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jueves, 13 de agosto de 2020

EL CAMBIAZO



1 Rupertino


Rupertino levantó la vista y escrutó el horizonte, el sol ya se ocultaba y nubes de frío llegaban desde el sur. 

   Dentro un poco y me adentro p´al rancho, le dijo al aire. Luego se escupió las manos, frotándoselas con ganas, empuñó el hacha y siguió con su labor haciendo volar astillas entre golpe y golpe mientras la pila de leña crecía, prometedora de rancho caliente para pasar la noche. En eso estaba cuando se acercó el patrón. 
   Diga pues, don Zoilo, dijo, suspendiendo la trayectoria de un hachazo. 
   ¿No has visto al tobiano, vo?, preguntó don Zoilo, paseando la vista de un lado a otro. Rupertino lo acompañó con un vistazo ligero por los alrededores. 

   No, patrón, ni la sombra, va a ver que está metido n´el monte. Don Zoilo miró hacia el monte que Rupertino le señalaba con un gesto vago, al final de la propiedad. 

   Güeno, entonce largá eso y andá a ver si está allá, le ordenó don Zoilo, poniendo cara de preocupación. Casi la misma cara de preocupación que enturbió los pensamientos de Rupertino, porque si el caballo no estaba en el monte le iba a suceder como la última vez cuando tuvo que ir a buscarlo al campo de los Gómez, por causa de una yegua en celo cuyo hechizo el viento había traído hasta el pastizal donde estaba metido. Pero el problema ahora presentado estaba en que en aquella ocasión no hacía tanto frío como hoy. "Caballo de mierda", se dijo para sus adentros. Pero sin más remedió que la obediencia sin derecho a chistar, clavó el hacha en el tronco y salió cruzando el campo para el monte, al tiempo que le rogaba a todos los santos que el bendito caballo se encontrara allí. 

   El tobiano era el preferido del patrón y éste no se quedaría sosegado con un simple "allá no está, patrón", si por acaso no estuviera adentro del monte; y de ser así ésto significaba que tendría que seguir buscando bajo la noche helada hasta dar con el animal. ¿Y si no lo encontraba?, eso sí que iba a ser triste y sufrido.   

Llegando al monte, para su pesar, solo encontró una comadreja vieja escabulléndose entre los yuyos y la total ausencia de pájaros, a los cuales los imaginó, con cierta envidia, al calentito dentro de los nidos. 

   No te digo yo, si hasta los pájaros ya se han acovachao mientras al gaucho acá se le van a congelar hasta los huesos dentro de poco, rezongó para nadie Rupertino. Cuando salió de la arboleda vio el bulto del patrón, parado cerca del chiquero de los chanchos, entre la casa principal y su rancho, visteando para el monte; Rupertino le hizo señales de que el caballo no estaba, pero el patrón le devolvió otras señales muy distintas a las suyas, porque eran para que siguiera buscando. 

   ¿Buscar ande, viejo maldito?, rezongó para sí mientras su mirada se perdía en la desolación de los campos ya sin señales de vida. 

   Pero órdenes son órdenes y obedece quien debe, es la ley. De manera que Rupertino siguió por el camino de tierra que ladeaba el monte rumbo a un destino incierto, maldiciendo al mal parido del insensible patrón que le había tocado. 

   Tiritando de frío, pues la noche impiedosa se venía abajo con asustadora vertiginosidad sobre su humanidad, Rupertino siguió errando sin rumbo por esa intemperie helada que ya le traspasaba la magra protección de las alpargatas, haciendo que los dedos de los pies le ardieran como si caminara sobre brasas. 

   Ya había andado unas dos leguas cuando, costeando los campos de la estancia "La misericordiosa", reparó que una parte del alambrado estaba roto. 

   Cuatreros, le dijo a la noche. 

   A unos metros nomás de su parecer, creyó ver el bulto de un animal del tamaño de un caballo; quizás fuese, no tenía plena certeza de ello pues bien podría tratarse de una vaquillona  bien corpulenta. Pero con la esperanza de que fuese el tobiano, saltó la zanja, cruzó a la propiedad por el hueco hecho en el alambrado y se acercó al animal, muy despacio para no espantarlo. 

   Pero nada de lo esperado, aunque dio en el palo

   Era un caballo sí, pero blanco; blanco y manso, porque cuando llegó al lado éste ni se movió. 

   "Y no e´pa menos, con este fresquete", le dijo al caballo. Pero al momento, como soplado al oído por la voz mañosa del diablo, a Rupertino se le ocurrió una idea descabellada, por no decir desesperada. Entonces se sacó la faja, la pasó por el pescuezo del caballo y se lo llevó de tiro. 


2 El gaucho Echegoyen

El rancho del gaucho Etchegoyen, su amigo del alma, casi ni se veía en medio de la noche oscura, porque el hombre lo había pintado de marrón cascote; con lo que de día parecía un nido de Hornero cocido, pero de noche y sin luna parecía una parva de lino seco oscura. A media cuadra antes de llegar, los ladridos de los galgos, apenas oyeron los cascos del caballo, empezaron a avisarle a los de casa que alguien se acercaba. Enseguida la puerta del rancho se abrió; el resplandor del farol de noche irrumpió en la oscuridad, como una espada de luz cortando el patio en dos, y detrás, la sombra de Etchegoyen, alargándose hasta el portón de entrada.  

   Soy yo, Etchegoyen, el Rupertino, anunció, alzando la voz para ser bien oído. Entonces a un grito del dueño de casa, el perraje se acalló. 

   El gaucho Etchegoyen, después de oír la historia del tobiano, le dijo que no había visto ningún tobiano suelto. 

   Tal vez sea obra de los cuatreros, que andan asolando el pago, opinó. 

   ¡La pucha qué disgracia!, y pa piorar la cosa si güelvo sin el tobiano al patrón no le va a gustar ni un poco y me va a mandar seguir buscando por otro lao, por eso ando con este blancuzco a tiro, dijo Rupertino, señalando el caballo. 

   Entonces le contó cómo y dónde lo había conseguido, y enseguida le preguntó:

   Decime una cosa, Etchegoyen, ¿te sobró un poco de pintura, de esa que pintaste el rancho? 

   Etchegoyen lo miró raro.  

   Sí, ¿por qué?, preguntó intrigado. 

   ¿Que pa qué va hacer?, pa disfrazarlo de tobiano al caballo este. Los ojos de Rupertino brillaron como si la idea que tenía en mente fuese de igual brillantez como la que irradiaban sus ojos 

   ¡¿Estás mamao, vo, o qué?!, le dijo el amigo, ¿no se te ha dao por pensar que don Zoilo no se tragará el anzuelo, o crés que el hombre e´zonzo? 

   No, no, bruto sí pero zonzo de ninguna manera..., pero si de noche todos los gatos son pardos, por qué los tobianos no pueden parecerse entre sí también. Los ojos de Rupertino, animado con la asociación que se la había ocurrido en ese instante, volvieron a brillar. 

   ¿Ajá, y cuando amanezca y vea al caballo todo pintarrajeao, con qué cuento le vas a salir?, preguntó Etchegoyen. 

   Güeno, mañana e´otro día, Etchegoyen, ya via pensar en algo. Por el momento solo quiero salir d´este entrevero lo antes posible, dijo Rupertino y reiteró: 

   Entonce, ¿te sobró pintura o no? 

   Sí, me sobró, como pa pintar dos caballos enteros, dijo el amigo. 

  Entonces llevaron el caballo detrás del rancho y se pusieron a pintarlo. 

  Al rato Rupertino salió, con un balde de pintura en una mano y tirando del caballo con la otra. Como a media legua, antes de llegar a destino, la pintura ya se había secado por completo, por lo que el caballo empezó caminar con cierta dificultad, por causa de una mancha de pintura que le bajaba por la verija y le tironeaba el pelaje. 

   Ya estamos llegando, pingo viejo, lo calmó, Rupertino, acariciándole la frente.

   Y ya cerquita del monte, Rupertino se detuvo y se quedó espiando para la casa del patrón por un buen rato, quería asegurarse de que don Zoilo no anduviera afuera. Cuando se cercioró de que no había moros en la costa apuró el paso. 

   Abrió la tranquera despacio y llevó el caballo al corral, y después de esconder el balde de pintura detrás de unos yuyos fue a llamar al patrón. 

   Mire, don Zoilo. Ahí lo tiene al sotreta, el muy ladino andaba metido por un callejón, cerca del río, le dijo, todo risueño. 

   El patrón se arrimó a la galería y asomó la cabeza, mirando hacia el corral. Al parecer la sombra del caballo lo dejó conforme, porque el hombre asintió en silencio, moviendo la cabeza como un muñeco varias veces. Después le dijo:

   Güen trabajo, Rupertino. Ya podés volver pa tu rancho. Dicho esto, le dio la espalda y entró en la casa. 

   Ya podés volver á tu rancho, hmm, rezongó Rupertino y acotó mientras iba a juntar un poco de leña para prender el brasero: 

   Viejo sotreta, ya vas a ver vo lo que te espera mañana. 

   Y ni jué capaz de guardar el´hacha, el viejo sotreta ese, volvió a rezongar, al ver el hacha clavada en el tronco, tal cual la había dejado horas atrás. 

   Después de prender el brasero en el patio para que no le humeara el rancho, fue hasta donde el balde escondido en el yuyal, y se puso a despejar lo que quedaba de pintura en el corral.  


3 El cambiazo

Al otro día, bien temprano don Zoilo fue a llamarlo al rancho. 

   Cuando Rupertino salió el hombre le señaló el corral. 

   ¡Mirá, Rupertino!, le dijo, con todo el asombro del mundo en la cara. 

   Rupertino siguió la dirección de la mano del patrón: allá estaba el falso tobiano, las partes pintadas refulgiendo bajo los primeros rayos del sol. 

   ¡¿Y eso, don Zoilo?!, dijo Rupertino, con la cara de más bobo que fue capaz a esa hora de la mañana. 

   ¡¿Y eso?, pregunto yo!, respondió don Zoilo, con los ojos de zorro viejo clavados en él. 

   ¡¿Y yo qué sé?!, pero vamos a ver qué pasó, don Zoilo, dijo Rupertino, adelantándose hacia el corral para que el patrón no lo perturbase más con aquel mirar desconfiado. 

   Los dos hombres se acercaron al corral. 

   ¡Mire, don Zoilo, mire el suelo!, dijo Rupertino, mostrándole con las dos manos estiradas un charco de pintura,  cerca de las patas del caballo. 

   ¿Pero qué ha pasao acá?, preguntó don Zoilo, mirando con perplejidad el enchastre y al caballo al mismo tiempo mientras luchaba en su mente para encontrar un modo de atar los cabos sueltos del enigma que tenía delante de sus ojos. 

   ¡Paro no está viendo, don Zoilo!, por la noche algún sotreta le ha hecho el cambiazo, dijo Rupertino, poniendo otra vez cara de bobo, y para sacarse de encima algún posible asomo de asociarlo a la infame permuta por parte del patrón, añadió: 

   Mire, don Zoilo, si no jué obra de algún cuatrero que Dios me perdone por la injuria, y dicho ésto se persignó como cuatro veces, fingiendo mirar al cielo, porque en realidad, con el rabillo del ojo derecho, examinaba la actitud del patrón.  

Licencia Creative Commons

El cambiazo por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata



sábado, 22 de agosto de 2020

EL DESAPARECEDOR DE GENTE


Tavares esperaba el colectivo para volver a su casa cuando un corte general de energía dejó la ciudad a oscuras. Por suerte no tuvo que esperar mucho, su colectivo ya llegaba. Se sentó en el último de los asientos individuales, paralelo a la puerta trasera. Tavares contemplaba las breves sombras de árboles y postes de luz, alargándose por las luces del propio colectivo y por la de los vehículos que venían de frente, que se entremezclaban con la imagen de los otros pasajeros reflejada en el vidrio de la ventanilla. De pronto, Tavares notó en la cabeza de una pasajera, en el otro lado del pasillo, una colita de cabello algo curiosa, como una araña; giró la cabeza para ver mejor y de repente, tras unos segundos, la mujer desapareció, literalmente. Una efervescencia interior le recorrió todo el cuerpo desde los pies a la cabeza. Miró a los otros pasajeros, los que no dormían estaban distraídos con sus teléfonos, al parecer nadie se había dado cuenta de la súbita desaparición de la mujer. Atribuyó aquéllo a una ilusión óptica provocada sin dudas por el cansancio y el estrés del trabajo. Volvió la cabeza hacia el vidrio y, claro, la señora ya no estaba donde él creyó verla hacia un instante. Ésto corroboró su primera impresión, con lo que concluyó que se había tratado, efectivamente, del cansancio y del estrés y que la mujer nunca había estado sentada allí. 

   Siguió con la vista puesta en el vidrio, hasta reparar en un muchacho que leía la sección deportiva y recordó que su equipo había jugado por la tarde. Desvió su mirada con la intención de preguntarle sobre el resultado, pero, al igual que la mujer, un segundo después el muchacho desapareció. Esta vez algunos pasajeros notaron su desaparecimiento y se inquietaron y el alboroto de voces despertó a los que dormían. Entonces era verdad, no era ni el cansancio ni el estrés, los dos habían desaparecido sin explicación, como por arte de magia. Tavares se asustó, tampoco quería desaparecer. Miró al vidrio con desconfianza y se fue a sentar más al medio. Los pasajeros empezaron a mirarse los unos a los otros, ora buscando una explicación, ora al culpable macumbero que ya había hecho desaparecer a dos pasajeros. Tavares no quiso mezclarse en el embrollo por eso se quedó mirando el reflejo de los pasajeros en el vidrio. Un matrimonio empezó a pelearse, la mujer quería, como tantos otros pasajeros, bajarse a toda costa pero el marido argumentaba que con la ciudad a oscuras ni loco se bajaba lejos de casa, de pronto se pararon y casi se le vienen encima dándose empujones, pero al darse vuelta hacia ellos, éstos desaparecieron en el aire, como los otros dos. El alboroto generalizado aumentó y el conductor se vio obligado a pedir a las puteadas que se quedaran quietos, pero nadie le daba oídos y las preguntas incontestables prosiguieron. Hasta un hombre, demasiado intrépido para encarar la noche oscura o demasiado prudente para permanecer dentro de un colectivo donde los pasajeros simplemente desaparecían, empezó a pedirle a gritos al conductor que parara el colectivo inmediatamente, y que sea lo que Dios quisiera, pero tuvo tanta mala suerte que fue visto reflejado en la ventanilla por Tavares, que, al volverse en su dirección, lo vio esfumarse en el aire, dejando caer el diario que tenía en una mano donde hasta un segundo atrás estaba parado. Tavares, incapaz de atinar a moverse siquiera, volvió la cabeza y se quedó mirando la bataola reflejada en el vidrio. De pronto, el reflejo de un pasajero acercándose hacia él hizo que se diera vuelta, en ese instante, el hombre y todos los que había estado viendo reflejados desaparecieron. En ese instante algo dentro de sí despertó, una mezcla de miedo y ansiedad que no supo cómo denominar. Pensó que solo había dos explicaciones para aquel fenómeno, o eran las ventanillas o era él, el causante de las desapariciones. Recordó entonces que por la mañana, en el trabajo, le había caído en la cabeza una caja con latas de pinturas al tropezar en la estantería de las pinturas, lo que le provocó un desmayo de varios minutos; y del incidente laboral pasó a la película Fenómeno, con John Travolta, en que algo caído de cielo, no recordaba qué, había impactado en su cabeza y se había vuelto superinteligente. Para sacarse las dudas de encima, Tavares fijó la mirada en otro pasajero reflejado en el vidrio y al volverse, claro, desaparecieron. Esta constatación despertó en él una idea entre beneficiente para el mundo y macabra a la vez, porque empezó a imaginarse a sí propio como un superhéroe al estilo norteamericano o, por qué no, como un dios que puede hacer los que se le antoja con los indefensos mortales. Ya llegaba a su parada; se puso de pie y desprendió a los tirones la ventanilla. El conductor, al ver a aquel vándalo arrancando salvajemente la ventanilla, frenó el colectivo y fue hacia él con el garrote de inspeccionar las llantas en una mano. Tavares se dio vuelta, levantó el vidrio para verlo venir, cuando ya estaba casi encima suyo se dio vuelta y ¡puff!, el conducto desapareció. Por las dudas y para no ser delatado por los cuatro o cinco pasajeros que aún se encontraban en el colectivo y lo miraban como se mira a un demonio, los hizo desaparecer también. 

   Cuando bajó se sentía omnipotente como un dios y dispuesto a hacer desaparecer a todos los seres humanos indeseables que hacían del mundo un mal lugar para vivir. ¡Y empezaría esa misma noche y en su propio barrio! Pero ¿con quién empezaría?, se preguntó. Entonces se acordó del vecino de al lado, aquel que los domingos lo despertaba con la cumbia a todo trapo a las siete de la mañana y seguía el día entero hasta tarde de la noche con el bochinche infernal. Ni se detuvo a meditarlo, ni pensó en los cinco hijos que quedarían huérfanos de padre a tan corta edad. Apretó el paso y fue derecho a su casa. Llamó a la puerta, el vecino, en short y alumbrándose con una vela que sostenía sobre un platito, preguntó: 

   ¿Quién es, carajo? 

   Soy yo, The creaner, dijo Tavares, identificándose con el nuevo nombre que se le había ocurrido cuando venía. 

   ¿De cli qué?, preguntó el vecino, acercándose más al portón. Para todo esto, Tavares, de espalda, lo veía venir en el reflejo del vidrio, pero antes de darse vuelta y desaparecerlo para siempre, una sonrisa diabólica se dibujó en su cara. 

 Licencia Creative Commons                                                                  

El Desaparecedor De Gente por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 InternacionalBasada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata


sábado, 17 de octubre de 2020

EL OTRO MUNDO POSIBLE

I- EL MUNDO DE LAURA 

El mundo de Laura es húmedo y gris, de zanjas malolientes y patios que en verdad son auténticos basureros a cielo abierto, y cuando llega el invierno la lluvia y el barro entristecen su alma hasta lo inimaginable. La casilla que comparte con su madre, el padrastro y un hermano es lo que podría llamarse de tumba, de hundimiento. Todo lo que sucede allí dentro la indigna: la madre con su aceptación sumisa de la vida miserable; el padrastro y su imposibilidad de recordar cuándo fue la última vez que estuvo sobrio y el hermano, fatalmente integrado a la atmósfera marginal que lo rodea e incapaz de buscar modelos alternativos de aquellos en los que se espeja; sin saber lo que es trabajar, aunque nunca le faltan la cerveza, el cigarrillo y la droga. 

   Laura piensa y piensa; busca y rebusca pero nunca encuentra la salida de ese laberinto degradante que le ha impuesto la vida, como un capricho del destino. Atrapada en una realidad exenta de cosas buenas, mira las paredes de su casa, cárcel, y las calles negras del barrio, el patio de la cárcel, suspirando tristes ayes; y mientras más piensa en salir a flote tanto más hondo va enterrándose en ese mundo barriento en que revuelca su vida. 

   Laura recién ha cumplido diecisiete años, pero cree que su vida ya es una vida desperdiciada. "¿Y si pasan otros diecisiete años y no consigo salir de aquí?" Esa idea la deprime, más que exasperarla. 

   Mira hacia afuera por la ventana de su piecita y el paisaje que ve le lastima el alma. Todo lo que ella desea es la belleza, justo lo que no existe en ese mundo inmoral condenado a la brutalidad. Ella cree que la suerte no existe y si existe no significa nada si no se la sabe aprovechar. "Como el dueño del supermercado de la esquina, que tiene el queso y el cuchillo en la mano pero no sabe cortarlo. ¡Pobre hombre rico!" Ella en su lugar ya se hubiera ido a vivir a Capital o a Barrio Norte hace mucho tiempo, en lugar de seguir allí purgando penitencia. Piensa que el hombre quizás lleve muy arraigado en lo profundo de su ser el ser villero para mudarse a un lugar mejor, al punto que lo sofisticado le resulte desconfortable, o, tal vez, no quiera parecerse a aquellos jugadores de fútbol que ella ve en la tele y piensa que aunque se hayan ido de la villa la villa nunca se ha ido de ellos, bastándoles con abrir la boca para darse cuenta de ello. 

   Hoy es domingo, y desde que despertó los vecinos siguen con la infame cumbia villera y el maldito reggaetón; no han parado desde la noche anterior, como si estuvieran entreverados en un encarnizado duelo para ver quién idiotiza más la vecindad. 

   Por la tarde, al comienzo y al término de los partidos y cuando un gol, los hinchas harán estallar cohetes como si fuera navidad o año nuevo. Después los de los equipos vencedores vendrán al kiosko de al lado a seguir emborrachándose mientras comentan las jugadas de tal o cual jugador, con su peculiar lenguaje vulgar, inmersos en la ignorancia que tanto la incomoda. Definitivamente, Laura nunca comprenderá ese tipo de felicidad, tan cercana a la sinrazón; tal es así que es difícil la ocasión en que no terminen agarrándose a las trompadas. De vez en cuando las peleas dejan heridos. "Un día va a morir alguien, seguro que sí". Laura se estremece y suspira 

   Laura sueña con el mundo que ve en la televisión, tan hermético e inaccesible para chicas como ella; mundo prohibido, cercano y, sin embargo, lejano a la vez, que solo puede ser soñado y deseado a distancia, pero solo hasta ahí. Sabe, entretanto, que son muchos los caminos que conducen a él, pero solo uno es posible para ella: estudiar. Entonces Laura ve erguirse delante suyo un muro muy alto que le impide el acceso a una carrera. Si ni la dejaron hacer la secundara para meterla, de prepo y sin previo aviso, a la fuerza laboral por tiempo integral en la verdulería de doña Reinalda, la boliviana; ni estudiar de noche puede, porque eso también, según su madre, presupone un gasto extra en la casa, con lo que no le es difícil vislumbrar otros diecisiete años de vida sombrí­a, aplastada contra la pared de las desdichas. Quiere hacer algo al respecto, pero nunca encuentra por dónde eludir el mundo deprimente que la cerca por todos los lados ni encontrar la salida hacia el mundo imposible que ve en la televisión y en las revistas. Por lo pronto, trata de instruirse con los manuales que le quedaron de la primaria y viendo el canal educativo del estado, aunque raramente le queda tiempo, ya que está esclavizada de lunes a sábados en la verdulerí­a desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. 

II- EL MUNDO DE CRISTINA 

Laura tiene una amiga, Cristina; la única que conserva de la primaria, y que pasa de vez en cuando por la verdulerí­a para hacerle una visita. Antes iba con frecuencia a su casa, pero las miradas de su padre alcohólico, que parecían querer desnudarla, y las juntas de drogados de su hermano hicieron que se alejara. Hoy apareció por la mañana y se quedó esperando cerca de la puerta a que Laura terminara de atender a una clienta. Laura la ve diferente, lleva ropas nuevas y estrafalarias; se tiñó de rubio y está fumando un cigarrillo. Laura no puede evitar observarla con curiosidad. "¿En qué andará ésta?" Terminando de atender a la clienta va hasta su amiga, se saludan y le pregunta lo mismo que pensó hace unos minutos: 

   ¿En qué andas tú? Laura no habla como hablan los porteños, y cuando alguien le dice que ella habla neutro, responde "neutro pero mejor hablado". Cristina, en cambio, no, pero ésto no hace que sean menos amigas; tienen puntos en común que las une por encima de todo: por ejemplo, la plena conciencia de cómo se diluyen sus jóvenes años entre la pobreza y la miseria.

   Me cansé de ser pobre, ¿viste?, le dice Cristina, con tono decidido y desafiante, y dentro de poco, muy poquito, me mando a mudar de acá. Laura no sabe si alegrarse o ponerse triste, antes quiere saber en qué anda su amiga. La observa una vez más de pies a cabeza y la piensa con desazón. Cristina que nunca supo combinar muy bien la vestimenta, ahora con esas botas de cuero negras acharoladas, fuera de época, minifalda anaranjada fluorescente, muy mini para su gusto comportado, y una remera púrpura con garabatos plateados, se parece a una prostituta de esas que trabajan en la orilla de las rutas.

   ¿Dime, Cris, en qué andas metida?, pues te desconozco. Aunque es inicio de primavera el sol ya hace sentir su rigor; Cristina parece llorar, pero no llora, es la sombra en sus ojos que dibujan dos hilos de falsas lágrimas negras que caen lánguidamente por sus mejillas. Cristina sonríe una mueca torcida, y le confiesa: 

   Estoy haciendo lo que debería haber hecho desde hace rato, ¿viste?. Cristina se queda callada, como esperando que Laura, adivinando sus pensamientos, diga lo que ella no se atreve a confesar. 

   ¡No lo puedo creer!, exclama Laura, que sí adivinó el mensaje mudo. Cristina deja caer la colilla del cigarrillo y la pisa con la punta del pie, girando el talón de lado a lado. A Laura la acción de su amiga la traslada imaginariamente a la noche pasada; la imagina parada debajo de un puente de la Panamericana haciendo lo mismo, mientras arregla la transacción de un falso amor con un camionero cualquiera. "No hay duda, se ha prostituido, pero ¿acaso ésto es suficiente para negarle mi amistad?", se pregunta y unos segundos después se dice que no, que cada uno lucha con las armas que dispone y de la forma que cree que ganará la batalla. "¿Acaso no es eso la vida, una batalla?"

   ¿Y cómo te sientes haciendo eso?, le pregunta. Cristina suspira por dentro, Laura aún es su amiga del alma. 

   Y bueno, las primeras veces me sentí un poco rara, pero cuando vi que lo que ganaba en una semana era más de lo que gana mi vieja en dos meses limpiándole el culo a los viejos en el geriátrico, me sentí mejor, se justifica, y ahora ya me acostumbré, y, además, iba a tener que hacerlo igual si me ponía de novio ¿no? Qué puede contestarle Laura, ¿que sí­?, ¿que no? No le dijo nada, la abrazó y le susurró al oído: 

   Sólo quiero que no te pase nada malo. Cristina reconoce en el abrazo tibio de Laura la sinceridad de su amistad y le responde que no se preocupe, que todo está bien. 

   Nada malo me va a pasar, tonta, le dice, acariciándole una mejilla. 

   Antes de irse Cristina la obliga a aceptar quinientos pesos. Laura rehúsa, pero su amiga insiste. 

   Mirá, yo te comprarí­a un libro, de esos que a vos te gustan, pero no quiero meter la pata y comprarte cualquier cosa, ¿viste?. Agarrá, dale, y compráte uno que te guste. Laura no quiere ofender a su amiga, no vaya ella a pensar que no quiere aceptar su dinero por considerarlo sucio. Con ese dinero compra un manual de gramática, un diccionario inglés-español y otro de sinónimos, los tres de segunda mano, y un par de chucherías dulces con el vuelto, en una escapada hasta la librería de la otra cuadra. Ahora se instruye por cuenta propia; podrá no tener un título de bachiller, piensa, pero el conocimiento nunca está de más.

III- EL MUNDO DESPRECIABLE 

Laura lee y relee. La única manera de estar más preparada, de ser mejor gente, piensa. Después de la cena recalentada se queda hasta tarde, ya no se importa si tiene que levantarse a las cinco de la mañana. Desde la calle la vida que detesta se filtra por entre las rendijas de las tablas de la casilla; las puteadas incomprensibles de los vecinos, que nunca se sabe si son de peleas o por costumbre; los tiros desde el fondo de la villa, donde el infierno es aún mayor; las conversaciones incoherentes de los chicos que vuelven del colegio nocturno y pasan por la vereda de su casa, porque hay menos pozos que en la de enfrente. "¿De qué les sirve estudiar si no son capaces de tener una conversación inteligente?" "¿Por qué siguen expresándose odiosamente con palabras groseras si en el colegio no se les enseña eso?", se pregunta, no llegando a comprender el porqué. Cuando, al fin, el sueño la vence se acuesta pensando en Cristina, que hace diez días que no aparece. "¿Qué puedo hacer para sacarla de ese mundo sórdido y enfermo?" Laura se siente impotente, incapacitada para salvar a nadie, pero si ni ella misma puede ayudarse mucho menos a quién ya eligió su camino, estima con tristeza. Se promete, antes de dormirse, que mañana buscará en las columnas de empleo uno mejor que el que tiene. 

   El diariero ya pasó por la verdulería; Laura ojea, entre venta y venta, la sección de empleos; aunque de encontrar alguno que le interese no tiene idea de cómo hará para conseguirlo, ya que está encadenada a una libertad ficticia, aparente, porque su padrastro le consiguió el empleo en la verdulería para quedarse con todo su ordenado para convertirlo en vino; así que de querer dar un paso hacia la libertad no tiene cómo hacerlo, a no ser que se escape de casa y se vaya a vivir a la calle. Pero ¿cuánto aguantaría en ese estado casi salvaje antes de terminar como Cristina? Laura se ve acorralada en un laberinto sin salida. 

   Hoy volvió a aparecer Cristina por la verdulería, nuevamente disfrazada de prostituta, pero esta vez se ha teñido el cabello de rojo. 

   En este negocio el asunto es ir cambiando el visual cada tanto, ¿viste? A los clientes les gusta así y pagan sin chillar, le dice Cristina, sonriendo. 

   Laura no parece alegrarse con la visita de su amiga. Cristina lo percibe y la insta a contarle qué le pasa. Laura da vueltas pero, finalmente, le cuenta su pesar en el laberinto. Cristina se compadece de la desgracia de su amiga y la comprende. Ya se ha sentido muchas veces así hasta que pudo independizarse hace unos días, cortando definitivamente las cadenas que la ataban a su familia y a aquel mundo sórdido y degradante. Pero Laura no sabe todavía que su amiga ya no vive más en el barrio. 

   Cristina le cuenta la novedad: 

   Alquilé un departamentito en Capital, dos piezas, baño y cocina. Laura finge una sorpresa que no convence ni a ella misma. 

   ¿En serio?, responde con desconcierto.

   Sí, en una pieza atiendo a los clientes, que ahora con  lugar propio han aumentado, y en la otra duermo, ¿qué te parece? Cristina percibe el malestar de Laura y le duele el destino ingrato que su amiga aún tiene que purgar. 

   Me alegro por ti, responde Laura, con tristeza.

   Bueno, pero ¿qué te parece si te venís a vivir conmigo? Puedo atender en mi pieza y la otra te queda para vos. Pero no me mires así, que no necesitás hacer lo mismo que yo, no te imagino haciendo esas cosas. Y vos no te hagás problema por los gastos, yo banco todo hasta que consigas algo. No sé, limpiar casas, qué sé yo, pero cualquier cosa es mejor que esta verdulería de mierda, le propone Cristina, con una sonrisa franca. Laura no contesta.

   ¿Y?, ¿qué me decís?, insiste Cristina. Laura balbucea una respuesta vaga que no es ni sí ni no, pero Cristina la ataja enseguida y le recuerda que de seguir así nunca conseguirá romper las cadenas, como ella. 

   Cuando Cristina se marcha, no sin antes hacerle prometer que pensará con cariño en su ofrecimiento, Laura piensa que su amiga tiene razón. Mientras acomoda los mejores tomates en un cajón, sopesa los pros y los contras y descubre que no hay nada que sopesar; o se va casi con lo puesto y salva su vida o se queda y se pudre por el resto de la vida, amargando los días más fúnebres y las horas más negras que el destino ingrato le tenga reservado. Sabe que no habrá despedidas, y que su madre, su padrastro y su hermano no lamentarán tanto su ausencia como su ordenado semanal. Pero ella no es como ellos, nunca lo fue ni nunca lo será, tiene que irse. "¿Hasta cuándo he de esperar que mi vida cambie para mejor? Tengo que hacerlo, sí­ o sí", sentencia en silencio.

IV- EL MUNDO DE LOS OTROS 

Todos duermen cuando Laura, en puntas de pie, pasa por la cocina, se detiene en la puerta de calle, gira la llave con manos de seda y se va para siempre de su hogar. No ha dormido en toda la noche; no porque la partida le hubiese pesado en el alma, pues respiraba ya el aire de un futuro mejor desde que decidiera aceptar la oferta de su amiga, sino porque, al amparo de la luz tremulante del televisor enmudecido, se la pasó empacando en silencio sus escasas pertenencias en dos maletas y una bolsa plástica. Después se sentó en la cama hasta las cinco de la mañana, pensando en las cosas promisorias que le esperaban más allá del laberinto de chapas y barro. El aire matinal le dice adiós con el olor a podrido emanado de las zanjas y los patios mugrientos; con el canto de gallos madrugadores y  ladridos desde el anonimato difuso del chaperío gris y ella devuelve la gentileza con un optimista "hasta nunca". 

   En la parada espera con apuro el colectivo milagroso que la sacará, con un simple boleto, de ese mundo irreconciliable, llevándola directo al mundo de los otros, allá donde acaba el gran Buenos Aires y comienza la capital. 

   Ya ha dado el primer paso hacia el no retorno, ya todo su ser visa a un nuevo amanecer, sin temor al mañana. "¿Qué puede ser peor que esperar sin esperanza que algo cambie y cuando lo haga ya sea demasiado tarde para todo? ¿Qué puede ser peor que ver pasar la vida y sentirse impotente para cambiar un presente de constante infelicidad? ¡Que venga el futuro entonces, pues no le temo!", se dice, dándose coraje mientras sostiene en sus manos el dinero del pasaje y la hoja con la dirección de Cristina. Temor es algo que ya no puede permitirse, porque lo único que le queda de ahora en adelante es hacerle frente a la vida y aceptar lo que el porvenir le tenga reservado, que de ninguna manera puede ser peor que lo que está abandonando. No hay ni habrá vuelta atrás, mucho menos negociación. 

   Una vez que el colectivo cruza la General Paz, Laura se dice: "Bienvenida a la civilización". Su mirada resbala por los contornos de los edificios de departamentos lujosos como quien mira el paraíso. "¿Cómo se sentirán sus dueños viviendo allí? Es claro que dichosos". Laura piensa sobre sus ocupantes como si fueran inmunes a los males de la humanidad, como sujetos ajenos a las pasiones de la gente de donde ella viene; no concibe en sus almas sino una felicidad plena, tan vasta e inagotable como las aguas del Rí­o de la Plata. Cada vez que suben o bajan pasajeros se cuelan a través de la puerta los olores de café y perfumes caros que, esquivando cabezas y cuerpos, van directo a su nariz y de ésta suben a su cerebro y allí se produce una sensación de bienestar y felicidad que recorre todo su cuerpo y que ella desea que dure para siempre.        

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jueves, 24 de septiembre de 2020

UNA CAJA PARA PANDORA




Se cuenta en el pueblo que el carnicero Zeus Gamarra, para vengarse de su empleada Pirra por haberle robado unas tiras de chorizo y dárselas a uno de los obreros que estaban poniendo los tubos de desagüe en la calle frente a la carnicería, y del cual estaba prendada, se le dio por meter en una caja plástica chorizos, morcillas, mollejas, pedazos de carne junto con tripas y vísceras de cerdo y vaca, que luego, herméticamente cerrada con zunchos de acero, dejó bajo el sol durante dos semanas. 

   Pasadas las dos semanas, Zeus envió la caja a la casa de Pirra por correo. Zeus había tenido el cuidado de enviarla en un horario en que Pirra estaba en la carnicería trabajando, porque sabía que a esa hora en su casa solo estaría su madre Pandora Paniagua, la cual tenía dos manías obsesivas, las flores (ésta compartida con igual enfermiza obsesión con su hija) y una incontrolable curiosidad por todo, no necesariamente en este orden.

   Una encomienda para su hija con remitente desconocido, le dijo el mensajero a Pandora, cuando ésta fue a atenderlo, pero le advirtió que no la abriera bajo ningún motivo, porque solo podía ser abierta por el destinatario. 

   Pandora esperó junto al portón que el mensajero doblara la esquina para salir corriendo al galpón, de donde salió arrastrando el cajón de herramientas, después llevó la caja a la cocina, cinchando como un animal de carga, pues la caja no pesaba menos que la de herramientas. 

   Abrir la caja misteriosa no le fue fácil, pero después de cuarenta minutos consiguió abrirla. El hedor a podrido encapsulado durante dos semanas bajo el sol escapó de su interior y en el acto envenenó el aire. Pandora atinó a cerrarla de inmediato, pero ya era demasiado tarde, sus sentidos se embotaron con rapidez y cayó redonda en el piso. El hedor nocivo, además de desmayarla, en pocos minutos descascaró las paredes de toda la casa y como la puerta de la cocina había quedado abierta, tal vez por eso Pandora vivió para contarla, invadió el patio, donde las flores del hermoso jardín marchitaron y murieron en el acto, y a los árboles se les cayeron las hojas, como si fuera pleno otoño. 

   Pirra casi que pasa de largo, pues no reconoció su casa que parecía una casa abandonada. Corrió a su interior gritando el nombre de su madre, pero apenas puso un pie adentro el hedor pestilente en el aire la hizo retroceder de inmediato, con lo que tuvo que sacarse la camiseta que vestía para taparse la nariz y la boca, y de esa manera pudo encontrar a su madre todavía desvanecida y verde como un cactus, tirada a un lado de la mesa. Pirra la arrastró al patio como pudo. Luego le tiró un balde de agua en la cara y empezó a ventilarla hasta que Pandora recobró los sentidos. 

   La caja, la caja, repitió la vieja mientras señalaba apenas la cocina. 

   Pirra la dejó recostada contra una pared y volvió adentro para sacar la caja pestilente y tirarla al medio del patio, pero al caer algo que no era carne podrida saltó de entre la podredumbre y rodó hacia un costado. Pirra se acercó al objeto y vio que se trataba de una cajita de metal. Cuando la abrió, después lavarla con detergente y cloro unas diez veces para sacarle el hedor, vio un papelito dentro, que desdobló con el mayor cuidado. El papelito decía lo siguiente: "Lo que aquí se hace, aquí se paga". 

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miércoles, 12 de agosto de 2020

PREMONICIÓN

 

Luego que el camión se marchó, Benítez descargó el bidón de gasoil en el tanque y puso en marcha el generador. Caminó unos metros hacia afuera y se cercioró que la luz del faro brillaba como siempre. Después encaró los noventa y siete escalones de la escalera caracol hasta la cima. 

   La tarde ya se venía abajo. 

   A esa hora le gustaba escrutar en el horizonte para ver cuando  mar y cielo se convertían en noche y el mundo pasaba a ser una sola cosa y de un solo color; a pesar de no ser dado a una fantasía, a veces Benítez solía imaginar que era un astronauta y el faro, una nave solitaria viajando a través de las estrellas. 

  Al rato, bajó al entrepiso donde se había instalado, porque la casa junto al faro era demasiado silenciosa, allí arriba, en cambio, el ruido continuo del generador era como un amigo conversador al que nunca se le acababan las historias. 

   Preparó café, se sentó sobre la cama y recostado contra la pared circular continuó la lectura de La Reliquia, de Eça de Queirós. Estaba en eso cuando sintió una trepidación, como si un gigante zarandeara el faro para arrancarlo de raíz. 

   Benítez largó el libro y corrió hasta los ventanales. 

   Afuera el tiempo había cambiado repentinamente y ahora ráfagas de viento castigaban con furia los vidrios. Benítez se arrimó al cristal para ver mejor el exterior: una tormenta de fin de mundo se abatía contra el faro. De pronto, por el flanco que daba al mar, vio emerger de la oscuridad una aeronave que venía directo hacia él. Benítez lanzó una puteada y se precipitó escaleras abajo, cayendo de mala manera cuando faltaban pocos escalones para alcanzar el piso. Al instante, se dio cuenta que se había torcido o quizás quebrado el tobillo del pie izquierdo. Se arrastró hasta la puerta y, agarrado al picaporte, consiguió apoyarse en el pie sano. Temiendo morir sepultado bajo los escombros cuando el avión hiciera impacto contra el faro, sus ojos apuntaban hacia arriba al tiempo que, con manotazos a ciegas, trataba de dar con la llave colgada en el marco de la puerta, y cuando la hubo encontrado el temor creció, pues quién dice que conseguía acertar la ranura de la cerradura, si las manos le temblaban como si sufriera de Parkinson, y cuando consiguió acertar la ranura, la llave no respondió, porque la había metido al revés. 

   Una vez afuera, Benítez corrió hacia el descampado saltando con un solo pie sin rumbo porque cualquier lado le venía bien. Algo, sin embargo, una piedra, un cascote, vaya a saber, lo hizo caer y al voltearse hacia el faro fue como si hubiera despertado de una pesadilla: el cielo continuaba tan estrellado como lo había visto cuando contemplaba el anochecer. 

   ¿Qué había sucedido entonces?, ¿qué misterio fuera todo aquello?, se preguntó sin hallar respuestas. 

   Pasado el susto, Benítez se concentró en el dolor de pie. 

   Por la mañana recorrió el kilómetro que separaba el faro de la ruta apoyado en la bicicleta, la que dejó escondida dentro de una cuneta. Al rato, serpenteando por la lonja oscura del pavimento, vio acercarse el colectivo. 

   Cuando llegaron a la ciudad, el conductor, condolido por su estado le hizo el favor de dejarlo en la puerta misma del hospital. 

   Por suerte solo había sido una torcedura, con lo que le vendaron el pie y le dieron un analgésico para el dolor y la recomendación para que pusiera el pie en una cubeta con hielo y no lo forzara demasiado al caminar. 

   A la salida del hospital, ahora sí, una tormenta tenebrosa como la imaginada la noche anterior cubría todo el cielo. 

   Benítez resopló aliviado cuando llegó a la terminal, porque temía que la lluvia lo sorprendiera en plena calle. El colectivo salía a las tres y media así que se sentó a esperar pacientemente en un banco. Entretanto, lamentó no haberse acordado de traer el libro, con lo que tuvo que entretenerse con el exiguo movimiento del lugar. A eso de la una de la tarde el aire empezó a enrarecer, la temperatura a aumentar y el día a hacerse noche, conque las luces de la terminal se encendieron. Un rato más tarde un trueno pareció quebrar la tierra en dos, al cual le siguieron rayos y relámpagos que iluminaron de plata las edificaciones al otro lado de la calle. Finalmente, la lluvia cayó. 

   El vendaval se mantuvo al mismo ritmo durante horas. Cerca de las tres Benítez se acercó a la ventanilla, donde una nota pegada en el vidrio anunciaba servicio interrumpido por mal tiempo hasta la mañana del día siguiente. La noticia le arrancó unas cuantas puteadas. Contó el dinero que llevaba encima, fuera el pasaje de vuelta daba para algunas empanadas, que tendría que dividir en tandas para aguantar hasta la mañana. Ya resignado a pernoctar por allí mismo recorrió los canastos de basura donde consiguió un diario del día anterior y una insípida guía del Club de Leones. Por lo menos era mejor que entretenerse con nada, pensó. Después fue hasta la cantina donde se guareció hasta las cinco, cuando el dueño le dijo que iba a cerrar. 

   La tormenta había arreciado y el viento silbaba entre las columnas, haciendo rechinar las chapas del tinglado; parecía que a cualquier momento saldrían volando sobre los techos de la ciudad. Benítez perdió la cuenta de cuántas veces tuvo que cambiar de banco porque el viento se encaprichaba en soplar de distintas direcciones a cada tanto; y a cada cambio de banco el pie le arrancaba maldiciones contra el destino adverso, contra la vida jodida del pobre y contra la madre que lo parió. En fin, tuvo una noche terrible. 

   Temprano por la mañana lo despertaron las sirenas de los bomberos y de las ambulancias. La tormenta ya había pasado y apenas soplaba un viento frío y constante que helaba hasta los huesos. 

   El colectivo, por fin, emprendió el regreso.

    Casi llegando a su parada, detrás de una loma, Benítez vio en el horizonte una columna de humo, oscura y retorcida, escalando las alturas. Con ello conjeturó varias hipótesis de posibles catástrofes, unas más siniestras que otras, menos la posibilidad de una catástrofe aérea, como la del avión que se estrelló contra el faro la noche pasada mientras él maldecía el mal tiempo debajo del tinglado de la terminal. 

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jueves, 4 de marzo de 2021

PELÉ

   


¿Con el señor César? Buenos días, me dijeron que usted es el mejor adiestrador de perros, pregunta el hombre que acaba de llegar. 

   Es lo que dicen por ahí, contesta el adiestrador. 

   Mire, tengo un perro medio rebelde y estoy buscando un buen adiestrador que me lo pueda encaminar, le cuenta el hombre. 

   Entiendo, pero pase, para que vea por usted mismo a mis perros adiestrados, invita el adiestrador. 

   Ya en el fondo de la propiedad, un mar de perros vagaba por todo el lugar. 

   Mire, le dice el adiestrador, esté aquí se llama Pelé. El hombre mira al perro, negro como un carbón, y comenta:  

  Nombre muy elocuente, digo, por el color, dice el hombre sonriendo de lado. 

   Se equivoca, caballero, ya verá por qué se llama así, contesta el adiestrador. 

   En seguida los dos hombres se aproximan al perro. El adiestrador lo carga en brazos, después agarra una pelota de cuero que está sobre una mesa, y le  dice al hombre que lo siga. Los dos hombres y el perro salen de la casa y caminan hasta un terreno baldío a mitad de cuadra, donde unos muchachos juegan a la pelota. 

   ¿Falta uno, muchachos?, pregunta el adiestrador. 

   Sí, venga don, que le hacemos un lugarcito, le dice uno de los muchachos. 

   No, no soy yo el que quiere jugar, sino mi perro. Los muchachos se miran entre sí y se ponen a reír. 

   ¿Usted quiere que juguemos a la pelota con un perro?, pregunta uno. 

  Sí, confirma el adiestrador, y añade: se llama Pelé, de modo que mal no ha de jugar, ¿y, qué me dicen? 

   El adiestrador espera una respuesta. 

   Por mí, que se llame Garrincha, perro es perro, dice otro. El adiestrador pasea la vista por la cuadra y ve un cuzco acostado delante de una casa. 

   Aquél es un perro, les dice, señalando al cuzco. 

   Ahora, si tienen miedo que Pelé los baile, ahí es otra cosa, lanzó enseguida. 

   Disculpe, don, ¿nos está tomando el pelo o qué?, pregunta otro. 

   De ninguna manera, solo estoy diciendo que Pelé puede jugar contra todos ustedes juntos y sin arquero y les gana por goleada si se lo propone, afirma el adiestrador. 

   Yo me animo si hay plata en el medio, propone otro, y todos lo apoyan. 

   Sin problema, el que pierde paga la cerveza, dice el adiestrador. 

   El hombre que hasta ese momento ha estado callado, le pregunta al adiestrador: 

   ¿Está seguro, don César, de lo que va a hacer, mire que son nueve y con la cara de borrachos que tienen la jugada le saldrá cara? 

   No se preocupe, ¿señor, señor...? 

   Hutter, Juan Hutter, contesta el hombre. 

   Bien, señor Hutter, ahora verá usted por qué mi perro se llama Pelé. 

   Empieza el partido, el que hace el primer gol gana y paga nueve cervezas. 

   Los muchachos hacen el primer movimiento, pero ya en el primer pase Pelé se apodera de la pelota y avanza al arco contrario. Dribla a uno, dribla a otro, hace un giro delante de otro y pasa, veloz como un rayo, entre dos. El sexto a ponerse en su camino recibe un caño, con perro y todo. El siguiente a ponerse en el camino del perro, le lanza una patada, pero Pelé frena, la pisa, amaga a la derecha y sale por la izquierda, haciendo que se desparrame y trague tierra. Entonces el que queda antes del arquero se le tira encima como para partirles las canillas al medio, pero Pelé es más rápido y hunde el hocico debajo de la pelota y la eleva sobre su cabeza, haciéndole un sombrerito. Mientras el muchacho se queda a ver navíos, la pierna estirada hacia la nada, y la pelota ya comienza el descenso el perro ya lo ha driblado por la derecha y ahora salta, contorsionándose en una pirueta elástica, y queda de espaldas, paralelo al piso, suspendido en el aire, desafiando la ley de la gravedad por dos, quizás tres segundos; en fin, los suficientes, para, con la pata izquierda trasera y en el momento preciso, darle de lleno a la pelota, que como un balazo va a clavarse en el ángulo derecho del arquero, sin darle tiempo de levantar las manos siquiera. Un golazo de chilena digno de la homónima leyenda del fútbol, a la cual el perro rinde homenaje espléndidamente. 

   Con el dinero de las nueve cervezas, los hombres y Pelé se dirigen al bar de la otra esquina. 

   ¡No lo puedo creer!, dice el hombre, animadísimo con la demostración del perro, mañana mismo le traigo mi perro. Y mientras los hombres continúan hablando, Pelé se toma las nueve botellas él solo. Cuando termina la última gota, el hombre se marcha y el adiestrador, con la pelota dentro de la camiseta, vuelve a su casa con Pelé en brazos, borracho como una cuba. 

                                                                            

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lunes, 10 de agosto de 2020

BARTOLO ANACLETO BERNACKLE


 
Se lamaba Bartolo Anacleto Bernackle, ciertamente un mal nombre. Así empezó a considerarlo su desgraciado dueño, una ya lejana y frí­a mañana de invierno, en los tiempos de su infancia. 
   Bartolo Anacleto, era un niño tan feliz como muchos otros niños y de inocencias y sin maldades estaban constituidos él y esos días. Hasta aquella nefasta mañana invernal. 
   Por esa época Bartolo Anacleto tenía diez años.     
   La causa de su caída en la desgracia tuvo inicio el primer día de clases en la escuela nueva, donde recién había sido transferido, precisamente en el primer recreo. 
    Unos compañeros de clase habían invitado a Bartolo Anacleto a jugar con ellos a la mancha. Bartolo Anacleto corría atrás de uno cuando chocó contra un alumno de otro grado, que se interpuso en su camino adrede. Este alumno, su demonio en la vida, no lo sabía entonces, jamás lo abandonará. 
   Luego de un pechazo, Bartolo Anacleto escuchó de la boca asquerosa del malicioso palabras escupidas con la pegajosa saliva de la maldad: 

    ¡Ahí viene A La Bartola! gritó, catalizando todas las miradas posibles, y se puso a reír alto y fuerte, exagerando la risa hasta el punto del contagio. 

   La escuela entera: alumnos, el profesorado, la directora, el portero y quizás hasta la estatua de San Martí­n, en el medio del patio, hallaron tal gracia en la frase sin sentido dirigida contra él, que cayeron en una gran risa generalizada que inflamó el patio y convirtieron las lágrimas de la vergüenza, que rodaban por las mejillas encendidas de un Bartolo Anacleto inmóvil como la estatua de San Martín, en dos navajas sinuosas que se juntaban en la barbilla y le encharcaban la corbata y una parte de las solapas del guardapolvos, al mismo tiempo que herían por debajo de la piel sin cortar la carne. 

   Como se sabe, cuanto más ingeniosa es la burla tanto más efectiva es al momento de hacer daño. 

   ¡Y qué niño no lo sabe! 

   Ese malicioso alumno, que lo estaba condenando de por vida a una casi no vida, debió ser ese tipo de niños, porque luego de pedir una pausa en la risa general con un gesto marcial que fue tomado como una orden militar, todo el mundo obedeció en el acto. 

   No, mejor: ¡Ahí viene Bartola!, escupió su boca sucia. 

   El perverso le había quitado del infame apodo la locución adverbial, con lo que al desdichado Bartolo Anacleto le quedó, de forma definitiva y permanente, el peyorativo y afeminado mote de Bartola. 

   Esta otra idiotez desarmó la rigidez con que permanecían todos y otra gran risa volvió a inflar el patio, para ese momento las lágrimas de Bartolo Anacleto ya habían humedecido el guardapolvos hasta la cintura, y salpicado el piso de baldosas negras y blancas, ese tablero de ajedrez inmenso donde él era el único peón/monigote que había sido elegido para ser el hazmerreír de toda la escuela. El objeto/payaso de la irrisión general.

   Aturdido, inmóvil, Bartolo Anacleto había clavado la vista en las baldosas, deseando ser una de esas gotas de vergüenza que habían caído entre las juntas y rápidamente fueron chupadas por el polvo acumulado entre ellas. 

   Nadie lo notó, y cómo iban a notarlo esas bestias sin alma, pero en ese humillante momento nació dentro de Bartolo Anacleto otro ser; un engendro triste y opacado, que extendió sus venenosas raíces alrededor del corazón, al cual comprimió con extrema rapidez hasta convertirlo en un tumor anquiltosado de vida gris; y en cuyo interior el pesimismo, el rencor y el odio hicieron germinar de forma brutal una personalidad esquiva y oscura, que de inmediato expulsó al niño inocente y feliz que lo constituía. 

   A partir de ahí un ser-en-sí, taciturno e infeliz, recluido en sí mismo, sin amigos y sin luz, será el único Bartolo Anacleto que el mundo conocerá. 

   Nunca más se lo vio jugar ni reír, pero nadie se importó con ello. Si alguien pudiera sondar su alma en aquel momento, fácilmente advertiría que tampoco podría soñar jamás, incluso deseándolo.  

   Así fue cómo Bartolo Anacleto, trancando la puerta por dentro, se encerró en su caparazón de por vida.

   Finalmente, el timbre señaló el final del recreo y acabó con el escarnio del vejado Bartolo Anacleto, que aprovechó la dispersión para escapar del patio, pozo inmundo, y de sus opresores, bestias impiedosas, y meterse en el salón, único reducto posible en esas horas. 

   En los recreos optaba por encerrarse en la biblioteca, donde escondía el rostro detrás de algún libro que mal leía, o quedarse fingiendo que estudiaba arrinconado en el último pupitre, junto a la pared del fondo del salón, lugar que ocupaba desde el día del escarnio. Allí, aunque no tan ignorado como quisiera, el hermético Bartolo Anacleto se sentía menos vulnerable contra los ataques del mundo cruel que se había ensañado con él. 

   Pero otro atropello de la adversidad del mundo despiadado, éste más brutal que el negro episodio en la escuela y que ayudó a terminar de desgraciarlo del todo y para siempre, esperaba por Bartolo Anacleto al regreso a casa; pues quienes debían comprender y, sobre todo, protegerlo contra todos los males y los daños causados a tan temprana edad, terminaron por asestarle el golpe definitivo que faltaba para hundirlo en los oscuros abismos del rencor. 

   Sus padres no demoraron en notar que el comportamiento de Bartolo Anacleto no era el habitual; este Bartolo Anacleto, tan inescrutable, de mirada torva, rostro endurecido, encorvado con el mentón hundido en el pecho y las manos entre las piernas, no era su hijo de siempre. 

   ¿Qué podría haberle pasado en la escuela? 

  ¿Una pelea?

   Podría ser, no son raras en los alumnos nuevos. 

   Y bajo la presión de sus padres, para que les contara qué le había pasado, qué tenía, Bartolo Anacleto, finalmente, contó lo sucedido. 

   Mejor se hubiera callado e inventado cualquier disculpa. La incomprensión de sus padres le iba a doler hasta el día de su muerte. 

   Al oír la historia del infame apodo, su padre, apuntándolo con un dedo, dio una larga y exageradamente escandalosa carcajada de burla, parecía un alienado. 

   Entonces Bartolo Anacleto volvió a derramar lágrimas. 

   Cuando pareció que la carcajada del padre acabaría, como lo hizo sospechar el hilo de voz que moría en sus labios, tras pronunciar el aborrecible "Bartola" comenzó a reírse a carcajadas otra vez y otra  vez y otra vez y otra vez, cada una más hiriente y ominosa que la anterior, terminando la perversa secuencia burlesca en ocho carcajadas consecutivas. 

   Cuando el grotesco espectáculo acabó, Bartolo Anacleto vio a su padre despatarrarse en el sofá, como un globo desinflado, donde se puso a ver la televisión mientras se echaba aire con un diario doblado en dos, como si nada hubiera pasado. 

   ¿Pero por qué la madre no intervino? ¿Por qué lo desamparó? ¿Por qué arrojó por tierra en tan sólo unos pocos minutos toda la devoción y el amor incondicional que le prodigaba su hijo? Eso se preguntaba Bartolo Anacleto mientras caía lentamente, como un trozo inanimado cualquiera, a un abismo muy profundo, a un territorio desconocido, frío y, sobre todo, tenebroso. 

   Pasó que la madre, contagiada por la comicidad de las morisquetas y los despectivos ademanes con que su marido se burlaba del hijo, se había unido a la burla riendo como una insana. 

   Ese gesto hiriente de los padres ni con sus muertes llegó a desaparecer de la mente de Bartolo Anacleto, pues persistió dentro suyo, como una aguja ponzoñosa activa, hasta el final de su recluida vida en el mundo penumbroso de su soledad, acaso hasta el infierno mismo. Nunca se sabrá. 

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...