jueves, 4 de marzo de 2021

EL COMPÁS

 A la altura en que el personaje principal estaba entre la espada y la pared, sin tener con qué defenderse del agresor que lo acorralara en la habitación vacía de la casa que acababa de alquilar, a pesar de las advertencias de unos vecinos de que en la casa vivía un fantasma maldito que devoraba a sus propietarios, Victorio se quedó dormido, dejando caer el libro al piso, sobre la cartuchera y el cuaderno de geometría. 

   Por la mañana, al poner los pies en el piso se dio cuenta del desparramo. Juntó libro, cartuchera y cuaderno y fue al baño; después a la cocina, a desayunar. Cuando volvió a su habitación lo tentó continuar la lectura, pero "las obligaciones deben estar en primer lugar", decía siempre su madre. De manera que agarró el cuaderno, la cartuchera y se dispuso a terminar el trabajo escolar a medio hacer la noche anterior. Cuando se deparó que le faltaba el compás, lo buscó y lo buscó por todos lados, debajo y detrás de la cama, en los rincones, entre la funda de la almohada y hasta en los cajones de las medias y los interiores, aunque sabía de lo improbable de encontrarlo allí, pero una vez había extraviado la goma de borrar y la madre acabó encontrándola en la heladera, dentro de la mantequera, así que... 

   Finalmente desistió, al final era sábado. De manera que buscó el libro. Victorio frunció el ceño y en seguida le echó un vistazo desconfiado a la habitación: el personaje principal, que estaba acorralado la noche anterior, había huido de la habitación, donde quedaba, tirado en el piso, el fantasma maldito, con un compás enterrado en uno de sus ojos. 

                                                                  

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EL COMPÁS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LA MEMORIA DE ELOÍSA

 

El mundo, vacío de Eloísa pero que también es mundo lleno de ella, ya ha aniquilado en el espíritu de Rogelio las ganas de vivir. El vivir entonces se ha transformado en una tortura, en sensación de estar muriendo a cada segundo. 

   Con todo ese lío en la cabeza Rogelio se mueve como una sombra por el no mundo, por la no vida, pues sin Eloísa todo es negativo. Eso mismo, el mundo, la vida tienen que llamarse mundo y vida sin Eloísa. 

   Rogelio se siente un idiota por pensar así. La ciudad repleta de mujeres y a él solo le importa una sola. Peor aún, solo le duele solo una: Eloísa. Eloísa y su recuerdo. Eloísa que no estando aún así está. Eloísa que lo persigue sin darle un respiro. Eloísa que siempre lo perseguirá, de una u otra forma. De eso Rogelio no tiene dudas. 

   Desde la ruptura el sol alumbra con luz negra, con lo que día y noche son una misma prolongación de eternidad. ¿Vale la pena vivir así? Rogelio no lo sabe, a veces cree que no, otras piensa lo contrario. Eloísa y tantos momentos, pero que en definitiva no es otra cosa que un solo momento subdividido en varios momentos. Eloísa adueñándose desde la ausencia de toda su existencia. Eloísa y su ausencia, su ausencia/presencia, le ha arruinado la vida, eso sí lo tiene más que claro. Entonces Rogelio es como que ya no camina, más bien se arrastra por los días grises, las noches lúgubres. Un espectro deambulando zonzo en las tinieblas de una ciudad que más parece pertenever al más allá. 

   Sí, Eloísa de una forma u otra siempre lo perseguirá, y es sobre esta realidad angustiante que Rogelio habla cuando encuentra un hombro amigo donde apoyar sus lamentos. Uno de esos hombros amigables es un amigo de infancia: Daniel. 

   Daniel pertenece al mundo de la tecnología, al contrario de Rogelio, que es bibliotecario y poeta, y como tal (¿se entiende mejor ahora, no?) sufre más que nadie los dolores del alma, porque el alma de los poetas, como todo el mundo sabe, es sensible al extremo. Donde el resto de los mortales ve amor hasta en un cuadro de fútbol, o en todas las polleras que cruzan delante de sus ojos, por dar solo dos ejemplos, el poeta solo ve amor allí donde el amor está, y es por ello que Rogelio y los poetas sufren. Un hincha de Futbol al próximo partido se olvida la última derrota y sueña con el próximo triunfo, los perseguidores de polleras tampoco sufren por la que ya fue, sino que esperan la siguiente. Pero Rogelio, como los poetas, no, pues para ellos amor hay uno solo, he ahí la raíz de su sufrir.   

   Es a través de Daniel que Rogelio se entera del C.R.M., centro Reseteador de Memoria, donde cree ver una luz al final del túnel. 


La consulta es breve, al fin y al cabo, no hay mucho qué borrar, Eloísa y lo vivido juntos. 

  Lo introducen en una sala, más parecida a un habitáculo de ciencia ficción proyectada por Philip K. Dick que a un recinto médico. Hay tubos transparentes con ventosas de silicona en las extremidades que se desprenden de caños plásticos sujetos al techo, y electrodos, y monitores electrónicos con luces guiñando intermitentemente alrededor de la camilla donde está acostado Rogelio. Todo conectado a su cabeza. Después, la solución traslúcida dentro de una inyección hipodérmica aplicada en las venas y Rogelio que cae en un lento alejarse de la realidad hasta desvanecer por completo, él, Eloísa, Eloísa y él, Eloís... 

   Y al despertar, después de..., ¿cuánto tiempo?, lo ignora, pero qué importancia tiene, una enfermera lo acompaña al mismo consultorio donde, media hora antes, quizás menos, ha estado contestando que quería borrar de su mente la memoria de alguien que conoció alguna vez.

   Ahora le vuelven a hacer las mismas preguntas, pero sus respuestas son diferentes.

   ¿Recuerda esto? 

   No. 

   ¿Recuerda aquello? 

   Tampoco. 

   ¿Y a Eloísa, la conoce?

   Eloísa Eloísa, no, ¿quién es?

   Listo, el trabajo ha concluido con éxito. 


3

Rogelio sale a la calle. 

   El sol, el sol como era antes (¿por qué como era antes? no recuerda por qué) le vela por unos instantes la percepción de la formas de la cosas, tan acostumbrado a la penumbra gris como estaba. Después, los pajaritos, y las flores, y los olores de la tarde, y la musicalidad del viento en el aire, y...

   Es ese ofuscamiento momentáneo el que propicia el choque.

   Perdón, señorita, no la vi, se disculpa Rogelio y se queda mirando, como hipnotizado, a esa mujer tan hermosa con la cual ha chocado, el tipo de mujer capaz de enloquecer a cualquier hombre, aun sin proponérselo.

   ¡Hola, Rogelio! 

   ¿Qué?... No..., la verdad es que... 

   No me vas a decir que ya me olvidaste. 

   ¿Qué contestarle, si jamás la ha visto? 

   ¡Soy Eloísa!   

   Entonces Rogelio y esa mujer que dice llamarse Eloísa siguen juntos hasta el café de la esquina, donde entran. 


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PELÉ

   


¿Con el señor César? Buenos días, me dijeron que usted es el mejor adiestrador de perros, pregunta el hombre que acaba de llegar. 

   Es lo que dicen por ahí, contesta el adiestrador. 

   Mire, tengo un perro medio rebelde y estoy buscando un buen adiestrador que me lo pueda encaminar, le cuenta el hombre. 

   Entiendo, pero pase, para que vea por usted mismo a mis perros adiestrados, invita el adiestrador. 

   Ya en el fondo de la propiedad, un mar de perros vagaba por todo el lugar. 

   Mire, le dice el adiestrador, esté aquí se llama Pelé. El hombre mira al perro, negro como un carbón, y comenta:  

  Nombre muy elocuente, digo, por el color, dice el hombre sonriendo de lado. 

   Se equivoca, caballero, ya verá por qué se llama así, contesta el adiestrador. 

   En seguida los dos hombres se aproximan al perro. El adiestrador lo carga en brazos, después agarra una pelota de cuero que está sobre una mesa, y le  dice al hombre que lo siga. Los dos hombres y el perro salen de la casa y caminan hasta un terreno baldío a mitad de cuadra, donde unos muchachos juegan a la pelota. 

   ¿Falta uno, muchachos?, pregunta el adiestrador. 

   Sí, venga don, que le hacemos un lugarcito, le dice uno de los muchachos. 

   No, no soy yo el que quiere jugar, sino mi perro. Los muchachos se miran entre sí y se ponen a reír. 

   ¿Usted quiere que juguemos a la pelota con un perro?, pregunta uno. 

  Sí, confirma el adiestrador, y añade: se llama Pelé, de modo que mal no ha de jugar, ¿y, qué me dicen? 

   El adiestrador espera una respuesta. 

   Por mí, que se llame Garrincha, perro es perro, dice otro. El adiestrador pasea la vista por la cuadra y ve un cuzco acostado delante de una casa. 

   Aquél es un perro, les dice, señalando al cuzco. 

   Ahora, si tienen miedo que Pelé los baile, ahí es otra cosa, lanzó enseguida. 

   Disculpe, don, ¿nos está tomando el pelo o qué?, pregunta otro. 

   De ninguna manera, solo estoy diciendo que Pelé puede jugar contra todos ustedes juntos y sin arquero y les gana por goleada si se lo propone, afirma el adiestrador. 

   Yo me animo si hay plata en el medio, propone otro, y todos lo apoyan. 

   Sin problema, el que pierde paga la cerveza, dice el adiestrador. 

   El hombre que hasta ese momento ha estado callado, le pregunta al adiestrador: 

   ¿Está seguro, don César, de lo que va a hacer, mire que son nueve y con la cara de borrachos que tienen la jugada le saldrá cara? 

   No se preocupe, ¿señor, señor...? 

   Hutter, Juan Hutter, contesta el hombre. 

   Bien, señor Hutter, ahora verá usted por qué mi perro se llama Pelé. 

   Empieza el partido, el que hace el primer gol gana y paga nueve cervezas. 

   Los muchachos hacen el primer movimiento, pero ya en el primer pase Pelé se apodera de la pelota y avanza al arco contrario. Dribla a uno, dribla a otro, hace un giro delante de otro y pasa, veloz como un rayo, entre dos. El sexto a ponerse en su camino recibe un caño, con perro y todo. El siguiente a ponerse en el camino del perro, le lanza una patada, pero Pelé frena, la pisa, amaga a la derecha y sale por la izquierda, haciendo que se desparrame y trague tierra. Entonces el que queda antes del arquero se le tira encima como para partirles las canillas al medio, pero Pelé es más rápido y hunde el hocico debajo de la pelota y la eleva sobre su cabeza, haciéndole un sombrerito. Mientras el muchacho se queda a ver navíos, la pierna estirada hacia la nada, y la pelota ya comienza el descenso el perro ya lo ha driblado por la derecha y ahora salta, contorsionándose en una pirueta elástica, y queda de espaldas, paralelo al piso, suspendido en el aire, desafiando la ley de la gravedad por dos, quizás tres segundos; en fin, los suficientes, para, con la pata izquierda trasera y en el momento preciso, darle de lleno a la pelota, que como un balazo va a clavarse en el ángulo derecho del arquero, sin darle tiempo de levantar las manos siquiera. Un golazo de chilena digno de la homónima leyenda del fútbol, a la cual el perro rinde homenaje espléndidamente. 

   Con el dinero de las nueve cervezas, los hombres y Pelé se dirigen al bar de la otra esquina. 

   ¡No lo puedo creer!, dice el hombre, animadísimo con la demostración del perro, mañana mismo le traigo mi perro. Y mientras los hombres continúan hablando, Pelé se toma las nueve botellas él solo. Cuando termina la última gota, el hombre se marcha y el adiestrador, con la pelota dentro de la camiseta, vuelve a su casa con Pelé en brazos, borracho como una cuba. 

                                                                            

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EL JARDÍN SECRETO

 

1) EL BOTÁNICO 

Los cargadores, baquianos del lugar, aprovecharon el ensimismamiento del botánico para largar los bultos al piso y convertirse, en segundos, en parte de la selva. Cuando el profesor Taylor estaba en su mundo, cosas ajenas a lo estrictamente salvaje y natural estaban fuera de su percepción. 

   Él vino a percatarse que lo habían abandonado, mucho después, cuando se le resbaló de las manos sudorosas los prismáticos con el cual observaba la techumbre verde surcada por luminosos haces rectilíneos en todas direcciones, tratando de avistar un guacamayo escurridizo herido en un ala que se movía torpe y dificultosamente por la copa de los árboles, un poco más al frente que la comitiva. Justo ahí, con nadie adelante ni detrás, se dio cuenta que lo habían dejado solo, abandonado y librado a su suerte en medio de una selva repleta de peligros. Entretanto, creyó que no le resultaría difícil volver por la trocha abierta entre la maraña si no se demoraba mucho en pegar la vuelta, pues si lo agarraba la noche en la selva era muy probable que no sobreviviera para contarlo. 

   Consultó el reloj: eran las nueve y veintiocho, todavía tenía buen margen de luz solar para continuar un poco más. Presumía que el guacamayo de un momento a otro caería con un ruido blando, soltando quizás un quejido de dolor casi imperceptible, sobre la hojarasca humedecida, entonces lo atraparía, le trataría la herida y se lo llevaría de recuerdo de sus andanzas por la selva

   Desprendió el machete del cinto, se acomodó mejor la mochila en la espalda, donde llevaba las muestras de las plantas que iba recogiendo, y siguió el avance, abriéndose paso a machetazos. Había pasado poco más de media hora cuando comenzó a oír algo así como un rumor, distante, como de viento soplando entre las hojas pero asemejándose a una melodía. Según los mapas no podía tratarse de ninguna aldea, quizás fuese un ritual en un lugar sagrado de la selva por parte de alguna tribu venida de lejos, pues nadie sabía de ninguna poblando aquella región. 

   Por un momento el profesor Taylor vislumbró un descubrimiento, fuera de su área, pero descubrimiento al fin. 

   Y según avanzaba la melodía se tornaba más nítida, y claramente producida por el espíritu humano, sin lugar a dudas. De modo que, ya no prestándole más atención al guacamayo, siguió avanzando hacia el sonido, con más ímpetu ahora. 

2) EL JARDÍN SECRETO 

Las flores habían comenzado la afinación ni bien despuntó el alba, y cuando el sol mostró su redondez de fuego en toda su plenitud, se pusieron de acuerdo y el concierto de la mañana comenzó. 

   Monos, lagartos, perezosos, colibríes topacio, guacamayas, entre otras tantas especies capaces de moverse en las alturas, ocupaban todos los gajos de los árboles que formaban un amplio círculo amurallado de altas paredes ocre y verde donde crecían las flores musicales, dándole a aquel reducto selvático carácter de jardín secreto, conocido únicamente por los animales de la selva. Ya en el suelo, la fauna era más variada; pero tanto abajo como arriba, bajo el efecto hipnótico que la música de las flores producía, abstraídos y sumidos en mundos irreales solo concebidos en trance, los animales apenas si pestañeaban. Solo un leve balanceo insinuaba que estaban vivos; la paz de espíritu y la concordia universal los constituía en aquellas horas. Era la parte del día en que las disputas estaban dormidas detrás de los nuevos pensamientos, buenos y nobles, que las flores musicales, nota a nota, introducían en sus primitivas mentes. 

   Estas flores que la fauna admiraba, de formas inconcebibles y de colores de fluorescente resplandor más los mágicos sonidos que emitían y en la extraña lengua en que cantaban, definitivamente no eran de este mundo. 

   Al mediodía la música paraba y las flores recogían sus pétalos y caían en un sueño profundo, exhalando en breves suspiros un suave y dulce perfume. Entonces, volviendo lentamente del hipnótico letargo, cada animal seguía el curso de su vida, como todos los días. 

   Con la llegada del crepúsculo y hasta tarde de la noche, las flores volvían a abrirse y con su magia musical renacía el encantamiento.

3) LA CERCANÍA DEL MAL 

El profesor Taylor estaba, metro a metro, cada vez más cerca de la melodía y sus ejecutores; ya podía oír claramente, además de cada nota, el canto de voces extrañas, pero ya no sabía lo que hacía; simplemente seguía avanzando por inercia, como un autómata, sin noción de la realidad que lo circundaba. También él había sido hipnotizado por aquella melodía de otros mundos. Pero también era cierto que llegaría cerca del mediodía y cuando el concierto acabase y saliera del hipnótico encantamiento, a diferencia de los animales, no seguiría de largo sino todo lo contrario; y con ello, descubriría el jardín secreto, y los más probable era que las flores musicales fuesen removidas a un lugar indeseable donde los hombre tratarían por todos los medios a su alcance de descubrir su origen. 

   Esto lo tenía más que claro el guacamayo, por eso luchaba en las alturas por llegar antes  que el hombre que se encaminaba al lugar secreto, a fin de advertirlas sobre su peligrosa presencia.

4) EL ALERTADOR 

   No lo puedo permitir, no lo puedo permitir, repetía el guacamayo mientras se arrastraba penosamente en la copa de los árboles. 

   No bien le llegaron los primeros sonidos de la melodía, recogió una hoja, que masticó de prisa, para luego hacer dos pequeños bollos con los que se tapó los oídos. Mientras tanto saltaba de rama en rama, escalaba por gajos verticales y de vez en cuando se golpeaba en el ala que se había roto cuando, observando a los hombres que caminaban debajo de sus pies en dirección al jardín secreto, lo sorprendió una serpiente venenosa que venía hacia él silenciosamente, enroscada en el mismo gajo en que él se había posado. Con el susto, había corrido sin mirar hacia el tronco del árbol, contra el cual chocó con demasiada brusquedad, perdiendo el equilibrio y, medio atontado, acabó resbalando del gajo, cayendo un par de metros hasta que pudo asirse a una rama. Por unos momentos permaneció colgado, aleteando con el ala sana, hasta que se despabiló por completo y pudo seguir su marcha, de allí en más, lastimosa. 

   Ahora lo urgía la necesidad de mantenerse en la delantera antes que fuera demasiado tarde. 

5) EL ALERTA 

Al primer alarido del guacamayo, que resonó como un rugido de fiera salvaje, las flores interrumpieron la ejecución y sus miradas apuntaron hacia él. No comprendían qué quería ni por qué las interrumpía de esa manera tan violenta, como tampoco por qué no estaba hipnotizado como el resto de los animales; pero si actuaba así, concluyeron (porque el guacamayo continuaba chirriando insistentemente), quizás fuera para alertarlas de un gran peligro aproximándose más allá de la muralla ocre y verde; y el único gran peligro que las flores conocían era una raza de animal, peculiar y maligna, que todos llamaban hombre. 

6) LA FLOR  

De repente el guacamayo detuvo el alarde; abajo, en medio del jardín, las flores empezaron a aglutinarse las unas con las otras, y cada inconcebible forma encajó en otra inconcebible forma hasta formar una sola flor gigante, redonda y multicolor. Los ojos del guacamayo se agrandaron hasta producirle dolor, y si pudiese volar con certeza ya estaría huyendo para muy lejos, pero con el ala rota... imposible, y ni arrastrarse un metro más entre el ramaje siquiera podía, estaba exhausto. De modo que permaneció en su lugar observando la fantástica acción desarrollada en el suelo. Cuando la aglutinación se completó, la alucinante flor-bola-monstruo empezó a temblar, brotándole por toda su redondez cientos de ojos y bocas de afilados dientes, y enseguida, rodó pesadamente en dirección al hombre. 

   Entretanto, el guacamayo, paralizado de miedo y sin coraje de ir a husmear, no pudo ver la batalla sostenida, minutos después, detrás de la muralla ocre y verde. 

                                                                          

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EL HOMBRE PARADO EN LA ESQUINA

 De pronto disparos irrumpen en la tarde; Guthrie, el policía jubilado, sale a la vereda empuñando un 38 y corre hacia el lado donde se aún se oyen los disparos. Llega al lado de un hombre que lee tranquilamente el Herald Tribune parado en la esquina y se detiene junto a él. Mira hacia un lado y otro hasta descubrir a dos hombres que, protegidos detrás de un Playmouth estacionado delante del bar "Dick´s drinks", disparan hacia adentro del mismo, de donde, detrás de una mesa de billar volcada, unos tipos les disparaban a ellos. 

   ¿Pero qué pasa acá?, se pregunta Guthrie. El hombre parado en la esquina le dice que es un asalto, pero sus palabras se desvanecen en medio del tiroteo. Guthrie, decidido a intervenir, da unos pasos hacia el conflicto, pero con tanta mala suerte que antes de llegar al cordón de la vereda cae muerto por una bala perdida que se le incrusta en la frente. 

Tras la tragedia de Guthrie, tanto los del automóvil como los del bar se esfuman entre las calles. Pronto, vecinos y curiosos que pasan por el lugar se aglomeran delante del bar, y al rato, llegan la policía y una ambulancia. 

   ¿Qué fue lo que pasó acá?, se pregunta todo el mundo. 

   Un asalto, responde el hombre parado en la esquina y sus palabras vuelven a disolverse en la nada; todos siguen preguntándose repetidas veces que ha ocurrido allí. Hasta que la ambulancia se lleva el cadáver de Guthrie y la policía, al dueño del bar, único testigo presencial del asalto. Los vecinos de a poco vuelven a sus casas mientras los paseantes se dispersan por las adyacencias. Mientras tanto, el hombre parado en la esquina continúa leyendo el diario, como si no hubiera pasado nada.

                                                                   

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EL SILLÓN DE CORTÁZAR


 

Era de tardecita cuando, en uno de sus diarios paseos de jubilado, Jacinto pasó delante de un negocio de muebles usados y se encantó con un sillón que, a pesar de parecerse a cualquier otro sillón común y corriente, tenía una estrellita plateada en el centro del respaldo que por alguna razón inexplicable lo atrajo y de la cual no pudo sacar los ojos de encima, como si ese detalle poseyera algún tipo de imán con el cual lo atraía hacia el sillón. 

   Jacinto quiso sentarse, no tanto para probarlo sino porque le urgía hacerlo, así sin más, como un antojo repentino, pero un cartel que decía "PROHIBIDO SENTARSE" y el propietario que lo acechaba por encima del arco de los anteojos, parado detrás de un mostrador, se lo impidieron. Para hacerlo, estaba claro que tendría que comprarlo. 

   Ésto lo entendió a la perfección su mano derecha que, como pensando de manera independiente, manoteó la billetera por cuenta propia mientras que la izquierda, ni lerda ni perezosa, emulando a la otra sacó los billetes y se los alcanzó a la mano del dueño del local, ya estirada por encima del mostrador, acaso desde que viera la intención de la compra en los ojos de Jacinto, que los manoteó con  avidez de mezquino. 

   Enfrente del establecimiento había una camioneta convenientemente estacionada, en cima de la cabina un cartelito mal pintado y con letras torcidas anunciaba "SE HACEN FLETES". A Jacinto le hubiera gustado ir en la parte de atrás, sentado en "su sillón", pues quería porque quería hacerlo, como si una fuerza extraña y poderosa lo impulsaba a ello. Pero no queriendo pasar por loco a la vista del fletero, resistió valientemente. 

   Ya en la casa, en el patio nomás, sucumbió al impulso de sentarse con la urgencia del viciado y aplastó las posaderas en el sillón. 

   "¡Ah, qué sensación de bienestar!, si hasta dan ganas de quedarse  sentado hasta el final de los tiempos". 

   Pobre Jacinto, no sabía él lo premonitorio que había en tales pensamientos. 

   Pero no todo es paz y sosiego en la vida de un jubilado. No.

    Los problemas para Jacinto comenzaron cuando quiso levantarse y descubrió que no podía hacerlo, como si estuviera colado al sillón. Intentó despegar el culo, sacudiendo el cuerpo como atacado por avispas, pero solo consiguió erguirse con sillón y todo, permaneciendo inclinado hacia adelante, como los viejos achacosos cuando adquieren una postura encorvada permanente y así se mueven por la vida hasta que se mueren. De nada sirvió la ayuda de sus hijos y de Enrique, el vecino halterofilista, nadie consiguió desprenderlo del sillón; lo máximo que pudieron hacer por Jacinto fue hacerle un orificio por debajo al sillón y tajearles el fundillo del pantalón y el canzoncillo, ya se sabe para qué. 

   De allí en más, parecido a un caracol que a donde va lleva su casa a cuesta, Jacinto hizo lo que acostumbraba hacer hasta la hora de irse a la cama. El pobre tuvo que dormir de lado, por fortuna (es un decir) hacía años que había enviudado así que no tuvo inconveniente alguno de romperle las costillas a nadie al momento de cambiar de lado; la otra forma de dormir sería hacerlo sentado, pero sentado estaba desde hacía horas. 

   Un problema por demás preocupante suscitado por el terco sillón, fue al momento de cambiarse de pantalones y calzoncillos. La solución vino de la mano de doña Marga, la costurera de la esquina, que le confeccionó pantalones y calzoncillos hechos a medida, ingeniándoselas al suplantar las costuras por botones a presión.

   Como cabe imaginar, por un buen tiempo Jacinto fue motivo de los más jocosos comentarios por cuenta de su nueva condición de ser sentado. Algunos vecinos de esos que nunca faltan, al pasar por él, le decían cosas como "¡Qué tal, don Jacinto, no se vaya a cansar demasiado!", o "¿Cómo le sienta la vida, don Jacinto?", o "¿Está cómodo, don Jacinto?", pero Jacinto ni se alteraba por tales comentarios, ¿hacer qué, si el sillón no lo largaba ni cuando quería ir al baño? Había que tomárselo con calma y aprender a convivir con lo que le tocó, así de simple. 

   En una de las raras visitas del nieto más chico, muy dado a la lectura con sentido a pesar de la poca edad, le dijo que le recordaba al protagonista de un cuento de Saramago, el cual una mañana se sienta en el automóvil y transcurre todo el relato con el culo inexplicablemente pegado al siento. 

   ¡Por lo menos no tengo que dormir en el garaje!, respondió jocosamente Jacinto.

   Y así, con el correr de los meses, Jacinto se acostumbró a vivir sentado y no solo se acostumbró sino que descubrió las ventajas proporcionadas por el sillón caprichoso, como, por ejemplo, nunca más tener dificultades al momento de tomar un colectivo; pagaba y se quedaba sentado en el pasillo. Los maleducados que siempre se hacían los dormidos para no cederle el asiento a los más viejos, de allí en adelante, se lo podían meter entero en el culo. La larga espera en la cola del PAMI tampoco fue más un problema, para envidia de los otros viejos que, las piernas hinchadas de tanto estar parados, lo miraban de reojo mientras sudaban la gota gorda, y en la del banco, la misma cosa. Y en la plaza entonces, pasaba de largo por los bancos vacíos bajo el sol del verano y se sentaba al reparo de la fresca sombra de los árboles, ya en invierno, ocurría lo mismo pero al solcito acogedor. 

    Y así la llevaba Jacinto, siempre sentado, y así estaba, tomando fresco en el jardín de casa, cuando en otra rara visita del nieto, éste se le apareció con un libro de Julio Cortázar, "Historias de Cronopios Y famas". 

    Mira, abuelo, le dijo, mostrándole el libro, acá hay un cuento, espera que lo encuentre... (el nieto se puso a buscarlo), este acá, léelo, lo animó. 

   Pero, Carlín, si sabes que lo único que leo son los diarios y El Gráfico, contestó Jacinto. 

   Sí, ya sé, pero léelo porque creo que estás sentado no en cualquier sillón, sino en uno con historia. 

   ¿Qué...? ¿No...? ¿No me vas a decir que...? 

   Sí, abuelo, creo que tu sillón es el mismo del cuento, aunque... 

   ¿Aunque qué? 

   Léelo y verás. 

   Y así fue que Jacinto descubrió que se llamaba igual que el protagonista del cuento "Propiedades de un sillón" y que el sillón era el mismo del cuento, y lo más sorprendente: el sillón era un sillón para morirse. 

   Cuando terminó el cuento, que es brevísimo, Jacinto le pasó el libro al nieto y le dijo: 

   Pero mira, vos, lo que es el destino. 

   Pero abuelo, no te das cuenta que si seguís sentado ahí te vas a morir, hay que sacarte del sillón a toda costa, le dijo el nieto, bastante aprensivo. 

   Jacinto largó una carcajada.

   No seas ingenuo, Carlín, nadie puede eludir a la muerte, se esconda donde se esconda; sea en un sillón o en cualquier otro lugar me voy a morir igual.  

   Y así, sentado en el ahora famoso sillón de un cuento de Cortázar, Jacinto siguió viviendo la vida hasta que llegó aquella última hora, la cual nadie puede eludir, se esconda donde se esconda. 

   Los hijos no tuvieron otra alternativa que acudir a una carpintería para que le fabricaran un cajón especial, que no fue otra cosa que una caja de madera rectangular.

   y así, embalado tipo exportación, Jacinto fue velado y enterrado. 

   Eso sí, confortablemente sentado.

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¡POBRES NIÑOS!

 En un principio me sorprendí y hasta llegué a creer que alguien, algún demonio quizás, los hubiera cambiado por otros, el mismo tipo de letra no me dejaba concluir más allá de eso. Lo cierto es que como se me ocurrió leerlos en el sótano mismo, tuve cierta desconfianza de no encontrarme solo, ¿algún demonio quizás? Un amago de escalofrío se me insinuó en el espinazo, pero echándole un vistazo más detenido a todo el recinto me deshice de la infundada desconfianza, no había realmente ningún lugar, ningún mueble o caja donde pudiera esconderse nadie, a no ser que fuera un demonio. 

   ¡Mierda!, exclamé bien alto, al volver a asociar mis incertidumbres a un maldito demonio. Subí y tranqué bien la puerta, nunca se sabe, ya ven que lo del demo no me había abandonado por completo. 

   No sigas con esa pelotudez, Francisco, me dije, sino a la hora de irte a dormir eres capaz de mirar debajo de la cama. Pero todo era muy raro; yo vivo solo y el sótano está siempre con trancado y hasta tuve que buscar la llave un buen rato porque no sabía dónde la había puesto. Ya en mi escritorio, volví a examinar los viejos cuentos que por no interesarle a ningún editor en la época habían ido a parar al sótano; no es el caso actual donde me piden cualquier cosa, lo que hace la fama. Para resumir, los niños de los cuentos, eran todos cuentos para niños empecemos por aclarar, ya no eran los tiernos infantes que hacían inocentes travesuras, sino que habían llegado a la pubertad y ahora eran malvados adolescentes capaces de las mayores atrocidades. El pequeño Jacky, que tantos cuidados prodigaba a los cerditos que criaban en la granja, resulta que ahora los había hecho engordar alimentándolos con sus padres a los cuales descuartizó, en un ataque de ira asesina, con un hacha. La dulce Sally ya no jugaba más a las muñecas, al contrario, se había transformado en una aprendiz de bruja que había secuestrado a los bebés de los Carson, y a los cuales estaba a punto de asar en el horno, con una manzana en la boca, como a los lechoncitos de navidad. ¡Y el crimen macabro perpetrado por los mellizos Mc Carty contra la viuda Miles, entonces! No, no voy a contar nada más porque lo que sigue es más tremendamente demencial, y solo de pensar en ello ya me causa repugnancia. Lo cierto es que prendí la estufa a leña y tiré el maldito cuaderno al fuego donde ardió con una llama más roja que el fuego, como si el fuego estuviera hecho de sangre; juro que esperé oír gritos horripilantes saliendo de las llamas, pero solo fue una sugestión por lo que acababa de leer. Mientras el cuaderno se consumía, se me dio por atribuir los drásticos cambios en la composición de los cuentos al tenebroso ambiente del sótano, tan húmedo, polvoriento y lleno de telarañas como estaba, quién no cambia de carácter, enloquece o se vuelve esquizofrénico en un lugar así. ¡Pobres niños!, la culpa ha sido toda mía. Por la noche lo ocurrido no me había abandonado aún, ¡y cómo podría!, porque cuando me fui a dormir, por las dudas miré debajo de la cama. 

                                                                        

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¡POBRES NIÑOS! por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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