Era de tardecita cuando, en uno de sus diarios paseos de jubilado, Jacinto pasó delante de un negocio de muebles usados y se encantó con un sillón que, a pesar de parecerse a cualquier otro sillón común y corriente, tenía una estrellita plateada en el centro del respaldo que por alguna razón inexplicable lo atrajo y de la cual no pudo sacar los ojos de encima, como si ese detalle poseyera algún tipo de imán con el cual lo atraía hacia el sillón.
Jacinto quiso sentarse, no tanto para probarlo sino porque le urgía hacerlo, así sin más, como un antojo repentino, pero un cartel que decía "PROHIBIDO SENTARSE" y el propietario que lo acechaba por encima del arco de los anteojos, parado detrás de un mostrador, se lo impidieron. Para hacerlo, estaba claro que tendría que comprarlo.
Ésto lo entendió a la perfección su mano derecha que, como pensando de manera independiente, manoteó la billetera por cuenta propia mientras que la izquierda, ni lerda ni perezosa, emulando a la otra sacó los billetes y se los alcanzó a la mano del dueño del local, ya estirada por encima del mostrador, acaso desde que viera la intención de la compra en los ojos de Jacinto, que los manoteó con avidez de mezquino.
Enfrente del establecimiento había una camioneta convenientemente estacionada, en cima de la cabina un cartelito mal pintado y con letras torcidas anunciaba "SE HACEN FLETES". A Jacinto le hubiera gustado ir en la parte de atrás, sentado en "su sillón", pues quería porque quería hacerlo, como si una fuerza extraña y poderosa lo impulsaba a ello. Pero no queriendo pasar por loco a la vista del fletero, resistió valientemente.
Ya en la casa, en el patio nomás, sucumbió al impulso de sentarse con la urgencia del viciado y aplastó las posaderas en el sillón.
"¡Ah, qué sensación de bienestar!, si hasta dan ganas de quedarse sentado hasta el final de los tiempos".
Pobre Jacinto, no sabía él lo premonitorio que había en tales pensamientos.
Pero no todo es paz y sosiego en la vida de un jubilado. No.
Los problemas para Jacinto comenzaron cuando quiso levantarse y descubrió que no podía hacerlo, como si estuviera colado al sillón. Intentó despegar el culo, sacudiendo el cuerpo como atacado por avispas, pero solo consiguió erguirse con sillón y todo, permaneciendo inclinado hacia adelante, como los viejos achacosos cuando adquieren una postura encorvada permanente y así se mueven por la vida hasta que se mueren. De nada sirvió la ayuda de sus hijos y de Enrique, el vecino halterofilista, nadie consiguió desprenderlo del sillón; lo máximo que pudieron hacer por Jacinto fue hacerle un orificio por debajo al sillón y tajearles el fundillo del pantalón y el canzoncillo, ya se sabe para qué.
De allí en más, parecido a un caracol que a donde va lleva su casa a cuesta, Jacinto hizo lo que acostumbraba hacer hasta la hora de irse a la cama. El pobre tuvo que dormir de lado, por fortuna (es un decir) hacía años que había enviudado así que no tuvo inconveniente alguno de romperle las costillas a nadie al momento de cambiar de lado; la otra forma de dormir sería hacerlo sentado, pero sentado estaba desde hacía horas.
Un problema por demás preocupante suscitado por el terco sillón, fue al momento de cambiarse de pantalones y calzoncillos. La solución vino de la mano de doña Marga, la costurera de la esquina, que le confeccionó pantalones y calzoncillos hechos a medida, ingeniándoselas al suplantar las costuras por botones a presión.
Como cabe imaginar, por un buen tiempo Jacinto fue motivo de los más jocosos comentarios por cuenta de su nueva condición de ser sentado. Algunos vecinos de esos que nunca faltan, al pasar por él, le decían cosas como "¡Qué tal, don Jacinto, no se vaya a cansar demasiado!", o "¿Cómo le sienta la vida, don Jacinto?", o "¿Está cómodo, don Jacinto?", pero Jacinto ni se alteraba por tales comentarios, ¿hacer qué, si el sillón no lo largaba ni cuando quería ir al baño? Había que tomárselo con calma y aprender a convivir con lo que le tocó, así de simple.
En una de las raras visitas del nieto más chico, muy dado a la lectura con sentido a pesar de la poca edad, le dijo que le recordaba al protagonista de un cuento de Saramago, el cual una mañana se sienta en el automóvil y transcurre todo el relato con el culo inexplicablemente pegado al siento.
¡Por lo menos no tengo que dormir en el garaje!, respondió jocosamente Jacinto.
Y así, con el correr de los meses, Jacinto se acostumbró a vivir sentado y no solo se acostumbró sino que descubrió las ventajas proporcionadas por el sillón caprichoso, como, por ejemplo, nunca más tener dificultades al momento de tomar un colectivo; pagaba y se quedaba sentado en el pasillo. Los maleducados que siempre se hacían los dormidos para no cederle el asiento a los más viejos, de allí en adelante, se lo podían meter entero en el culo. La larga espera en la cola del PAMI tampoco fue más un problema, para envidia de los otros viejos que, las piernas hinchadas de tanto estar parados, lo miraban de reojo mientras sudaban la gota gorda, y en la del banco, la misma cosa. Y en la plaza entonces, pasaba de largo por los bancos vacíos bajo el sol del verano y se sentaba al reparo de la fresca sombra de los árboles, ya en invierno, ocurría lo mismo pero al solcito acogedor.
Y así la llevaba Jacinto, siempre sentado, y así estaba, tomando fresco en el jardín de casa, cuando en otra rara visita del nieto, éste se le apareció con un libro de Julio Cortázar, "Historias de Cronopios Y famas".
Mira, abuelo, le dijo, mostrándole el libro, acá hay un cuento, espera que lo encuentre... (el nieto se puso a buscarlo), este acá, léelo, lo animó.
Pero, Carlín, si sabes que lo único que leo son los diarios y El Gráfico, contestó Jacinto.
Sí, ya sé, pero léelo porque creo que estás sentado no en cualquier sillón, sino en uno con historia.
¿Qué...? ¿No...? ¿No me vas a decir que...?
Sí, abuelo, creo que tu sillón es el mismo del cuento, aunque...
¿Aunque qué?
Léelo y verás.
Y así fue que Jacinto descubrió que se llamaba igual que el protagonista del cuento "Propiedades de un sillón" y que el sillón era el mismo del cuento, y lo más sorprendente: el sillón era un sillón para morirse.
Cuando terminó el cuento, que es brevísimo, Jacinto le pasó el libro al nieto y le dijo:
Pero mira, vos, lo que es el destino.
Pero abuelo, no te das cuenta que si seguís sentado ahí te vas a morir, hay que sacarte del sillón a toda costa, le dijo el nieto, bastante aprensivo.
Jacinto largó una carcajada.
No seas ingenuo, Carlín, nadie puede eludir a la muerte, se esconda donde se esconda; sea en un sillón o en cualquier otro lugar me voy a morir igual.
Y así, sentado en el ahora famoso sillón de un cuento de Cortázar, Jacinto siguió viviendo la vida hasta que llegó aquella última hora, la cual nadie puede eludir, se esconda donde se esconda.
Los hijos no tuvieron otra alternativa que acudir a una carpintería para que le fabricaran un cajón especial, que no fue otra cosa que una caja de madera rectangular.
y así, embalado tipo exportación, Jacinto fue velado y enterrado.
Eso sí, confortablemente sentado.
EL SILLÓN DE CORTÁZAR por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.