza gacha se encaminó al patio a cumplir la orden impartida mientras pensaba en guillotinas, galones de gasolina y electrocuciones en la bañadera para la próxima vez. 

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TE AMO, TRACY LYNN

 


DE TARDE. 

Caminaban por la peatonal, miraban con ojos soñadores cosas que no les interesaban. En un momento Néstor le dijo: 

   ¿Sabes, te pareces a Tracy Lynn Taylor, la actriz de cine? Me recalienta esa mina.

   ¿Te parece?, dijo, y en seguida miró su reflejo en la vidriera por la que pasaban. Se imaginó dentro del vestido rojo que tenía en casa, parecido al de la última película de Tracy Lynn Taylor. 

ESA NOCHE. 

Cuanto Néstor apareció por su departamento, lo recibió con el vestido rojo puesto. 

   Vestida para matar, dijo él, y no dejó que se lo quitara mientras se amaban. 

POR LA MAÑANA. 

   Julio, Julio, llamó la secretaria, pero él no la escuchaba, aún recordaba la noche anterior cuando Néstor le decía al oído, entre jadeos entrecortados: "Te amo Tracy Lynn, te amo Tracy Lynn". 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...