domingo, 3 de enero de 2021

DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA

 

I - EL PÁJARO SIN NOMBRE 

Estaba don Esteban, el sabio, sentado en un banco de la plaza del pueblo contemplando a los paseantes cuando se le acercaron dos chicos queriendo saber sobre el origen del nombre del Pájaro Campana, nada menos. Dijeron que era para un trabajo escolar y estaban seguros que don Esteban, con su fama de saber de todo un poco, podía auxiliarlos. El viejo, aún sabiendo que los chicos se llevarían un cero grande como una casa, decidió contarles a su manera, es decir bolaceando, el origen del nombre del ave.

   "Bueno, empezó, ya que desconocen el origen de tal nombre les voy a contar tal cómo fue que adquirió su identidad el pajarito ese. Había un ave, que aún era un pájaro sin nombre, que vivía en las selvas misioneras que un día, desde lo alto de un árbol con vista privilegiada hacia un pequeño y verde valle, vio llegar a unos hombres que nunca había visto en su corta vida, venidos de más allá del mundo conocido. Eran de piel blanca como las nubes, tenían los rostros peludos y además un corte de cabello ridículo. A otros hombres sí que había visto, pero éstos ya estaban allí cuando el pájaro se asomó al borde del nido para ver el mundo y sus formas por vez primera, merodeando desnudos por el follaje verde; pero su piel era oscura y, además, eran felices hasta que llegaron los extraños y los llamaron de indios, y ahí se les acabó la farra. Los extraños vestían largos atuendos oscuros y por su forma de hablar y por los artefactos que traí­an consigo se notaba que eran de un lugar lejano. Con el tiempo el ave se dio cuenta de muchas cosas, entre ellas que estos hombres eran bastantes ladinos y que bajo artimañas engañosas (como la vez, mucho tiempo después, que pescó a uno enterrando un muñeco tallado en madera entre los surcos de mandioca, poco antes de la cocecha, para que un ingenuo indio lo encontrara y pensara que era un milagro divino) y en nombre de un dios extraño y poderoso lleno de promesas de una vida mejor después de la muerte, redujeron a los indios a mera servidumbre. Como puede apreciarse desde ese encuentro en adelante los engañados indios vienen conociendo en carne propia lo que es sufrir hasta el día de hoy. Las extrañas actividades que llevaban a cabo en conjunto, pero de manera desigual, ya que los extraños mandaban y miraban y los indios engatusados obedecían y ejecutaban, suscitaron la curiosidad del ave, aunque no llegando a parecerle todas fascinantes. Las grandes edificaciones, por ejemplo, sí que tenían su encanto, pero la devastación de grandes extensiones de selva para loa sembradíos no, de ninguna manera.

   Todos los días, después de alimentarse, el pájaro se acercaba a ver a los pobres indios deslomarse de sol a sol, escarbando en la tierra y cortando, como las hormigas, las hojas de los árboles previamente sembrados para luego llenar las cestas de mimbre que, cargadas sobre sus espaldas, transportaban hasta el interior de las construcciones. Para ese entonces los indios subyugados ya no andaban más desnudos como siempre, sino que se cubrí­an con atuendos iguales a los hombres de lejos, salvo que eran de color más claro. 

   Tanto los indios como los extraños, con los que el pájaro sin nombre compartí­a la misma época y lugar, quizás por no ser instruidos los primeros y por brutos los segundos, no le habían puesto nombre a muchas cosas. Así, algunos animales y algunas plantas eran llamados de ésto o de aquéllo simplemente. Pero un día, en que la curiosidad habló más alto que la prudencia, el pájaro curioso ocasionó un incidente, entre fortuito y afortunado a la vez, que hizo que todos los integrantes de su especie, desde ese momento en adelante, tuvieran un nombre propio, como debe ser, que los sacó al fin de una posición ambigua y los colocó en una posición fija en la cadena evolutiva de las especies para que nunca más los siguieran llamando de "aquellas aves", "esos pájaros" y de otros nombres de cali­bre peyorativo como "pajarracos" o el preferido por la mayoría de los hombres de lejos: el escatológico "pájaro de mierda", muy usado cuando alguno de ellos se acercaba para comer en las huertas o a escarbar en los sembradíos. Claro que con el tiempo vendrían estudiosos desde lejos que le darían otro nombre más, de orden científico, pero que dada su complicada pronunciación para esa especie, ninguno de sus miembros llegará a usar jamás; porque una cosa es decir Pájaro Campana y otra muy diferente es tratar de pronunciar Procnias Nudicollis, proeza exclusivas de los hombres y quién sabe de algunos papagayos muy bien adiestrados. Pero eso aún pertenece al futuro, es nada más para un esclarecimiento más amplio. Pero vamos pues al evento libertador, exactamente al día cuando el hombre le puso nombre al pájaro sin nombre y éste abandonó su casi anónima existencia marginal y pasó a la historia como Pájaro Campana. 

II - El PÁJARO CURIOSO

Entre las construcciones había una en especial, mayor y más alta que la otras, que el pájaro entendía ser la más importante. Hacía tiempo que tenía ganas de curiosear qué se ocultaba y ocurría allí adentro, así que empezó a volar a diario hasta la torre en la que culminaba la construcción y allí se quedaba largas horas escuchando los ruidos y las voces y los cánticos que emanaban por un hueco que se perdía en la oscuridad total, aunque en algunas ocasiones el hueco exhalaba un perfume narcotizante que lo hacía quedarse por poco tiempo. Una tarde, asomándose en una de las cuatro aberturas de la torre, una mano salida de la nada lo atrapó: había caído en una trampa, otra maniobra siniestra como tantas que esos hombres le tendí­an todo el tiempo.  

   Unos minutos más tarde el pájaro colgaba de una pata, atado al badajo de la campana por un piolín, mientras que a la otra la tenía sujeta a otro piolín que se hundía en el abismo oscuro. El pobrecito se debatía inútilmente mientras, a través de las aberturas, veía de forma invertida el vuelo de otras aves a las cuales les pedía socorro, chirriando como un condenado. Entretanto, desde el abismo llegaban a sus oídos murmullos en la lengua que hablaban los hombres blancos, quizás tramando un destino ajeno a su modo de vida, especuló, porque era tan inaudibles que no llegaba a entender qué decían. Temeroso, ya se imaginaba enjaulado en una galería triste y sombría, víctima cautiva para la distracción de algún raquítico y transparente viejo clérigo en la recta final de su estadí­a en este mundo, sin otra actividad posible que la contemplación vidriosa y gris desde el fondo de sus ojos moribundos, ya hundidos en los preámbulos de la muerte; todo el tiempo ahí, a su lado, omnipresente, con los ojos semidifuntos clavándole sus zarpas hasta el alma; atento a cada movimiento suyo y matándolo poco a poco como para que coincidieran ambas muertes cuando al viejo tullido lo reclamaran desde la eternidad. 

   "El viejo maldito me quiere llevar a la tumba cuando deje este mundo, pensaba el pobrecito, ciertamente delirando. "O quizás sea otra cosa", pensó después, como para no deprimirse por completo. Pero en seguida raciocinó que otra cosa también podía ser algo peor aún que todo lo siniestro que pensara hasta ese momento. Quién podía saber lo que esos demoníacos extraños eran capaz de hacer con un ave inocente después de lo que eran capaz de hacerles a sus semejantes. 

   "Todo cabe dentro de las posibilidades que son infinitas, se dijo, además, con dos piolines atados en cada pata y colgado a varios metros del piso, con murmullos extraños que brotan de esa garganta oscura y apestosa, no sé qué inútiles esperanzas de algo bueno puedo tener". El pobrecito ya empezaba a entrar en pánico una vez más, pero una voz familiar lo sacó de aquel libreto siniestro que trazaba en su asustada mente: era un primo suyo. 

   "Primo, soy yo, tu primo", le dijo. Mismo de cabeza para abajo la voz chillona de su primo causaba el mismo efecto que si estuviera hacia arriba, es decir, de igual manera provocaba dolor de oí­do. Pero en esa circunstancia en particular solamente importaba su inestimable ayuda, no el dolor auditivo. 

   "Pide ayuda, primo, que estoy atado por las dos patas. Llama a los muchachos para que me saquen de aquí", le dijo, pero su primo antes quiso saber cómo lo sacarí­an de allí. 

   "Alguien tendrá que entrar y picotear las cuerdas para que yo pueda salir de aquí". Pero, además de chillón irritante, su primo era algo lento de pensamiento por eso se quedó pensando en algo referente al picoteo de la cuerda que no terminaba de formar como idea concreta. 

   "¡Qué te apures!, ¿no ves que estoy colgado sobre la antesala de la muerte o cosa peor?", explotó el pájaro sin nombre. Sin decir un pío su primo desapareció de la abertura, veloz como un rayo. De pronto, el pájaro sintió un pequeño meneo en la cuerda del abismo y en seguida un tironcito y después un tirón fuerte que lo hizo gorjear, y valga la analogí­a, como a un pájaro al que le tironean con violencia una pata, es decir con un trino desgarrante. Desde el abismo se oyó una voz perteneciente a la lengua de los hombres, esta vez claramente audible.

   "¿No oye la campanada, padre? Oiga", dijo uno. El pájaro sintió otro tirón pero de mayor magnitud que el anterior y el trino que le fue arrancado esta vez superó a su antecesor. La voz de nuevo decía algo. 

   "¿Y ahora padre, ha escuchado el tañido?", volvió a preguntar. Unos segundos después otra voz se dijo: 

   "Sí, pero más bien parece el martilleo sobre un yunque que el tañido de una campana, pero su Eminencia, que es más sordo que yo, ni notará el engaño. Aunque siendo así, padre Gregorio, cualquiera de nosotros puede imitar mejor el tañido de una campana que cualquier ave, bastará con esconderse en la torre e imitar el sonido de una campana. Pero dígame padre Gregorio, ¿cómo se le ha ocurrido torturar a una pobre avecilla de ese modo?" 

   "Una voz amigable", se dijo el pájaro. 

   "¡Pero padre, si la idea fue suya", respondió el padre Gregorio. Detrás de esas palabras se hizo un silencio, pero de repente se oyó algo parecido al chasquido que provocan las palmas de las manos al golpear las mejillas y después nuevamente la voz amigable dijo: 

   "Padre Gregorio, no sea insolente por favor, libere a la avecilla inmediatamente. Y a propósito, una mera curiosidad tan sólo, ¿sabe usted su nombre?" 

   "Pues claro, padre Anselmo, me llamo Gregorio", dijo el padre Gregorio. 

   "Pero cómo serás de burro, hijo de Dios, con razón estás  abandonado en esta tierra de los infiernos. Sigue así que no llegarás ni a párroco. El nombre del pájaro quise decir". 

III LA REVELACIÓN

Hubo otro silencio y unos segundos después se oyó la respuesta. 

   "No, padre, lo ignoro. No pertenece a ninguna especie previamente catalogada. Es un pájaro sin nombre." De nuevo la voz amigable de dejó oír y con ella una revelación: 

   "Bueno, en ese caso, bájelo con cuidado, que el pobrecillo debe estar medio descuajaringado con los tirones que usted le ha dado; examine sus particularidades y póngale de nombre Pájaro Campana como consuelo por la pena y el susto pasados y luego puede liberarlo". El pájaro sin nombre, ahora llamado de Pájaro Campana, sintió unas manos frí­as, huesudas y temblorosas descolgarlo con cuidado y bajarlo hacia la garganta oscura. 

   Una bandada de refuerzo encabezada por su primo finalmente llegó, pero ya era demasiado tarde, la negrura del fondo enigmático ya se habí­a tragado al desdichado, con lo que volvieron desconsolados a los gajos de los árboles de alrededor a chorar la pérdida de tan querido camarada. 

   Mientras tanto dentro del templo, el padre Gregorio acogió contra su pecho al pájaro y se dirigió a la cocina para alimentarlo antes de liberarlo, dejando oír el ruido de sus pasos cortos retumbar contra las paredes invisibles en algún lugar de ese todo negro desconocido que apestaba a narcótico. Por el único ojo con el que podía ver, ya que al otro lo tenía exprimido contra el pecho del padre, vio que se acercaban hacia un resplandor, un poco más adelante; a juzgar por la humareda hedionda quizás fuera una hoguera donde estarían quemando quién sabe qué cosa, pues el asqueroso hedor narcotizante a medida que se aproximaban se hacía más fuerte. De pronto y sin querer, el pájaro enchastró de mierda el hábito del padre: delante de su pequeña existencia, un hombre ensangrentado, clavado en unas maderas, parecía moverse al compás trémulo de las llamas que ardían a sus pies. El pájaro entró en pánico, mayor aún que cuando colgaba del abismo. 

   "Pobre desgraciado, lo han herido de muerte y ahora lo están asando para comérselo. Si de eso son capaces de hacer con uno de los suyos qué podrán hacer conmigo si por acaso eso de curarme, darme comida y liberarme no pasa de otro ardid engañoso", pensó el pájaro, en clara desesperación. Un cuadro de lo más macabro para cualquier animal, que, ciertamente, daba a entender que el horror estaba a disposición de cualquiera en este mundo desde el inicio de los tiempos. Desesperado, empezó a los picotazos contra el pecho del padre. Éste emitió unos grititos de novicio sorprendido por el padre superior tocándose las partes í­ntimas en la soledad de la celda y soltó al pájaro desagradecido cerca de los inciensos y las velas que alumbraban un Cristo crucificado de tamaño natural en el altar mayor. Lo vio escabullirse como una rata por debajo de los bancos de madera y perderse para siempre en la oscuridad protectora de la iglesia. 

   "Ya encontrarás la salida solo cuando amanezca, pajarraco desagradecido", rezongó el padre Gregorio, perdiéndose en la tenebrosa oscuridad. Y, tal como lo supuso el padre Gregorio, luego de esperar mudo como una piedra en un rincón seguro, al día siguiente, con los primeros rayos del sol entrando por los ventanales laterales, el pájaro remontó vuelo hacia uno de ellos y mientras lo hací­a no pudo evitar, antes de ganar la libertad, mirar al muerto que continuaba asándose a fuego lento y desprendiendo de sus carnes aquel hedor nauseabundo. 

   El primo y los amigos, que se habí­an quedado pernoctando escondidos entre el sembradío y la arboleda, persistiendo en la esperanza de verlo retornar de las entrañas del infierno, al verlo aparecer volando con la rapidez de quién ha visto al diablo delante del pico, no más despuntaron los primeros rayos del sol, salieron a su encuentro. Se saludaron en el aire con mucha algarabía y juntos sobrevolaron el pequeño valle hacia un lugar seguro donde finalmente se reunió toda la especie. Luego de narrarles su odisea, con lujos de detalles y alguna que otra pequeña e inofensiva exageración, como para darle una connotación más heróica al relato, el pájaro les contó lo de la gran revelación. Había omitido mencionarla al principio de propósito, para tener mayor audiencia en el momento culminante de su épica epopeya. 

   "Amigos, empezó, ahora en un tono más solemne, dirigiéndose a la platea que esperaba silenciosa la gran revelación, como corresponde en los momentos más trascendentales de la historia de todo ser vivo, al fin ha llegado nuestra hora de salir de la oscuridad y ser reconocidos". La suave brisa matinal, fresca y perfumada, se escurría por entre las hojas acariciando con benevolencia el plumaje de la atenta platea revistiendo aquel momento, único y trascendental en sus vidas, con algo que tenía un qué de magia que el héroe emplumado creyó ser el telón de fondo perfecto para su revelación. 

   "Nuestro nombre es y será desde hoy y para todo el siempre, Pájaro Campana". Y detrás de sus palabras, como por arte de magia, dentro de sus primitivas mentes sonó un pequeño "tiiin", igual al tañido de una campana. Bueno, es aquí el final de la historia, dijo don Esteban, 

Después del cuento don Esteban sintió la garganta reseca, entonces se despidió de los dos chicos y se fue al boliche "Amanecer Argentino" a tomar unas copitas y quién sabe contar alguno que otro bolazo más. 

                                                                        

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DON ESTEBAN Y EL PÁJARO CAMPANA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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DON ESTEBAN Y LA PERDICIÓN DEL TANO GIUSEPPE

 Estaba don Esteban El Sabio, de tardecita, sentado en la plaza tomando fresco cuando tres señoras pasaron por él. 

   ¿Tomando fresco, don Esteban?, le dijo una. 

   Acá estamos contemplando la vida, ¿y ustedes qué cuentan?, preguntó él. 

   Estirando un poco las piernas, dijo otra. 

   ¡Ah, eso es muy bueno para la salud!, siempre que no les pase lo del tano Giuseppe, dijo. Las señoras, que no conocían a ningún tano Giuseppe ni la tal historia, se detuvieron. 

   ¿Y quién es ese tano Giuseppe, que nunca oí hablar de él?, preguntó una. 

   El tano Giuseppe, dijo don Esteban, era un inmigrante viudo italiano, que llegó por mi pueblo con sus dos hijos a cuesta huyendo de la guerra, allá por el cuarenta y tantos, cuando yo era un gurito apenas. Al terminar de decir esto, el viejo se arrimó a un extremo del banco porque notó que a las señoras les había picado la curiosidad. Entonces cuando ellas se sentaron don Esteban continuó: 

   Al tiempito de haber llegado, el tano agarró fama de Don Juan porque no dejaba de arrastrarle el ala a cuanta mujer le diera rienda. Para mí que el pobre tano estaba apurado para encontrarle madre sustitutiva a sus hijos, pero ya sabrán ustedes que las malas lenguas tienen tendencia de exagerar demasiado y lo de Don Juan cayó como un manto negro sobre la humanidad huesuda del tano, pues ni después que una gringa hija de polacos llamada Lilka le echó el lazo se la pudo sacar de encima, la cruz del apodo ya estaba amoldada a su lomo. Y como se dice que en pueblo chico el infierno es grande, basta una chispita de sospecha para que se produzca un incendio, porque una vez que se corre la voz el exagero es algo inevitable, y cada boca va agregando un poquito y otro poquito, y de poquito en poquito se hace un grande. De manera que la polaca nunca dejó de desconfiarle al tano. Pero a pesar de todo, el matrimonio tuvo otros tres hijos y la pareja continuó junta hasta la vejez. Para esa época, el tano empezó a quejarse se algún achaque típico de los viejos, con lo que fue a ver al doctor y éste le recomendó que se cuidara con las comidas grasosas y que por las tardecitas saliera a estirar las piernas. Y eso a la Lilka no le gustó ni un poco porque sabía que a los lobos aunque se le cayeran los pelos nunca pierden las mañas. Pero Giuseppe insistió en que le interesaba cuidar su salud y que no jodiera con lo de los lobos que él ya no estaba para esos trotes. 

   No señora, voy a salir a estirar las piernas le guste a usted o no, le dijo, lleno de determinación, el día que iba a empezar la caminata. Pero ella, apuntándole con dedo amenazador, le advirtió: 

   Yo te voy a dar a vos estirar las piernas. Mirá que por acá todo se sabe. Donde pisés el palito te tiro los trapos a la calle, viejo sotreta. Pero el tano no le hizo caso y salió a estirar las piernas como le recomendó el doctor. 

Pues así, los días salía a la tardecita y como rodeaba todo el pueblo, llegaba de noche. Entonces las lenguas afilaron las puntas y se volvió a hablar del tano Giuseppe. Todo porque en las afueras del pueblo vivía una fulana de vida alegre llamada Luna Victoriega, justo en el camino del tano. Alguien muy malicioso ató cabos e hizo un nudo que tomó proporciones casi catastróficas. No bien la Lilka se enteró del asunto, fue directo a ver a una curandera, que no solo curaba como jodía también; a la vuelta, la esposa desconfiada llegó con un paquetito misterioso dentro de la bolsa de las compras. Ese mismo día, de tardecita, apenas el tano salió a estirar las piernas, la Lilka salió al patio y colgó un muñeco de trapo en el cordel, vestido tal cual el tano había salido, pantalón verde, camisa blanca y sombrero de paja. Después le echó un baldazo de agua y le colgó de las piernas dos plomadas, pero como le pareció poco, aunque la curandera le había dicho que no exagerara con el peso, le sacó las plomadas y en su lugar puso dos piedras bien pesadas. 

   Ya va a ver ese, dijo, achicando los ojos, si quiere estirar la piernas se las voy a dejar más largas que lengua de camaleón. 

Justo en el momento en que la Lilka preparaba el gualicho, el tano pasaba debajo de un eucalipto. De pronto le dio un acceso de tos que lo hizo encorvarse, pero cuando levantó la cabeza una rama le aplastó el sombrero. El tano se llevó un susto tan grande que soltó un "¡epa!" que hizo salir a la gente que vivía en un rancho junto al árbol. 

   ¿Qué hace, mi amigo?, le gritó un viejo, que alertado por el grito se había asomado a la puerta, al verlo enredado con los gajos más altos del eucalipto mientras un gurisito junto a él, tironeándolo de la bombacha, le decía que le pidiera al "lungo ese" que le bajara el barrilete que el día anterior se le había enganchado en la copa del árbol y la hermanita, por el otro lado, que mejor le pedía para bajarle un nido de hornero para pintar con los colores de Boca y ponerlo en la galería. Pero el tano estaba tan asustado que salió a las zancadas levantando polvo por la calle de tierra sin oír lo que desde allá abajo el viejo le decía, con lo que en la esquina siguiente se enredó en los cables eléctricos, arrancando varios postes de raíz y dejando medio pueblo sin energía. Pero el tano, enloquecido de susto, imaginen ustedes, siguió corriendo y corriendo, hasta que llegó un momento en que las piernas se le habían estirado tanto que se le hicieron demasiado pesadas, entonces se quedó plantado donde había parado. Pero las piernas del tano siguieron estirándose y estirándose sin parar y al rato atravesó las nubes, con lo que empezó a tiritar de frío y a maldecir por no haber salido con una campera por lo menos y para peor de males en seguida el poco aire le dificultó la respiración y a embotársele los pensamientos, fue cuando vio la luna, gigante como una carpa de circo vista por una hormiga. 

   Mientras tanto abajo, todo el pueblo había rodeado las piernas del Tano Giuseppe. Los camiones de los bomberos se estacionaron al lado de los pies y estiraron las escaleras hasta donde les fue posible y le enlazaron las piernas con sogas y lingas de acero y las ataron a tractores y a varias máquinas champion de la intendencia con el fin de hacerlo caer. Para todo esto, a pesar del hostigamiento del clima riguroso de las alturas y de lo que pasaba abajo de las nubes, el tano, extasiado por la luna descomunal que le iluminaba la cara casi cristalizada de hielo, ni cuenta se daba que estaba muriendo. Bueno, la cosa es que de tanto tironear llegó un momento en que las piernas del tano empezaron a ceder y a ceder hasta que el cuerpo se vino abajo. Y allá fue todo el pueblo en caravana, hasta donde estaba su cabeza. Cinco minutos después de alcanzada llegó la polaca Lilka, que apenas lo tuvo a tiro al marido, entre ademanes exagerados, le preguntó: 

   ¡¿Qué has hecho, hombre de Dios?! El tano, medio zonzo golpazo y sonriendo como un botarate, respondió:  

   No te dije Lilkita, que había salido a estirar las piernas. Pero la mujer, no conforme con la respuesta y queriendo saber más, le preguntó qué había estado haciendo por ahí, además de estirar la piernas, entonces el tano, aún extasiado por la imagen del satélite lunar, simplemente le dijo: 

   Fui a ver la luna. ¡Para qué le habrá dicho aquéllo! La polaca al escuchar eso se puso roja como un tomate y empezó a arrancarle las pocas greñas que le quedaban al pobre tano mientras le gritaba: 

   Y todavía tenés la desfachatez de decírmelo en la cara, viejo sotreta. No te digo yo que donde hubo fuego cenizas quedan, pero si ya lo sabía yo que eso de estirar las piernas era puro grupo, lo que vos querías mismo era ir a encontrarte con la Luna Victoriega esa, viejo zorro. Menos mal que estaban rodeados por una multitud, sino el tano, además de estirar las piernas, hubiera estirado las patas en las manos de su esposa enfurecida. Pero bueno, después la cosa se aclaró, con lo que la polaca descolgó el muñeco y las piernas del tano volvieron a la normalidad, pero eso sí, enseguidita se olvidó de la estirada de piernas. 

   Justo cuando don Esteban terminó de narrar la historia del tano Giuseppe, el reloj de la iglesia marcó las siete de la noche y la luna llena ya se insinuaba en lo alto del cielo estrellado. 

   ¡Ajá!, dijo, al verla aparecer, allá viene ella, la perdición del tano Giuseppe. 

                                                                         

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DON ESTEBAN Y LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES

 


Estaba don Esteban El sabio degustando una ginebrita en el boliche cuando alguien empezó a hablar de mitología griega. Don Esteban arqueó una ceja y con el rabillo del ojo buscó al que hablaba y se quedó escuchando. Pero al rato la conversación se estancó. Entonces uno de los que conversaban le preguntó a don Esteban si sabía algo al respecto. 

   Si quieren puedo dar testimonio de un tal Hércules que conocí hace mucho tiempo, dijo don Esteban. 

   Bueno, métale pata, don Esteban, dijeron. 

   Y bueno, dijo don Esteban, ya que quieren saber, ¿quién soy yo para negar alguna información? Eso sí, no me interrumpan porque sino me pierdo, recomendó. 

   Adelante nomás, don Esteban, dijeron y el viejo empezó: 

   En Santa Carmen, mi pueblo, cuando yo era apenas un gurisito había un estanciero llamado Zeus Quinteros, que tras dejar embarazada a Alcmena Gutiérrez, la sirvienta, proclamó que si nacía un varón, aunque ilegítimo, se convertiría en su heredero. Hera Quinteros, la esposa de Zeus, temerosa de que su marido la dejara por una sirvientucha de mierda, que de yapa le daría un hijo, cosa que ella nunca pudo darle, ni hembra, juró que mataría al niño, y si nacía niña también, por las dudas, no vaya Zeus a enternecerse y cambiar de idea y dejarle la herencia a la chiquilla, haciendo que ella terminara de patitas en la calle cuando su marido parara las patas. 

   Tengo que tomar una providencia, dijo Hera, llena de furia.

   Finalmente, Alcmena parió un niño y lo llamaron Hércules, Hércules Gutiérrez, como su madre ya que Zeus Quinteros no lo quiso reconocer porque le importaba más las apariencias que la carne de su carne, aunque no los desamparó. Y para mantenerlos lejos de su esposa, don Zeus Quinteros le compró a Alcmena un rancho frente al matadero viejo y le abrió cuenta en el almacén de ramos generales de los Lópes y en la carnicería de Fromen, donde el viejo pasaba todo fin de mes para pagar. Después se daba una vuelta por el rancho donde visitaba al hijo y le dejaba algo de efectivo a Alcmena, y de paso cañazo recordaban antiguas siestas en la estancia.

   Pero una noche Hera, que tampoco era ninguna trigo limpio, envió al peón con el que corneaba a Zeus con dos serpientes para que las pusiera dentro de la cuna para que mataran al pequeño Hércules. Pero Zeus, alertado sobre el infame propósito tramado por su esposa por el mismo peón, que no lo corneaba sino que se atracaba a la vieja Hera por orden del propio Zeus para que ella lo dejara en paz, le ordenó al peón que le dijera a su esposa que había cumplido con la misión. 

   Tiralas en el campo, pobres bichas, le habría dicho al peón el viejo Zeus. Con eso a Hércules no le pasó nada y siguió creciendo feliz. 

   Hera Quinteros, al ver que las serpientes no le habían hecho ni mella al chico, juró que le haría una buena, pero como los sesos no le daban para el ingenio inmediato se demoró en su venganza un tiempo. Un tiempo es un decir, porque mientras ella se quemaba los sesos el chico creció y se hizo adolescente. 

   Y resulta que un día, cuando Hércules ya contaba con veinte años y andaba arrastrándole el ala a una chinita de las cercanías, una tal Megara Sandoval, la vieja Hera Quinteros se le enteró del asunto, entonces se le alumbró la lamparita, con lo que inventó un viaje a la capital con la excusa de tratarse de una molestia cualquiera. Pero la verdad es que agarró para el otro lado y fue a Entre Ríos, a ver a un poderoso curandero del mal, un tal Delfos Medina, para que le hiciera unos gualichos poderosos. Finalmente, cuando regresó trajo dos frasquitos: uno para odiar y otro para amar. No se sabe cómo se las ingenió la vieja Hera, pero la chinita Megara tomó el brebaje y empezó a odiar con una asquerosidad irrefrenable a Hércules y éste, tomando del otro frasquito, se quedó más prendado todavía a la chinita. Pero parece que al curandero se le fue la mano con algunos ingredientes en el preparo del gualicho para Hércules, porque, además de enamorado hasta las bolas, Hércules desarrolló una fuerza descomunal. Y como la Megara lo despreciaba con puteadas por demás jodidas, tamaño el desprecio que sentía por él, Hércules se enfureció de tal manera que en un ataque de locura le dio una paliza que casi la mata, y también a sus padres y a dos de sus hermanos, que quisieron salvarla, después destruyó a tompadas limpias todo el rancho y los corrales, y el pueblo, durante dos días, se inundó de chanchos, gallinas, patos y vacas. Cuando Hércules recuperó la cordura y advirtió lo que había hecho se escondió entre los pajonales del río Areco, y unos días después se fue a vivir solo a los campos salvajes de La Pampa, como el viejo Vizcacha del Martín Fierro. Unos meses después fue hallado por un ex peón del viejo Zeus Quinteros, que andaba cazando liebres porque ese día lo tenía libre, parece que andaba por allá para la cosecha de la papa; y cuando Hércules le contó la desgracia por la que estaba pasando el peón lo convenció para que visitara a un curandero famoso de Entre Ríos, un tal Delfos Medina, dueño también de una estancia inmensa. 

   Sí, el mismo al que había ido a visitar Hera Quinteros un tiempo antes. 

   Y para allá rumbeó Hércules.

   Y cuando se apareció por lo de Delfos y le contó la historia, el curandero se dio cuenta enseguida quién era él. Hércules también le advirtió que no tenía como pagarle si lo ayudaba, a no ser con mano de obra, ya que sabía hacer de todo un poco. Delfos entonces le dijo que apareciera dentro de unos días que le tendría un gualicho infalible para recuperar el amor de la chinita Megara y otro para que los hermanos y los padres se olvidaran del asunto. Al otro día, Delfos estaba en Santa Carmen, visitando a Hera Quinteros bajo el disfraz de vendedor de cosméticos Avon, y le contó sobre la visita de Hércules y le dijo que si le daba una buena suma de dinero haría que se matara trabajando en su estancia y así nunca volvería a Santa Carmen. La vieja Hera acabó dándole más plata que la que pedía y así Delfos volvió a su estancia, y nos días después apareció Hércules. 

   Delfos le dijo que para pagar los gualichos había pensado en una serie de trabajos en la estancia, doce para ser exacto, y Hércules, decidido a encarar los trabajos a cara de perro, aceptó. 

   El primer trabajo se trataba de matar a un puma que le andaba matando las ovejas, dijo. Con lo que Hércules se internó por los campos, y día y noche rondó por la inmensidad entrerriana hasta que, finalmente, dio con el puma comedor de ovejas. El maula estaba lo muy pancho durmiendo la siesta entre los gajos de un jacarandá. Hércules juntó una cuantas toscas y empezó a bombardear al puma, que las esquivó una a una, pero sin atinar a bajarse del árbol. Hércules echó una puteada a la ventolina y al mirar para todos lados vio cerca suyo una palmera, entonces la arrancó de raíz y de un zarpazo le arrancó el copete para usarla como garrote, después con una patada sacudió el jacarandá y el puma saltó al suelo. En ese momento Hércules, como si fuera un batedor de las grandes ligas americanas, lo cachó al vuelo, dándole de lleno en las costillas, haciendo volar el puma por los aires y quedar colgando sobre un ceibo, hecho percha pero con vida. Hércules corrió hasta el árbol y empezó a sacudirlo haciendo que cayera el puma, las flores y las hojas, con lo que el inocente arbolito quedó pelado como palo de escoba. Después manoteó al felino por el pescuezo y lo estranguló, después se lo echó al lomo y lo llevó a Delfos para que lo viera. 

   Acá le traigo al gatito sotreta, le dijo Hércules. El curandero, con la jeta abierta por la sorpresa, lo puteó por dentro. Pero, enseguida, lo envió a que matara una boa constrictora que se comía el ganado como si fuera caramelo; según decían algunos que la habían visto tenía más de una cabeza. Y allá fue Hércules, atrás del reptil angurriento. Vagó días y días por los campos, cruzando ríos, lagunas y arroyos, hasta que dio con la cueva de la víbora golosa, entonces Hércules armó campamento cerca de la entrada con una tosca grande como un zapallo al lado suyo. En un dado momento la vio asomar la cabeza afuera del hueco hediondo, entonces le reventó la cabeza de un piedrazo, pero cosa de no creer, otra cabeza le nació casi en el acto donde estaba la anterior y enfurecida la boa empezó a serpentear hacia él, pero como a Hércules nada le metía miedo la dejó venir; la boa se acercó, confiada en la victoria. y cuando lo tuvo cerca le tiró un tarascón, tan rápido que no le dio tiempo a Hércules de sacar la mano; pero Hércules ni lerdo ni perezozo ahí mismo, como si fuera un rebenque, la garroteó contra la tierra, una, diez, cien veces, hasta que se dio cuenta que de tantos garrotazos había gastado toda la serpiente, con lo que lo único que sobró para contar el cuento fue la cabeza, que ahora en su brazo se parecía más a un brazalete. Cuando Delfos lo vio venir con la cabeza del reptil en la mano, pensó "Me cacho en diez", pero enseguida le encomendó el tercer trabajo.

   Ahora Hércules debía capturar una cierva sinvergüenza, que se comía toda la pastura destinada al ganado y a las ovejas. Y allá fue Hércules, pensando que después del puma y la boa constrictora, una ciervita de mierda era pan comido. Pero la tal cierva tenía pezuñas duras como el hierro y cornamenta larga como colmillos de elefante, y, además, era más loca que una cabra, y muy veloz también, tanto que los piedrazos que Hércules le lanzaba nunca la alcanzaban, con lo que no le resultó fácil atraparla. La persiguió día y noche sin descanso, lanzándole piedra tras piedra, que juntaba a la carrera, hasta la orilla del río Uruguay. Una vez sin escapatoria, porque no sabía nadar, la cierva decidió hacerle frente al maldito cascoteador, que la tenía hasta las astas a piedrazos, apenas lo viera venir. Pero Hércules se escondió entre los matorrales, donde esperó el momento oportuno para darle caza. Esperó pacientemente hasta que la sorprendió bebiendo agua en el río, entonces se le acercó sin hacer ruido y le metió tal patadón en el culo que la hizo enterrar las guampas en el barro y enseguida, sin perder tiempo, le dio una trompada en la barriga para que parara de patalear, después se sacó el cinto, le ató las cuatro patas, se la cargó al hombro y se la llevó a Delfos. 

   Listo, le dijo cuando llegó, traje cierva para el asado. Delfos refunfuñó bajito y esta vez lo mandó a traerle un jabalí que se hacía de lechón para poder mamar acostado y le montaba las chanchas. Y allá fue Hércules atrás del jabalí degenerado, que tampoco se la dejó fácil. Pero, al fin, Hércules pudo encontrarlo. Después de seguirle el rastro durante varios días y noches lo acorraló en una zona cubierta de altos pastizales, donde, saltando sobre el lomo, le revolvió los sesos a trompadas. Después lo ató con el cinto y se lo llevó a Delfos, cargándolo sobre sus hombros como hiciera con la cierva y el puma. 

   Cuando llegó a la estancia del curandero le dijo: 

   Acá le traje al sátiro porcino para el asadito del domingo, y Delfos volvió a putearlo por dentro. 

   Esta otra vez, Delfos le ordenó limpiar los establos de la estancia en un solo día. El curandero estaba seguro que con esa tarea ciclópea Hércules moriría de cansancio, tamaña cantidad de bosta acumulada allí, ya que jamás en la vida había mandado a limpiar los establos. Estaba más que seguro que el muchacho pudiera dar cuenta del recado. Pero Hércules, con un pico en una mano y una pala ancha en la otra, por la mañana cavó dos canales desde el río que cruzaba la estancia, desviando su curso y haciendo que pasara por el medio de los establos y así el agua arrastró toda el bosterío en dos horas nada más. Ya  para la noche Hércules ya había tapado los canales y así completó el quinto trabajo. 

   Delfos volvió a putearlo por dentro y para el sexto trabajo le encargó que acabara con una bandada de loros que no solo comían los cultivos sino que, de tan hambrientos, también eran carnívoros y le tenían el lomo del ganado y las ovejas hecho una lástima. 

   Esta vez Hércules arrancó un árbol de laurel y le cortó casi todos los gajos menos dos, dejándolo con la forma de una gran "Y", es decir con forma de horqueta, después en los fondos de una gomería consiguió dos cámaras de ruedas de tractor y con el cuero de una vaca muerta fabricó la honda con que cazaría la plaga de loros malditos. Después se ató en la espalda un tacho de doscientos litros lleno de toscas y se internó por los campos, siempre campeando el cielo. De repente vio una nube verde que se acercaba a la estancia, donde el maíz ya estaba a la altura de las rodillas. Se detuvo y parado al lado del tacho esperó la bandada verde y cuando la tuvo a tiro de honda se puso a tirarle hondazos a una velocidad increíble, al rato el cielo volvió a quedar azulito como siempre y el suelo verde, pero no de pasto sino de loros. Luego se entretuvo el resto del día pateando loros fuera de la propiedad. 

   Para el nuevo trabajo Delfos lo envió a capturar un toro, que estaba destrozando todo lo que encontraba a su paso, tranqueras, alambrados y los corrales, donde también hacía de las suyas con las vacas, a las que les dejaba "la que te dije" hechas una miseria. Esta vez Hércules, apenas escuchó los bramidos salvajes del toro, lo campeó subido a un árbol y cuando el toro violador pasó por debajo se le tiró en el lomo y, agarrándose fuertemente en las astas, lo dejó corcovear y soltar espuma a gusto hasta que el maula se cansó y cayó sobre sus rodillas. Ahí Hércules le dio un trompazo en la testuz que lo desmayó en el acto, luego lo cargó en la espalda y se lo llevo a la estancia. 

   Para el octavo trabajo Delfos le ordenó capturar a cuatro yeguas salvajes y degeneradas, pues nunca dejaban de estar en celo, que vivían persiguiéndoles los caballos, que de tanto montarlas estaban quedando puro cuero y hueso. Y allá fue Hércules con cuatro sogas bien gruesas. Encontró las yeguas calentonas cuando iban agazapadas entre los matorrales hacia las caballerizas. Después de enlazarlas a todas, Hércules las llevó a una fábrica de hielo, a pocas leguas de la estancia, donde le explicó al dueño lo que pasaba, y el dueño, entendiendo el problema, lo dejó entrar con las yeguas a las cámaras frigoríficas, donde bichas llevaron tantas barras de hielo por la cachucha que se les fue la calentura de una vez por todas. 

   Cuando Hércules volvió a la estancia le dijo a Delfos: 

   Acá las tiene patrón, normalitas. 

   Ahora Delfos obligó a Hércules a robarle un cinturón con monedas de plata a una curandera llamada Hipólita Fernández, cinturón que ambos habían robado a un estanciero, en la época en que los dos eran curanderos principiantes y andaban entreverados en amoríos. Delfos le dijo que cuando rompieron relaciones ella no le quiso dar su parte del cinturón. Y allá fue Hércules, buscando el rancho de la tal Hipólita. Cuando lo hubo encontrado se quedó escondido entre los pajonales hasta que la vio yendo al excusado, detrás del rancho. Cuando escuchó el primer quejido de la vieja se escurrió dentro del rancho, y allá estaba el bonito, colgado sobre una pared; lo descolgó rápidamente, pero antes de desaparecer, por las dudas dejó caer de propósito un pañuelo que Delfos dejó olvidado una vez sobre el palenque delante de la casa grande, cosa que si la curandera quisiera vengarse lo hiciera contra el otro, ya que él se había convertido en ladrón a la fuerza, no por vocación propia. 

   Y para el próximo trabajo el maldito Delfos lo obligó a robar el ganado de un estanciero vecino llamado Gerión Pantoja, un gringo más malo que la lepra, grande y fornido como un gorila lomo plateado. Todas las noches Gerión guardaba el ganado en un corral custodiado por un perro que era una aberración de la naturaleza, porque tenía dos cabezas, y por un peón llamado Euritión Carranza, que dormía sentado sobre un tronco, al lado de la tranquera. Cuando Hércules llegó cerca del corral los ladridos del perro multiplicado por dos despertaron a Euritión, que enseguida le echó el perro encima con sonoros "cáchelo, cáchelo". Hércules esperó al perro con dos toscas grandes como naranjas en las manos y cuando lo tuvo a tiró le rajó los marotes con sendos piedrazos. Euritión, al ver su mascota muerta, alertó al patrón a los gritos, mientras se le iba encima a Hércules, pero el desgraciado fue revoleado por Hércules como si fuera una cosa insignificante y terminó arriba de una palmera, y cuando Gerión apareció en el patio, Hércules manoteó un ternero del corral y se lo revoleó al gringo malo, que reculó con ternero y todo entrando en la casa como un huracán, donde, por el quilombo que se escuchó, había hecho pedazo todo lo que encontró por delante. Finalmente, al amanecer Hércules llegó a la estancia de Delfos con el ganado completo, menos el ternero. De pronto, Delfos se vio confrontado por la felicidad proporcionada por las nuevas riquezas y por el enojo de ver que Hércules estaba como nuevito, y porque de seguir así pagaría por los gualichos, y porque al volver a Santa Carmen, Hera Quinteros se enteraría y con seguridad haría correr la voz de que él era un curandero falluto. 

   Bueno, no está perdido quien pelea, se dijo el Delfos, y esta vez mandó a Hércules a robar las naranjas del jardín de las Hespérides, convencido de que con todas ellas Hércules no podría. Las Hespérides formaban una comunidad de ninfas feministas, conocidas por amar las naranjas con la misma intensidad que odiaban a los hombres. Un punto a favor de Delfos era la larguísima lista de mirones que habían desaparecido dentro de la propiedad de las Hespérides. "Pobrecito de Hércules", pensó, cuando lo vio encaminarse hacia la propiedad de las odiadoras de hombres.

   Finalmente, llegando al Jardín de las Hespérides, Hércules fue rápidamente rodeado por las ninfas, que le mostraron las garras y los dientes filosos, eran unas trescientas, pero las naranjas se contaban por millones, imaginen como no habrán quedado las odiadoras después de ser acribilladas ininterrumpidamente durante horas a naranjazos limpios. 

   Cuando Delfos salió a atender a Hércules, todo el suelo hasta perderse de vista era anaranjado, y una vez más volvió a maldecir a Hércules y no tuvo otra salida que ordenarle el último trabajo: capturar a Cerbero, el perro mascota del diablo. 

   Y allá fue Hércules a través de los campos a buscar la entrada del infierno. Delfos se extrañó porque Hércules llevaba un pico al hombro. Cuando Hércules identificó la cueva del diablo, igual a la de un carpincho, pero más ancha, no hizo nada, siguió de largo hasta el río Paraná, que estaba más cerca de la cueva que el otro gran río: el Uruguay, donde a pico cavó una zanja hasta la boca de la cueva, por donde el agua empezó a escurrir y a escurrir, y pasados unos minutos un tufo pestilente salió a la superficie, y más un poco asomó la cabeza empapada del perro, pero cuando amagó a ladrar solo consiguió escupir agua y Hércules no tuvo más que dar vuelta el pico y dormirlo de un palazo en la cabeza. Y ya a se iba cargando el perro cuando vio que se asomaba el diablo. 

   ¿Te quedan más trabajos todavía?, le preguntó el ladino, empapado hasta el alma. 

   No, este es el último, respondió Hércules y le preguntó: 

   ¿por qué, algún problema? El diablo miró el pico en sus manos y la cabeza rajada de su mascota, entonces respondió: 

   No, por nada, curiosidad nomás, y hundió la cabeza en el agua. 

   Delfos, finalmente, no tuvo más remedio que darle a Hércules los dos frasquitos con los gualichos y despedirlo con un "Muchas gracias por los servicios prestados", y no era para menos. 

   Cuando Hércules regresó a Santa Carmen, mucha agua había corrido bajo el puente, los Quinteros ya habían muerto, los padres de la chinita Megara, ahora que sabían que había heredado la fortuna de Zeus Quinteros, milagrosamente se habían olvidado del "incidente aquel" y también sus hermanos, pero la que seguía igual de hijeueputa era Megara, que apenas lo vio el primer día de su regreso, escupió el suelo y se metió en el rancho. Hércules pensó que rico como era ahora la chinita de mierda aquella era poca cosa para él, entonces revoleó los frascos por los aires y tomando a la madre de la mano se fueron caminando despacio, rumbeando hacia la estancia de su fallecido padre, para tomar pose de lo que era suyo por derecho. 

   Y eso es todo amigos, dijo don Esteban. Después se levantó y se marchó a su casa, bajo los aplausos de todos los parroquianos. 


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DON ESTEBAN Y LOS DOCE TRABAJOS DE HÉRCULES por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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martes, 15 de diciembre de 2020

ZARATUSTRA Y EL SUPERHOMBRE

 

Zaratustra se acercó a la multitud y dijo: 

   Yo les enseño al superhombre, porque el hombre es algo que debe ser superado. Díganme, ¿qué han hecho para superarlo? 

   Todos se miraron entre sí, pero nada dijeron; pero dos de entre todos levantaron tímidamente la mano. 

   Ah, muy bien, veo que al menos algunos han hecho algo. Bien, digan sus nombres y qué han hecho, los animó el sabio. Uno de ellos dio un paso al frente.

   Yo me llamo Jerry y mi amigo y socio se llama Joe. Bueno, para superarlo no hemos hecho nada, pero hemos creado esta revista, maestro, dijo, mostrándole un ejemplar de Superman. 

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sábado, 28 de noviembre de 2020

DON ESTEBAN Y LOS DIEZ MANDAMIENTOS

 Estaba don Esteban El sabio degustando un vermú con soda en el club Sancarmeño cuando un gaucho le contaba a unos amigos que en esos días el hijo tenía que hacer el catecismo. 

   Entonces mi gurí me ha mandau a recitarle los diez mandamientos mientras él contestaba su significancia, pero yo solamente conozco uno, el "no matarás" y del resto no sé ni jota. Uno de los que estaban en la rueda le dijo que don Esteban, allí presente, seguramente podría esclarecerle el asunto. 

  Y, ¿qué me dice, don Esteban, se anima a desarmar el ñudo?, le preguntó el gaucho desorientado en los asuntos religiosos. 

   Como no, amigazo, ahora no sé si lo que le voy a decir le cuadre a su hijo, pero bue... Ahí va. Y don Esteban empezó a soltar el verbo.

   El primero es: "Amarás a Dios sobre todas las cosas". ¡Un egoísmo del tamaño del mismo creador!, digo yo. Porque eso significa que debemos amar a un ser que nunca vimos más que a nuestros propios hijos. Bueno, si vemos como permitió que padeciera su propio hijo antes de morir clavado en una cruz, ¿que esperar para nosotros hijos? Vade retro Satanás, prefiero darle mi amor a mis gatos y perros, que al maula ese.

   El segundo es: "No tomarás el nombre del Señor, tu Dios en vano". ¿Para quién está dirigido el mensaje, me pregunto yo? Pregunto esto porque veo que los primeros a desobedecer este mandamiento son los propios sacerdotes, empezando por los papas, los principales cabecillas de la banda, y los pastores, unos ladrones y aprovechadores hasta decir basta.

   El tercero dice: "Santificarás las fiestas". Ya empezamos con el pie izquierdo desde el vamos, porque no hay nada más alejado de una fiesta que la santificación, ya que fiesta es diversión y alegría; con algún traguito sí, pa´ animar, pero nada de abusar, eh, sino se viene el desmadre. Ahora, aburrirse como un hongo escuchando una sarta de blablablá insufrible, como si el oído fuera un escusado, ¡por favor! ¿Santificar una fiesta?, eso sí que es pecado, digo yo.

   El cuarto dice: "Honrarás a tu padre y a tu madre". ¡Epa!, vamos que hay padres y padres, eh, y lo mismo se puede decir de muchas madres por ahí. Que madre hay una sola, todo bien, se entiende, al final, nadie nace por partes, pero del dicho al hecho hay mucho trecho. Y ¿qué pasa con los que son criados por sus abuelos? ¿No debería el mandamiento decir: "honrarás a quienes te crían?, digo, no sé. Ahora si quieren que me ponga en modo "bruto" empiezo a hacer preguntas sobre  madres maltratadoras y padres degenerados, que los hay de a montones, ¡ojo! 

   El quinto manda: "No matarás". Well, well, well, como dicen los ingleses, temita espinoso este, ¿no? ¿Qué carajo es eso de capellanes con grados de capitán en las fuerzas armadas, si los ejércitos fueron creados para matar, sea el enemigo extranjero o compatriota? Pero ahí está el curita, bendiciendo a los hombres que van a matar a otros hombres, mujeres y niños, y a desbastar ciudades. Un dato, por si alguien no lo sabe: el papa Pío XII (¿"pío"? ¡Qué descaro!, más bien debió llamarse Impío XII), se hizo el mula y estiró la mano para hacer la vista gorda mientras Hitler y Mussolini mataban gente a troche y moche, ¿qué tal, eh?

   El sexto dice: "No cometerás actos impuros". Este mandamiento hay que explicárselo a martillazos en los huevos a los curas pedófilos y violadores. De las monjas no puedo decir nada, ¡pero puedo suponer!. Al final, váyase a saber qué es lo que no hacen detrás de los impugnables muros de los conventos, para mí que son todas lésbicas, ¡listo, lo dije! y antes de pasar al próximo mandamiento no quiero olvidarme del jefe de los jefes. Sí, acertaron, Dios, el mismo coño e´ madre que le gusta hacer hijo en mujer ajena. Y esta apreciación del Altísimo va para aquellos que no se han parado a pensar, salvo César Vallejo y yo, que el susodicho fue el creador del primer cornudo manso de la historia, José, el padrastro de Jesús, un carpintero que a pesar de trabajar la madera nunca le dio un palazo a nadie. 

   El séptimo advierte: "No robarás". Bueno, acá vamos a aclarar que hay formas y formas de robar, que lo mismo da agarrar un arma y saber decir "arriba la manos", sonando más o menos convincente, que vaciar bolsillos a través del diezmo; o agarrar una barreta y forzar puertas para desvalijar casas que pasar la latita al final de cada misa. Es lo mismo paisanos, que nadie se engañe. Y qué decir de los pastores, estas criaturas del señor son más ardilosos que los católicos, y eso me recuerda a aquello que se oye a menudo de que el alumno superó al maestro; bueno, ellos pasaron la lección con un "muy buen diez, felicitado", y un solo pastor roba más que diez curas juntos.  

   El octavo dice: "No darás falso testimonio ni mentirás". Ese es otro mandamiento que le cae como anillo al dedo tanto a católicos como a los otros granujas. Lo que se ve de ciegos que vuelven a ver y paralíticos que vuelven a caminar "milagrosamente" y estatuitas de santas que aparecen en los lugares más improbables y vírgenes de yeso que derraman lágrimas o sangre, de la misma manera milagrosa, que para qué te cuento. ¿Si eso no es dar falso testimonio ni mentir, qué es entonces me pregunto yo? 

   El noveno dice: "No consentirás pensamientos ni deseos impuros". Bien, a este mandamiento casi que lo defino como al sexto, porque una cosa lleva a la otra, es decir ambos van de la mano. 

   Y el décimo y último dice: "No codiciarás los bienes ajenos". Si esto fuera respetado a rajatablas por las entidades eclesiásticas no tendrían tantas posesiones que no hay cómo enumerarlas. La cosa tuvo su punto álgido en la edad media cuando empezó la santa inquisición donde al hereje se lo despojaba de sus bienes, joyas, muebles, casa y terreno y al que no le gustara que fuese a reclamarle al papa, para ver cómo el tiro le salía por la culata. 

   Bueno, esta es mi interpretación amigo, según lo que yo he podido apreciar. Y dicho esto, Don Esteban terminó el vermú, se despidió y abandonó el recinto, bajo un alboroto de aplausos.

                                                                            

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DON ESTEBAN Y EL VELOCÍPEDO

 Estaba don Esteban El sabio, parado frente a la vidriera de una juguetería recordando su niñez cuando dos hombres se pararon en la vidriera del otro lado de la puerta a ver los juguetes. 

   No me vas a creer lo que me pidió mi hijo, dijo uno. 

   ¿Qué?, preguntó el otro. 

   Me dijo que le gustaría que le regalara un velocípedo, 

   ¿Un velo qué? 

   Un velocípedo, pero yo no tengo la más remota idea qué sea eso. 

   ¿Y por qué no se lo preguntaste a él? 

   Para que no vaya a pensar que el padre es bruto.

   ¿Entonces por qué no entramos a la juguetería y le preguntamos al dueño?, sugirió el otro. 

   Los hombres entraron. Don Esteban los vio, a través de la vidriera, conversar con el dueño de la juguetería y a éste negar con la cabeza. Cuando los hombres salieron uno de ellos reconoció a don Esteban. 

   Si hay alguien en el pueblo que sepa lo que es un velocípedo, don Esteban es el hombre indicado, dijo el que lo había reconocido. Entonces los hombres se le acercaron al viejo. 

   Al ser interpelado Don Esteban se recostó en un naranjo frente a la entrada de la juguetería y empezó a hablar. 

    Bueno, si quieren saber sobre ese tal velocípedo les diré que yo conocí a tres, dijo don Esteban. 

   ¿A tres?, preguntó uno.    

   Sí, a tres. Ahora no me interrumpan sino me olvido por donde voy y agarro por otra huella. Bueno, como decía, conocí a tres velocípedos. Al primero del cual les voy a hablar nunca supe su nombre porque todos lo llamaban Galgo Latino, latino porque el asunto empezó en el centro de Italia donde nació el latín y en ese idioma velocípedo significa pies rápidos y Galgo, por el perro nomás que también es ligero el bicho. Bueno, resulta que de chiquito el Galgo Latino ese era muy ligero para todo, principalmente para los mandados y para quedarse con el vuelto también, pero ese detalle siempre era pasado por alto por todo el mundo porque el chico se lo tenía bien merecido. Era solo decirle "mirá traeme tal cosa" que uno se daba vuelta y se topaba con él, como si aún no hubiera salido del lugar, pero en realidad ya estaba de vuelta, con el pedido en las manos. Me acuerdo de una vez en que a un vecino le faltó carbón para el asadito y lo mandó a comprar al almacén donde el hombre hacía las compras por mes, del otro lado del pueblo, cosa de veinte cuadras. El Galgo Latino manoteó un brasero y salió que se las pelaba, cual hijo del viento, y fue tanta la velocidad con que fue y vino que a los dos minutos llegó con el carbón prendido por la fricción contra el aire, y si él no se prendía fuego era porque el copioso sudor que emanaba de su cuerpo chorreando como el agua por la piedra, de manera que actuaba como un escudo protector contra el calentamiento aerodinámico. El gaucho viejo hizo una pausa para saludar a una vieja amiga que pasaba por allí y prosiguió:

   Por donde iba...,ah sí... en el pueblo se creía que el chico había nacido con el don de la magia, pero en aquella época la cosa quedó por ahí mismo y el fenómeno no traspasó los límites del partido. Bueno, para hacerla corta les cuento que el pobre Galgo Latino terminó su pasaje en esta vida cuando no había cumplido los quince. Resulta que unos tíos lo llevaron con ellos de vacaciones a Córdoba y cuando regresaron, al otro día nomás, contaron que el Galgo Latino apenas vio una montaña quedó tan deslumbrado que poseído por una euforia inaudita salió corriendo ladera arriba y tan grande que fue el envión, que llegando a la cima no pudo frenar y siguió de largo cayendo al abismo del otro lado de la montaña, muriendo en el acto por el porrazo. 

   Bueno, ahora les voy a contar sobre el segundo velocípedo que conocí. Ese era conocido (o es, porque acaso aún esté vivo) como El Ingordable, porque comía como un elefante pero era flaco como palo de escoba (dónde metía tanta comida siempre fue un misterio). Pero en su caso el latinismo ya no se aplicaba a la velocidad de sus pies sino a la que aplicaba en la combustión instantánea de sus intestinos, con eso lo de velocípedo se asociaba a los pedos. De vez en cuando, principalmente cuando paso por alguna osamenta reciente, me acuerdo de él porque el hombre, como he dicho, era rápido para la digestión y los pedos eran verdaderas bombas de mal olor, es decir que a cada bocado tragado correspondía con una ventosidad cuyo tufo envenenaba el aire y se explayaba abarcando varias cuadras a la redonda. Y fue por culpa de esa su anomalía intestinal desmesurada que su familia tuvo que mudarse a las afueras del pueblo porque los vecinos ya casi ni les dirigía la palabra. A veces cuando yo andaba cerca cazando pájaritos, bueno, cazando no, sino dándole hondazos por pura maldad de chico con seso débil, y pasaba frente a su casa cerca de la hora del almuerzo, siempre lo veía afuera comiendo solo debajo de los árboles secos, como es de suponerse, y me daba algo de pena. Pero pena mismo me dio en un invierno machazo que asoló la provincia, pasé por la calle y lo vi encorvado sobre el plato con el lomo escarchado; quise pararme para decirle algo, pero el tufo hediondo que empujó el viento hacia mí, me hizo salir corriendo en el acto aunque la rápida expansión del gas podrido me persiguió con insistencia y antes de llegar a la esquina fui obligado a parar para vomitar. ¡Ah, cómo envidié aquel día al Galgo Latino!, a él no lo hubiera cachado el tufo mortecino aquel. Bueno, fue por esa anomalía intestinal también que el pobre Ingordable, desde gurisito nomás, se tornó un desgraciado; no terminó el primer grado, lo devolvieron de la colimba y aunque era bien parecido ninguna mujer se animó a arrimársele siquiera, y lo último que supe de él es que se había ido a vivir bien lejos para no joder más a nadie, decían que en algún paraje deshabitado de la cordillera de Los Andes como un ermitaño. Y bueno, el tercer velocípedo que conozco es eso que está ahí contra esas rejas, terminó diciendo don Esteban, señalando una bicicleta apoyada contra las rejas de una ventana. Los dos hombres se miraron asombrados y los dos juntitos preguntaron la misma cosa: 

   ¿Velocípedo es una bicicleta? 

   Por lo menos el tipo más común, después está el triciclo también, y diciendo eso don Esteban saludó a los hombres y se retiró del lugar. 

   Como a las tres cuadras, don Esteban escuchó unos vocinazos insistentes con lo que se dio vuelta: eran los dos hombres que pasaban en un Rastrojero, le hacían señas para que viera la bicicleta nueva que llevaban en la caja. 

   Hermoso velocípedo, murmuró el gaucho viejo.


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DON ESTEBAN Y LAS TRES VERDADES

 Sentado en la plaza, don Esteban el sabio miraba a los chicos que salían del turno de la mañana del colegio mientras recordaba días pasados cuando él era uno de esos niños. De pronto dos chicos que le conocían la fama de bolacero se acercaron, lo saludaron y le preguntaron si no tenía un chiste para contarles. 

   Y capaz que tengo alguno, les dijo, déjenme pensar un momento, y se puso a buscar en la memoria algún cuento. 

   Listo, ya tengo uno que trata sobre tres verdades, dijo, ahí va. Hubo una vez un paisano más porfiado que gallina con lombriz. Este ejemplar bípedo torcido vivía en un ranchito en medio de un monte. Y pasó que un día el monte se incendiaba. El aire empezó a oler a leña quemada y a cubrirse de humo, como si las nubes hubieran bajado hasta la superficie de la tierra. Los bichos pedestres pasaban por el patio del porfiado a toda carrera y los pájaros y las cotorras, alborotados, volaron hacia cielos menos densos; todos huyendo como si los persiguiera el propio Mandinga en persona. Mientras tanto el porfiado, que veía todo apoyado en una ventanita, se reía y decía para sus adentros: "Bicharracos locos", haciendo caso omiso a los signos de la naturaleza. Pero finalmente y debido al aire intoxicante no tuvo más remedio que claudicar de su contemplación y encerrarse en el rancho para que no le entrara la humareda. Al rato escuchó que alguien lo llamaba y fue hasta el portoncito para ver quién lo llamaba. Era el guardabosques, que venía a pedirle que abandonara el rancho porque el fuego estaba cerca y venía empujado por el viento en esa dirección y calcinando todo a su paso, pasto, árboles, bichos, todito. Pero el porfiado dijo que por nada de este mundo abandonaría la propiedad, que Dios existía y que lo ayudaría en la hora cierta, porque desde chico sus padres le habían dicho que la cosa era así. 

   Esa es la verdad, amigo, dijo el porfiado al fin.  

   Pero don, si se queda va a morir carbonizado y esto también es una verdad, le advirtió el guardabosques. 

   Se le agradece la molestia, pero Dios hará que el viento sople en otra dirección, le dijo el porfiado. 

   Pero Dios no puede soplar, amigo, el viento sopla solo, le dijo el guardabosques. 

   Puede sí, pero si no puede soplar es porque estará ocupado haciendo que llueva, respondió el porfiado. 

   El guardabosques miró hacia lo poco de cielo que se podía ver, pero fuera el humo, ni una nube para agarrarse esperanzado había. 

   Pero mire el cielo, por más que Dios quiera hacer llover sin ninguna nube para exprimir no podrá hacerlo, por más Dios que sea, insistió el guardabosques, mostrándole las alturas con una mano. 

   Y yo le digo que sí, que cuando el fuego esté cerca o el viento cambiará de dirección o empezará a llover, una de las dos. Usted se acordará de mí entonces, siguió insistiendo el porfiado impensante. 

   El guardabosques pensó en las otras personas que vivían en el monte y podrían estar necesitando de él. 

   Como quiera, don. Yo debo seguir porque hay mucha más gente que todavía debo ayudar, pero cualquier cosa pasaré de nuevo por si cambia de idea, le dijo finalmente el guardabosques. 

   No cambiaré, insistió el porfiado convenientemente y volvió al rancho. No bien entró se puso a distribuir tachos y ollas por donde siempre que llovía se le goteaba el rancho. El guardia volvió a pasar dos veces más, en una el porfiado continuó con la misma postura terca y en la otra, ni se molestó en atenderlo. Al final, el fuego llegó y lo calcinó con rancho y todo. 

   No imaginan ustedes dos el quilombo que armó el porfiado cuando llegó al cielo. Mandó al carajo a san Pedro y exigió  una explicación por parte del dueño de la querencia celestial, es decir Dios. Cuando el barbudo apareció el porfiado le echó en cara lo que le había echo, justo a él, tan devoto que siempre fuera, y además lo trató de mentiroso. Entonces Dios le dijo lo siguiente: 

   ¿Mentiroso yo?, m´hijo, si le he mandado al guardabosques tres veces y las tres veces usted ni le dio oídos, que más verdad que esa. Ahora jódase por porfiado y váyase al infierno. Y miren ustedes cuántas caras puede tener una verdad: para el guardabosques la verdad era el incendio y la muerte segura del porfiado; para el porfiado la verdad era Dios, que desviaría el viento o haría llover y para Dios su verdad era el guardabosques advirtiéndole del peligro de muerte al porfiado, que ni necesitaba del guardabosques para saber que el fuego se le venía encima y de él solo sobrarían cenizas. Porque bastaba nomás con ver la actitud de los bichos y echarle un vistazo alrededor para darse cuenta que ni Dios lo salvaría si continuaba con su empecinada porfía. 

   Y dicho esto don Esteban miró la hora. 

   ¡Epa!, dijo, me pica el bagre, he aquí una verdad irrefutable, les dijo a los muchachos y se fue a almorzar. 

                                                                                Fin. 

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DON ESTEBAN Y LAS TRES VERDADES por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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