jueves, 26 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y LA LEYENDA DE BUFFALO BILL

 Estaba don Esteban, el sabio camino a la estación del pueblo para ver la llegada del tren de la mañana cuando al pasar delante del boliche "El Trago", fue interceptado por un grupito de parroquianos que discutían junto al palenque. No más verlo, le salieron al paso un par de gauchos para que les aclarara, ya que el hombre tenía fama de saberlo casi todo, sobre la duda que tenían acerca de la alusión al búfalo en el nombre de Buffalo Bill. Don Esteban los miró con gravedad por un instante, intrigó por la inesperada y curiosa interpelación por parte de esos gauchos, ya que gauchos preguntando sobre Buffalo Bill no se los encuentra todos los días. De manera que don Esteban se acomodó contra la pared del boliche y con tono solemne empezó a contarles: 

   "Un día, en un día de caza de búfalos y a la hora del almuerzo, Bill Cody, tal era el nombre verdadero de Buffalo Bill, se atoró con un gran pedazo de carne asada de búfalo. Todos los que se encontraban alrededor compartiendo el asado, vieron de pronto cómo su jefe se puso morado y empezó a agarrarse con desesperación la garganta, entre contorsiones y horribles morisquetas. Pat, su joven ayudante, se acercó a su patrón y con voz calmada le dijo al oído: "jefe, expúlsalo". Pero Buffalo Bill, maldijo por dentro a su ayudante por decirle lo que ya sabía que tenía que hacer pero que no podía, en lugar de darle palmadas en la espalda, mientras seguía luchando, con mucha dificultad, por aspirar un poco de aire. Al inhalar parecía casi un silbido, y al exhalar, por la forma en que bufaba, se asemejaba bastante a un soplido de animal de carga, y bien cansado dicho sea de paso. Fue en ese instante que nació el que hoy conocemos como Buffalo Bill, porque Pat se acercó aún más al oído de su jefe y le dijo, casi ordenándole: "búfalo, Bill, búfalo". Y Bill entonces bufó con todas sus fuerzas y el pedazote de carne asada de búfalo rodó por el suelo a unos cuantos metros del lugar, yendo a parar debajo de una carreta. Pero no les voy a contar lo gracioso del desparramo que hicieron los perro al disputarse el pedazo de carne para no extenderme demasiado, porque sé muy bien que no están aquí para escuchar pavadas ni yo quiero perderme la llegada del tren. Bien, como dije, fue a partir de ese día que la leyenda de Buffalo Bill se extendió por todo el mundo, pues no pudo de ninguna manera sacarse el apodo de encima. Y para terminar, les cuento que después de reponerse del nefasto percance y de haber molido a patadas en el culo al inepto de su ayudante, Bill Cody decidió que la caza de búfalos de allí en más era una etapa superada en su vida, y les dijo a los vaqueros que prefería crear una compañía de circo que arriesgarse a morir atragantado por culpa de un ayudante inútil, ¿qué tal? Bueno, el resto de la historia todos ya la conocemos, ¿no? Al final, quién no vio alguna vez una película de Buffalo Bill". 

Terminadas las últimas palabras, se escuchó el primer silbato del tren cerca del cementerio, con lo que don Esteban saludó al gauchaje y siguió viaje a pasos aligerados rumbo a la estación. 

                                                                              

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DON ESTEBAN Y LA TRIPOFOBIA

 Estaba don Esteban, el sabio jugando al solitario en una mesa del club Sancarmeño, cuando uno de los parroquianos sentados en una mesa cercana le preguntó si por casualidad sabía cómo se llamaba la fobia a los espacios abiertos. 

   "Ágorafobia se llama, dijo don Esteban, "un temor obsesivo como la claustrofobia, la aerofobia o la tripofobia". 

   "Disculpe, don Esteban", dijo otro de los parroqianos que compartían la mesa, pero creo que de esa tal de tripofobia nunca oí hablar, ¿a qué se refiere?" Don Esteban juntó las cartas, acomodó la silla como para hablar largo y tendido y empezó a decirles: 

   "Bueno, ya que no lo sabe le voy a decir qué significa. Desde ya le digo que la definición encontrada en el diccionario dice que es la fobia a los patrones repetitivos, pero permítame contarle mi definición cuando todavía no conocía esa palabra, y eso se me ocurrió por causa de una gallina que tuve cuando  era joven, mucho antes de convertirse en el ingrediente principal de un pucherito dominguero en que  en las casas no había para el asadito. La gallina se llamaba, o mejor dicho, la llamábamos de Bataraza y a la bicha le gustaba una lombriz que ni se imaginan ustedes cuánto, y observen que en casa no le faltaba maíz picado ni sobras de comida, pero ella no le hacía caso al plato lleno y le daba sin asco al escarbe, con eso el patio siempre estaba hecho un asco. Fue por eso que le hice un gallinero especial, pero la desgraciada aprendió a escalar el tejido de alambre y cuando lo teché para que no continuara escapando, la ladina hizo un túnel. De nada sirvió enterrar alambre de púas como al chiquero de los chanchos ni ponerle candado a la puerta, porque hasta para eso la muy bicha se dio maña, usando las uñas como ganzúa. Al final la bataraza me ganó por cansancio y volví a dejarla suelta. Y parece que por los alrededores ya se habían agotado todas las lombrices, todas las viboritas ciegas y creo que las otras víboras también porque empezó a comerse las tiritas que mi padre ataba en la quinta de verdura para espantar los pájaros, las hilachas que colgaban del espantapájaros en el maizal y los flecos del chal de la abuela que no se lo sacaba ni en verano, hasta que un día tironeó de una punta y se lo destejió todo. ¡Cómo pasó frío la abuela sin su chal! La suerte fue que mi madre le hizo otro cortando una frazada vieja en dos. Y para que vean ustedes cuán obsesiva era la Bataraza con todo aquello que pareciera lombriz que hasta con los galgos se la agarraba a los picotazos limpios si por ventura entre las sobras que se tiraban al patio veía un mísero fideo A tal punto de dejarlo tuerto para el resto de la vida al Mojarra de un picotazo certero, un día en que mi padre hizo un asado y ella se entreveró con los perros disputándose el piolín de los chorizos que uno le tiraba a los perros. Y así de brava era siempre, les daba cada revolcada que los pobres ya les habían agarrado miedo, a tal punto que mi padre colgó un cartel en el portón que decía "cuidado con la gallina". Todos los días cuando escuchaba el ruido de ollas se acercaba como quien no quiere la cosa a la cocina y se quedaba pispeando el movimiento, si veía que en el menú del día no se cocinaría fideos se iba, sino se quedaba haciendo guardia en la puerta a esperar las sobras y para la época de la cosecha del maíz se comía todas la hebras. Y hablando de hebras mi madre tuvo que cerrar bajo siete llaves el costurero después que la bicha le comió cinco carreteles de hilo. Y la verdad en casa no se salvaba nadie ni nada, cuántos cordones de zapato no le compró mi madre a mi padre porque la Bataraza se los embuchaba, y cuántas veces tuve que jugar a la pelota descalzo porque a los botines les faltaban los cordones. Al final tuve que hacer como los cazadores de Alaska hacen con los osos y colgarlos de los árboles para que la Bataraza no pudiera alcanzarlos. Tampoco pude remontar un barrilete nunca más, ¿con qué piolín iba a fabricarlo y hacerlo remontar si ella se comía el carretel entero? El fin de la historia sucedió cuando para un fin de año mi padre carneó un chancho. Había dicho que un poco era para la fiesta y el resto era para hacer chorizos y salamines. Claro que mi padre fue más vivo que la Bataraza e hizo como yo y colgó el hilo choricero de un eucalipto. La cosa fue que en un descuido de todos la Bataraza se embuchó las tripas del chancho destinadas al chacinado. Mi padre puso un grito en el cielo cuando se percató que le faltaba el triperío para los embutidos. Todos, mi madre, mi padre, unos tíos que habían venido para ayudar en la faena, los perros y yo miramos para todos lados y nada de la Bataraza, la bicha se había escabullido. Entonces empezamos a buscarla y finalmente encontramos a la desgraciada escondida dentro del ropero de mis padres. Fue el Mojarra el que la descubrió, ¿quién diría?, si hasta parece que fue por vengarse del ojo perdido. Cuando escuchamos los ladridos en la pieza de mis padres acudimos corriendo. El Mojarra tironeaba de una puntita de tripa que se había quedado enganchada en la bisagra de la puerta del ropero. Cuando abrimos la puerta la gallina tenía el buche grande como una bocha, con lo que demoramos algo así como cinco minutos para sacarle los veinte metros de tripa. ¡Qué paliza le dio mi padre!, el patio quedó sembrado de plumas. Y desde ese día en adelante la pobre Bataraza no pudo ni oír hablar más de tripas. A la sola mención la pobre salía corriendo como una poseída, se escondía en un rincón y ahí se quedaba con el copete enterrado entre las alas. Bien, amigos, he ahí el otro significado de tripofobia que se me ocurrió en esa época en que nunca antes había oído tal palabra". Después de la explicación dada don Esteban volvió a acomodar la silla y siguió jugando al solitario. 

                                                                         Fin. 

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DON ESTEBAN Y EL ORIGEN DEL TIMBRE

 Don Esteban El sabio degustaba una copa de vino en la vereda del bar "Amanecer argentino", sentado en su mesa preferida. El reloj marcaba casi las seis de la tarde. Dentro de un rato el lugar empezaría a llenarse con los peones de don Pepe, volviendo del horno de ladrillos como siempre, y se quedarían por allí mismo un par de horas antes de seguir para sus casas, al final, lo primero estaba en primer lugar. También llegarían los albañiles, los ayudantes y, al trotecito manso, los peones de las estancias. Después de las seis ya nadie pasaba por la vereda, las personas debían pasarse a la vereda de enfrente o corrían el riesgo de ser atropelladas cuando, para eludir el atascamiento de clientes, bicicletas y caballos, se vieran obligadas a transitar por la calle. Pero esa tarde, antes que llegaran los clientes de costumbre, don Esteban vio aportar por allí a dos viajantes venidos de la capital. Cada uno cargaba un bolsón lleno de timbres recién llegados de China, "lo último de lo último", dijeron casi al mismo tiempo cuando sacaron de sus bolsones los timbres para que el dueño del bar los viera. Por el interés con  detallaban las cualidades sonoras y lumínicas, don Esteban pensó que no habían vendido mucho o era fuerza de la costumbre. Don Esteban observó,curioso, a través de la vidriera las maravillas chinas, pero no se sorprendió con lo que vio. Eso sí, eran vistosos los timbres, pero apenas eran dos pedazos de plástico que hacían ruido y emitían luces. Éso mismo le dijo a un conocido que se le sentó en la mesa al lado cuando éste le preguntó qué le parecían esas cosas chinas. En eso estaban, cuando los peones de don Pepe saltaron de la caja del viejo Mercedes que acababa de llegar. Al rato, alrededor de don Esteban se había formado una rueda, y hasta los dos viajantes se habían arrimado para escucharlo  contar el surgimiento del timbre. 

   El primer timbre surgió en los albores de la humanidad, empezó a decir el gaucho viejo, más precisamente en la prehistoria, y fue un perro (todos se miraron entre sí, arremolinando los ojos o haciendo muecas). Resulta que había un cavernícola más enamoradizo que conejo, que por esa misma cuestión salía poco de la caverna, apenas para cazar, juntar leña y hacer las necesidades. Y parece que a la cavernícola con la cual estaba acollarau también le gustaba en demasía el hueso porque tampoco se la veía mucho afuera de la caverna. Pero resulta que otro cavernícola, que vivía en una caverna vecina, y que tal vez por celos o por envidia o ambas cosas, a cada rato se le metía en la caverna, ya sea para pedirle el mazo prestado o para preguntarle si en la esquina estaba lloviendo. El cavernícola calentón, bastante fastidiado con las interrupciones del otro, se puso a pensar en una manera de inhibir sus sorpresivas entradas. Un día salió a cazar y en un par de horas apareció con un oso grizzly cargado en el lomo. Después de cuerearlo colgó la piel en la entrada. Pero al rato, en lo mejor que estaba en lo oscurito con la cavernícola, la caverna se iluminó de repente. Al darse vuelta vio la cabeza del vecino asomando entre la piel del oso; el maldito quería un pedernal prestado para encender la hoguera. "Será posible", habrá pensado quizás el cavernícola calentón. Pasaron unos cuantos días pensando en una manera de impedirle la entrada al otro metido, pero la verdad en esos primeros tiempos de la humanidad no había mucha cosa adentro de los sesos como para que encontrara la solución enseguida. Pero de tanto machacar encima de la cuestión, una mañana, mientras corría detrás de unos ciervos, al arrojarse sobre el que iba por último lo cazó por la cola; el bicho al sentir el tirón emitió un tremendo balido y en seguida, con una patada en la barriga del cazador, consiguió zafar y se perdió en la espesura de la mata virgen. Pero el cavernícola, a pesar del dolor terrible en el estómago y de haber perdido la cena de esa noche, volvió a la caverna contento y feliz y ya veremos por qué. En ese momento don Esteban se echó un trago porque las palabras le habían secado el garguero. A la mañana siguiente, continuó el gaucho viejo, cuando el vecino curioso, como siempre, se acercó a la caverna del cavernícola enamorado se deparó con un perro colgando de las patas delanteras de un palo enterrado al lado de la entrada. En ese momento salió el enamoradizo, seguro que lo estaba espiando detrás de la piel de oso, empujó al otro hacia un lado y se puso en su lugar, entonces tironeó con fuerza de la cola del perro y el bicho emitió un aullido de dolor; un momento después, para terminar la demostración, su mujer corrió la piel y le hizo un gesto con las manos que significaba más o menos: "¿qué quiere, usted?". Y bueno, fue así cómo se inventó el timbre. Es por eso que los perros de hoy en día tienen la cola larga, terminó de decir don Esteban. Uno de los viajantes entonces le preguntó al viejo: 

   ¿Y me puede explicar por qué hay perros que tienen la cola corta entonces?. Don Esteban lo relojeó de arriba abajo, pensó unos segundos y respondió: 

   Porque ésos no descienden de los primeros perros timbres. 

                                                                               

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DON ESTEBAN Y EL ARCA DE NOÉ

 Algunas veces a don Esteban El sabio se le presentaban asuntos espinosos de difícil abordaje, como suele ser el religioso, pero el gaucho viejo no le esquivaba el bulto y decía lo que pensaba. Como lo sucedido una noche de lluvia torrencial cuando se encontraba en un boliche de los arrabales de Santa Carmen, degustando un vinito rosado. 

   ¡Se viene el diluvio universal!, dijo un cliente, apenas irrumpió en el boliche sacudiendo la capota encharcada. 

   ¡Sí!, y si sigue así vamos a tener que fabricar un arca como la de Noé para volver a las casas, contestó otro, que estaba recostado en el mostrador, y uno que estaba cerca de don Esteban, al verlo cabecear negativamente, pensó en hacerlo hablar un poco para que los divirtiera con sus historias bolaceras. Entonces le preguntó: 

   Don Esteban, usted que sabe de todo un poco, ¿cree haya existido el arca de Noé? Don Esteban giró la cabeza, lo encaró por un momento y dijo: 

   No, mi amigo, yo soy evolucionista, creo en Darwin, respondió. Todo los presentes, presintiendo que el viejo ya se venía con una de sus ocurrencias, pararon las orejas. El hombre pensó que había que chucearlo un poco para que el viejo no quedara solo en aquello.

   ¿Cómo es eso, don Esteban?, le preguntó entonces. 

   Y bueno, si insiste, respondió don Esteban. El otro sonrió, el viejo ya había tragado el anzuelo. Entretanto el gaucho meditó unos instantes, antes de proseguir.

   Sabe que las preguntas más interesantes son aquellas que como respuesta suscitan nuevas preguntas y lo del arca de Noé suscita muchas, empezó. Una es, ¿de dónde sacó Noé tanta comida para alimentar la interminable cantidad de especies terrestres que Dios le dijo que salvara?, y como se sabe que eran dos de cada y el cautiverio sería prolongado debemos pensar que mientras tanto para no aburrirse los bichos habrían de echar más cría, y Noé, de haber contado con eso, debió de acumular más comida. Otra pregunta interesante es esta: ¿qué comieron los animales que solamente se alimentan de carne, durante los cuarenta días y cuarenta noches que estuvieron allí dentro? Dentro de mi ignorancia lo único que puedo imaginar es que se comieron a los más débiles, con lo que muchos no habrán llegaron a dar cría. De manera que si Noé acumuló más comida, trabajó al pedo. Porque con un par de leones, de tigres, de leopardos, de cocodrilos, de guepardos, de hienas, perros salvajes, lobos y otros pares de carnívoros menores no creo que sobraran todas las especies que hay en la tierra en la actualidad. En definitiva creo que lo de Noé y el arca es puro grupo, concluyó don Esteban. 

   Sí, don Esteban, pero como ninguno de nosotros estaba allá para contarlo, puede que sea verdad, ¿no?, insistió el que empezó todo, para que el gaucho viejo siguiera bolaceando. 

   Sí, puede que sí, pues en este mundo todo es posible m´hijo, pero en este supuesto yo me sigo haciendo más preguntas, ¿cómo hizo para llegar al polo norte para buscar a los osos polares y los otros bichos terrestres que viven allí?, o ¿cómo los mismos osos no murieron de calor dentro del Arca amontonada como debió estar la bicharada?, o ¿cómo llegaron al arca los animales que viven hoy en América, o será que Noé también anduvo por acá?, y sí así fue ¿cómo llegó, si Colón aún no había nacido para descubrirla? Bien, esas son solo algunas preguntas entre tantas que me sugiere la idea del arca. Con esto, mi amigo, quiero decirle que la cabeza no fue hecha solo para poner la cara en ella, sino para pensar y preguntarse cosas; es lo mejor que el ser humano puede hacer para que no se la anestesien y acabe aceptando cualquier disparate sin pie ni cabeza de los tantos que se dicen por ahí. De manera que el evolucionismo, a mi ver, es lo que más se acerca a lo razonable para explicar la vida, por lo menos más aceptable que el bla bla blá bíblico.  

   Entonces, don Esteban, ¿usted no cree en Dios?, preguntó un otro conocido del viejo, desde un rincón. 

   Si existe o no, yo, un simple mortal, no puedo afirmarlo, ni yo ni nadie. Más bien creo que sea un invento de los hombres, pues la historia está muy mal contada, llena de contradicciones. Un ejemplo nada más para ir terminando: si fuera el amor de Dios para con sus hijos tan grande, pero tan grande como proclaman por ahí, ¿por qué en lugar de mandar el diablo a los confines del universo lo envió a la tierra?  Digo yo, y si me equivoco, paciencia, apenas pienso según lo que veo alrededor. Y le digo más, de llegar a existir y un día me lo presentan, me tendrá que responder muchísimas preguntas. ¿Y, usted, dígame cree en Él? 

   ¡Yo, sí!, dijo el otro, persignándose. 

   ¿Entonces, por qué no está en su casa con su familia como Dios manda y con la plata que deja todos los días acá en el boliche le compra unas alpargatas decentes a sus hijos que los veo todos los días ir a la escuela  con los deditos afuera? No creo que a su Dios le guste demasiado eso, ¿no cree, usted? El otro no dijo nada y parece que sintió cargo de consciencia, porque enseguida pagó y se retiró sin decir hasta mañana. 

   Bueno, veo que paró de llover, dijo don Esteban, creo que voy a aprovechar para irme yo también. En ese momento el que había empezado la conversación, le preguntó antes de salir: 

   Pero, dígame, don Esteban, ¿sí no cree que en el arca de Noé ni en Dios, quién cree que  hizo el mundo? Don Esteban tomó el último trago de vino, miró fijo al interlocutor y le dijo: 

   Esa pregunta que se la responda Einstein, porque yo no tengo ni idea, y dicho ésto saludó a todos y se marchó.                                                                           

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lunes, 23 de noviembre de 2020

QUIÉN SABE...

 

Y la lluvia se desprendió del cielo plomizo con la disposición de no perdonar incautos.

   Entre esos incautos se encuentran Juana y Mario. 

   La casualidad del vendaval hace que ambos converjan bajo el mismo tinglado de la terminal de ómnibus y en el mismo banco, donde ya no los alcanza la lluvia, solo el viento helado. 

   ¿Solo el viento helado...? 

   Ellos conversan, se cuentan cosas, y entre palabra y palabra son atrapados por el amor. 

   Las nubes de plomo pronto pasan, como un fantasma burlón que se aburrió enseguida de asustar al pueblo, y el sol vuelve a dorar las calles. Entonces ellos se despiden sin promesas de volverse a encontrar, aunque esto no es lo que realmente deseen, pero en ambos la timidez es más fuerte que la osadía. 

   Juana sale de la terminal caminando hacia la izquierda, sin rumbo, lamentando que el aguacero haya pasado sin demorarse mucho. Por su parte, Mario se va en sentido opuesto, puteando por dentro al temporal por el mismo motivo que Juana. 

   Juana deambula y deambula y acaba llegando a la plaza del pueblo, donde se sienta en un banco al que le da el sol. Al rato, siente que alguien se sienta a su lado. Ella mira discretamente y ve que se trata de Mario. Él también ha estado caminando sin saber a donde se dirigía y sin querer ha ido a parar a la plaza, y al mismo banco, y con la misma idea de sentarse un rato al sol. 

   Ambos vuelven a conversar, se cuentan otras cosas mientras por dentro tratan de encaminar la conversación a un punto donde puedan confesar que están enamorados el uno del otro. 

   Quién sabe, si consiguen superar la timidez que los embarga, esta vez logren abrir el corazón; de lo contrario tendrán que contar con una tercera casualidad que los vuelva a juntar en el mismo lugar. Algo que en pueblo chico es difícil que no suceda. 

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viernes, 20 de noviembre de 2020

JEAN ARISTIDE


Jean Aristide oye que la losa de la tumba donde ha sido enterrado por la mañana está siendo arrastrada. Enseguida, luego de unos ruidos como pasos o murmullos, que la tapa del ataúd empieza a abrirse. 

   Es de noche, y el aire fresco le recuerda el de la noche de anteayer, cuando volvía del trabajo y desde una puerta sombría emergió una nube de polvo, que se le metió en el alma y lo transportó al lugar frío y tenebroso donde se encuentra ahora. 

   Días más tarde, Jean Aristide es dócilmente embarcado en un navío carguero rumbo a Argentina por el hougan François, su amo y señor y dueño de su voluntad. 

   Semanas más tarde, ya instalado en una pensión de mala muerte de Constitución, en Buenos Aires, consigue, a través del programa de ayuda a refugiados haitianos, un trabajo de sereno en una constructora, cerca del puerto. 

   Todos los meses, después de recibir la paga, Jean Aristide se acerca a la oficina de Correos Argentinos, donde hace un giro postal hacia su patria, a nombre del bokor que lo ha esclavizado. 

   La chica que siempre lo atiende piensa que el silencioso y taciturno Jean Aristide debe ser una buena persona, porque nunca se olvida de sus parientes en Haití. 

   ¿A nombre de François Duvalier como siempre, don Jean?, le pregunta la chica. Jean Aristide, con aire ausente y la mirada vidriosa, apenas asiente con un breve cabeceo.


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miércoles, 18 de noviembre de 2020

DOS ENCUENTROS Y LA POSIBILIDAD DE UN TERCERO

 

1- EL SEGUNDO ENCUENTRO 

El hombre que se vio a sí mismo dos veces se llama Hermino, y ahora está parado en la playa a punto de ver la segunda visión de sí mismo. 

   El navío mercante asomó por la salida del canal que conecta el puerto con el mar hace un par de minutos y tuerce hacia su lado, es decir, al sur. 

  Cuando tiene el navío bien enfrente, Herminio lo mira con hambre de rever detalles de aquel mundo marítimo que le es tan caro, tan todo suyo; aquel mundo que le fue arrancado y en el cual en ese instante, y desde hace mucho, solo puede acceder a través de la memoria, y de lejos porque en el portón de entrada al puerto un cartel dice que está prohibida la entrada a extraños. ¿Extraño yo? La puta madre... 

El mar, el aroma del mar, sin duda le ayuda a encontrar en la memoria olfativa el olor de aquel mundo y en la del tacto, las distintas texturas que le dan cuerpo y forma. Mientras tanto marineros van y vienen por la borda pero Herminio se concentra solo en uno que está apoyado en la barandilla del lado derecho de la proa. ¿Por qué? Porque allí cree verse a sí mismo en alguna parte del ayer. El navío no pasa tan alejado de la playa como para que Herminio no perciba que el marinero que puede ser él lo está mirando. De pronto, el posible él del ayer lo saluda agitando una mano. Herminio le devuelve, o se devuelve, el saludo.

   ¿En qué estará pensando ese marinero/yo? ¿Será que se/me pregunta/pregunto lo mismo sobre este yo que puede ser él? Las preguntas de Herminio, que en sí no buscan respuestas sino que le salen como otra exhalación, se vuelven aire en el exacto momento en que su mirada se alarga y se alarga hasta casi tocar el navío, algo parecido a cuando se ingresa al interior de un cine y la película ya ha empezado y uno se dirige a las butacas más cercanas a la pantalla. Ahí, casi tocando el navío, Herminio ve como en un espejo mágico que refleja el pasado que aquel marinero es él mismo, no el que es ahora sino el que fue en su juventud, y antes que el navío desaparezca para siempre detrás del verdor de la selva y solo quede el penacho de humo disolviéndose en el aire, le vuelve una parte de su memoria del ayer, exactamente cuando a bordo de un navío que también se dirigía al sur se vio a sí mismo por primera vez, pero en un mañana que por aquel entonces no pensó que pudiera ser este ahora. Entonces la mirada de Herminio deja rápidamente el rostro del marinero y va hasta el antebrazo derecho: le falta el ancla que él se hizo tatuar en las Filipinas, si no fuera por ese detalle... 

   Pronto el navío desaparece completamente y el mundo continúa con otras versiones de sí mismo. Ahora, sin embargo, a Herminio no se le ocurre excluir la posibilidad de un tercer encuentro consigo mismo. ¿En dónde? Quién puede saberlo.

2- EL PRIMER ENCUENTRO CONSIGO MISMO

   El navío ya había torcido hacia el sur y Herminio se encontraba en la proa, con los brazos apoyados en la barandilla, la mirada puesta en la playa. Cerca de donde la arena moría en la selva indómita, había un viejo parado mirando al navío. 

   ¿Qué estará pensando? ¿Será que se pregunta qué estoy pensando yo en este momento? Se preguntaba mientras lo saludaba con una mano. El viejo le respondió de la misma manera. Aquel saludo recíproco le provocó una suerte de alargamiento de la vista que lo proyectó a pocos metros de la playa. Ahí, le pareció encontrar en el rostro del viejo una semejanza con él, pero no de su él en ese momento sino como su probable yo de un mañana todavía muy lejano. 

   Entonces la mirada de Herminio se aparta rápidamente del rostro del viejo y se desplaza hasta el antebrazo derecho: tiene tatuada un ancla tatuada, si no fuera por ese detalle... 

   Cuando llegue a Manila quizás me haga tatuar una igual. 

   Pronto la playa fue tapada por la selva exuberante y el navío continuó su curso por otras versiones del mundo. Sin embargo, desatento a la visión que acabó de tener, a Herminio no se le ocurrió la posibilidad de un segundo encuentro consigo mismo.                                                                           

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...