viernes, 12 de marzo de 2021

EL BOTELLÓN

 Era el primer día de vacaciones de Frank Sandbucket, y no bien entró a su habitación, se deshizo de la ropa y bajó a la playa, descalzo y vistiendo un calzón de baño. 

   Adiós por un mes a los zapatos, al traje y corbata, se dijo, apenas sintió la arena en la planta de los pies, y como cuando era niño, se lanzó a caminar sin descanso hasta que tuviera hambre. 

   Le habían dicho los empleados del hotel que no debía preocuparse en llevar agua, pues varios arroyos cortaban la playa despejando sus frescas y cristalinas aguas en el mar, y también que caminara con calma, de lo contrario daría la vuelta a la isla en un par de horas, a pesar que en su interior había tantas diversiones como para mantenerse bastante ocupado durante el mes que pensaba quedarse. Pero ¿para qué tener prisa después de todo? 

   Cerca de una hora, en un recodo, se deparó, confundido entre la maleza, con un antiguo caserón destartalado pero aún conservando un vago vestigio de lo imponente y bello que fuera alguna vez. Atravesó una espesa vegetación hasta llegar a la entrada principal; la puerta, ligeramente caída a un lado, estaba abierta. Era evidente que el interior había sido saqueado. Inspeccionó todos los cómodos y después de media hora lo único que encontró para llevarse de recuerdo fue un botellón de vidrio mugriento que yacía olvidado sobre una opaca y polvorienta repisa. No tenía etiqueta pero a pesar de estar tapado con un corcho, lo sintió liviano. "Vacío", musitó, pero ¿qué esperaba, un licor añejo acaso? De todas maneras lo llevó consigo, sin saber por qué, tal vez para recordar el hallazgo del viejo caserón cuando regresara a Nueva York, dentro de un mes. 

   Al regreso, en el primer arroyo que cruzó se detuvo para lavarlo y desprender la costra que vaya a saberse cuántos años llevaba adherida en su superficie. Lo remojó y con ayuda de arena se puso a sacarle la mugre. De pronto lanzó un grito de susto y dejó caer el botellón a sus pies: adentro había un hombre, pequeñísimo, apoyando sus manos en el cristal. Una especie de genio, supuso. El hombrecillo vestía apenas un taparrabos. Desde donde estaba parado le pareció que el hombrecillo gesticulaba con los labios, como queriendo decirle algo con urgencia. Por fin se animó a volver a agarrar el botellón, no así a destaparlo, quién sabe qué intenciones tenía aquel pequeño ser. 

   Cuando pasó por el lobby del hotel, nadie le prestó atención al botellón que llevaba debajo de un brazo; al final, los turistas nunca volvían con las manos vacías de sus paseos, cualquier caracol vacío, cualquier semilla rara adquirían en sus manos carácter de recuerdo inestimable. No bien entró a su habitación, lo metió dentro de un bolsón y allí lo dejó hasta el último día de sus vacaciones, aunque todos los días le echaba un vistazo, apenas para comprobar que el hombrecillo continuaba allí. A veces lo encontraba durmiendo, otras sentado, como meditando, o andando en círculos; pero cuando el hombrecillo se percataba de su presencia, corría a la pared cristalina, apoyaba los brazos y empezaba a gesticular con insistencia, entonces Frank simplemente volvía a taparlo 

   Sabía que cuando llegara a Nueva York en un momento u otro tendría que destapar el botellón y preguntarle muchas cosas al genio; eso si conseguía driblar la vigilancia en las aduanas de los aeropuertos. Por suerte, o tal vez de propósito, cada vez que el botellón fue examinado, el hombrecillo permaneció duro como una piedra, hasta cuando fue sacudido con fuerza por un agente aduanero desconfiado. "Es un muñequito de goma, un recuerdo de mi hijo que por descuido se me ha caído adentro", era la disculpa dada. "¿Y por qué no quebró el botellón para sacarlo de allí?", fue una de las tantas preguntas. "Porque el botellón en un recuerdo de viaje", la disculpa siempre dada. Entretanto, corrió con suerte y llegó a Nueva York con el botellón sano y salvo.

   Ya en su departamento, dejó el botellón en un rincón, y demoró una semana de examen a distancia hasta animarse a sacarle el corcho. 

   ¿Quién eres?, le preguntó al hombrecillo, a cierta distancia del pico. 

   Un genio, le respondió el hombrecillo, con una voz distante pero amplificada por la concavidad. Pasó varias veces ambas manos por la boca y el mentón mientras pensaba que no podía ser real, que aquello era humanamente imposible, algo ilógico y que iba en contra de las leyes de la física. 

   No existen los genios, dijo Frank, más para sí que para el supuesto genio, a no ser... a no ser... No encontró palabras para decirle al genio lo que se le había ocurrido en ese instante. 

   Volvió a tapar el pico. 

   ¿Y si es una especie de demonio?, esta sospecha hizo que le arrojara una toalla encima y, empujándolo con un pie, arrimó el botellón al balcón. 

   Necesitaba pensar. 

   Miró a su alrededor, la verdad el estante se vería mucho mejor con los libros que siempre quiso leer, pero que ,sin embargo, no estaban allí; no por falta de dinero, sino que siempre tenía otras prioridades más urgentes. El televisor igualmente, bien que podía regalárselo al portero del edificio, y en su lugar poner uno de 68" pulgadas; el sofá de cuerina sintética, gastado y hundido, podría arrojarlo a la basura y comprar uno de cuero legítimo, y los posters en las paredes suplantarlos por pinturas originales, y las salchichas en la heladera sustituirlas por bifes de lomo y camarón, y el trabajo que aborrecía, y las mujeres que ni lo miraban..., y esto y aquello y todo y todo... 

   Buscó el botellón y lo destapó. 

   ¿Por acaso realizas cualquier deseo?, le preguntó al genio. 

   Lo que se te ocurra, amo, respondió el genio. 

   Entretanto, titubeó un instante, ¿y si estuviera alucinando? Se pellizcó con fuerza el dorso la mano izquierda. 

   ¡Ay!, exclamó y se quedó viendo la marca rosada. No alucinaba. 

   Está bien, si es como tú dices, le dijo, quiero que me conviertas en un hombre podrido en plata. 

   Ajá, pero ¿qué me darás a cambio, amo?, respondió el genio. 

   Volvió a dudar, ¿desde cuándo los genios pedían algo a cambio? ¡Cómo saberlo! Nunca había tratado con uno, es más, ignoraba que existieran los genios. Pero ¿qué podría ofrecerle a un genio que le daría todo el dinero que quería para pensar que la vida es bella? Paseó la vista por la sala: televisor viejo, libros usados, sofá destartalado, ¿será que le gustan las salchichas?

   No sé que ofrecerte, quizás si me ayudas..., le dijo, finalmente. 

   Quiero la libertad, amo, respondió el genio, pues a pesar de ser pequeño, la abertura del pico lo es aún más, con lo que tendrás que romper el botellón para liberarme. 

  ¿Y si es una artimaña y después desaparece en el aire, dejándolo con las ilusiones nada más? Pero... ¿y si no lo es? La verdad, de nada le servía mantenerlo allí adentro, tendría que arriesgarse a liberarlo y si se esfumaba, mala suerte. 

   Está bien, confiaré en ti y te liberaré, le dijo. 

   Buscó cinta adhesiva y martillo, forró el botellón y le dio pequeños martillazos hasta quebrar el vidrio.

   El genio, una vez liberado del botellón, se infló hasta adquirir el tamaño de un adulto. 

   Gracias amo, dijo, juntando las manos delante de sus ojos e inclinándose tres veces. 

   Ahora, cierra los ojos por un momento y cuando los vuelvas a abrir estarás podrido en plata, tal es tu deseo. 

   Ok, dijo Frank y cerró los ojos, pero al cabo de unos minutos se quedó dormido. Soñó con torres de cristal, con doscientos subordinados gravitando a su alrededor con bandejas de plata en sus manos, repletas de manjares; soñó con anillos de oro y rubíes adornando ocho dedos de sus manos y con mujeres hermosas esperando, ansiosas, ser llamadas a su lecho de sábanas de seda y almohadas de plumas de ganso, y... hasta que despertó. 

   Estaba en un quirófano, entubado por todos los orificios. Una máquina emitía "píes" de un segundo de duración, unos tras otros. Quiso moverse pero el cuerpo no le respondió, y hablar, pero tampoco pudo hacerlo. De pronto médicos y enfermeros se acercaron y uno de ellos preguntó: 

   ¿Qué tiene este paciente? 

   Infección generalizada, creo que no pasa de hoy, respondió el que estaba más cerca suyo y que parecía ser el doctor principal. 

   ¿Y quién es?, preguntó otro. 

   Así como lo ve, es el hombre más rico del planeta, dijo el doctor, con un ligero encogimiento de hombros. 

   En ese exacto momento, en el departamento de Frank Sandbucket, el televisor viejo le hacía compañía al genio, que leía un libro mientras masticaba una salchicha, confortablemente acostado en el sofá destartalado. 

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EL INVENTOR

 El inventor entró al recinto eufórico, en las manos sostenía una bola de cristal en cuyo interior una bruma densa giraba a tal velocidad que a simple vista parecía estar inmóvil. 

   ¿Qué es eso?, le preguntaron los otros inventores presentes allí. 

   Todavía no lo sé, dijo, mirando la bola. 

   ¿Y esa bruma en su interior?, preguntó alguien. 

   Tampoco sé de qué está hecha, creo que tendré que esperar a que se condense para ver qué descubro, es decir una media hora más o menos, dijo mientras sus ojos seguían contemplando su creación. 

Mientras tanto en el interior de la bola de cristal los segundos se alargaban por milenios y en medio del torbellino las partículas dispersas entre la bruma empezaban a amalgamarse, formando un puntito diminuto que, en minutos para los científicos pero en millones de años dentro de la bola, se transformará en un planeta; y  en otros millones de años se poblará de innumerables vegetales, animales y diversos organismos vivos, y en unos millones de años más uno de esos animales, provisto de entendimiento y habla, afirmará que tanto él como todas las cosas y todo lo existente más allá del planeta, fue creado por un dios y al cual le rendirá culto hasta el final de los días, es decir mientras la bola de cristal no se rompa, ni por fuera ni por dentro.

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MÁS ACÁ DE TODO LO QUE HAY MÁS ALLÁ

 Debajo del cielo azul, salpicado de nubes aquí y allá, hay una muralla montañosa, en parte verdusca, en parte gris levemente azulado y con algunos puntos ocres (en rocas sobresalientes se ha de pensar). Y más acá, hay una iglesia pintada de blanco, con una torre alta alzándose del tejado rojizo y en cuya cúpula dorada puede verse, medio difusa, una cruz oscura. Debajo de la cúpula, por una abertura cuadrada, se ve la forma sombreada de la campana. En la fachada hay dos altas puertas marrón oscuro, cerradas, precedidas de una escalinata gris de cinco escalones, donde hay una persona sentada con la cabeza oculta sobre los brazos apoyados en las rodillas, lo que supone que sea un mendigo que, a juzgar por las puertas cerradas, con cero feligresía se ha quedado dormido. Pero más acá hay una hilera verde de árboles de difícil descripción, pero sobre ellos se puede decir que no son muy frondosos, motivo por el cual pueden verse las dos puertas y el hombre aparentemente dormido, aunque no este es el caso de la escalinata, pues entre los troncos hay espacio suficiente para verla claramente. Pero más acá de la hilera de árboles hay jardines y bancos vacíos color crema y caminos, también vacíos, en lineas horizontales, verticales y diagonales; en los jardines hay puntitos de varios colores por todos lados que sugieren flores, pero al igual que los árboles carecen de nombres propios, no así de gracia. Pero más acá de los jardines hay un monumento gris oscuro, de granito probablemente, de lineas verticales bien pronunciadas, el conjunto parece en sí una mole rectangular. Sobre él hay una estatua de un guerrero, no se sabe nada sobre él, solo que es un guerrero, por la espada en una mano y un escudo en la otra. Pero más acá hay más flores, aún indescifrables, y más bancos color crema y más caminos, pero sin nadie sentado o andando ni parado hasta que el jardín se cierra sobre sí mismo con otra hilera de árboles. Pero más acá aún, hay una calle y en ella sí se ve gente pasando; hay paseantes, hombres vestidos con elegancia, de negro, frac posiblemente, portando bastones y galeras, y damas con vestidos largos, graciosos sombreros y sombrillas, aunque el sol se insinúa por pocos espacios y por la poca sombra alargada desde cada objeto se supone que sea cerca el mediodía. También se ve un hombre empujando una carretilla con bultos tapados con una lona quizás, dos chiquillos correteando de calzones cortos, el torso desnudo y los pies descalzos, y delante de ellos un perro al trote, sugiriendo estar siendo perseguido por ellos. Pero más acá, hay una tela cuadrada retratando todo lo descrito arriba y encima de ella, por el medio, sobresalen dos maderas finas en diagonal describiendo una V invertida, pues se juntan en la punta: es el caballete donde se apoya la tela, y de fondo, la superficie blanca de una pared. Pero más acá, hay un hombre de espalda, el pintor; tiene el cabello canoso y desgreñado, viste una camisa color caqui arremangada hasta los codos y sostiene en su mano izquierda una paleta inclinada hacia él, con pequeños manchones de varios colores,  y un pincel fino en la derecha; sugiriendo estar sentado, pero por la postura y la distancia que se percibe del pincel en relación a la tela, nos dice que, además, está pensando. Pero más acá, hay palabras escritas en un cuaderno narrando todo lo dicho hasta ahora, sobre una mesa pintada de azul y un lápiz de grafito y una goma de borrar; al lado de cuaderno esta mi antebrazo izquierdo, apoyado en la mesa, y del otro lado, también apoyado en la mesa, el otro antebrazo; en mi mano derecha sostengo el lápiz con la punta sobre el último renglón de la hoja donde escribo las últimas palabras. Pero más acá, está mi visión del conjunto mesa-cuaderno-goma-lápiz-antebrazos-mano escribiendo, y más acá todavía, está mi mente, imaginando la historia que empezó con la frase "Debajo de un cielo azul" y termina ahora con un punto final. 

                                                                  

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jueves, 4 de marzo de 2021

LA APARICIÓN


 Poco a poco el velatorio se fue llenando, hasta un viejo desafecto, soportando las miradas de reojo de los deudos y de los amigos fieles del difunto, hizo acto de presencia. Tampoco faltaron aquellos parientes que solo aparecen cuando ya es tarde, derramando más lágrimas que cualquiera, lágrimas de arrepentimiento que le dicen. Pero a eso de la medianoche, abriéndose paso entre el gentío acongojado, hizo su aparición la extraña figura de una mujer joven, desconocida para todos; vestida de la cabeza a los pies de negro y para completar el impacto perturbador que causó en todos, un fino velo del mismo color le cubría parcialmente el rostro de rasgos enigmáticos, pero, sobre todo, lo que más inquietaba era su mirada de hielo. 

   Unas viejas se santiguaron mientras otros, más apartados del cajón, se arrimaron a las sillas de madera enfiladas contra las paredes y le dieron disfrazados golpecitos con los nudillos de las manos por detrás de sus cuerpos. 

   Nadie se atrevió a preguntarle quién era, porque por dentro todos pensaban lo mismo: que era La Parca. ¿A quién será que vino a buscar ahora, la insaciable?, era la pregunta que todos, sin excepción, se hacían; y hasta el cura párroco entró en esa porque, quizás más aterrado con la idea de la muerte que el resto, parecía querer hacer trizas la pequeña cruz de madera que atenazaba entre las manos. 

   La extraña llegó junto al difunto, se inclinó sobre el rostro y empezó a murmurarle algo. La curiosidad, así como el temor, carcomió los sesos de los presentes, pero se tuvieron que quedar con las ganas y conformarse con el siseo que salía de sus labios y, deslizándose a través del aire como una brisa tenue, les rozaba las orejas. 

   El primero a retirarse fue el desafecto, y lo hizo a los empujones, sin pedir permiso ni perdón por el atropello, pues estaba seguro que el difunto, aún guardándole rencor, le alcahueteaba a La Parca la deuda pendiente de veintitantos años atrás. Algo parecido inquietó a los parientes que habían tenido el descaro de dar señales de vida en esa hora tan amarga, pues salieron en bandada detrás del desafecto sin siquiera dar un último pésame a la viuda. Entretanto, al cura párroco ganas de imitarlos no le faltó, pero el peso de su investidura eclesiástica se lo impidió, con lo que cerró los ojos y empezó a rezar.

   Minutos después la joven dejó de murmurar; apoyó una mano lívida en la frente del difunto y le besó una mejilla. Los ojos de los que no se atrevieron a irse, al ver la palidez de su piel y los dedos tan largos, se oscurecieron. Si algo faltaba para corroborar sus sospechas, la prueba estaba ahí, bien delante de sus narices; entonces, como ensayada hasta llegar a la perfección, una secuenciación de señales de la cruz dibujó cada pecho. Y justo cuando una prima del difunto empezó a revolear los ojos, en clara señal de que se iba a desmayar, la joven se incorporó y, tan silente como había llegado, se retiró. 

   De momento, el susto había pasado.

   La joven ya caminaba a algunos cuantos pasos fuera de la funeraria cuando la viuda, la única en no perder la compostura en ningún momento, la alcanzó. La desahuciada pensaba que si ella fuese realmente La Muerte, bueno sería que le hiciera el favor de llevarla justo en esa hora para así recorrer junto al marido los tenebrosos y oscuros caminos del más allá, tal se figuraba que fuesen los caminos del otro lado de la vida.

   Perdón, señorita, dijo, ¿me podría decir quién es usted?, pues no recuerdo haberla visto antes.

   La joven detuvo su andar, se dio vuelta y la examinó detenidamente por un instante, hasta que habló, respondiendo con otra pregunta: 

   ¿Recuerda usted a Bernarda? 

   La viuda frunció el ceño y empezó a buscar en su memoria el recuerdo de esa tal Bernarda, hasta que la encontró: 

   Sí, si mal no recuerdo fue una empleada nuestra por muy poco tiempo, hará de eso unos veinte años, más o menos. 

   Bien, yo soy la hija, respondió la joven, después le dio la espalda y se fue. 

   Por un momento la viuda se sintió confusa, hasta que lo comprendió todo.

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ASADO DE COSTILLA

 


Un domingo de enero a la noche. 

   La nave atravesó delante de la luna llena como la sombra de un sable samurái, límpido, veloz, letal, y se zambulló en la capa de nubes que cubría un tercio del continente, iluminando el interior por un breve instante. 

   El haz de luz intensa, proyectado desde la parte inferior de la nave, irrumpió en la noche y se hundió en el vacío denso y oscuro hasta chocar con el suelo, momento en que la nave comenzó a zumbar y las ondas sonoras se desparramaron cubriendo una vasta región, adormeciendo a hombres y animales. El haz de luz acabó en el mismo instante en que posó la nave, en medio del amplio espacio entre la casa y un inmenso y lúgubre granero.

   Los tripulantes apagaron los motores y las luces, pero no el zumbido. En sus chalecos plastificados una pequeña luz indicaba que el "bloqueador de sonidos molestos", como  llamaban entre ellos a tal dispositivo, estaba accionado, por lo tanto no necesitaban llevar cascos ni dejar de oír los otros sonidos del mundo. 

   No bien descendieron, Anciskrof se dirigió al corral del ganado, y Oslen-Ma, a la casa. 

   Anciskrof saltó al corral, pasó entre cuatro vacas inmóviles y dio con un ternero al que descuartizó de inmediato y allí mismo, con su arma de rayos desintegradores, lo despojó de sus costillares. 

   Oslen-Ma, mientras tanto, en la puerta de la casa hizo casi lo mismo con su arma: pulverizó la cerradura. Al entrar, constató que había quedado un habitante sentado en un sofá frente al televisor. Apagó el aparato y, cargando al habitante en la espalda, lo llevó al al segundo piso. A la vuelta, fue directo a la cocina, Puso dos botellas de vino tinto dulce, que estaban debajo de la mesada, en el congelador de la heladera y de allí sacó lechuga, tomate y cuatro huevos. Lavó todo, puso los huevos a hervir en una olla y fue a buscar las cebollas, en la alacena cerca de la heladera; cuando retornó a la mesada se colocó unas antiparras y empezó a cortar las cebollas. 

   Anciskrof llegó al quincho, a un costado y a medio camino entre la casa y el granero, cargando el costillar en el lomo y con un envión del hombro se deshizo de él, dejándolo caer sobre la mesa circular de cemento decorado con pedazos de azulejos blancos y negros. Los negros formaban una estrella de ocho puntas que llegaban hasta el borde donde se unía a la hilera lateral del mismo color que rodeaba la mesa, y los blancos, ocho triángulos isósceles, apuntando hacia el centro. 

   La faena en el corral, más que nada, lo había hecho entrar en calor; se sacó el chaleco y le desprendió el dispositivo bloqueador y se lo metió en un bolsillo lateral del pantalón. No bien terminó de hachar la leña se deshizo de la blusa, quedando apenas de musculosa. Respiró hondo ese aire extraño perfumado de hierva húmeda que lo envolvía en ese momento de absoluta quietud, donde solo Oslen-Ma y él eran los únicos seres con movimiento en varios kilómetros a la redonda, y sintió algo parecido a la felicidad. Vuelto de la apreciación poética, juntó una brazada de leña y fue a prender el fuego en la parrillera; cuando la hoguera hubo encendido, apoyó la parrilla en ella y se encaminó a la casa. 

Oslen-Ma también se había despojado del chaleco y la blusa, quedando solo de musculosa, pero encima se había puesto un delantal con alegres motivos florales. 

Cuando Anciskrof entró ella lo recibió con una sonrisa; en seguida sacó una botella de vino del congelador y buscó dos vasos. Anciskrof llegó a su lado, le dio un tierno beso y buscó un sacacorchos. Mientras él descorchaba la botella, ella apagó la hornilla, llevó los huevos al agua fría y se puso a descascararlos, lo demás ya estaba picado. Anciskrof llenó dos vasos y con el suyo en la mano se encaminó a la sala. Oslen-Ma, después de descascarar los huevos empezó a cortarlos, dejando caer los trocitos blancos y amarilos en el bol donde estaban los demás ingredientes. Mientras tanto, Anciskrof lidiaba con el tocadiscos hasta que descifró el mecanismo primitivo y pudo hacerlo funcionar. En medio de revistas y antiquísimos LP´s encontró uno de los Beatles, uno que tenía justamente Yesterday. Anciskrof amaba esa canción, le recordaba una noche estelar en que andaba captando sonidos emitidos por otros planetas y entonces, al captar ondas provenientes de la tierra, la escuchó por primera vez, tenía entonces jóvenes ciento doce años. 

   Oslen-Ma tapó el bol con la ensalada, encima puso la sal fina y lo cargó en una mano, con la otra agarró una botella de aceite y salió de la casa; Anciskrof la siguió, con los dos vasos, el vino y un paquete de sal gruesa debajo de un brazo; luego volvió a la casa, a buscar una cuchilla y un tenedor y a levantar el volumen de la música. Mientras Anciskrof salaba la carne, Oslen-Ma sirvió más vino, le dio un trago al suyo y volvió a entrar en la casa. 

   Anciskrof desparramó las brazas con un palo de escoba cortado, que encontró debajo de la parrillera, y después limpió la parrilla con diarios que también había encontrado junto al palo. 

   Cuando Oslen-Ma regresó, cargando platos, cuchillos y tenedores, servilletas, palillos para los dientes, un repasador, una tabla de picar carne y una bolsa con pan, Anciskrof ya había puesto la carne en el fuego. Después fueron a sentarse en un tronco donde en silencio contemplaron las estrellas. 

   You like me too much llenaba el aire. 

   "¿Puedes ver nuestra casa?", pensó Anciskrof. 

   "Ajá, allí", asintió telepáticamente Oslen-Ma, señalando con una mano un puntito brillante oscilando en medio de la miríada de estrellas que lo rodeaba; luego chocaron los vasos y sonrieron con complicidad. 

   "Haber viajado durante catorce años bien ha valido la pena, ¿no lo crees?", volvió a pensar Anciskrof, un poco después, y Oslen-Ma una vez más asintió en silencio. Ahora sonaba Yesterday, mezclándose en el aire con el incipiente olor del costillar que ya empezaba a disputar un lugar en sus sentidos. 

                                                         

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EL COMPÁS

 A la altura en que el personaje principal estaba entre la espada y la pared, sin tener con qué defenderse del agresor que lo acorralara en la habitación vacía de la casa que acababa de alquilar, a pesar de las advertencias de unos vecinos de que en la casa vivía un fantasma maldito que devoraba a sus propietarios, Victorio se quedó dormido, dejando caer el libro al piso, sobre la cartuchera y el cuaderno de geometría. 

   Por la mañana, al poner los pies en el piso se dio cuenta del desparramo. Juntó libro, cartuchera y cuaderno y fue al baño; después a la cocina, a desayunar. Cuando volvió a su habitación lo tentó continuar la lectura, pero "las obligaciones deben estar en primer lugar", decía siempre su madre. De manera que agarró el cuaderno, la cartuchera y se dispuso a terminar el trabajo escolar a medio hacer la noche anterior. Cuando se deparó que le faltaba el compás, lo buscó y lo buscó por todos lados, debajo y detrás de la cama, en los rincones, entre la funda de la almohada y hasta en los cajones de las medias y los interiores, aunque sabía de lo improbable de encontrarlo allí, pero una vez había extraviado la goma de borrar y la madre acabó encontrándola en la heladera, dentro de la mantequera, así que... 

   Finalmente desistió, al final era sábado. De manera que buscó el libro. Victorio frunció el ceño y en seguida le echó un vistazo desconfiado a la habitación: el personaje principal, que estaba acorralado la noche anterior, había huido de la habitación, donde quedaba, tirado en el piso, el fantasma maldito, con un compás enterrado en uno de sus ojos. 

                                                                  

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EL COMPÁS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LA MEMORIA DE ELOÍSA

 

El mundo, vacío de Eloísa pero que también es mundo lleno de ella, ya ha aniquilado en el espíritu de Rogelio las ganas de vivir. El vivir entonces se ha transformado en una tortura, en sensación de estar muriendo a cada segundo. 

   Con todo ese lío en la cabeza Rogelio se mueve como una sombra por el no mundo, por la no vida, pues sin Eloísa todo es negativo. Eso mismo, el mundo, la vida tienen que llamarse mundo y vida sin Eloísa. 

   Rogelio se siente un idiota por pensar así. La ciudad repleta de mujeres y a él solo le importa una sola. Peor aún, solo le duele solo una: Eloísa. Eloísa y su recuerdo. Eloísa que no estando aún así está. Eloísa que lo persigue sin darle un respiro. Eloísa que siempre lo perseguirá, de una u otra forma. De eso Rogelio no tiene dudas. 

   Desde la ruptura el sol alumbra con luz negra, con lo que día y noche son una misma prolongación de eternidad. ¿Vale la pena vivir así? Rogelio no lo sabe, a veces cree que no, otras piensa lo contrario. Eloísa y tantos momentos, pero que en definitiva no es otra cosa que un solo momento subdividido en varios momentos. Eloísa adueñándose desde la ausencia de toda su existencia. Eloísa y su ausencia, su ausencia/presencia, le ha arruinado la vida, eso sí lo tiene más que claro. Entonces Rogelio es como que ya no camina, más bien se arrastra por los días grises, las noches lúgubres. Un espectro deambulando zonzo en las tinieblas de una ciudad que más parece pertenever al más allá. 

   Sí, Eloísa de una forma u otra siempre lo perseguirá, y es sobre esta realidad angustiante que Rogelio habla cuando encuentra un hombro amigo donde apoyar sus lamentos. Uno de esos hombros amigables es un amigo de infancia: Daniel. 

   Daniel pertenece al mundo de la tecnología, al contrario de Rogelio, que es bibliotecario y poeta, y como tal (¿se entiende mejor ahora, no?) sufre más que nadie los dolores del alma, porque el alma de los poetas, como todo el mundo sabe, es sensible al extremo. Donde el resto de los mortales ve amor hasta en un cuadro de fútbol, o en todas las polleras que cruzan delante de sus ojos, por dar solo dos ejemplos, el poeta solo ve amor allí donde el amor está, y es por ello que Rogelio y los poetas sufren. Un hincha de Futbol al próximo partido se olvida la última derrota y sueña con el próximo triunfo, los perseguidores de polleras tampoco sufren por la que ya fue, sino que esperan la siguiente. Pero Rogelio, como los poetas, no, pues para ellos amor hay uno solo, he ahí la raíz de su sufrir.   

   Es a través de Daniel que Rogelio se entera del C.R.M., centro Reseteador de Memoria, donde cree ver una luz al final del túnel. 


La consulta es breve, al fin y al cabo, no hay mucho qué borrar, Eloísa y lo vivido juntos. 

  Lo introducen en una sala, más parecida a un habitáculo de ciencia ficción proyectada por Philip K. Dick que a un recinto médico. Hay tubos transparentes con ventosas de silicona en las extremidades que se desprenden de caños plásticos sujetos al techo, y electrodos, y monitores electrónicos con luces guiñando intermitentemente alrededor de la camilla donde está acostado Rogelio. Todo conectado a su cabeza. Después, la solución traslúcida dentro de una inyección hipodérmica aplicada en las venas y Rogelio que cae en un lento alejarse de la realidad hasta desvanecer por completo, él, Eloísa, Eloísa y él, Eloís... 

   Y al despertar, después de..., ¿cuánto tiempo?, lo ignora, pero qué importancia tiene, una enfermera lo acompaña al mismo consultorio donde, media hora antes, quizás menos, ha estado contestando que quería borrar de su mente la memoria de alguien que conoció alguna vez.

   Ahora le vuelven a hacer las mismas preguntas, pero sus respuestas son diferentes.

   ¿Recuerda esto? 

   No. 

   ¿Recuerda aquello? 

   Tampoco. 

   ¿Y a Eloísa, la conoce?

   Eloísa Eloísa, no, ¿quién es?

   Listo, el trabajo ha concluido con éxito. 


3

Rogelio sale a la calle. 

   El sol, el sol como era antes (¿por qué como era antes? no recuerda por qué) le vela por unos instantes la percepción de la formas de la cosas, tan acostumbrado a la penumbra gris como estaba. Después, los pajaritos, y las flores, y los olores de la tarde, y la musicalidad del viento en el aire, y...

   Es ese ofuscamiento momentáneo el que propicia el choque.

   Perdón, señorita, no la vi, se disculpa Rogelio y se queda mirando, como hipnotizado, a esa mujer tan hermosa con la cual ha chocado, el tipo de mujer capaz de enloquecer a cualquier hombre, aun sin proponérselo.

   ¡Hola, Rogelio! 

   ¿Qué?... No..., la verdad es que... 

   No me vas a decir que ya me olvidaste. 

   ¿Qué contestarle, si jamás la ha visto? 

   ¡Soy Eloísa!   

   Entonces Rogelio y esa mujer que dice llamarse Eloísa siguen juntos hasta el café de la esquina, donde entran. 


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LA MEMORIA DE ELOÍSA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...