martes, 22 de septiembre de 2020

EL MOTEL


El viejo era ya un despojo humano. Una estropeada entidad que se arrastraba por la vida con un único propósito: levantar muchachitas.
   Hacía tres horas que el viejo verde estaba recostado contra el muro del motel, cerca de la entrada y a pocos metros de la parada de colectivo, que era su coto de caza preferido.  
   ¡Qué mierda!, rezongó por enésima vez, tres horas en este calor de los infiernos y solo aparecen viejas chotas y bolivianas oliendo a pimentón. 
   Estaba en ese rezongar de amargado cuando de pronto vio a una muchacha cruzar la ruta hacia la parada, que para su suerte estaba vacía. 
   "Ajá, por fin las leyes del universo empiezan a confabular a mi favor", pensó. Entonces fue aproximándose a pasos furtivos y silenciosos, deteniéndose a centímetros de la incauta muchacha, sin que ella lo advirtiera.
   Buenas tardes, señorita, dijo, con voz resbaladiza. En ese momento recordó que no se había puesto bastante Corega en la dentadura postiza, de inmediato el cínico se acordó de Dios y le pidió que no le fuera a jugar una mala pasada. 
   La muchacha, sospechando de inmediato de las oscuras intenciones del Don Juan de quinta categoría recauchutado, respondió, como para darle un parate desde el vamos: 
   Buenas tardes, abuelo. 
   El viejo verde sintió la resistencia en las palabras de la muchacha en el acto. 
  "Bueno, bueno, mocosa insolente, parece que nadie te ha enseñado a respetar a los mayores", masculló para sus adentros, pero perseveró en su asqueroso ataque. 
   Ejem, pero ¿qué calor que hace, no?, le largó y esperó el pique. 
   A mí no me parece, pero a su edad me imagino que debe ser terrible. Digo, por la presión, ¿no?, le respondió la perspicaz muchacha. 
   El viejo verde achicó los ojos y tragó en seco mientras pensaba: "Eso que ni me viste en acción, nena. Bueno, a ver si zafas de esta", y atacó nuevamente.  
   ¡Qué le vamos a hacer!, pero nada como una cama y aire acondicionado para reponerse, le largó esta vez. 
   La muchacha hizo una mueca de desagrado; el colectivo estaba demorando, con lo que tenía que seguir aguantando a un viejito calentón que no se había dado cuenta que su tiempo de correr atrás de jovencitas ya era cosa de un pasado remoto.
   Tiene razón, abuelo. Y yo que me la paso todo el día de pie entonces, ni me lo diga. Pero como soy joven y saludable me la aguanto sin rezongar, no como ustedes los de la tercera edad, le devolvió. 
   "Por más que te la quieras dar de viva conmigo, al alpiste caíste, torcacita perdida en la ciudad", se dijo el verde. Por lo visto aún contaba victoria.
   ¿Y que te parece si entramos ahí y nos acostamos unas horitas, ¿he? No te preocupes que yo pago todo, dijo el verde, señalando con un pulgar el motel, detrás del muro. 
   La muchacha se arrepintió hasta la punta de los cabellos no haber sido más dura y directa con el viejo insolente y degenerado desde un principio, que sin tacto para convencerla a acostarse con él recurría a frases pifias. Pero aún estaba a tiempo de ponerlo en su debido lugar.
   ¡Ay, no abuelito!, no se lo recomiendo. Yo vengo todos los fines de semana con mi novio, joven, atlético y vigoroso, y le puedo asegurar que las camas son de terror. La columna vertebral le va a quedar más torcida de lo que ya la tiene. Pero si un día antes de morir aplastado como un sapo, que por lo que veo no le falta mucho, así que es mejor que se apure, milagrosamente encuentra un huequito donde meter el maní quemado que tiene cara de tener, le recomiendo que no lo haga acá. 
   ¡Pro, pero... 
   Y le digo más, espero que sea muy amiguito de Dios, porque, créamelo, el día del juicio final lo va a necesitar y mucho, viejo anacrónico de mierda. 
   El gong salvador del viejo baboso fue el colectivo que llegó justo en ese momento, por lo que no tuvo mucha vergüenza que pasar delante de la muchacha. Y apenas se repuso de la afronta se marchó con la cabeza gacha y el orgullo por el piso, puteando a la inocente muchacha que no hizo más que ponerlo en su debido lugar. Pero no bien dobló la esquina vio a otra, que venía hacia la parada; enseguida se olvidó de la bofetada de realidad que acababa de recibir y se dijo, entre dientes: 
   No está muerto quién pelea, y se quedó al acecho. 
 

EL JUEGO DEL DIABLO

 

I-  LA MUERTE

La tarde en que Remigio González fue asesinado parecía que el sol hubiera evaporado hasta el aire. 

   Remigio hacía la siesta, espatarrado debajo de la sombra de los eucaliptos mudos detrás del rancho, mientras se consumía en un letargo aplastante, insensible al cosquilleo del andar inquieto de las patas de las moscas sobre su piel grasienta, cuando la muerte se le tiró encima, sin chances siquiera para un pedido de perdón o un poco de clemencia. 

II- UNA VUELTA EN EL PUEBLO

Los pinos delante del rancho iban fundiéndose imperceptiblemente en el azabache de la noche que ya caía, cuando Pedro Campos sintió ganas de dar una vuelta por el pueblo. Era viernes. Pensó en lo duro que había trabajado en los últimos días en la estancia, y que merecí­a distraerse un poco. Se afeitó la barba de varios días, emparejó el bigote y se dio un bañó rápido. "Las horas del patrón pasan rápido, las nuestras no", reflexionó mientras se secaba. Vistió ropa limpia: la bombacha negra de salir, una camisa inmaculadamente blanca y un pañuelo rojo, que anudó al cuello con parsimonia y esmero; luego calzó las botas de cuero, negras y lustrosas, se ciñó firmemente la faja, también roja para combinar con el pañuelo, y se acomodó el facón de plata por detrás de la cintura. Finalmente, dobló el poncho bordó y se lo puso sobre el hombro izquierdo. Antes de salir al patio agarró el rebenque y el sombrero de fieltro negro, que siempre dejaba colgados detrás de la puerta de entrada, y dándole un beso en la frente a su esposa le dijo: 

   Ya vuelvo, voy al pueblo; en seguida salió hacia el fondo, donde ensilló el caballo para, al rato y al trotecito manso, tomar el rumbo del pueblo por el camino de tierra. 

III- EL BOLICHE

A través de los amplios ventanales, Pedro Campos vio que el boliche estaba a medio llenar, como siempre a esa hora. Ató el caballo al palenque y entró, saludando a los presentes mientras se acercaba al mostrador, donde pidió un tinto y se puso a armar un firme.

IV- UN POCO DE DISTRACCIÓN

El sol había caído pero el aire aún estaba caliente y pesado. Remigio González, sentado sobre un tronco en el patio, tomaba mate cuando vio pasar a Pedro Campos a caballo rumbo al pueblo; se lo quedó mirando, esperando un saludo que no hubo. "Gaucho engréido", dijo por lo bajo. Era viernes y desde el domingo pasado que no salía; pensó que distraerse un poco no le vendría mal. Entró al rancho, una tapera vencida por el pasar de los años y que un día habí­a sido una casa, cuando aún vivía don Rigoberto González y doña Luz, sus padres, en donde agarró la cuchilla, el raído poncho descolorido y el sombrero de fieltro, otrora negro y ahora amarillento de tanto llevar sol. Ya en los fondos, ensilló el caballo y, al rato, salió sin apuro, siguiendo las huellas de su antecesor. 

V- EL ENTREVERO 

Por la cantidad de bicicletas estacionadas en la vereda y unos cuantos caballos atados en el palenque, desde la esquina Remigio González supo que el boliche estaba lleno.

   Pedro Campos conversaba con el dueño del boliche cuando la puerta se abrió. Remigio González saludó a la gauchada presente, pero la reciprocidad fue mínima, pues Remigio no era hombre muy bien visto en el pueblo, su fama de buscarroña y pendenciero tras un par de copas era harta conocida. 

   Se acercó al mostrador y pidió una ginebra, que embuchó de un solo trago, y atrás pidió otra. Mientras apretaba un firme, desde la sombra del ala del sombrero fichaba el ambiente con ojos ladinos, como maquinando algo; en las mesas los parroquianos seguían en lo suyo, jugando al truco, conversando y riendo ruidosamente. De pronto de una de las mesas se levantaron dos gauchos y salieron a la calle. Remigio ladeó la cabeza y le preguntó a Pedro, que estaba a su lado, si se animaba a un truquito contra los dos que habí­an quedado en la mesa. Pero Pedro no andaba con ganas de jugar esa noche, solamente tomar unas copas y conversar un poco, sin embargo, Remigio González no era el tipo de gente con la que se juntaba, pero esta consideración se la guardó para sí, de modo que negó la invitación:  

   No gracias, amigo. Vine a tomar unas copas nomás y dentro de poco ya me estoy yendo. 

   Remigio, que no le gustaba que le llevaran la contra, lo miró fiero e insistió:

   Dale che, no seas cagón, que aquellos dos no son de nada y los pelamos en seguida. 

  A Pedro tampoco le gustaban ciertas cosas, como por ejemplo las confianzas, y menos los confianzudos, y mucho menos todavía que le faltaran el respeto llamándolo de cagón. 

   Oiga, amigo, ya le he dicho y bien claro que solo quiero tomar unas copas nomás o por acaso usté e´ sordo, contestó Pedro, ya bastante molesto.

   ¡Güeno!, ¿qué te pasa paisano, no dormiste la siesta o la mujer te sacó rajando del rancho pa´ que no le estorbes?, repuso Remigio, como sobrándolo. Los presentes detuvieron el juego y el bochinche y pararon la orejas. Quizás les pasara por la cabeza que Remigio había enloquecido, o que la ginebra, habiéndole hecho efecto ya, no le dejaba ver la proximidad del peligro. Porque a un hombre como Pedro Campos nadie, en su sano juicio, le hablaría de esa manera, pues había que tenerlas bien puestas y ser muy macho para atreverse a tanto. 

   Pedro lo miró con fiereza y le soltó:

   Si dormí o no dormí e´ asunto mí­o y lo que pasa o deja de pasar dentro de las casas también, ¡carajo! 

   Remigio, pareciendo no darse cuenta del barrial en donde había metido las alpargatas, siguió embarrándose hasta las rodillas.

   ¡Güeno, Güeno...!, parece que acá tenemos a un renegao, respondió, con altanería, mientras miraba a Pedro de lado. 

   Mire paisano, que el que abre la jeta pa´ decir lo que no debe, acaba oyendo lo que no quiere, retrucó Pedro, que ya estaba perdiendo los estribos.

   Y a mi me parece que..., empezó a decir Remigio, pero Pedro no lo dejó terminar la frase.

   A usté no le parece nada, ¡carajo! Y es mejor que se vaya pa´ otro rincón a molestar a otro, que hoy no estoy pa´ oír sonseras. 

   A esas alturas, todos ya olían a cuero sobado con antelación.

   ¿Me estás llamando de retardao o escuché mal?, retrucó Remigio, plantándose delante de Pedro en clara actitud belicosa.

   Escuchó muy bien, lo que da pa´ ver que por lo menos las orejas las tiene limpias, contestó Pedro. La consideración de Pedro suscitó la carcajada general, lo que hizo que Remigio mirase con fiereza a la platea, pero nadie se intimidó con su mirada, ni se calló, por lo que Remigio volvió a encarar a Pedro y siguió buscando camorra. 

   ¡Y encima me llamas de sucio también!, dijo, acariciando la cuchilla en la cintura. Tal actitud con seguridad le habrá hecho pensar a más de uno que si Remigio González tuviera un poco más de sesos todavía estaba a tiempo de zafar. Pero el sujeto era más porfiado que gallina engullendo lombriz.

   Sucio y además desubicao, le aclaró Pedro. 

   Güeno, yo creo entonces que..., Pedro lo volvió a atajar 

   Usté cré en perinolas, y si sigue molestando lo saco a la calle y le muelo los huesos pa´ que deje de ser malcriao. 

    Estas últimas palabras de Pedro le hicieron hervir de rabia la sangre, con lo que sacó a relucir la cuchilla mientras se enrollaba el poncho en la otra mano, al tiempo que desafiaba: 

   Pero pa´ que ir tan lejos si lo podemos arreglar acá nomás. 

   "Güeno, parece que la cosa va a ser por acá mesmo", pensó Pedro, al tiempo que sacaba el facón y le tiraba el poncho en la cara al pendenciero. Remigio, enredado en el poncho que le cayera de sorpresa sobre la cara, al instante empezó a dar chuzazos ciegos contra fantasmas invisibles y patadas en el aire a dos por cuatro. Los paisanos, que se habían quedado más serios que perro arriba de un bote porque veían que la cosa iba en serio, al ver las piruetas titiriteras de Remigio, volvieron a espatarrarse de risa. 

VI- LA JURA 

Pedro esperaba que Remigio se deshiciera del poncho para dar el próximo paso, pues no era hombre de aprovecharse de la desventaja ajena. Lo del poncho en la cara había sido por puro reflejo. Pero Remigio siguió dando cuchilladas a la marchanta hasta que pudo deshacerse del maldito poncho, entonces salió hecho un loco corriendo a la calle, entre maldiciones dirigidas a Pedro, a la virgen María y al mismísimo Dios; y siguiéndola con las puteadas mientras la borrachera que tenía no le dejaba encajar el pie en el estribo, que se deslizaba para los lados. Esto arrancó nueva carcajadas en el gauchaje amontonado en los ventanales y detrás de Pedro parado en la puerta del boliche. Nuevamente Remigio maldijo a Pedro y le juró que se vengaría, y a los otros, que ya todos iban a ver quién era él. Pedro se lo tomó como cosa de borracho con el orgullo herido y pensó que por la mañana, ya con la cabeza fría, se le pasaría. Aunque con Remigio nunca se sabía, porque el hombre era más sucio que palo de gallinero y era muy probable que por un tiempo no se conformarse con dejar las cosas así­ como así. 

   Y habiendo ya doblado la esquina, Remigio siguió jurando y perjurando, cuadra tras cuadras, que se vengaría con una que a Pedro jamás se le iba a olvidar, mientras atropellaba la noche hasta que ésta lo desintegró en sus entrañas tras las últimas luces del pueblo. 

VII- EL DESCONOCIDO

El boliche volvió a llenarse de voces y risas, pero ahora el tema central de todas las conversaciones era el altercado entre Pedro Campos y Remigio Gonzalez. Al rato, un hombre que nadie había visto en su vida entró al boliche. Vestía de negro, ropa, botones, zapatos, y hasta los ojos, el pelo y el bigote eran negros. El hombre saludó y se acercó al mostrador, al lado de Pedro, donde pidió vino blanco, y ya en el primer vaso entabló conversación con el dueño del boliche y con Pedro. Dijo que estaba de paso en el pueblo, por asuntos agrarios y, como el primer colectivo a la capital pasaba a las seis de la mañana, decidió tomar algo y conversar un poco para matar el tiempo. Tanto el desconocido como Pedro tenían en común el mismo interés por las cosas del campo, lo que en seguida creó cierta afinidad entre ambos y la conversación pasó del mostrador a una mesa, extendiéndose hasta las tres y media de la mañana, cuando el dueño del boliche anunció que estaba cerrando por hoy. 

   Ese día Pedro iría a trabajar sin dormir, pero había valido la pena, pensó; no todos los días aparecía por el pueblo alguien interesante con quien conversar sobre asuntos camperos. Después de despedirse, el desconocido se perdió en una esquina y Pedro Campos, sin saberlo aún, en la vida. 

VIII- LA VOZ AMIGA

Apenas puso un pie dentro del rancho, Remigio se tiró en la cama y los párpados, incapaces de oponer resistencia, le velaron el mundo real cual telón tras el último acto,  haciéndolo caer al instante puertas adentro de la inconsciencia. Al rato, una voz en la cabecera de la cama, una voz que se le metió de prepo en el subconsciente, le contó muchas cosas. La voz, mansa y amigablemente, le susurró ideas que él nunca hubiera sido capaz de tener por cuenta propia y, poco a poco, fue guiándolo por las regiones desconocidas y tenebrosas de sus instintos más bajos. 

   "Debes vengarte, le decía la voz, y de la manera que más duele, la que hiere el alma más que al cuerpo; la que quita la esperanza, la que mata las ganas de seguir soñando. Porque un hombre sin sueños es hombre muerto. Debes matarlo por dentro, Remigio. Es necesario arrancarle lo más preciado que tenga en la vida". Remigio intentó levantar los párpados pero no encontró fuerzas para hacerlo, parecían haber adquirido la cualidad del plomo. 

   "¿Y sabes qué es lo que le duele al hombre más que todo en este mundo?", insistió la voz. 

   No sé, murmuró Remigio, desde las profundidades de la inconsciencia. Entonces la voz le susurró la respuesta. 

   Cuando Remigio despertó se sintió diferente; no recordaba la voz que vino a meterle cizaña en sueños, pero sentía que algo le había sucedido durante el transcurso de la noche, algo más allá del sueño y con seguridad de toda comprensión. 

IX- LA SOSPECHA

Si bien era cierto que Remigio González vivía en una brutal miseria moral, cuerdo o borracho, jamás tendría el coraje de hacer lo que hizo con la esposa de Pedro Campos, mientras éste se demoraba en el bar con el desconocido. Pero no fue su yo consciente el cobarde ejecutor de la atrocidad sufrida por la pobre mujer. La semilla del mal había sido magistralmente introducida por el visitante nocturno, que supo sembrarla con eficacia en la pobre mente de Remigio, valiéndose de su cuerpo para que ejecutara por él el hediondo crimen. 

   A pesar de los sucesos que antecedieron a la muerte de la esposa de Pedro Campos, entre él y Pedro, la policía no encontró ninguna evidencia que apuntara a Remigio como el autor del crimen. Finalmente, sin testigos ni huellas que indicaran lo contrario, todos los caminos condujeron a un callejón sin salida. 

X- TODOS LOS DOLORES DEL MUNDO  

Pedro Campos sintió en carne propia todos los dolores del mundo convergiendo en un solo punto indefinido de su ser, que era su misma alma; y supo que nada de lo que hicieran los hombres, Dios y la ley juntos le devolvería las vidas de su esposa y la propia, porque ya se sentía muerto por dentro, y que hiciera lo que hiciera conseguiría apagar el dolor que lo seguiría, con seguridad, hasta más allá de la muerte. 

   Un escalofrío le recorrió el cuerpo de los pies a la cabeza cuando tuvo la certeza que hacer algo que no tenía vuelta atrás, algo atroz y sin perdón de Dios. 

XI-  EL CULPABLE

Remigio González, por la parte que le tocaba, tampoco andaba pasándola bien con sus pensamientos. Era verdad que sí pensó y dijo que se vengaría de Pedro Campos, pero estaba más que seguro que no había sacado un pie del rancho para practicar aquel acto abominable contra la pobre mujer del cual había sido apuntado como principal sospechoso. Sin embargo, a pesar de haber salido limpio de la investigación por parte de la policía, la sospecha de la gente no disminuyó ni un poco; seguían mirándolo de lado y seguramente llamándolo de culpable por detrás. Con lo que ni necesitaba intuir que Pedro, tarde o temprano, vendría por él; estaba cantado que así lo haría.

XII-  MATAR O MORIR, LO MISMO DA 

Pedro llegó por el callejón de los fondos; se apeó del caballo y ató las riendas en una cina cina que crecía junto al alambrado. Pasó por entre los alambres de púas y se encaminó hacia los eucaliptos, detrás del rancho de Remigio, sorteando cardos, abrojos y hormigueros y haciendo crujir el pasto reseco debajo de su peso; lo único que se oía en aquella tarde candente. 

   Pedro no tenía ningún plan, la verdad ni lo necesitaba: se trataba de encontrarse cara a cara con su enemigo y después ver qué pasaba, pues a esa altura ya le daba lo mismo quién mataba a quién; y si por acaso le tocaba, bien que le haría. 

   Iba con la vista puesta en el rancho cuando se deparó con lo que buscaba, justo a unos pocos metros, tirado y roncando bajo la sombra de la arboleda; entonces desenvainó el facón y se enrolló el poncho en la otra mano.

   Remigio no lo escuchó llegar, sus ronquidos sonaban más alto que el crujir del pasto. De modo que Pedro se arrodilló a su lado, apretó el mango del facón, como si fuera a retorcer el cogote de una gallina, y enterró la hoja hasta la guarda en el pecho grasiento de su enemigo. Apenas sintió la hoja penetrar en la carne, Remigio agrandó los ojos como para abarcar con la mirada el mundo entero y abrió la boca como pez fuera del agua, sin que le saliera ni un "ay", y se aferró con fuerza del brazo con el cual Pedro, montado en él, le inmovilizaba la cabeza y de su mano firmemente sujeta al cabo del facón, mientras pataleaba cual animal rabioso sin poder sacárselo de encima. Pero toda resistencia ya era inútil, las fuerzas se le iban de a poco, hasta que empezó a escupir sangre... y enseguida la muerte se lo llevó. 

XIII- EL GAUCHO ERRANTE

Pedro había pensado en todo lo que le diría mientras miraba cómo la vida de su enemigo se le apagaba en los ojos, pero llegado el momento crucial no le salió ni una palabra siquiera. ¿Qué decir, si al final los dos, cada uno a su manera, ya estaban muertos desde aquella fatídica noche en el boliche? Ni decirle que se fuera al infierno tenía algún sentido, si ambos ya transitaban por los tenebrosos caminos que conducen a él desde hacía mucho. Consumado el hecho, Pedro limpió el facón en el pasto, volvió donde su caballo, montó con desgano y salió al trote, rumbo a ningún lugar, como gaucho errante sin querencia ni pedazo de tierra donde caer muerto. 

XIV- EL ARTÍFICE 

   Debajo de una higuera, cerca del rancho de Remigio, un hombre vestido de negro sonreía maliciosamente.

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EL JUEGO DEL DIABLO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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lunes, 21 de septiembre de 2020

EL CANARIO BRASILERO

 

Mario Mariano, un solterón empedernido, vivía con su madre viuda en Villa Bosch; pero su empedernida soltería no se debía a que no le gustaran las mujeres, lo que no le gustaba era el casamiento. En cambio, había algo que amaba por sobre todas las cosas, incluso más que a su madre: los canarios. Tras ellos recorría todo el territorio nacional y con frecuencia viajaba a Paraguay, Uruguay y Brasil, donde, además de participar en torneos y campeonatos, aprovechaba para adquirir nuevos ejemplares. 

   A la terraza de su casa Mario la había convertido en una jaula gigante y dentro de la casa había condicionado una habitación a prueba de ruidos externos, una especie de estudio de grabación, donde a fuerza de cassettes con cantos prodigiosos sometía a los canarios a exhaustivas horas de grabación. Trofeos y medallas los había por toda la casa.  

   Pero no todo en la vida de Mario iba de maravilla; uno de sus canarios, adquirido en Porto Alegre, un campeón de campeones descendiente de un gran campeón, apenas llegó en casa se empacó y no quiso cantar más. 

    Pero qué cosa rara, le comentó Mario a su madre, si lo hubieras escuchado, mami, ¡qué trinos! 

    Y, como era de esperar, el pájaro fue a parar a la habitación estudio. Había pagado una fortuna por él, de modo que no iba a desistir fácilmente. Pero pasaba el tiempo y el canario no emitía nota alguna, y para peor de males era rebelde y cada vez que Mario le limpiaba la jaula el pájaro le picoteaba los dedos. 

   No entiendo, le dijo a un amigo, que vino a ver su nueva adquisición, allá en Brasil cantaba una barbaridad y era manso como un cordero. 

   Seguramente no le sienta bien el clima, le dijo el amigo. 

   Pero si acá el clima es parecido a Porto Alegre, tenemos las mismas cuatro estaciones, contestó Mario. 

   No me refiero al clima como tal, sino al clima que se siente en Buenos Aires: la gente, los ruidos, los olores. Como sabes, ya fui varias veces a Brasil de vacaciones y te digo que si yo fuera un pájaro de allá ni loco me adapto con esto aquí, le confesó el amigo.. 

   ¿Te parece? 

   ¡Claro, hermano!, mira el samba, lo escuchas y te das cuenta que en el mundo todavía hay lugar para la alegría; el ritmo es vivaz y te hace bailar aunque estés en una silla de ruedas; uno cierra los ojos y ve colores llamativos en plena oscuridad. Sin embargo, acá, ¿qué tenemos?  El tango, que al primer chan chan te viene una tristeza de cementerio que se te instala en el alma que no te la saca nadie ni a garrotazos y hasta te dan ganas de matarte, porque el ritmo está más para marcha fúnebre que para música de carnaval, y, además, el paisaje, cierres los ojos o no, es siempre gris, y por más que haga un solazo de rajar la tierra sigue siendo gris. Ahora, imaginate que vos sos el canario, canario y brasilero, ¿ok?, y como tal para vos cualquier cosa "tá tudo bem" pero de repente te sacan del sambódromo y te tiran acá, en la morgue, ¿cómo te sentirías?, ¿te vendrían ganar de cantar o de llorar? Decíme la verdad. Como mínimo te darían ganas de morir, le discursó el amigo. 

   ¡Eh, que no es para tanto!, ¿y qué me decís de la cumbia?, objetó Mario. 

   ¿Que no es para tanto? Vos decís eso porque tu cabeza piensa como argentino, pero yo te dije: sos el canario y brasilero, entonces debes pensar como él. Mira, ponete a contar cuántos chichichí, chichichí escuchas en una sola cumbia y después los multiplicas por las treinta o cuarenta cumbias que ponen tus vecinos, que ponen no, que te obligan a escuchar, a vos y a toda la cuadra, de lunes a lunes. Decíme entonces, si tanto chichichí no dan ganas de partirse la cabeza contra la pared. Ahora imagina al pobre canario, que no tiene casi nada para distraerse a no ser pensar en su tierra amada; al pobrecito no le queda otra que soportar la tortura psicológica, hermano. ¿Entonces, cómo pretendes que cante?Con razón te repicotea la mano, yo en su lugar te picaba en los ojos, como los cuervos, aseveró el amigo. 

   ¿Será posible?, dijo Mario. 

   Y habrá que hacer la prueba, por qué no compras un CD de samba para ver que pasa, aconsejó el amigo. 

   Esa misma tarde Mario compró un CD de samba y trajo el canario a la habitación estudio, Ya en los primeros compases al canario se le erizaron las plumas y empezó a cantar como loco. Mario no lo podía creer y corrió a contarle la novedad a la madre. Con el apuro se olvidó de cerrar la puerta y el sonido llegó a la terraza. Para qué, nunca el barrio había oído a los pájaros cantar con tanta algarabía. Cuando Mario se percató del trinar inaudito que venía de la terraza volvió corriendo tras sus pasos y cerró la puerta de un golpe, no fuera que a los demás canarios se les contagiara la brasilidad y no volvieran a cantar sin samba. 

   Mario se quedó un largo momento mirando al canario, que seguía cantando a todo pulmón, como si estuviera en pleno sambódromo, acompañando el samba-enredo de su escola de samba preferida mientras la veía desfilar en plena avenida. El pajarito saltaba en los palitos con una alegría que Mario nunca había visto en ninguno de sus canarios en toda su vida. Mario se acercó a la jaula y se le dio por meter la mano para sacarse una duda de encima: esta vez el canario no lo picoteó como siempre, sino que se le arrimó y fregó el pico en sus dedos. Mario lo sacó de la jaula y al acercarlo a su rostro notó que tenía los ojitos húmedos, como a punto de largarse a llorar. 

   Al otro día, a las seis de la tarde, Mario estaba en la terminal de Retiro; el ómnibus que los llevaría a él y al canario a Porto Alegre, salía a eso de las siete. 

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EL CANARIO BRASILERO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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FANTASUMAGORI

 

Tanaka, no soportando el rechazo de Mariko, la hija del señor Nakayima, ni la vergüenza pública a la cual se vería enfrentado, tomó la trágica decisión de quitarse la vida mediante el ritual del seppuko. Para ello eligió el bosque de Aokigahara, el mar de árboles, no importándose con los demonios y los fantasmas de niños y ancianos, abandonados en una época pasada de gran hambruna, ni de de los suicidas que acudían con frecuencia al bosque para dejar este mundo, tal lo escrito por Wataro Tsurumi en el "El completo manual del suicida", donde afirmaba que dicho bosque era el lugar idóneo para quitarse la vida. 

   Tanaka eligió para su viaje al más allá un hermoso prado a la orilla del lago Motosu-ko. Tendió la esterilla de bambú sobre el pasto y se sentó en la posición seiza, delante suyo reposaban una daga Tanto y un paño blanco. Para darse coraje bebió un sorbo de sake y luego escribió un sentido zeppitsu de despedida, donde describía su drama y pedía perdón a sus padres. Finalmente, se desabotonó la camisa, envolvió la empuñadura de la daga con el paño y cuando estaba a punto de cumplir la parte final del ritual de desentrañamiento, se le ocurrió que tal vez la daga no estuviera afilada adecuadamente, haciendo que el sufrimiento de la muerte fuera mayor pero innecesario. De manera que se levantó, se bajó los pantalones y se hizo una pequeña incisión en el muslo de una pierna. Tanaka nunca había visto sangre en su vida, por eso fue una sorpresa decepcionante comprobar, mientras desfallecía, que todo intento de apagar el dolor y la vergüenza provocados por el rechazo de Mariko sería en vano. Cuando recobró la consciencia, empezó su vida de fantasma viviente en el bosque de Aokigahara, el cual nunca más abandonó. 

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LA NIEBLA


Primero la vi aparecer por la tv, en una transmisión en vivo, parecía una falla de transmisión. Un periodista entrevistaba, a la salida de un evento artístico, a unas personas cuando apareció la niebla sin saberse de dónde. Todo quedó borroso, como si un velo semitransparente hubiera sido colocado, repentina y deliberadamente, sobre la lente de la cámara. Después se oyó el audio de varias voces preguntando sobre qué o quién provocara ese fenómeno; en seguida fueron silenciadas por un griterío indescifrable, el mismo que en momentos oiría a mi alrededor. Rápidamente me paré y fui corriendo hasta la ventana, pensando que tal vez se tratase de una tormenta eléctrica, aunque no había visto en el noticiero de ese dí­a anunciar mal tiempo. Entonces la vi por segunda; se desplazaba velozmente cubriendo toda la ciudad. Vení­a de todas las direcciones y de sus entrañas volví a oír los mismos gritos indescifrables que oyera, a escasos minutos, por la televisión. En un instante la tenía del otro lado del vidrio de la ventana, en seguida empezó a colarse por debajo de la puerta y a invadir la sala. Corrí a esconderme en mi habitación, abrí las puertas del maletero, saqué lo poco que había y de un salto me zambullí adentro. Por la hendija de las puertas vi la habitación ser invadida por la niebla y dentro de ella las sombras indefinibles, que en seguida empezaron a romperlo todo. Arrastraban muebles, quebraban vidrios y todo ese barullo infernal se mezclaba con sus voces ininteligibles. En ese instante de mínima proximidad tuve la certeza de que el maletero no fuera el mejor lugar para esconderme, aunque la verdad no había otro lugar dónde hacerlo si ser descubierto, y de que mi anonimato estaba con los segundos contados. El revoltijo en la parte inferior del ropero aceleró aún más los latidos del corazón  y cuando ya había agotado todas las hipótesis que fui capaz de imaginar que impidiesen ser descubierto, las puertas del maletero, finalmente, se abrieron. Manos o garras invisibles me desalojaron de cubículo y me arrojaron al piso, sobre el revoltijo hecho con todas las cosas rotas. El griterío entonces paró, pero ellos seguían ahí­, rodeándome, sin tocarme, pero respirando a centímetros de mi cara. Afuera de la habitación y en la calle la furia demoní­aca continuaba con la misma intensidad del principio. De pronto las respiraciones cesaron y todo quedó en silencio, y la niebla comenzó a escurrirse fuera de la habitación lentamente. Cuando, después de varios minutos en que permanecí sobre los destrozos, me animé a salir ni mi casa, ni la calle, ni la ciudad y ni el mundo fue el mismo, todo quedó tal cual está ahora. Desde aquella noche salgo todos los días a recorrer las calles fantasmales, pero hasta hoy no he encontrado a nadie más que a ti. 

   El perro, tras las caricias de su amo, movió alegremente la cola y le dio una lamida en las manos. 

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LA NIEBLA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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LA PRUEBA



    Prefiero esta habitación, dijo Artemio Orizabal, después de examinar la distancia que separaba el cuartucho en el fondo de la casa principal, donde estaba el grueso de las habitaciones de la pensión. 

   Pero acá hay mucha humedad, objetó la dueña de la pensión. "Pero es más barato el alquiler", pensó Artemio. 

   No hay problema, doña, me viene bien así, insistió Artemio. 

   Como usted guste, señor Orizabal, contestó la dueña, sin ocultar cierto disgusto, que Artemio no dejó de notar en sus labios fruncidos, y le pasó la llave. 

   El cuartucho, de paredes verdosas por la humedad y oliendo a encierro, a simple vista no le resultó ni bueno ni malo, le daba lo mismo; sus únicas ventajas, además del precio más en cuenta, eran estar separado del resto de la pensión y tener un pequeño baño para él solo. 

   A la tarde, a eso de las cuatro, la dueña, sentada en una mecedora en la galería y un par de inquilinos (una mujer pachorrienta, ni joven ni vieja, que barría con desgano una pequeña alfombra polvorienta en la puerta de una habitación, y un viejo raquítico, solo piel y huesos, sentado bajo la sombra de un roble) lo vieron pasar con un libro en una mano hacia el fondo. Artemio saludó a la dueña con un "buenas tardes", que ella devolvió con voz ausente mientras su mirada escrutadora apuntaba al libro. Al viejo Artemio le concedió un breve cabeceo, devuelto de la misma manera por el viejo mientras lo seguía con la mirada como perdida, sin embargo a la mujer que barría no se molestó ni siquiera en mirarla, pasando de largo como si ella no estuviera allí. 

   Ya moría la tarde y Artemio leía "Cuentos de imaginación y misterio", de Poe, recostado en la cama cuando consultó el reloj. 

   ¡Epa!, soltó, y rápidamente se levantó, dejando el libro abierto al final del primer cuento "William Wilson" sobre la mesa; se desarrugó el pantalón, alisándolo con las manos, y vistió el saco que colgaba sobre el respaldo de la única silla que disponía. 

   Cinco minutos después Artemio salió del cuartucho, dejando la luz prendida por descuido. 

   Todavía se encontraba parado delante de la puerta de la calle, encendiendo un cigarrillo, cuando oyó a sus espaldas la voz de la dueña de la pensión. 

   Ya sabe, señor Orizabal, después de las diez no se abre más la puerta para nadie, le recordó, poniendo exagerado énfasis en las últimas dos palabras. 

   Sí, sí, lo sé, contestó Artemio, no se aflija doña. 

   De pronto algo perturbó sus pensamientos: había olvidado de cerrar el libro. Recordó, vagamente, un desastroso incidente sucedido en cierta ocasión cuando se olvidó cerrar otro libro y cuando volvió se encontró con un puñal caído en el piso, idéntico al puñal del personaje del libro. Sin saber qué pensar al respecto volvió al libro y con asombro vio que el personaje ya no tenía el puñal. Por un momento Artemio se vio tentado a volver al cuartucho pero, entre que ya se le hacía tarde para un compromiso con una fulana en cierto arrabal de la ciudad y la presencia de la dueña de la pensión, que parecía estar clavada al piso en el medio de la entrada, optó por desistir y se apartó caminando despacio por la acera que ya empezaba a desaparecer bajo la oscuridad. 

   La dueña de la pensión, pese a lo pendiente que estuvo, igual que siempre, como si fuera la reencarnación misma de Argos Panoptes, no vio regresar a Artemio, pero se dio cuenta que ya había llegado por el fino resplandor que salía por debajo de la puerta, cuando fue a trancar la puerta de la calle (la verdad es que Artemio no volvió esa noche sino que pernoctó en la casa de la fulana). Pero sí lo vio pasar hacia el fondo por la mañana, cerca de las nueve, y salir veinte minutos más tarde cargando una bolsa de arpillera. De cuello estirado en la puerta de su habitación, la señora todo ojos y casi con seguridad todo oídos también, lo vio dejar la bolsa enganchada en uno de los tantos clavos ensartados en el árbol frente a la puerta principal, y seguir rumbo al centro; enseguida se precipitó a la vereda y se lo quedó vigilando. Cuando Artemio dobló la esquina, manoteó la bolsa y volvió a meterse en la casa, donde se puso a hurgar el contenido con un palo que usaba para ahuyentar los perros siempre que se alejaba de la casa. 

   La cara de la vieja se le arrugó de dudas cuando sacó una máscara de seda negra y una capa de terciopelo azul. Por su mente pasaron carnavales idos, bailes de máscaras y hasta obras teatrales, pero, al final, se encontró perdida en un laberinto de incertidumbres, y, sin llegar a ninguna conclusión, rezongó una expresión inteligible mientras doblaba la bolsa, la máscara y la capa y, finalmente, tiró todo dentro de la cesta de ropa sucia. "La bolsa me servirá para trapo de piso y con la capa puedo hacer un hermoso almohadón y con la máscara... bue, ya se me ocurrirá algo", concluyó. Después salió a la galería, donde se sentó en la mecedora, a vigilar los movimientos de la casa.

   Esa noche Artemio durmió en la habitación. 

   Por la mañana, fuertes golpes en la puerta lo despertaron; cuando abrió, dos policías se presentaron y le pidieron que se vistiera rápido que el inspector quería hablar con él. 

   ¿Inspector, qué inspector?, preguntó, aún medio somnoliento. 

   El inspector del departamento de la policía metropolitana, pues parece que anoche alguien asesinó a la dueña de la pensión, respondió el agente. 

   ¡¡¡¿Cómo dice...?!!! Artemio ahora se frotó con fuerza los ojos lagañosos. 

   Que parece que anoche un maniático entró a la habitación de la mujer y la mató enterrándole un palo en el pecho, pero no podrá ocultarse por mucho tiempo ya que el infeliz dejó las pruebas del delito, una máscara de seda negra y una capa de terciopelo azul, escondidas en la cesta de ropa sucia, dijo el agente, con una leve sonrisa. 

   Está bien, me cambio enseguida y los acompaño, dijo Artemio, cerrando la puerta tras de sí. 

   Mientras los policías esperaban, Artemio agarró el libro de Poe y  y fue directo al baño. Una rápida ojeada al cuento que leía cuando dejó el libro abierto le bastó para ver que "William Wilson" ya no se encontraba más allí. Enseguida arrancó todas las hojas del libro y cortándolas en pedacitos con varias descargas las hizo desaparecer por el inodoro y junto con ellas la prueba que podría incriminarlo, porque William Wilson, ya no contra su doble y archienemigo sino contra la dueña de la pensión, había vuelto a hacer una de las suyas.

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EL JURAMENTO


La anciana corrió hacia la parada, con una mezcla lastimosa de arrastrar de pies y tropezones deplorables, muy triste de presenciar. Obviamente, aquella carrera ingrata se debí­a a que ya se acercaba el colectivo que quería tomar. El colectivero vio de reojo la patética escena y pensó: "Vieja boluda, ¿no ve el semáforo en amarillo? Ni loco me agarra la luz roja. Hasta que el vejestorio termine de subir llego atrasado para el partido". La anciana vio pasar el colectivo a toda velocidad y también la cara del colectivero haciendo que no la vio. "y tan vacío que iba", se lamentó con pesar. Sus ojos tristes siguieron el impiedoso colectivo mientras culpaba a la chica de la panadería por haberse demorado. "Culpa de esa chismosa de una mala madre otra vez llegaré atrasada". Cuando, por fin, llegó a su destino Lali, la nieta, estaba en la puerta de casa, y como siempre, con cara de culo. "Feliz cumple, nieta querida. Te juro que no fue culpa mí­a, fue del chofer que no quiso parar. Toma tu regalo". Lali hizo una mueca de desagrado innecesaria, recibió el regalo con la cualidad del hielo y sin agradecer dio media vuelta y dejó a su abuela hablando sola sin invitarla a pasar. Lejos de abatirse por la actitud malcriada de su nieta, quizás por costumbre, se la agarró con el chofer. Lo imaginó calcinado como un carbón profiriendo desgarradores alaridos encontrados en lo más profundo del insondable y misterioso reino del máximo dolor; su ennegrecida y grotesca imagen deleitó los sentidos de la vieja vengativa, que no conforme con lo ya imaginado hizo al infeliz enterrarse los dedos en la carne humeante y rasgársela con furia demencial, dejando escapar por entre los dedos chorros de sangre hirviendo; y mientras el infeliz agonizaba y los segundos le parecían si­glos, la vieja se meaba de risa delante de su cara. Unos gritos desde dentro de la casa, para que entrara de una vez, la hizo volver a la realidad. 

II

El chofer, como casi siempre, estaba atrasado y se detení­a solo donde bajaban pasajeros. "Que tomen el de atrás", pensaba cada vez que pasaba por una parada, indolente a las urgencias de la gente. "Justo hoy, el día del clásico me pasa esto", se quejó en un momento. Finalmente, terminado su recorrido, siguió hacia su casa a toda prisa. Al llegar saludó ligeramente a su esposa y cambió de canal sin pedir permiso y se aplastó en el sofá frente al televisor, sin darle oídos a las protestas de su esposa: el partido estaba por empezar. Pero traicionado por el cansancio del trajín diario se durmió a los pocos minutos, cuando el partido aún se mantenía cero a cero. Soñó que pasaba por la plaza, a la altura de la parada cerca del semáforo, cuando un tirón en el cuello lo obligó a desviar la cabeza; la cara desencajada de la vieja vagarosa lo miraba fijamente a los ojos, y en la frialdad de su mirada, había un juramento. Y, como se sabe, los juramentos nunca son buenos. El colectivero despertó con un "ay" desesperado: su esposa lo zamarreaba para ir a la cama. El partido ya había terminado y, como un mal augurio atribuido a la vieja, su equipo había perdido por goleada: 6 a 0. "¡Y justo contra River! Vieja maldita", gritó con odio. 

   Por dos días consecutivos, soportó todo lo peor en silencio y bajo el más desgarrante dolor. Conocidos y gente a la que no había visto nunca parecían estar todos de acuerdo para hacerle la vida imposible. Pasajeros se codeaban, susurraban burlas y se reían amparados en sus manos sobre la boca, mientras sus miradas lo seguían desde una perspectiva oblicua y esqui­va. Conductores de otros vehículos bocinaban estrepitosamente y lo señalaban con dedos impiedosos de jueces incorruptibles, pero igualmente desalmados. Otros, sin embargo, se reían abiertamente de su desgracia en la misma cara. Las personas de a pie, apiñadas al borde de las veredas, aullaban improperios, y otras, desde las casas y los balcones, agitaban los infames banderines del rival. Por un momento se sintió el chofer de la carroza de carnaval más ridí­cula del mundo. Nadie hacía otra cosa que burlarse de él, todos vestidos de rojo y blanco. Era la histeria colectiva confabulada contra un solo hombre. Pero al mediodía del tercer día en el infierno, como liberado ya de un hechizo generalizado, todo el mundo paró de reír y no tocó más en el asunto, los desconocidos volvieron a desconocerlo y los conocidos a actuar normalmente. Sin embargo, por algunos dí­as, cada vez que pasaba por la plaza, los ojos de la vieja volvían a inquietarlo.

III

Pasaron algunas semanas y el colectivero, al fin, ya se habí­a olvidado el episodio con la anciana cuando una mañana, justo al pasar por la plaza, un pasajero tocó el timbre para bajar, y el semáforo en rojo lo obligó a permanecer detenido en la parada. Alerta al cambio de luces, mantenía los ojos puestos en el semáforo; de repente sintió que tocaban el vidrio de la puerta de acceso y al mirar en su dirección, ¡oh sorpresa!: vio que era la anciana. Entonces su semblante se tornó lúgubre. 

   "Quiere hacerme el favor de abrirme la puerta, chofer", le dijo ella, que ya había olvidado su cara y no sabía que era el mismo que la había dejado a ver navíos el día del cumpleaños de su nieta . El colectivero se percató de ello, pero incluso así le dijo: 

   "No", con cara de satisfacción. 

   "Pero si va vacío", reclamó la anciana, señalando el interior del colectivo. A lo que él respondió, y esta vez con cara de odio: 

   "Eso es por lo que me hiciste pasar contra River, vieja agorera", y en seguida arrancó a toda velocidad. Algunos pasajeros lo interpelaron por su actitud tan poco solidaria, ni que decir irrespetuosa, con una pobre anciana que podía ser su madre, pero el colectivero, impávido ante las protestas y sin dejar de mirar con aire satisfactorio en su semblante por el espejo retrovisor a la anciana, que agitaba los brazos como una desesperada, se dirigió a su fin contra un camión cisterna de Y.P.F., cargado de combustible, que cruzaba a destiempo la avenida. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...