miércoles, 4 de noviembre de 2020

SATISFACCIÓN EN EL TRABAJO

 

Martínez apagó la máquina, respiró hondo y se dirigió a la oficina del jefe. 

   ¿Qué desea, Martínez?, le preguntó el jefe, confortablemente reclinado en un sillón. Fumaba y bebía un café humeante. 

   Jefe, creo que mi salario no está a la altura de mi capacidad de trabajo, dijo Martínez, sin rodeos. El jefe arqueó una ceja.

   Lo entiendo muy bien, Martínez, respondió, impasible, y agregó: pero vea una cosa, ¿qué pasaría el próximo mes si hoy lo despidiera? Martínez se puso pálido e imaginó durante unos instantes el mes siguiente, luego respondió: 

   Verdaderamente, jefe, creo que pensaría seriamente en matarme. El jefe asintió con la cabeza mientras hacía un gesto con la boca torcida.

  Bueno, bueno, hombre, calma que no es para tanto, le dijo, y enseguida le sugirió: mire, haga lo siguiente, vuelva usted a su puesto y mientras hace su trabajo piense que nada de lo que usted acaba de imaginar sucederá, ¿qué le parece, eh?. Martínez asintió en silencio y abandonó la oficina con la cabeza gacha; con pasos apresurados retornó a su puesto, prendió la máquina y continuó con su mecánica y monótona rutina diaria. Pero ahora, vista su vida desde otra óptica, muy conforme y satisfecho con su empleo, y encima muy bien pagado. 

                                                                       

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SATISFECHO EN EL TRABAJO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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BUDA Y EL NIÑO TRAVIESO

 La causa por la cual Siddhartha Gautama no murió de hambre durante los cuarenta y nueve días que pasó meditando bajo una higuera conocida como el árbol del Bodhi, el árbol de la sabiduría, fue un niño travieso llamado Rajiv. 

Un día, mientras Rajiv vagaba por las callejuelas de Bodh Gaya, arrojándole cascotes a las vacas ociosas que deambulaban por las calles como panchas por la India, pasó delante de una higuera y vio a un hombre que parecía dormir, pero no era así, porque en su inquebrantable búsqueda de la iluminación, el nirvana, Siddhartha meditaba; y como ya estaba hastiado de cascotear vacas, se la agarró con él. 

   El niño agarró el primer cascote que vio y se lo lanzó, pero Siddhartha, sin abrir los ojos, levantó una mano y, atrapando el cascote al vuelo, lo transformó en un racimo de uvas, que conservó sobre su regazo. No creyendo en lo que había visto, o quizás por eso mismo, el niño se vio incitado a la curiosidad, así que volvió a arrojarle otro cascote. Esta vez Siddhartha, luego de atraparlo tal cual el anterior, lo transformó en un vaso con yogurt, que depositó a su lado. El niño, asaltado por la duda, se rascó la nuca durante algunos segundos e, insistiendo una vez más, le arrojó al santo hombre otro cascote; y de nuevo, Siddhartha lo atrapó como a los otros dos y lo transformó en una cucharita. En seguida abrió los ojos y mirando al niño travieso le dijo: 

   Bueno niño, ya basta de travesuras por hoy. Vete y déjame comer en paz. Rajiv se lo quedó mirando boquiabierto mientras veía cómo Siddhartha tomaba el racimo de uvas, desprendía algunas, dejándolas caer lentamente dentro del vaso de yogurt, y cómo en seguida empezaba a comer.

Hay que acotar que Rajiv, maravillado por aquella magia practicada por el santo hombre, todos los días, hasta que Siddhartha alcanzó el nirvana, volvió al lugar para seguir cascoteándolo.

                                                                           

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BUDA Y EL CHICO TRAVIESO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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BABY, EL PERRO

 Cuando los hijos se lo regalaron, faltando tres meses para navidad, apenas le puso el ojo encima lo llamó Baby, como el lechoncito de la película; y no lo engordó para comerlo en navidad o año nuevo, como pensaban los hijos, que se lo habían regalado con la doble intensión de que el padre lo engordara, carneara, asara y los invitara a degustarlo. El hombre, que había perdido la costumbre de una compañía animal, se lo quedó como mascota. Y, claro, a falta de gato, mientras fue lechoncito sustituyó la representación felina con caricias entre sus piernas y, a veces, durmiendo sobre el regazo del hombre, cuando por las tardes leía novelas sentado debajo de la parra. Pero cuando ya se hizo demasiado grande y pesado su función fue la de perro. Recibía a las visitas desconocidas con gruñidos intimidatorios, que de inmediato los visitantes reconocían, en su terca determinación de impedir el paso, su perfecto desempeño de perro guardián. ¡Y ni qué hablar de los carteros entonces! Lo cierto es que Baby fue compañero fiel del hombre durante los dieciocho años en que duró su vida; una soleada mañana de primavera, perfumada de jardín florido, se despidió de la vida persistiendo en su último sueño. 

                                                                                   

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BABY, EL PERRO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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FASTIDIO

 Lo agarró distraído; él miraba tranquilamente vidrieras por la calle Florida cuando fue abordado por una gitana. 

   ¿Le adivino el futuro, señor?, le dijo ella, mirándolo de un modo que él creyera ser hipnótico.  

   No, gracias, ya lo sé, respondió con convicción el paseante, mirándola de una manera que la gitana creyó ser una disculpa para sacársela de encima. 

  Deme lo que usted pueda, dijo ella, demostrando que solo quería unos pesos. 

   Ya le he dicho, que ya conozco mi futuro, pero si quiere ganarse un dinero cuénteme mi pasado y le daré todo lo que llevo encima, que no es poco. La gitana, dudó un momento y sin decir nada se dio vuelta y salió detrás de un turista que casualmente pasaba por ellos. 

   Aquella intromisión lo había fastidiado de verdad, de manera que se desmaterializó y volvió al futuro. 

                                                                                    Fin.  

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DEJAR DE EXISTIR

   "¡Juancho dejó de existir!" El grito hizo que clavara los pies en el piso. Un conocido lo había alertado mientras pasaba en el auto. Juancho, su amigo de la infancia, había muerto. 

   "No lo puedo creer", repetía una vez tras otra mientras sus pasos doblaban en la esquina y ya lo llevaban a la florería para encomendar una corona. Viejos recuerdos volvieron a su mente, ya no amables y risueños, sino cubiertos por el manto gris de la tristeza más profunda; el primer encuentro en un recreo de segundo grado; su casa; los partidos de fútbol en el potrerito de la esquina; unas vacaciones juntos en Córdoba; las aventuras nocturnas en ese pueblo que la gente vivía diciendo que nunca pasaba nada y la despedida cuando se fue a vivir a la capital, cinco años atrás ( después ya no había sabido más de él). En fin, toda su historia juntos se le vino encima de un solo envión, de manera que las lágrimas, incontenibles, le llegaron silenciosas y sentidas. 

   Un silbido lo trajo al presente, un silbido igual al modo de silbar de Juancho, como no podía ser de otra manera; de ahora en adelante sabía que todo remitiría a su querido amigo. Se dio vuelta, porque, como hace todo el mundo, creyó que estaba dirigido a él. Era una muchacha, que del otro lado de la vereda lo saludaba con una mano. ¿Quién sería? Estaba seguro que nunca la había visto, pero ella actuaba como si lo conociera. Su cara se arrugó de dudas. Ella cruzó la calle, llegó a su lado y, ¡oh, sorpresa!, se parecía terriblemente a Juancho. 

   ¿Juancho?, preguntó, confundido. 

   Juancho no, dijo ella, Vichy; Juancho dejó de existir. 

                                                                                  

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DEJA DE EXISTIR por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LOS DUELISTAS

 

Discutieron por una nimiedad, pero las cosas fueron a más y ofensas hubo por ambos lados, entonces uno de los dos se sintió más ofendido en su honra que el otro y exigió lavar la afrenta con sangre. 

   De modo que así quedaron las cosas. 

   Cuando los carruajes llegaron, casi juntos, al punto señalado en el bosque los padrinos ya estaban esperándolos, cada uno sosteniendo la caja de madera con el arma previamente escogida por ambos duelistas. 

   Los hombres bajaron, los pasos decididos, los semblantes solemnes, y detrás de ellos los ayudantes, cada uno cargando los cuerpos amordazados de sus respectivas suegras, que debían suplantarlos al momento de los disparos. 

   ¡¿Cómo?!, habrá exclamado algún escandalizado.

   ¡Que sí, que en esta vida hay que ser práctico!, habrá contestado un adepto del pragmatismo.

   Bueno, acá se hace necesaria la aclaración del desenlace: el duelo terminó en empate, como para que ninguno de los contendientes se sintiese damnificado. 

   Horas después en la taberna, los duelistas, ya amigos como antes, festejaban con sendas jarras de vino a la memoria de las muertas, que, al final, no resultaron tan malas como suele pintarse a las suegras, pues gracias a ellas la vida, para ellos, continuaba. 

                                                                               

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LOS DUELISTAS por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LA LÁMPARA MÁGICA

 

Ella tenía un deseo profundo, una imperiosa necesidad de escribir un poema: esa tarde su amante había marchado a la guerra. Y justo ahora, noche ya, habían cortado la energía eléctrica y para peor en ningún cajón ni un pedazo de vela encontró. 

   Subió a una silla y tanteó en la oscuridad, urgida por las ideas que con la misma facilidad que venían también así se iban. Por fin, dio con la lámpara. Bajó y con un repasador la frotó y frotó hasta que la lámpara mágicamente se iluminó. Con cuidado volvió a enroscarla en el portalámparas y así fue que pudo terminar el poema de amor a su bien amado que quizás nunca volviera a ver. 

                                                                       

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...