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viernes, 25 de junio de 2021

DTT

 


1- WILLIAM WELLS, AÑO 2000

William Wells, el ayudante del laboratorio gubernamental Timelab, después del robo del Dispositivo de transporte en el Tiempo (DTT), cuya principal particularidad consistía en que, tratándose de un viaje hacia atrás, el viajante recuperaba la apariencia que tenía en la época elegida, se transportó a la edad de veinte años. Justo al día en que terminaba el servicio militar. Ese día su padre le regalará 5000 dólares, pero él ya no saldrá de mochilero como lo hizo. Ahora apostará en el futuro desde su cuartel general: una oscura habitación en una pensión de mala muerte en el barrio de Once, en la capital de Argentina, donde piensa llevar una vida discreta durante una buena cantidad de años, fingiendo ser estudiante de historia. 

2 - WILLIAM WELLS, AÑO 1980 

La primera acción de William Wells fue comprar un cuaderno, donde anotó todo lo que había memorizado, que no era otra cosa que las cifras ganadoras de la lotería y los nombres y logotipos de las marcas que habían surgido a partir de los años 80´s, las cuales patentará para, de regreso al futuro, recurrir a la justicia y procesar a sus dueños por plagio y hacerse multimillonario de la noche a la mañana. 

3-  PARKER BYATT, AÑO 2000

Por causa del robo, el gobierno había decidido suspender el programa ultrasecreto DTT, con lo que Parker Byatt, el científico jefe y creador del dispositivo, fue despedido y, para evitar un escándalo a nivel mundial, el nombre de William Wells borrado de todos los archivos, como si nunca hubiera trabajado en Timelab. De manera que Parker Byatt, frustrado, desacreditado e prohibido de hablar sobre el programa, so pena de terminar bajo tierra antes de tiempo, optó por desaparecer del mapa por cuenta propia, aislándose del mundo en una cabaña en las montañas de Alaska, con una radio a pilas, perros, gatos y alces como únicas compañías. 

   Así, perdido del mundo, pensaba vivir Parker Byatt los amargos años que le quedaran por vivir, si no fuese porque un día, meses más tarde, oyó el nombre del ex ayudante en la radio.

   La noticia anunciaba que William Wells había llegado a un acuerdo con los dueños de Google por quinientos millones de dólares, más los honorarios del batallón de abogados contratado por Wells. 

   De inmediato, Parker Byatt baja al pueblo, donde compra diarios y revistas de actualidad, y se entera que el ex ayudante dice sufrir de visiones futuristas desde su infancia, con lo que, alrededor de los veinte años, se le había ocurrido patentar las marcas que ha visto en sus visiones, por si  fueran a convertirse en realidad en un futuro. 

   Pero no solo Google ha caído en la red de Wells, también Guess?, AOL, Vodafone, Facebook, Amazon, Twitter y muchísimas más; además de haber ganado varias veces el primer premio del gordo de navidad en Argentina. 

   ¡Entonces el DTT funcionó!, grita Parker mientras sale al patio para tomar aire, porque está eufórico, y su grito se hace eco en el valle. 

4- WIILIAM WELLS, MÉXICO 

Entretanto William Wells, ya sin más a quién acusar de plagio, se dedica a vivir de rentas, feliz de la vida y con la seguridad de que nunca irá a privarse de nada hasta el día de su muerte. 

   Y así, feliz y seguro, se encontraba hoy a la mañana, tomando jugo de naranja mientras sus ojos se desplazaban por la bella superficie del jardín con vista al mar en su casa en Acapulco. 

   Pero como dice el dicho: nada es para siempre: Parker Byatt ha descubierto su paradero y ahora está esperándolo en la sala de visitas. 

5- PARKER BYATT, LA VISITA INESPERADA 

   ¿Pero qué quiere Parker Byatt?

   Parker Byatt quiere su dispositivo de vuelta.  

   William le dice que lo tiene en lugar seguro, lo que es verdad, pero en realidad lo que pretende es ganar tiempo. Por su mente pasan imágenes de Parker repitiendo lo que él ha hecho. Entonces, concluye, ¿qué será de él si Parker viaja al pasado, más atrás de 1980, y luego de patentar las referidas marcas retorna al presente como el verdadero dueño? 

 Un final probable, ciertamente, por lo tanto las horas del científico, sin que este lo sospeche, ya están contadas.  

   Parker Byatt ya lo tiene todo planeado: volverá a la edad de dieciocho años, año en que se graduó en la universidad y consiguió un puesto en un afamado instituto de investigación, donde mes a mes irá patentando inventos y marcas, incluidas las que ha patentado William Wells. 

   Pero hay más cosas con respecto a William Wells cocinándose en la mente de Parker: "¿qué tal si antes de volver a los días actuales hago una parada en el día del robo y cambio el dispositivo por uno falso, y así cuando Wells aparezca hago que los agentes del gobierno lo agarren con las manos en la masa para que se pudra el resto de su vida en una cárcel federal de máxima seguridad. Sí, esa será mi venganza". Parker ríe por dentro, saboreando de antemano el futuro brillante que tiene por delante. 

   "Entonces sí, podré vivir la gloria de... 

   ¡Bang¡ !Bang¡ ¡Bang!

   Tres disparos interrumpen violentamente los pensamientos Parker Byatt, que muere en el acto. 

6- PLANES PARA UN PASADO DIFERENTE 

William Wells ya ha hecho desaparecer el cadáver de Parker, y ahora hace planes para un nuevo viaje al pasado, pues ha estado pensado en la posibilidad de ser una estrella de rock y la idea le ha gustado bastante; todavía no ha elegido el nombre artístico, pero ya ha empezado a memorizar las partituras de los mayores éxitos musicales de los ochenta hasta ese día. 

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DTT por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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martes, 13 de abril de 2021

ANAND Y LOS MONOS

  

Después que Daya terminó de prepararle la bandeja con los Mangalore Buns, Anand fue a sentarse al jardín, lugar que tiene casi como sagrado, y donde suele pasar largas horas tomando el desayuno o practicando la lectura y escritura, siempre que el tiempo lo permita. 

   Era una mañana alegre, con el canto de las aves y el ruidoso movimiento de los monos entre la arboleda que tanto le agradaba oír. Anand cerró los ojos y dejó que el primer bocado le arrancara un profundo suspiro. 

En la copa de los árboles el suspiro de Anand no fue desapercibido por los monos, que suspendieron lo que hacían de inmediato y fijaron su atención en él. 

   De vez en cuando se miraban entre sí, o bien lo hacían hacia Bandor, el jefe de la manada. De pronto vieron al mayordomo acercarse a Anand. 

3

 La irrupción del mayordomo, sacó a Anand del mundo de profundos suspiros y dulces sabores. 

    Mi, señor..., dijo el mayordomo.

    ¿Qué deseas, Kiran? 

   El señor Singh ha llegado y desea verlo. 

   ¿Singh, a esta hora? Anand frunció el ceño, bueno, está bien, dile que ya voy a su encuentro. 

   Sí, mi señor, respondió el mayordomo y se retiró tan silencioso como había venido. 

   Anand abandonó la bandeja con los buñuelos con pesar y fue a ver qué deseaba el señor Singh. 

En la copa de los árboles la retirada de Anand inquietó a los monos, que de inmediato se agruparon y empezaron a secretear. 

   Bandor, que miraba fijamente para la bandeja, allá abajo, de pronto emitió un gruñido y toda la manada fijó los ojos en él. Le hizo señas a uno de los monos, que de inmediato se lanzó por los aires y saltando de gajo en gajo llegó al lado de la mesa y rápidamente se hizo de la bandeja. Y con la destreza del más hábil y eficiente mozo llegó a la copa de los árboles sin dejar caer ningún buñuelo. 

Los monos, agrupados alrededor de la bandeja, se deliciaban como nunca cuando notaron a Anand retornando a la mesa, entonces detuvieron la fiesta y esperaron.

   Anand, apenas vio la mesa vacía, se llevó una decepcionante sorpresa. 

   Pero ¿adónde han ido a parar mis Mangalore Buns?, se preguntó, rascándose el turbante. Pero pasada la sorpresa, sus ojos treparon a las alturas; y aunque no vio los buñuelos ni la bandeja las barrigas abultadas de los monos fue suficiente para comprenderlo todo. Amonestó a su persona por descuidada, pero a pesar del disgusto se sorprendió haciéndoles una reverencia a los monos. En seguida volvió a entrar en la casa y los monos, al festín con los buñuelos restantes, escondidos entre el follaje.

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Al rato, Anand retornó a la mesa con otra bandeja repleta de Mangalore Buns en las manos. Al primer bocado, otro profundo suspiro subió hasta las copas de los árboles y en seguida, los pasos de Kiran, acercándose nuevamente a su amo; movimientos estos que pusieron a la manada en alerta.

   Mi, señor, la pequeña Alisha ha despertado y reclama su presencia, le comunicó Kiran. 

   ¡Ay, mi fiel Kiran, creo que hoy no es mi día!, exclamó Anand. Enseguida entraba a la casa, seguido de cerca por Kiran. Entonces los monos se fijaron en la bandeja que quedaba solitario en la mesa. 

El mismo mono que había robado la primera vez, se irguió en dos patas y se disponía a lanzarse al aire cuando una mano de Bandor le oprimió el hombro. El jefe, el índice oscilando delante de su cara ceñuda, le indicó que desistiera de la idea; enseguida lo llevó a la sien y la golpeó tres veces. ¿Pensar, pensar qué? El mono no entendió la actitud de Bandor, pero si el jefe ordenaba algo lo sensato era obedecer sin chistar.

Al poco tiempo, cuando Anand volvió al jardín cargando en sus brazos a la pequeña Alisha, se llevó otra sorpresa, esta vez grata: la bandeja continuaba en la mesa, e intacta. Levantó la vista a las copas de los árboles; los monos lo observaban quietos y en silencio. Por largo rato se los quedó viendo: Anand conversaba con su consciencia. 

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Momentos después, los monos, expectantes, vieron que Anand se levantaba y, tras una nueva reverencia, les ofrecía la bandeja, la cual dejó al pie de uno de los árboles. 

   Luego, la hija en brazos, Anand se retiró a la casa. Momento en que Bandor le chistó al mono ladrón y le indicó que ahora sí podía apoderarse de los buñuelos. 

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"Otra mañana alegre en el jardín", pensó Anand, a la mañana siguiente, cuando llegó al jardín para devorar los deliciosos Mangalore Buns que traía en una bandeja. De pronto notó un gran gajo de bananas sobre la mesa, y al lado las bandejas del día anterior. Anand levantó la vista; las aves cantaban y los monos, ruidosos como de costumbre entre la arboleda, como si tal cosa, a no ser por las disimuladas miradas de reojo echadas hacia abajo, que Anand no dejó de percibir. 

   De pronto Anand hizo sonar la campanilla, y cuando Kiran apareció le pidió que llevase las bananas a la cocina y que le pidiera a Daya para preparar otras dos bandejas de Mangalore buns. 

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jueves, 4 de marzo de 2021

ASADO DE COSTILLA

 


Un domingo de enero a la noche. 

   La nave atravesó delante de la luna llena como la sombra de un sable samurái, límpido, veloz, letal, y se zambulló en la capa de nubes que cubría un tercio del continente, iluminando el interior por un breve instante. 

   El haz de luz intensa, proyectado desde la parte inferior de la nave, irrumpió en la noche y se hundió en el vacío denso y oscuro hasta chocar con el suelo, momento en que la nave comenzó a zumbar y las ondas sonoras se desparramaron cubriendo una vasta región, adormeciendo a hombres y animales. El haz de luz acabó en el mismo instante en que posó la nave, en medio del amplio espacio entre la casa y un inmenso y lúgubre granero.

   Los tripulantes apagaron los motores y las luces, pero no el zumbido. En sus chalecos plastificados una pequeña luz indicaba que el "bloqueador de sonidos molestos", como  llamaban entre ellos a tal dispositivo, estaba accionado, por lo tanto no necesitaban llevar cascos ni dejar de oír los otros sonidos del mundo. 

   No bien descendieron, Anciskrof se dirigió al corral del ganado, y Oslen-Ma, a la casa. 

   Anciskrof saltó al corral, pasó entre cuatro vacas inmóviles y dio con un ternero al que descuartizó de inmediato y allí mismo, con su arma de rayos desintegradores, lo despojó de sus costillares. 

   Oslen-Ma, mientras tanto, en la puerta de la casa hizo casi lo mismo con su arma: pulverizó la cerradura. Al entrar, constató que había quedado un habitante sentado en un sofá frente al televisor. Apagó el aparato y, cargando al habitante en la espalda, lo llevó al al segundo piso. A la vuelta, fue directo a la cocina, Puso dos botellas de vino tinto dulce, que estaban debajo de la mesada, en el congelador de la heladera y de allí sacó lechuga, tomate y cuatro huevos. Lavó todo, puso los huevos a hervir en una olla y fue a buscar las cebollas, en la alacena cerca de la heladera; cuando retornó a la mesada se colocó unas antiparras y empezó a cortar las cebollas. 

   Anciskrof llegó al quincho, a un costado y a medio camino entre la casa y el granero, cargando el costillar en el lomo y con un envión del hombro se deshizo de él, dejándolo caer sobre la mesa circular de cemento decorado con pedazos de azulejos blancos y negros. Los negros formaban una estrella de ocho puntas que llegaban hasta el borde donde se unía a la hilera lateral del mismo color que rodeaba la mesa, y los blancos, ocho triángulos isósceles, apuntando hacia el centro. 

   La faena en el corral, más que nada, lo había hecho entrar en calor; se sacó el chaleco y le desprendió el dispositivo bloqueador y se lo metió en un bolsillo lateral del pantalón. No bien terminó de hachar la leña se deshizo de la blusa, quedando apenas de musculosa. Respiró hondo ese aire extraño perfumado de hierva húmeda que lo envolvía en ese momento de absoluta quietud, donde solo Oslen-Ma y él eran los únicos seres con movimiento en varios kilómetros a la redonda, y sintió algo parecido a la felicidad. Vuelto de la apreciación poética, juntó una brazada de leña y fue a prender el fuego en la parrillera; cuando la hoguera hubo encendido, apoyó la parrilla en ella y se encaminó a la casa. 

Oslen-Ma también se había despojado del chaleco y la blusa, quedando solo de musculosa, pero encima se había puesto un delantal con alegres motivos florales. 

Cuando Anciskrof entró ella lo recibió con una sonrisa; en seguida sacó una botella de vino del congelador y buscó dos vasos. Anciskrof llegó a su lado, le dio un tierno beso y buscó un sacacorchos. Mientras él descorchaba la botella, ella apagó la hornilla, llevó los huevos al agua fría y se puso a descascararlos, lo demás ya estaba picado. Anciskrof llenó dos vasos y con el suyo en la mano se encaminó a la sala. Oslen-Ma, después de descascarar los huevos empezó a cortarlos, dejando caer los trocitos blancos y amarilos en el bol donde estaban los demás ingredientes. Mientras tanto, Anciskrof lidiaba con el tocadiscos hasta que descifró el mecanismo primitivo y pudo hacerlo funcionar. En medio de revistas y antiquísimos LP´s encontró uno de los Beatles, uno que tenía justamente Yesterday. Anciskrof amaba esa canción, le recordaba una noche estelar en que andaba captando sonidos emitidos por otros planetas y entonces, al captar ondas provenientes de la tierra, la escuchó por primera vez, tenía entonces jóvenes ciento doce años. 

   Oslen-Ma tapó el bol con la ensalada, encima puso la sal fina y lo cargó en una mano, con la otra agarró una botella de aceite y salió de la casa; Anciskrof la siguió, con los dos vasos, el vino y un paquete de sal gruesa debajo de un brazo; luego volvió a la casa, a buscar una cuchilla y un tenedor y a levantar el volumen de la música. Mientras Anciskrof salaba la carne, Oslen-Ma sirvió más vino, le dio un trago al suyo y volvió a entrar en la casa. 

   Anciskrof desparramó las brazas con un palo de escoba cortado, que encontró debajo de la parrillera, y después limpió la parrilla con diarios que también había encontrado junto al palo. 

   Cuando Oslen-Ma regresó, cargando platos, cuchillos y tenedores, servilletas, palillos para los dientes, un repasador, una tabla de picar carne y una bolsa con pan, Anciskrof ya había puesto la carne en el fuego. Después fueron a sentarse en un tronco donde en silencio contemplaron las estrellas. 

   You like me too much llenaba el aire. 

   "¿Puedes ver nuestra casa?", pensó Anciskrof. 

   "Ajá, allí", asintió telepáticamente Oslen-Ma, señalando con una mano un puntito brillante oscilando en medio de la miríada de estrellas que lo rodeaba; luego chocaron los vasos y sonrieron con complicidad. 

   "Haber viajado durante catorce años bien ha valido la pena, ¿no lo crees?", volvió a pensar Anciskrof, un poco después, y Oslen-Ma una vez más asintió en silencio. Ahora sonaba Yesterday, mezclándose en el aire con el incipiente olor del costillar que ya empezaba a disputar un lugar en sus sentidos. 

                                                         

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PELÉ

   


¿Con el señor César? Buenos días, me dijeron que usted es el mejor adiestrador de perros, pregunta el hombre que acaba de llegar. 

   Es lo que dicen por ahí, contesta el adiestrador. 

   Mire, tengo un perro medio rebelde y estoy buscando un buen adiestrador que me lo pueda encaminar, le cuenta el hombre. 

   Entiendo, pero pase, para que vea por usted mismo a mis perros adiestrados, invita el adiestrador. 

   Ya en el fondo de la propiedad, un mar de perros vagaba por todo el lugar. 

   Mire, le dice el adiestrador, esté aquí se llama Pelé. El hombre mira al perro, negro como un carbón, y comenta:  

  Nombre muy elocuente, digo, por el color, dice el hombre sonriendo de lado. 

   Se equivoca, caballero, ya verá por qué se llama así, contesta el adiestrador. 

   En seguida los dos hombres se aproximan al perro. El adiestrador lo carga en brazos, después agarra una pelota de cuero que está sobre una mesa, y le  dice al hombre que lo siga. Los dos hombres y el perro salen de la casa y caminan hasta un terreno baldío a mitad de cuadra, donde unos muchachos juegan a la pelota. 

   ¿Falta uno, muchachos?, pregunta el adiestrador. 

   Sí, venga don, que le hacemos un lugarcito, le dice uno de los muchachos. 

   No, no soy yo el que quiere jugar, sino mi perro. Los muchachos se miran entre sí y se ponen a reír. 

   ¿Usted quiere que juguemos a la pelota con un perro?, pregunta uno. 

  Sí, confirma el adiestrador, y añade: se llama Pelé, de modo que mal no ha de jugar, ¿y, qué me dicen? 

   El adiestrador espera una respuesta. 

   Por mí, que se llame Garrincha, perro es perro, dice otro. El adiestrador pasea la vista por la cuadra y ve un cuzco acostado delante de una casa. 

   Aquél es un perro, les dice, señalando al cuzco. 

   Ahora, si tienen miedo que Pelé los baile, ahí es otra cosa, lanzó enseguida. 

   Disculpe, don, ¿nos está tomando el pelo o qué?, pregunta otro. 

   De ninguna manera, solo estoy diciendo que Pelé puede jugar contra todos ustedes juntos y sin arquero y les gana por goleada si se lo propone, afirma el adiestrador. 

   Yo me animo si hay plata en el medio, propone otro, y todos lo apoyan. 

   Sin problema, el que pierde paga la cerveza, dice el adiestrador. 

   El hombre que hasta ese momento ha estado callado, le pregunta al adiestrador: 

   ¿Está seguro, don César, de lo que va a hacer, mire que son nueve y con la cara de borrachos que tienen la jugada le saldrá cara? 

   No se preocupe, ¿señor, señor...? 

   Hutter, Juan Hutter, contesta el hombre. 

   Bien, señor Hutter, ahora verá usted por qué mi perro se llama Pelé. 

   Empieza el partido, el que hace el primer gol gana y paga nueve cervezas. 

   Los muchachos hacen el primer movimiento, pero ya en el primer pase Pelé se apodera de la pelota y avanza al arco contrario. Dribla a uno, dribla a otro, hace un giro delante de otro y pasa, veloz como un rayo, entre dos. El sexto a ponerse en su camino recibe un caño, con perro y todo. El siguiente a ponerse en el camino del perro, le lanza una patada, pero Pelé frena, la pisa, amaga a la derecha y sale por la izquierda, haciendo que se desparrame y trague tierra. Entonces el que queda antes del arquero se le tira encima como para partirles las canillas al medio, pero Pelé es más rápido y hunde el hocico debajo de la pelota y la eleva sobre su cabeza, haciéndole un sombrerito. Mientras el muchacho se queda a ver navíos, la pierna estirada hacia la nada, y la pelota ya comienza el descenso el perro ya lo ha driblado por la derecha y ahora salta, contorsionándose en una pirueta elástica, y queda de espaldas, paralelo al piso, suspendido en el aire, desafiando la ley de la gravedad por dos, quizás tres segundos; en fin, los suficientes, para, con la pata izquierda trasera y en el momento preciso, darle de lleno a la pelota, que como un balazo va a clavarse en el ángulo derecho del arquero, sin darle tiempo de levantar las manos siquiera. Un golazo de chilena digno de la homónima leyenda del fútbol, a la cual el perro rinde homenaje espléndidamente. 

   Con el dinero de las nueve cervezas, los hombres y Pelé se dirigen al bar de la otra esquina. 

   ¡No lo puedo creer!, dice el hombre, animadísimo con la demostración del perro, mañana mismo le traigo mi perro. Y mientras los hombres continúan hablando, Pelé se toma las nueve botellas él solo. Cuando termina la última gota, el hombre se marcha y el adiestrador, con la pelota dentro de la camiseta, vuelve a su casa con Pelé en brazos, borracho como una cuba. 

                                                                            

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EL CONCILIO DE LOS OLVIDADOS

 

Noche helada de luna llena.  

   De pronto la quietud nocturna reinante en el cementerio fue interrumpida; entre las tumbas colonizadas por el pastizal crecido se materializó la figura oscura, más oscura que la noche, del Amo del Cementerio, el loa de los muertos, el Barón Samedi. 

Men mwen, sijè mwen yo, mwen te vin nan dènye kote pou ou repoze ou pou pote soulajman nan nanm ou, la voz del Barón Samedi, hecha trueno, anunció su llegada, los muertos despertaron del sueño quejumbroso en que estaban.

En el mismo instante la tierra empezó a temblar y las lozas de las tumbas a desplazarse de las fosas mortuorias. A poco,  manos esqueléticas y agusanadas empezaron a emerger de las profundidades y detrás de ellas, el resto de la carcasa ósea, desnuda de vestiduras y carne, desintegradas ya por completo por la tierra. En las lóbregas criptas, tapas de ataúdes cayeron estrepitosamente al piso y puertas enrejadas chirriaron quejumbrosas de óxido y olvido; y de esas penumbras emergieron otros tantos esqueletos, con sus atuendos hechos jirones, de tan carcomidos que estaban por los gusanos. Ya en la galería de los nichos, los tornillos de bronce que sujetan las placas a la boca de los nichos se desenroscaron y las placas tronaron sobre el piso embaldosado, como pedradas dentro de una catedral, y enseguida, del hueco apestando a podredumbre rancia, ataúdes deslizaron su forma ominosa, y al apoyarse en el piso, otro estruendo de tapas se hizo escuchar por cada rincón. Sus inquilinos desprendieron su osamenta putrefacta, haciendo sonar los huesos entumecidos, y acudieron a reunirse con sus congéneres alrededor del loa Samedi. 

   El aire pronto se inflamó de hediondez nauseabunda y el pastizal circundante, que aún vestía su ropaje verde, marchitó con asombrosa rapidez. 

Desde hacía tiempo que el Amo del Cementerio escuchaba invocaciones sepulcrales y clamores apesadumbrados desde el inframundo: los muertos lamentaban, con sentidas voces, que sus parientes y amigos, abandonándolos al olvido, ya no los visitaban más. 

   Ahora rodeaban al Barón, y a una orden suya, el concilio de los olvidados dio inicio. El Barón Samedi escuchó nuevamente y en respetuoso silencio, las quejas de los olvidados del submundo. De sus bocas de tufo podrido sus palabras, dichas en murmullos pestilentes, esquivando el sombrero de copa del Barón y serpenteando entre las lápidas, llegaban hasta los meandros umbrosos de las últimas tumbas y más allá incluso, donde antiquísimas sepulturas habían perdido todos sus símbolos y la tierra por debajo de los escombros ya había borrado todo vestigio de huesos, ocupando así todo el cosmos del camposanto. Después fue la vez de los muertos escuchar el parecer del Barón, que corto y sucinto, ordenó: 

   Ann bay moun ki bliye yo yon bon leson. Suiv mwen!

   Así, iluminada por la pálida luz de plata de una luna de hielo, la ceremonia llegó a su fin, quedando acordado que los olvidadizos parientes y amigos merecían una tremebunda venganza. 

De vez en cuando tenebrosos nubarrones ocultaban momentáneamente la luna y le devolvían a la noche su majestad oscura; en esos momentos la procesión macabra,  precedida por el Barón Samedi, se volvía invisible, apenas intuida por el arrastrar de pies de huesos desnudos por el camino de polvo dormido que conducía al pueblo y la pestilencia que desprendían sus despojos de ultratumba. Cuando la luna llena volvía a platear la noche, podía verse a algunos muertos que se apartaban de la procesión y se esfumaban en las profundidades del monte por senderos estrechos, seguían su andar arrastrado por encrucijadas sombrías que iban a dar quién sabe adónde, o bien se internaban en los silenciosos cañaverales; cada uno de ellos buscando el rumbo de las moradas donde vivieran en vida y en las que ahora vivían quienes los habían olvidado. 

   Ya en las proximidades del pueblo, los perros, enloquecidos por el miedo, rompían las cadenas que los sujetaban a un árbol, o de argollas prendidas en las paredes; se partían las uñas arañando con desespero los portones y se astillaban y quebraban los dientes al rasgar las alambradas, para luego huir despavoridos lo más lejos posible de aquel fantasmal cotejo fúnebre de muertos vivos, salidos de las entrañas de la tierra para perturbar las horas mansas de la noche helada. Noche que de pronto no era más de oscuridad silenciosa, porque todo se había transformado en un infierno sin fuego. 

   Con el salvaje alboroto armado por las jaurías enloquecidas, las gentes abandonaron el sueño de los inocentes y no bien iban despertando, el aliento miasmático que cundía el aire les anunciaba la noche de espanto, más allá de las paredes de sus casas. Pronto los gemidos lastimeros de las abominables criaturas cadavéricas atravesaron los resquicios de puertas y ventanas y se escurrían por todos los cómodos; eran clamores de venganza, venganza por el olvido perpetrado por los que quedaron en el mundo de los vivos; eran conjuros y maldiciones, anatemas e imprecaciones condenatorias. 

   Pronto la noche oscura se llenó de súplicas y llantos, que más alto se hacían oír cuando los muertos hacían pedazos las puertas y ventanas e ingresaba a las viviendas. Los que aún tenían fuerzas para sostener algo de lucidez, esquivando al muerto, huían sin rumbo predeterminado, cayendo así en el pozo profundo y escalofriante en que la noche se había transformado, recitando pasajes de La Biblia, o bien suplicándoles a Dios y a todos los santos su ayuda en esa hora de espanto. Los otros, los atormentados por las apariciones, desfallecían o bien...

   Poco antes del amanecer, concluida ya la faena reparadora, cada casa se volvió fantasmal tapera, y el ejército de desheredados, a una orden del Barón Samedi, fue nuevamente guiado al cementerio por él; muchos muertos, sin embargo, arrastraban consigo a un familiar o a un amigo a su última morada. 

                                                                             

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jueves, 25 de febrero de 2021

LOS DEMONIOS OSCUROS

 


Nadie osaba, en aquella noche oscura y tan helada, siquiera abrir la puerta para orinar en el patio; quien lo necesitara tendría que hacerlo en el orinal, poseyendo uno, o en cualquier vasija que sirviera para tal fin. Por lo menos en noches como esa. 

   Por la mañana, apenas empezó a clarear, Ebrid se encapotó hasta las orejas y con los cubos colgados en los brazos se dirigió al establo, para el primer ordeñe del día. Ebrid levantó la vista y el corazón se le congeló en el acto como el suelo donde pisaba: las puertas del establo estaban abiertas de par en par. Sin advertirlo, dejó caer los cubos sobre el blanquecino pasto escarchado y corrió al establo. No viendo ninguna huella delante de la entrada su corazón dejó de palpitar aceleradamente, pero esto duró segundos, pues las cinco vacas no estaban adentro. Por largo rato se quedó mirando no sabía qué, la vista sin rumbo, hacia un vacío inexplicable; luego la cabeza le volvió a funcionar pero sin encontrar lo que deseaba: saber adónde fueron a parar las vacas y de qué modo. Dedujo, aunque le pareció descabellado, que las vacas habían asomado el pescuezo afuera del establo y simplemente habían desaparecido en el aire; y hasta ahí llegaba su deducción. Más allá quién podría saberlo. Ebrid se volteó y elevó la mirada al cielo limpio de nubes, como si fuera posible verlas siendo llevadas por un viento inexistente en esa mañana quieta y helada. 

   Al rato volvió a la casa y minutos más tarde salió, armado de un cayado y masticando, más por rabia que por hambre, un pedazo de hogaza del pan horneado por la noche. Sus pisadas lo llevaron al bosque aún adormilado por un camino estrecho hecho por él mismo de tanto ir a su interior para cazar. Paso tras paso lamentaba no haberle hecho caso a su amigo Levendor, cuando éste quiso regalarle un perrito para que le hiciera compañía, ya que las vacas dan leche pero no son compañía como lo es un perro; sin dudas, el perro al sentir algo extraño se hubiera puesto a ladrar, con lo que él se habría levantado y sus vacas aún estarían en el establo.  

   Ebrid llegó a la choza de Bruist, el mago mojado de la cabeza a los pies, como si lo hubiera agarrado en medio del camino un chaparrón, y duro de frío. En principio no le salieron palabras, solo el golpeteo incesante de los dientes. Adentro, el mago arrimó un tronco junto al fogón de leña y, arrancándole el cayado de la mano tiesa que lo sostenía, lo hizo sentarse junto al fuego. Ebrid obedeció, como las vacas obedecían a sus órdenes diariamente, mientras aproximaba las manos entumecidas sobre las llamas. Un soplo de alivio, centímetro a centímetro, fue extendiéndose desde la punta de los dedos hasta el resto del cuerpo, dolorido por la rigidez de las carnes provocada por el frío congelante. Cuando el mago le ofreció una taza de hierbas caliente, el brebaje completó por dentro el trabajo que el fuego, calentándole la ropa, hacía por afuera. 

   ¿Qué te trae por aquí, Ebrid?, inquirió el mago. Ebrid bebió otro largo trago y le contó el misterioso desaparecimiento de las vacas. 

   Los demonios oscuros que rondan por las noches han vuelto a usurpar la paz de los hombres, dijo el mago, la vista fija en un punto inconcreto escondido en la penumbra indescifrable más allá de las llamas del fuego. 

   ¿Qué demonios son esos, mago Bruist?, preguntó, asombrado Ebrid, ya que nunca había oído nada sobre demonios oscuros, ni de ningún otro color. 

   Unos demonios que he visto en sueños recurrentes, pero que hasta que has llegado tú, no sabía cuáles eran sus intenciones, dijo el mago, la vista aún perdida en la penumbra indescifrable. 

   ¿Y para qué quieren vacas los demonios, pensé que a los demonios solo les interesaban las almas de los hombres?, dijo Ebrid, que eso sí sabía de los entes malignos. 

   ¿Y acaso en este momento no te encuentras con el alma perturbada, Ebrid? Ahora el mago, habiendo apartado la vista de las penumbras, escrutaba los ojos de Ebrid con mirada penetrante. 

   ¡Y cómo no estarlo!, si mis vacas representan todo mi sustento, balbució Ebrid, con desazón en la voz. 

   Bien, escucha con atención lo que te voy a decir: ahora regresa a tu casa y deja todo por mi cuenta que yo sé lidiar con esos granujas. Te garantizo que mañana cuando despiertes tus vacas han de estar donde siempre. Eso sí, no te olvides de este humilde servidor, le advirtió el mago, apoyando una mano en el hombro de Ebrid y la otra dándose palmaditas a la altura del estómago. 

   Descuide, mago Bruist, nunca le faltará el queso y la leche mientras yo viva, dijo Ebrid, asomando una tímida sonrisa de su cara en ruinas. 

   Pero recuerda una cosa muy, muy importante, volvió a advertirle el mago, oigas lo que oigas afuera mantente dentro de casa; esos demonios son susceptibles a las miradas de los hombres, y haga lo que yo haga no surtirá efecto alguno en ellos si por ventura sospechan que están siendo vigilados por ojos humanos, ¿has entendido bien? 

   Descuide, mago Bruist, no osaré husmear pase lo que pase, dijo Ebrid, y enseguida abandonó la choza del mago. 

Era medianoche cuando el mago Bruist sacó una caja de madera que tenía escondida debajo del camastro donde dormía; después salió afuera, la destapó y sacó de dentro las vacas de Ebrid, tan diminutas como hormigas. Las contempló un momento en la palma de la mano y luego, llevando la mano delante de los labios, sopló con fuerza y las vacas se elevaron en el aire, y el soplo las infló, devolviéndoles su tamaño natural, y las llevó hasta las puertas del establo, donde plácidamente, apenas apoyaron las patas en el suelo, se encaminaron a su interior. 

   Por la mañana, Ebrid casi que no esperó a que clareara el día para dirigirse al establo. A pesar de no estar muy convencido con lo que el mago Bruist le dijera, corrió al establo. Las pisadas frescas hechas por los cascos de las vacas en la entrada le anunciaron que el mago había cumplido su promesa. La felicidad volvió a llenar sus pensamientos. 

   Después del ordeñe, Ebrid, con un cubo de leche fresca en una mano y un queso debajo del brazo, se internó en el bosque. 

   Favor con favor se paga, se dijo 

   Cuando Ebrid se hubo retirado de la choza del mago con un "hasta mañana, mago Bruist", éste pensó que para acompañar el queso y la leche no le vendría nada mal una buena hogaza de pan recién horneada. 

   Esa noche los demonios oscuros volvieron a atacar, esta vez se llevaron todas las sacas de harina de Jorer, el molinero. 

                                                                          

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LOS DEMONIOS OSCUROS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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domingo, 17 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4

 16- LA ESPERA 

Cuando la superficie del planeta se encontraba a pocos kilómetros el radar de la nave wirmiana indicó una extraña anomalía climática sobre la posición de la nave negra de Malditas Werk. Rápidamente se dirigieron al lugar. Al llegar, los wirmianos contornaron la tormenta por encima y por los lados; imposibilitados de aterrizar se vieron obligados a hacerlo fuera de su rayo de alcance, del otro lado de las montañas, donde se extendía una planicie boscosa. La tormenta les pareció sospechosamente intencional, tal su extraño comportamiento, ya que más allá del valle el cielo estaba claro. Luego del aterrizaje en un claro del bosque, los soldados al mando de Opzmo rápidamente se dispusieron a colocar los dispositivos de invisibilidad alrededor de la nave. Opzmo caminó unos metros fuera del perímetro y se volteó. El cuadro con el cielo límpido, las distantes montañas azuladas sobre el bosque verde y florido que presenciaban sus ojos lo dejó impactado. 

   ¡Qué planeta!, exclamó, tras un largo suspiro. Al volver tras sus pasos cruzó entre los dispositivos, los soldados se hicieron visibles y se encaminaban hacia la plateada nave wirmiana. 

   Todo listo, Fluo, estamos seguros ya, dijo Opzmo. 

   Gracias, Opzmo, ¿has visto a Koki-Loki?, preguntó Fluo Max. 

   Cuando entré a la nave lo vi pasar hacia el depósito de armamentos, dijo Opzmo. 

   Ok, voy hasta allí a darle instrucciones y ya vuelvo, dijo Fluo Max y abandonó la sala.

   Koki-Loki revisaba los armamentos de los soldados a su cargo cuando Flou Max irrumpió en el depósito. 

   Hola, Fluo, saludó Koki-Loki. 

   Hola, Koki, quiero que reúnas a tu escuadrón y le eches un vistazo al lugar donde se encuentra Malditas Werk. Fluo Max estaba intrigado con la tormenta que se mantenía sin moverse del valle donde se encontraba el enemigo. 

   Muy bien, Fluo, en veinte minutos partimos, dijo Koki-Loki, tomando la radio para llamar a sus muchachos.

   Buena suerte, amigo, mantente en contacto, le recomendó Fluo Max. 

   Así lo haré, Fluo, descuida, respondió Koki-Loki. 

Algunas horas después el escuadrón de koki-Loki estaba de vuelta en la nave plateada. En la cabina de comando todos esperaban ansiosos noticias sobre el enemigo. 

   Por ahora, amigos, no hay mucho qué hacer, les dijo, apenas entró en la sala de comando, la extraña tormenta hace imposible cualquier intento de aterrizar en el valle donde está el maldito, pues me temo que se ha convertido en un inmenso lago, ya que los derrumbes de las laderas en la desembocadura ha formado un dique que impide que el agua escurra. Eso sí, hemos avistado a muchos tedosianos yendo hacia los bosque. Por si acaso dejé parte del pelotón apostado en las cercaní­as vigilando la entrada al valle. Ahora quiero mostrarles algo que captó la cámara del Miniflayer que introdujimos en la tormenta, y que explicará los derrumbes. Aquí está la grabación. 

   ¡Veámosla entonces!, sugirió Opzmo. Fluo Max y compañía miraban asombrados como un tedosiano se desplazaba flotando en el aire mientras arrojaba explosivos contra las montañas que rodeaban el valle haciendo que de las paredes cayeran toneladas y toneladas de piedra y tierra sobre las aguas. 

   ¿Será posible que ese doble mío haya provocado con esas cosas explosivas la formación del dique?, preguntó Opzmo. 

   Es lo que parece, dijo Fluo Max. 

   Pero la pregunta es ésta, dijo Atchiki Licki, mirando a Opzmo, ¿cuándo tu padre anduvo por aquí? Lo único que falta es que el tedosiano volador también empiece a sudar violeta.

   Muy gracioso, Atchiki, dijo Opzmo, riendo junto a los otros. 

   Puede que sea alguna especie de brujo, sugirió Fluo Max. 

   Sea lo que sea, parece que está de nuestro lado, dijo Opzmo. 

   Eso lo veremos cuando nos crucemos con él, dijo Atchiki Licki. 

17- EL NEGRO DESPERTAR 

En la nave negra todos aprovecharon el mal tiempo para poner el sueño en dí­a, hasta quienes deberí­an estar despiertos haciendo guardia habían sucumbido al encantamiento del barullo de la lluvia contra el metal de la nave y ahora dormían la mona en sus puestos. Menos Malditania, que, enajenada del encantamiento del golpeteo de la lluvia gracias al ruido de su incesante masticación, no se había percatado de ello. Afuera, la lluvia inclemente seguía cayendo sin parar, mientras Elser Masgrís seguía haciendo lo suyo, aflojando la tierra de las laderas con las bolsitas explosivas. Al cabo de algunas horas toneladas de barro y piedras sepultaron la nave mientras sus ocupantes roncaban y soñaban con el reino a conquistar cuando parara de llover. 

Malditas Werk soñaba que estaba sentado en un gran trono de oro y diamantes, a lo lejos escuchaba al pueblo corear su nombre entre vítores y alabanzas mientras en el cielo explotaban juegos artificiales multicolores; el subcomandante Guanakeitor, que miraba sonriente por la escotilla como la figura siniestra de Malditas Werk flotaba en el espacio mientras él se alejaba en su nave; Malditoulas, que inventaba un nuevo artefacto para hacer sufrir, pero aún no sabía cómo hacerlo funcionar; Malditilio, que descuartizaba vivo un gatito siamés al que previamente habí­a despojado de sus pelos con una pinza de depilar las cejas; Malditolê, que explotaba ratas dentro de un minimicroondas fabricado por su abuelo exclusivamente para tal fin y Malditania, que saciaba su gula con una torta gigante de chocolate, vainilla, dulce de leche, mermeladas de higos y frutillas, confites, duraznos en almíbar y varios tipos de crema, la cual comía confortablemente sentada dentro de ella. El primero en despertarse fue Malditas Werk, del otro lado del casco se oían truenos, que en un principio pensó que fuesen los gases de Malditania retumbando en la oquedad de la nave. Se acercó a la escotilla, abrigando la esperanza de ver un cielo hermosamente azul, pero solo vio la negrura absoluta. Demoró unos segundos en percibir que si no habían gotas sobre el vidrio ni chorreaba el agua era porque ni parara de llover ni era de noche, sino que estaban sumergidos. Su corazón se aceleró y, horrorizado, corrió fuera de su recámara. Los soldados encargados de los controles aún dormían cuando Malditas Werk irrumpió en la cabina personificando al mismo demonio. Los soldados ya se sentían picadillo de carne cuando su jefe pasó por encima de ellos, arrojándose sobre la consola. Al parecer, el jefe tenía cosas más urgentes para hacer que matarlos, pensaron, respirando aliviados, sin saber que su destino de muerte ya estaba sellado y que ya ocupaban la propia tumba. 

   ¡Urgente! Tú, marmota, pon en marcha los motores que nos vamos de este infierno inmediatamente, ordenó Malditas. El soldado accionó el botón de encendido, pero los motores no respondieron. Intentó varias veces y nada. 

   Sal de ahí, inútil y recuérdame más tarde de matarte como a un perro, ordenó Malditas Werk, pero ni él consiguió poner en marcha los motores. 

   ¿Dónde está el tarambana del subcomandante?, vociferó. 

   Aquí­ estoy, señor. El subcomandante Guanakeitor acababa de entrar. 

   Vaya a ver con sus propios ojos qué carajo sucede en la casa de máquinas. ¡Corra, infeliz!, gritó Malditas Werk y se dio vuelta para mirar a través del vidrio de la cabina, del otro lado, claramente, se podía ver el barro comprimido contra el cristal. 

Cuando el comandante Guanakeitor llegó a la casa de máquinas los mecánicos estaban durmiendo sentados y con los pies enterrados hasta los tobillos en el barro que brotaba lentamente de uno de los motores. Al sentir que alguien se acercaba gritando furiosamente se pusieron de pie, pero el sedimento no los dejó moverse del lugar. 

   Señor, ¿qué ha sucedido?, preguntó uno de ellos mientras se sacaba las lagañas de los ojos. 

   Eso es lo que pregunto yo, idiota, contestó encolerizado el subcomandante, y tú, deja de mirarte los pies como un retardado y haz algo, le dijo al otro que miraba sin entender lo que sucedía con sus pies que no le obedecían. 

   Al jefe no le va a gustar nada la noticia, pensó, aprensivo, el subcomandante, pasándose  una mano por el cuello mientras se dirigía de vuelta a la cabina de mando.

   ¿Cómo es posible que esto nos haya ocurrido? Alguien que me explique, por favor, inquirió Malditas Werk, mirando a los soldados que, esquivando la fiera mirada del jefe, miraban hacia otro lado. Estaba claro que nadie tenía la respuesta y mismo teniéndola, ¿quién se atrevería a darla? Hacerlo era lo mismo que condenarse a la muerte instantánea, porque el jefe se cobraría con su vida la negligencia de saber el problema y no subsanarlo a tiempo. Malditas Werk iba a decir algo cuando de repente las luces se apagaron. 

   Solo me faltaba esto ahora, protestó. Cuando las luces de emergencia se encendieron, unos segundos más tarde, Malditas Werk y el subcomandante Guanakeitor se viron en la cabina completamente solos, el resto, aprovechando el corte, desaparecieron antes que la matanza sistemática empezara. 

   ¿Y tú, energúmeno, qué esperas para ir a ver ver qué demonios pasó con la energía?, le ordenó al subcomandante mientras se agarraba en cualquier cosa para no caer, pues las piernas le empezaban a flaquear con la indisposición que sentía creciendo dentro de sí. 

   Sí, señor, respondió el subcomandante y salió corriendo­, más impelido por alejarse de Malditas Werk que por cumplir la orden. Al salir de la cabina de mando al subcomandante se le ensombreció el rostro, el barro brotaba por las paredes de la nave lenta e inexorablemente. Era el fin de la aventura. 

18- EL DESAPARECIMIENTO

Atchiki Licki llamó a Fluo Max para que viniera a ver una cosa en el radar. 

   Mira esto, Fluo, dijo, apuntando para el punto luminoso que indicaba la posición de la nave negra que iba apagándose gradualmente. 

   ¿Se estará alejando?, preguntó Fluo Max, tan sorprendido como su compañero. 

   Eso mismo me pregunto yo, respondió Atchiki Licki, dando de hombros. En ese instante la puerta de la cabina se abrió y entró Opzmo. 

   ¿Qué sucede, muchachos?, preguntó.  

   Mira esto, Opzmo. Fluo Max le mostró el radar, donde ya no se veía el punto luminoso. 

  ¡Qué! ¿Dónde está la nave? No me digas que Malditas Werk ha escapado. Opzmo empezó a chorrear el famoso sudor violeta. 

   No sabemos qué pasó. En un momento estaba, luego empezó a debilitarse la señal y de repente, ¡zas! ¡Desapareció!, dijo Fluo Max, chasqueando los dedos. 

   ¿No crees que el desaparecimiento de la señal de la nave está relacionado con la represa ocasionada por el tedosiano volador?, le preguntó Atchiki Licki a Opzmo. 

   Tal vez, respondió Opzmo. 

   Tendremos que averiguarlo, sugirió Atchiki Licki.

   Es lo que haremos ahora mismo, dijo Fluo Max.

19- LA PARTIDA DEL CASTILLO

Laian estaba apoyado sobre la amurada de la torre, a un metro suyo el agua continuaba cayendo a cántaros y no demoraría mucho en cubrir el castillo; creía firmemente en su maestro, pero dudaba que al llegar hasta la cima del castillo las aguas respetarían el poder del mago. En ese momento Elser Masgrís se materializó a su lado. Laian se llevó un susto, pero al ver al maestro se le pasó en seguida.

   ¡Maestro, qué alegría! ¿Qué ha sucedido?, dijo. 

   Ve a mis aposentos y recoge las cosas que están en mi escritorio y vuelve aquí en seguida, que nos vamos, ordenó el mago. 

   ¿Vamos a viajar, maestro?, preguntó, ingenuamente, Laian. 

   No, hijo mío. Debemos abandonar el castillo y buscar un nuevo hogar, pero no preguntes más nada y haz lo que te pedí. El tiempo urge, ordenó el mago, con el rostro turbado. 

   Sí, maestro, respondió Laian prontamente y desapareció por la escalinata de piedra. Cuando volvió a la torre la lluvia había cesado de caer y las nubes se disolvían en el aire. Elser Masgrís le ordenó que montara en su espalda. 

   Sujétate fuerte, Laian, dijo el mago, y salieron volando rumbo a los bosques. 

   

   Sin dudas en este momento Malditas Werk, su estirpe maldita y su ejército despiadado estar­án sepultados bajo toneladas de sedimento y piedras, y si no murieron ahogados seguramente lo harán de hambre, comentó Fluo Max con Opzmo mientras se dirigían al lago. 

   No sé, amigo. El maldito nunca jugó limpio, ¿quién nos garantiza que no sea otra de sus tretas, hum? Opzmo podía estar con la razón, no sería la primera vez que Malditas Werk los sorprendía con una de las suyas. 

Para cuando llegaron el cielo estaba tan azul como siempre, con algunas pocas nubes disolviéndose en el aire. La nave plateada sobrevoló sobre el gran lago que se había formado en el otrora valle durante algunos minutos. Tenían la esperanza de poder avistar la nave de Maldita Werk desde las alturas, pero con las aguas barrientas les fue imposible. 

   Resulta extraño, exclamó Fluo Max, que la señal de Malditas Werk desaparezca justo cuando la terrible tormenta acaba. 

   Para mí que el dedo del hermano de Opzmo está metido en ese pastel, opinó Atchiki Licki. Nueva onda de risas resonó en la cabina.

   ¡Adiós, maldito Malditas! Púdrete en el infierno, tú y tu estirpe maldita, dijo Opzmo. Todos se echaron a reír más fuerte aún con la cara que puso Opzmo al decir aquello. 


Desde un lugar del bosque donde se habían refugiado los aldeanos, Elser Masgrís y Laian vieron en la bola de cristal cómo la nave plateada sobrevolaba el lago un par de veces y luego partía más allá de las montañas. 

   Creo que estos alienígenas ya no volverán más por aquí, dijo Elser Masgrís. Laian sin saber por qué, sintió algo parecido a la tristeza.

20- LA TRAMPA MORTAL 

Cuando en la nave negra la carga de las baterías de las linternas y los reflectores acabó las cadenas de mando dejaron de tener sentido, entonces fue cada uno por sí­ propio. Tanto los soldados que intentaron abrir las compuertas cuanto los que abrieron a hachazos grietas en el casco en un intento desesperado de escapar murieron aplastados y ahogados por el barro que avanzó con fuerza al interior. Otros, sabiendo que si Malditania se les adelantaba y llegaba primero a la comida acelerando su muerte por inanición, se encerraron en la cámara fría y en el depósito de los alimentos imperecederos. A través de las gruesas puertas escuchaban los golpes de Malditania queriendo entrar y su voz estridente gritando: "comida", "quiero comida". Los que no pudieron entrar en la cámara ni en el depósito se escondieron donde pudieron y cuando oían que Malditania se acercaba prendí­an la respiración, acaso intuyendo que la voracidad de la glotona angurrienta no respetaría ni la carne humana con tal de apaciguar su insaciable apetito. Malditania, vagando en la total oscuridad, empezó a devorar cualquier cosa que encontrase en su peregrinar a ciegas. Pero llegó un momento en que la desesperación por encontrar el cada vez más escaso alimento fue tanta que apuró el olfato, entonces ya nadie estuvo seguro. A pesar que contaban con armamentos, las balas que entraban en su cuerpo se atascaban en la gruesa capa de grasa del monstruo devorador sin hacerle cosquillas; así que Malditania los fue cazando uno por uno y comiéndolos vivos, como las hienas. Incluso a su clan maldito: al abuelo junto con los cachibaches con que inventaba cosas macabras; a Malditillo y su colección de mascotas aún por ser torturadas; a Malditolê junto con sus juguetes maquiavélicos y por último a su padre, que queriendo zafar de sus fauces la quiso engatusar con la imagen holográfica de su madre. Ya nada podía detener a Malditania, padre, máquina holográfica y hasta el subcomandante Wanakeitor, que se había escondido debajo de la cama de Malditas Werk, acabaron también en su estómago. Los soldados que se escondieron en la cámara fría, después de varios dí­as y ya no aguantando más la fetidez de las carnes putrefactas, no tuvieron otra alternativa que abrir la puerta. Pero Malditania que también había percibido la fetidez los esperó del lado de afuera. Mientras devoraba al primer soldado que asomó la cabeza los otros aprovecharon para escabullirse. Después de acabar con el soldado Malditania siguió su festín diabólico con las carnes podridas, no sin antes luchar para pasar por la entrada, que aunque era amplia Malditania había quintuplicado su tamaño desde que empezara a comer humanos. Dos dí­as después cuando la carne podrida acabó Malditania, decidida a ir por más, no consiguió atravesar por el marco de la puerta. Un alarido gutural reclamando comida se oyó hasta en los rincones más remotos de la nave negra y los que aún quedaban con vida se estremecieron de miedo. Malditania desgarró el marco de la puerta con sus poderosos brazos, y ya en el pasillo empezó a olfatear y cuando captó el olor de los víveres del depósito de los alimentos imperecederos se encaminó hacia allí, rozando su cuerpo voluminoso por las paredes de los pasillos que ya empezaban a serle demasiado estrechos. Al llegar al depósito una furia demoníaca tomó cuenta del mostruoso ser que arremetió con la fuerza de un elefante encolerizado, arrancando el marco metálico, derrumbando la puerta y ensanchando la abertura; con todo su ser ocupando la totalidad de la abertura los soldados que se encontraban en su interior no tuvieron ninguna chance de salvar la piel, ellos y todo lo que encontró allí fue devorado sin descanso durante los días en que permaneció adentro. El rechinar de las placas metálicas, al ser rasgadas por el cuerpo de Malditania al salir de la cámara, así como el alarido al salir de cámara fría, volvió a recorrer cada recámara de la nave, y si alguno de los soldados que aún estaban vivos albergaba la esperanza de salir con vida de esa trampa mortal se le acabó en ese mismo instante, porque en verdad fue el último aviso, pues ella fue por ellos. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 4 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 1

 1- MALAS NOTICIAS

Fluo Max miraba su programa favorito cuando vio la figura violeta de su amigo Opzmo, flotando y haciéndole señales del otro lado del ventanal. Su amigo le pareció un tanto desesperado, sin embargo como era inclinado a exageraciones, lo dejó esperando mientras masticaba un bocado de torta de chocolate. 

   Un poco de aire fresco no le hará mal, pensó. Fluo max estaba de buen humor. Luego, a través del comando de voz, ordenó que el ventanal se abriera. Apenas entró, Opzmo le recriminó a su amigo: 

   Cómo puedes comer esa porquería, Fluo? El bizcochuelo es de trigo modificado y el chocolate es sintético. Fluo Max se sorprendió, pues esperaba de su amigo una recriminación por haberlo dejado tomando fresco un rato al aire libre.

   Pero sabe bien, ¿quieres un poco? Fluo Max sabí­a que Opzmo odiaba ese tipo de alimentos.

   Claro que no, respondió Opzmo, poniendo cara de asco mientras se atajaba con ambas manos.

   Bien, dime entonces, ¿qué te trae por aquí tan temprano?, preguntó Fluo Max. Opzmo tomó asiento. 

   Kinio. Nos quiere a todos ya en el cuartel general, dijo, arqueando las cejas. 

   ¿Kinio Kiniones Pauers?, preguntó Fluo Max, sorprendido.

   ¿Hay, por acaso, otro Kinio Kiniones Pauers que conozcas que no sea tu jefe?, ¿estás dormido aún o acabas de fumarte un Superchurro Intergaláctico, preguntó Opzmo, con otro arqueo de cejas.

   Nada de eso, es que me tomaste por sorpresa, y tú sabes bien que no fumo, aclaró Fluo Max. Luego añadió: 

Pero bien, dime, ¿qué sabes?. 

   Poco, o casi nada. Apenas rumores. Ya lo sabes, lo de siempre, algunos ataques, sospechas de invasión, amenazas de bombas. Pero si Kinio nos manda a llamar con urgencia, por algo debe ser, aclaró Opzmo, balanceando la cabeza. 

El capitán Kinio Kiniones Pauers consultaba unos papeles cuando Fluo Max y Opzmo irrumpieron en su despacho. 

   Muchachos, tengo noticias de la casa de Wirm, dijo el capitán, sin embargo, sus facciones caninas no demostraban claramente el carácter de esas noticias. 

   Pero, ¿son buenas o malas?, se apresuró a preguntar Opzmo. 

   Me temo que malas, y es necesario salir universo afuera en busca de nuevas zonas de cultivo, ¡urgentemente!, dijo el capitán, ahora con expresión seria. Al oír "urgentemente", casi ladrando, Fluo Max, que en ese momento estaba distraído mirando a través de un ventanal cómo el sol dibujaba extrañas formas geométricas sobre los edificios de la ciudadela capital, se interesó, dándose vuelta inmediatamente. 

   Malditas Werk ha vuelto a atacar esta madrugada,continuó el capitán, y esta vez ha envenenado el suelo de los nueve planetas circundantes y nos hemos quedado con las zonas de cultivo inutilizadas quién sabe hasta cuando. Ahora contamos únicamente con las reservas que tenemos aquí en Wirm.

   Entonces, ¿qué haremos?, preguntó Opzmo, que ahora transpiraba su peculiar sudor violeta, señal de que estaba nervioso.

   Ir tras él, sabemos que va hacia T2. Difícilmente lleguemos antes que él, pero debemos hacer el esfuerzo de detenerlo para impedir que haga lo mismo ahí­. ¡Qué el Gran Diseñador nos libre y nos guarde! Si envenena también el suelo del único planeta más cercano nos será muy difícil sobrevivir, dijo Kinio, con la mirada en ambos muchachos. 

   ¿Y cuándo debemos partir, señor?, preguntó Fluo Max. El capitán Kinio Kiniones Pauers no esperaba menos de Fluo Max, ni de Opzmo, pues eran inseparables.

   Ayer, respondió, enérgicamente, y no me llames de señor. Tengo demasiado pelo, demasiadas pulgas, cuatro patas, una cola y cuando estoy de mal humor gruño como un chacal y cuando triste aúllo como un lobo en medio de la noche, para que me llames así. Aunque hoy no estoy malhumorado ni triste, apenas soy un perro angustiado repasando urgentísimas instrucciones, dijo el capitán, con la mirada grave.

   Está bien, capitán, se rectificó Fluo Max. 

   Los dos amigos se retiraron al salón de los pasatiempos, dentro de poco empezarían a llegar los demás miembros del comando. 

2- MALDITAS WERK, EL CABALLERO DEL MAL

Malditas Werk, un bandolero espacial que gobernaba un tercio del planeta Wirm desde hacía décadas, era el único enemigo que los pacíficos wirmianos tenían. El caballero del mal deseaba apoderarse del rico planeta y por ello le había declarado la guerra a los wirmianos, pero nunca había conseguido avanzar más que unos pocos de cientos de metros más allá de los territorios que tomara pose al llegar a Wirm, cincuenta años atrás. Por suerte Malditas Werk no era tan buen estratega como él se consideraba ni tan ingenioso, pero era muy tramposo, y para peor de males su ejército, un rejuntado de escorias, andrajoso y mal equipado, era menos competente que su jefe supremo, con lo cual sus sueños de poder siempre acababan truncados. 

   Pero esta vez será diferente, le dijo Malditas Werk al espejo que tenía delante y que parecía ser el único a comprenderlo. 

   En los confines oscuros de la galaxia hubo, o hay, ya no se sabe, un planeta llamado Guel, una estrella fría y sombrí­a. En sus entrañas, único lugar habitable, vivían unas malévolas criaturas dueñas de cierta inteligencia, que en pocos miles de años ya exploraban el universo, buscando materia prima y todo lo que pudieran encontrar a su paso. Seguramente desde algún planeta saqueado habí­an exportado sin querer la muerte, un virus letal, que casi exterminó a todos sus habitantes y redujo su población a sólo cinco individuos: Malditas Werk, el gobernante de Guel, su padre Malditoulas y sus tres hijos: Malditilio, el primero, Malditania, la del medio y Malditolê, el tercero. La familia gobernante entonces abandonó la siniestra estrella y vagó de planeta en planeta, saqueando y reclutando a todo aquel que quisiera seguirlo en lo que Malditas Werk llamó La Conquista Espacial. Malditas Werk siempre soñaba alto, aunque nunca conseguía subir más que algunos escalones, pero cuando descubrió el planeta Wirm cambió de planes y le modificó el nombre a la conquista espacial llamándola ahora de La Conquista de Wirm. Entonces ocupó el único espacio deshabitado de Wirm, una tierra pobre y poco iluminada por el sol, lugar lúgubre, gris y frí­o, muy parecido a Guel si no fuera porque los dí­as eran más claros. Y allí se encontraba aún, después de cincuenta años de guerra infructuosa, cuando tuvo una idea genial: matar de hambre al enemigo. Siempre había robado alimento a los wirmianos, asaltándoles los almacenes y los cultivos en los planetas circundantes, pero ahora solo tení­a que almacenar suficiente alimentos para luego envenenar el suelo de dichos planetas. Después huiría hacia algún planeta distante donde esperaría durante algunos años que la raza wirmiana desapareciera para siempre, dejándole el planeta libre para él. 

3- T2 

Malditas Werk entró al laboratorio con aires de victoria. 

   ¿Cómo vamos, papá?, preguntó Malditas. El viejo Malditoulas Werk estaba debruzado sobre unos papeles llenos de ilegibles anotaciones y complicadas fórmulas matemáticas que la vana y limitada inteligencia de su hijo nunca alcanzaría a comprender. Malditas Werk intentó leer alguna cosa sobre los hombros de su padre, pero por desgracia el viejo Malditoulas tenía muy mala letra; tan mala que muchas veces ni el mismo entendía muy bien su propia letra. Por eso había inventado el Descifrador de Letras Malditoulas, el cual siempre llevaba colgado al cuello. 

   No sé por qué siempre miras lo que escribo si ya sabes que ni yo consigo entender mi letra, rezongó el padre. 

   Porque como dibujitos son agradables de ver, papá, respondió Malditas, risueño. Malditoulas le explicó la fórmula del veneno que habí­a creado y cómo debí­a ser aplicado para garantizar un óptimo resultado. 

   Te garantizo y firmo abajo que por 10 años en ese suelo no crece ni la gramilla, dijo Maldipoulas, con una sonrisa de oreja a oreja. 

   Gracias papá, no entiendo ni medio lo que está escrito ahí pero vale un imperio, te lo aseguro, respondió su hijo. Después Malditas Werk impartió órdenes a tuerto y derecho a todos sus hombres, pues habí­a mucho trabajo por hacer: robar los componentes del veneno, fabricarlo y por último esparcirlo por el suelo de los nueve planetas circundantes. Pero abastecer la nave negra con suficiente agua y comida para la tripulación y, principalmente para Malditania, la del medio, que comía como un elefante, era lo más trabajoso. Por lo demás, Malditas Werk no se preocupaba, Malditoulas hacía mucho que habí­a inventado el Combustible Malditoulas, compuesto gaseoso a base de materias urinaria y fecal. En el espacio exterior el combustible se les harí­a muy necesario, y para eso contaban con los desperdicios de la tripulación y, principalmente, con los de Malditania, la del medio, encargada del noventa por ciento de la producción de combustible. "Suficiente para llegar al borde del universo", pensaba Malditas. Con el armamento no había problema ya que funcionaban con el mismo combustibles. 

Después del derrame del veneno Malditas Werk, su familia y su ejército partieron de Wirm rumbo a T2, un puntito casi imperceptible entre millones de millones de puntitos de estrellas parecidas entre sí en el vasto infinito estelar. 

   Allí vamos, T2. Malditas Werk oyó su voz lejana, pues se estaba durmiendo, y entre sueños llegó a pronunciar "La Casa de Werk", en seguida se durmió.

4- EL DIOS MALDITO

A bordo de la nave negra Malditas Werk meditaba sobre su plan de ataque. El planeta T2, según sus informes, poseía muchos habitantes. Estos eran, en su gran mayorí­a, supersticiosos y proclives a creer en cualquier cosa, más aún si esa cosa vení­a del espacio. En ese punto se detuvo, imaginando una multitud de millones de habitantes rindiéndole culto al Gran Dios Malditas Werk. Una obediencia ciega al divino que baja de los cielos con su familia real y su propio ejército. 

   "Seguramente habré que exterminar a unos cuantos, porque rebeldes y los que no se creen el cuento que baja del cielo siempre los hay en cualquier tiempo y en toda civilización, pero el resto me ha de adorar", soñaba Malditas. Él siempre acostumbraba a decir que si hay que soñar debía soñarse en grande y él tení­a grandes aspiraciones como para que sus sueños se considerasen grandiosos. Uno de los tantos era ocupar el trono de la Casa de Wirm, a la que le darí­a un nuevo nombre apenas llegase al poder: la Casa de Werk. Para ensayar, apenas fundara su reino negro en T2, planeaba llamar a su palacio de esa manera. "Un golpe maestro que me hará ser dueño y señor de dos planetas; primero conquistaré T2 y después Wirm, entonces la Divina Dinastí­a Werk gobernará, qué digo, reinará por siempre". Ese breve sueño Malditas lo transformó en el breve discurso con el cual le informó a su familia y al subcomandante de su ejército su última decisión. 

   ¿Y será que demoran mucho en morir de hambre los Wirmianos, papá?, quiso saber Malditillo, el primero, que hasta ese momento estaba alejado del parloteo de su padre entretenido desplumando un pajarito vivo, pluma por pluma. 

   Claro que no, hijo mío, respondió, casi con ternura, Malditas Werk, a no ser que aprendan a comer piedras. Todo el mundo se desternilló a carcajadas. Menos Malditania, la del medio, que, interrumpiendo su pasatiempo favorito (comer), dejó de masticar e hizo a un lado, pero no mucho, el sandwich de salchicha, jamón, queso, panceta, chorizo, pollo, lechuga, tomate, zanahoria, cebolla, papas fritas y semillas de sésamo y preguntó, angustiada, si eso de comer piedras aplicaba también a ella. Pero antes que su padre le respondiera volvió a su sandwich.

   No, hijita, no te preocupes, respondió el padre, con ternura. 

   Hmm, respondió, atascada, Malditania, tal vez queriendo decir "está bien papá" o "sí, ya entendí­", no quedó muy claro. 

   Mira papá, mi nuevo juguete de tortura que me regaló el abuelo, dijo Malditolê, el tercero, mostrándole una esfera metálica. Malditas Werk miró la esfera sin conseguir adivinar cómo funcionaría el juguete. 

   ¿Y cómo funciona, hijito?, se interesó. El pequeño demonio le mostró una víbora de unos treinta centímetros, después abrió la esfera por la mitad, introdujo el reptil, cerró la esfera y la depositó en el suelo. Luego con un control remoto empezó a hacerla girar a toda velocidad hasta llegar a mil rotaciones por segundo durante un minuto. Todos los presentes se mantenían en silencio, atentos al resultado final, menos Malditania, que ahora atacaba otro sandwich igual al anterior. Un minuto después Malditolê detuvo la esfera, la abrió, dijo: 

  ¡Chan, chan! y sacó la víbora del interior con asombrosos dos metros y medio de largura. 

   El juguete estira víboras, papá, respondió el pequeño Judas, dando risotadas. El padre y todo el mundo aplaudió y festejó la hazaña del pequeño. Menos la hermana, por razones obvias, sus manos aún sostenían el sandwich. En medio del alboroto apareció Malditoulas. Traía en sus manos una pequeña caja negra con un círculo de cristal en la parte superior. 

   Malditania, te traigo un regalo, dijo el abuelo inventor. La muchacha apenas levantó la vista sin preguntar qué era aquello, por la misma obvia razón que anteriormente, pues estaba ocupada en cosas más sabrosas dentro de su boca insaciable.

   Mira, dijo el abuelo, apretando este botón la imagen holográfica de tu madre aparecerá a través de este círculo de cristal en la parte superior, con los maléficos enseñamientos que te dejó grabados antes de partir al más allá. Inmediatamente el viejo apretó el botón y la imagen de su madre, Maldoca, apareció gesticulando pero sin voz, pues para eso debía ser accionado otro botón. Pero Malditania por el momento no estaba dispuesta a escuchar nada, pues estaba comiendo; aunque, aprovechando el espacio entre mordisco y mordisco, se molestó en agradecerle el regalo. Pero en seguida volvió a la masticación, no manifestando ninguna otra reacción. 

   ¡Ay, mi bella Maldoca! ¡Cómo te verí­as hermosa vestida de reina!, suspiró Malditas Werk, recordando a su fallecida esposa, que había sido una de las primeras víctimas del virus mortal. Después Malditas Werk se retiró a su camarote, donde se estiró en la cama, cerró sus ojos y volvió al futuro, donde sería rey. "No", se corrigió al instante, sin perder la costumbre de soñar alto y en grande, "emperador, mejor". Esta idea lo llenó de felicidad. Cuando iba por el quinto planeta conquistado y le estaba por cortar la cabeza al rey se durmió y soñó algo diferente.

5- LA PLANTACIÓN 

Era un día como tantos días y noches en el planeta, con sus alegrí­as y tristezas, sus conflictos y alianzas cuando, de pronto y sin ningún tipo de avi­so previo, millones de naves cubrieron por completo el planeta, iluminando la parte que era de noche con luces de intensidad cegadora y la parte de día también, porque la oscura y hermética sombra de las naves posicionadas unas contra las otras, si no encendieran las luces, los invasores no hubieran podido ver nada. En ese mismo instante el mundo paró. Los habitantes de donde era de noche y que estaban durmiendo continuaron dormidos y los que estaban despiertos desmayaron en el acto y a los que estaban del lado que era de día les ocurrió exactamente lo mismo, pero al contrario. Mientras los habitantes dormían el sueño abducido, los invasores disolvieron y transformaron en nutrientes a todos los habitantes no aptos para el trabajo: bebés, niños pequeños, viejos, locos y portadores de alguna discapacidad. Las otras especies de la escala animal también corrieron con la misma suerte. Los habitantes fueron introducidos a las naves y trasladados a los hibernaderos construidos en los polos. Ya sin interferencias de ninguna especie, los invasores deconstruyeron el planeta, literalmente; tirando abajo lo edificado y desenterrando construcciones subterráneas. Los escombros fueron dispersos en la orilla de los continentes, luego aplanaron el planeta entero y esparcieron la tierra de las montañas en los lagos, depresiones y en las orillas del mar, para nuevas zonas de cultivo. Después cavaron millones de túneles interconectados los unos con los otros, dejando pequeñas entradas a cada cien kilómetros. A lo largo y lo ancho del globo levantaron extrañas construcciones, gigantescas pistas de aterrizaje y amplias rutas pavimentadas. Cuando trajeron a los habitantes de vuelta y los despertaron, éstos se vieron cercados por extrañas estructuras que no eran propias del ingenio humano y por sus captores, soldados robóticos cromo-metalizados, parecidos a ellos; que los trasladaron hasta las entradas de los túneles y los obligaron a entrar, después las entradas se cerraron para siempre. La plantación al poco tiempo se tornó productiva. Mientras tanto, debajo de la superficie, los habitantes primitivos se adaptaron a su vida de lombriz, haciendo su parte al oxigenar y nutrir la tierra con sus deshechos orgánicos y con los eventuales cadáveres. El hacedor supremo de la osada conquista miraba, y admiraba, su gran obra desde la torre de la fortaleza cuando a sus espaldas alguien lo llamó: "Comandante, comandante". Y hasta allí llegó el sueño de conquista de Malditas Werk, que con un humor de los mil demonios respondió que ya iba a quien fuese que lo llamaba. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 1 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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