lunes, 5 de abril de 2021

EL LADRÓN DE PALABRAS

 


1) Un día cualquiera.

El hombre dobló la bolsa de lona, se la puso debajo de un brazo y entró a la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario dejó de escribir y asomó los ojos por encima de los anteojos y cabeceó afirmativamente, era uno de los últimos socios. El hombre enseguida se perdió entre los pasillos, al rato el bibliotecario lo vio ir a sentarse en una de las mesas de lectura, cargado de libros; se lo quedó observando por un momento, luego siguió con lo suyo. 

   Media hora había pasado desde que entrara el hombre y ya se marchaba, colgando a un costado llevaba la bolsa llena. El bibliotecario correspondió con otro cabeceo al "hasta mañana" del hombre y se lo quedó mirando un momento. No recordaba haberlo visto cargando ninguna bolsa llena, juraba que la llevaba doblada debajo de un brazo solamente. De inmediato dejó lo que estaba haciendo y fue a revisar las estanterías donde el hombre había estado hurgando, pero notar la falta de alguno entre miles era lo mismo que buscar una aguja en un pajar, se dijo. 

2) Al día siguiente. 

El hombre dobló la bolsa de lona, se la puso debajo de un brazo y entró a la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario asomó los ojos por encima de los anteojos, pero cuando vio que era el hombre del día anterior largó la lapicera, le correspondió el saludo de modo apático y le clavó la mirada debajo del brazo. Lo siguió con la vista y lo vio entrar en uno de los pasillos y al rato salir cargando varios libros y dirigirse a una de las mesas de lectura. La bolsa doblada continuaba debajo del brazo. Pasada media hora el hombre se paró y, cargando la bolsa sobre un hombro, se dirigió a la salida. Pero el bibliotecario le salió al cruce, interponiéndose en su camino. 

   ¿Qué lleva ahí?, le preguntó, apuntando a la bolsa. El hombre, sorprendido, le dijo que eran cosas personales. 

   Perdone usted, pero lo he visto entrar con la bolsa vacía y por lo que veo ahora parece estar llena, le dijo, desafiante. El hombre dio de hombros. 

   Creo que usted se ha equivocado, la bolsa está tan llena como cuando he entrado, respondió el hombre, mirando la hora y dando a entender que estaba con prisa. 

   ¡No, señor!, yo he visto bien lo que he visto y usted traía la bolsa doblada debajo de un brazo, insistió el bibliotecario y en seguida lo instó a que le mostrara el contenido. El hombre volvió a dar de hombros. 

   Bien, si usted insiste, pero desde ya le digo que son objetos personales que debo llevar a una joyería para que me los evalúen, respondió el hombre, y a seguir abrió la bolsa. Al bibliotecario se le hincharon los ojos del asombro; esperaba ver libros, libros robados de la biblioteca, sin embargo, veía alhajas de oro, coronas de diamantes, collares de perlas y otras joyas, resplandeciendo delante de sus ojos. 

   Perdón, dijo, después de carraspear. 

   Descuide, lo entiendo, pero se trata de joyas de la familia que por razones económicas debo deshacerme de ellas, con mucho pesar eso sí, explicó el hombre antes de marcharse. 

3) Unos días después. 

El hombre de la bolsa de lona no había vuelto a aparecer, en cambio muchos socios de la biblioteca habían acudido para quejarse de que varios libros presentaban fallas: simplemente les faltaban palabras; no que las hojas presentaran recortes o signos de que las palabras hubieran sido borradas, sino que los espacios correspondientes a las palabras faltantes estaban vacíos, como si no hubieran sido impresas. Algunos socios entretanto, que habían llevado más de una vez un mismo libro, corroboraron los desaparecimientos, con lo que un posible error de impresión quedaba descartado. 

   Mire acá, dijo un socio, mostrándole un libro de Somerset Maugham, en el cuento El collar de perlas, faltan todas las palabras "perlas". 

   Y lo mismo sucede con este aquí, dijo una señora, mostrándole una página del cuento Alí Babá y los cuarenta ladrones. El bibliotecario leyó: "Allí encontró ricas mercancías: telas de seda,    ,      , monedas y                  .                 . 

   Está viendo, dijo el socio, faltan las palabras oro, plata y piedras preciosas.   

   En seguida el bibliotecario se vio cercado por veinte o treinta libros a los cuales les faltaban las palabras joya, alhaja, piedras preciosas, oro y diamantes, etcétera.

    El bibliotecario, sin saber por qué, sospechó de inmediato del socio de la bolsa de lona; no tenía claro por qué, pero por las joyas que cargaba en las bolsas seguramente tendría algo que ver. La policía fue llamada y el bibliotecario les contó sobre las joyas. Buscaron en el libro de registro la dirección dada por el socio, pero al acudir a dicha dirección se encontraron que correspondía a un baldío. 

4) Dos días después del incidente. 

 El hombre se acomodó la bolsa en el hombro y entró en la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario dejó de escribir y asomó los ojos por encima de los anteojos, era el hombre de la bolsa, esta vez la traía colgada de un hombro y parecía estar llena. Como de costumbre, cabeceó afirmativamente, pero lo siguió con la vista y cuando el hombre hubo entrado en uno de los pasillos, volvió a cabecear en su dirección, pero para los cuatro policías vestidos a la paisana que simulaban leer en mesas separadas. Ellos le devolvieron el cabeceo y continuaron la simulación. Al rato apareció el hombre, cargado de libros, ocupó la mesa más alejada de los cuatro lectores y dejó la bolsa al lado de sus pies. Mientras pasaba páginas como si no leyera sino como buscando determinada palabra, de vez en cuando levantaba levemente la vista. Una vez encontró al bibliotecario observándolo por encima de los anteojos y otra, la mirada puesta en él de uno de los otros lectores. No había que ser muy despierto para darse cuenta que estaba siendo observado, estaba claro que lo habían descubierto. Y tampoco eran necesarios muchos años de servicio como para que no se dieran cuenta que el sospechoso ya sabía que había sido descubierto, pensaron los policías, que de inmediato se pusieron de pie. El bibliotecario, al ver el movimiento de los policías los imitó, encaminándose a pasos largos hacia la mesa del sospechoso, que  parecía estar agarrando algo de uno de los libros, pero enseguida lo vio desaparecer en el aire. Atónitos, los cinco se quedaron viéndose los unos a los otros con caras de perplejidad; entretanto se acercaron a la bolsa que había quedado al lado de la mesa y con sorpresa constataron, pues esperaban ver alhajas de oro, coronas de diamantes, collares de perlas y otras joyas, como les había contado el bibliotecario, que la bolsa solo contenía bollos de papel de diario, a modo de hacer bulto nada más. Claramente el hombre tenía la intensión de engañarlo, comentó el bibliotecario. Pero eso carecía de importancia delante del hecho sorprendente de haber desaparecido como por arte de magia. En eso pensaban mientras los cinco hombres pasaban las manos por el aire con la esperanza de tropezar con el cuerpo invisible del desaparecido. Hasta que el bibliotecario vio algo que lo dejó más atónito que un instante antes: al título de uno de los libros sobre la mesa, "El señor de los anillos", le faltaba la última palabra. 

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lunes, 15 de marzo de 2021

EL COLAPSO INADVERTIDO

 A eso de las dos de la tarde el cielo había empezado a oscurecerse y a ventear fuerte. Tormenta de nieve, pensaron unos y lo mismo dijeron otros. Ahora, entrada la noche, fuertes ráfagas azotaban las casas, como si quisieran arrancarlas de cuajo y hacerlas volar por los aires. 

   Adentro de una de ellas, el matrimonio Da Silva no le daba importancia al mal tiempo; mientras no cortaran el suministro de energía, estaba todo bien, pues no había nada en el mundo que les hiciera perder un solo capítulo de la telenovela "Piedra sobre piedra"; y para darse una idea de la atención experimentada durante la transmisión, digamos que el viento huracanado podía borrar del mapa el pueblo entero que ninguno de los dos se daría al trabajo de levantar un dedo siquiera; porque ni en las propagandas salían de la novela, sino que seguían aplastados en sus lugares comentando, como auténticos críticos del espectáculo, los pormenores de cada capítulo. Por eso cuando voló el tejado, a pesar de los baldazos de nieve que cayeron sobre sus cabezas, nada advirtieron; tampoco cuando las paredes laterales y la trasera se desplomaron delante de sus narices, seguramente porque el "muac" sonoro del beso entre la pareja principal resonó en sus mentes más fuerte que ningún otro ruido. De pronto los muebles, menos en los sillones sobre los cuales estaban como clavados, empezaron a temblar y a remontar vuelo. Entretanto, Clóvis, el marido, solo atinó a sujetar el televisor mientras la esposa, Jerusa, se reclinó hacia un costado para ver poder ver la escena completa, ya que el hombro del marido se interponía entre ella y el aparato. Enseguida, la chimenea se apagó y unos segundos después el viento la embolsó y, ladrillo tras ladrillo, desapareció en la nevasca, justo cuando casi terminaba la novela. Para todo esto la nieve acumulada en el piso ya les llegaba casi a las rodillas y formaba una joroba blanca en la espalda de ambos. Fue en ese momento que Clóvis endureció los músculos y, sin desviar la vista de la pantalla, comentó con la esposa: 

   Me parece a mí o ha refrescado de repente. La frase le salió acompañada de vapor. La mujer, pasándose las manos por los brazos para calentarse, y también con la vista pegada al televisor, concordó con su marido, con un apático y vaporoso "ajá". 

                                                                      

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COMIDA III

 


La tormenta de nieve de más de una semana no cesaba, y lo peor de todo: la comida había acabado hacía tres días. El vecino más cercano a quien pedir ayuda vivía a medio día de camino, pero con ese temporal... ni pensarlo. 

   Ross se vio perdido.

   El hambre lo atormentaba hasta cuando dormía; soñaba con manjares aunque ni allí, en lo onírico, conseguía darles alcance; si no estaban en platos ajenos, se despertaba justo cuando iba a dar el primer mordisco. Era una situación en verdad desesperante, el propio infierno en aquel mundo vestido de blanco. 

   En un dado momento, cuando ya empezaba a mirar con mirada de roedor para los libros sobre la estantería encima de la chimenea, escuchó un ruido del lado de afuera, más exactamente hacia la única ventana de la cabaña. Ross se arrastró con lastimosa dolencia y entre la nevasca vio el causante del ruido: un oso hurgando en el tacho de la basura. Las tripas de Ross rugieron con más fuerza y la urgencia del hambre lo empujó hacia la puerta, la cual, rifle engatillado en manos, abrió de inmediato. 

   Por un segundo hombre y bestia se miraron fijo a los ojos; a solo algunos pasos estaba lo que importaba para ambos: la comida. 

   Enseguida, los estallidos de dos disparos consecutivos irrumpieron en el aire, como truenos, y se disiparon haciendo eco en las profundidades del bosque circundante. 

    

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LA CONSIGNA

 


La consigna literaria era la siguiente: escribir un texto que tuviera lugar en una biblioteca infinita que fuera un laberinto. Yo pensé bastante en el asunto pero todos los caminos me llevaron a Borges. De manera que para no ser comparado y, ¡clavado!, no llegarle ni a los talones al gran escritor, no escribí nada. 

                                                                          

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LA MORDIDA DE UN HOMBRE-LOBO EN UN LOBO

 Alguien en la taberna preguntó qué pasaría si un hombre-lobo mordiera a un lobo, y éso le quedó dando vueltas en la cabeza. 

   En la próxima luna llena se embreñó en las montañas, donde vivían las manadas de lobos, y nomás cruzarse con uno lo acorraló contra unas piedras y le dio un mordisco. El lobo se tambaleó por un momento hasta que desfalleció. El lobizón creyó que el lobo había muerto, pero un momento después, el animal empezó a convulsionar y a retorcerse violentamente hasta que, poco a poco, fue transformándose en hombre. El lobizón medio que se asustó, pero aun así, se animó a preguntarle quién era. El recién transformado en hombre, que se notaba algo turbado, pensó un momento.  

   Me llamo Denis, dijo y acotó: ¿no has visto a mi padre? 

   ¿Tu padre, y quién es tu padre?, preguntó el lobisón, confundido.

   Boris Vian, el escritor, respondió el otro.  

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viernes, 12 de marzo de 2021

LA CAÍDA MÁS ALLÁ DEL CÁLCULO

 


Creí haber pensado en todo, hasta me había mojado el dedo para ver de dónde venía el viento. Precaución innecesaria, ya que desde el balcón se notaba que apenas soplaba una leve brisa y, además, solo bastaba con observar el humo, que casi no se alejaba. Por otro lado, dos pisos no significaban casi nada, ni mi peso era tan insignificante como para que tan poca brisa lo desviara hacia un costado. Pero lo que realmente dificultaba era la humareda, densa y molesta, que además de interponerse, encima me hacía arder la vista y toser a lo loco. Pero llegó el momento que tuve que decidirme, el piso se estaba recalentando con demasiada rapidez. Era saltar y salvar el pellejo o llegar al más allá carbonizado y apestando a humo. 

   Las sirenas, los gritos histéricos y tanta gente reunida viendo el espectáculo siniestro. 

   ¡En cuántas caras me reconocí! 

   Me asaltaron recuerdos repentinos de tantas corridas en bicicleta atrás del camión de bomberos, allá en Carmen de Areco. 

   ¡Y ahora el protagonista era yo! 

   La desesperación, la urgencia, el instinto de supervivencia me empujaron hacia adentro, y enseguida volví con una silla, para poder subir a la baranda sin dificultad. Esperé unos segundos hasta que el humo caprichoso me dio un mezquino espacio para visualizar la cama redonda de los bomberos en la vereda, entonces dije: 

   Que sea lo que Dios quiera, y me lancé. 

   ¡La pucha, carajo...! Si antes de saltar tan solo hubiera mirado hacia arriba... éramos unos diez con la misma intención. 

                                                                   

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EL BOTELLÓN

 Era el primer día de vacaciones de Frank Sandbucket, y no bien entró a su habitación, se deshizo de la ropa y bajó a la playa, descalzo y vistiendo un calzón de baño. 

   Adiós por un mes a los zapatos, al traje y corbata, se dijo, apenas sintió la arena en la planta de los pies, y como cuando era niño, se lanzó a caminar sin descanso hasta que tuviera hambre. 

   Le habían dicho los empleados del hotel que no debía preocuparse en llevar agua, pues varios arroyos cortaban la playa despejando sus frescas y cristalinas aguas en el mar, y también que caminara con calma, de lo contrario daría la vuelta a la isla en un par de horas, a pesar que en su interior había tantas diversiones como para mantenerse bastante ocupado durante el mes que pensaba quedarse. Pero ¿para qué tener prisa después de todo? 

   Cerca de una hora, en un recodo, se deparó, confundido entre la maleza, con un antiguo caserón destartalado pero aún conservando un vago vestigio de lo imponente y bello que fuera alguna vez. Atravesó una espesa vegetación hasta llegar a la entrada principal; la puerta, ligeramente caída a un lado, estaba abierta. Era evidente que el interior había sido saqueado. Inspeccionó todos los cómodos y después de media hora lo único que encontró para llevarse de recuerdo fue un botellón de vidrio mugriento que yacía olvidado sobre una opaca y polvorienta repisa. No tenía etiqueta pero a pesar de estar tapado con un corcho, lo sintió liviano. "Vacío", musitó, pero ¿qué esperaba, un licor añejo acaso? De todas maneras lo llevó consigo, sin saber por qué, tal vez para recordar el hallazgo del viejo caserón cuando regresara a Nueva York, dentro de un mes. 

   Al regreso, en el primer arroyo que cruzó se detuvo para lavarlo y desprender la costra que vaya a saberse cuántos años llevaba adherida en su superficie. Lo remojó y con ayuda de arena se puso a sacarle la mugre. De pronto lanzó un grito de susto y dejó caer el botellón a sus pies: adentro había un hombre, pequeñísimo, apoyando sus manos en el cristal. Una especie de genio, supuso. El hombrecillo vestía apenas un taparrabos. Desde donde estaba parado le pareció que el hombrecillo gesticulaba con los labios, como queriendo decirle algo con urgencia. Por fin se animó a volver a agarrar el botellón, no así a destaparlo, quién sabe qué intenciones tenía aquel pequeño ser. 

   Cuando pasó por el lobby del hotel, nadie le prestó atención al botellón que llevaba debajo de un brazo; al final, los turistas nunca volvían con las manos vacías de sus paseos, cualquier caracol vacío, cualquier semilla rara adquirían en sus manos carácter de recuerdo inestimable. No bien entró a su habitación, lo metió dentro de un bolsón y allí lo dejó hasta el último día de sus vacaciones, aunque todos los días le echaba un vistazo, apenas para comprobar que el hombrecillo continuaba allí. A veces lo encontraba durmiendo, otras sentado, como meditando, o andando en círculos; pero cuando el hombrecillo se percataba de su presencia, corría a la pared cristalina, apoyaba los brazos y empezaba a gesticular con insistencia, entonces Frank simplemente volvía a taparlo 

   Sabía que cuando llegara a Nueva York en un momento u otro tendría que destapar el botellón y preguntarle muchas cosas al genio; eso si conseguía driblar la vigilancia en las aduanas de los aeropuertos. Por suerte, o tal vez de propósito, cada vez que el botellón fue examinado, el hombrecillo permaneció duro como una piedra, hasta cuando fue sacudido con fuerza por un agente aduanero desconfiado. "Es un muñequito de goma, un recuerdo de mi hijo que por descuido se me ha caído adentro", era la disculpa dada. "¿Y por qué no quebró el botellón para sacarlo de allí?", fue una de las tantas preguntas. "Porque el botellón en un recuerdo de viaje", la disculpa siempre dada. Entretanto, corrió con suerte y llegó a Nueva York con el botellón sano y salvo.

   Ya en su departamento, dejó el botellón en un rincón, y demoró una semana de examen a distancia hasta animarse a sacarle el corcho. 

   ¿Quién eres?, le preguntó al hombrecillo, a cierta distancia del pico. 

   Un genio, le respondió el hombrecillo, con una voz distante pero amplificada por la concavidad. Pasó varias veces ambas manos por la boca y el mentón mientras pensaba que no podía ser real, que aquello era humanamente imposible, algo ilógico y que iba en contra de las leyes de la física. 

   No existen los genios, dijo Frank, más para sí que para el supuesto genio, a no ser... a no ser... No encontró palabras para decirle al genio lo que se le había ocurrido en ese instante. 

   Volvió a tapar el pico. 

   ¿Y si es una especie de demonio?, esta sospecha hizo que le arrojara una toalla encima y, empujándolo con un pie, arrimó el botellón al balcón. 

   Necesitaba pensar. 

   Miró a su alrededor, la verdad el estante se vería mucho mejor con los libros que siempre quiso leer, pero que ,sin embargo, no estaban allí; no por falta de dinero, sino que siempre tenía otras prioridades más urgentes. El televisor igualmente, bien que podía regalárselo al portero del edificio, y en su lugar poner uno de 68" pulgadas; el sofá de cuerina sintética, gastado y hundido, podría arrojarlo a la basura y comprar uno de cuero legítimo, y los posters en las paredes suplantarlos por pinturas originales, y las salchichas en la heladera sustituirlas por bifes de lomo y camarón, y el trabajo que aborrecía, y las mujeres que ni lo miraban..., y esto y aquello y todo y todo... 

   Buscó el botellón y lo destapó. 

   ¿Por acaso realizas cualquier deseo?, le preguntó al genio. 

   Lo que se te ocurra, amo, respondió el genio. 

   Entretanto, titubeó un instante, ¿y si estuviera alucinando? Se pellizcó con fuerza el dorso la mano izquierda. 

   ¡Ay!, exclamó y se quedó viendo la marca rosada. No alucinaba. 

   Está bien, si es como tú dices, le dijo, quiero que me conviertas en un hombre podrido en plata. 

   Ajá, pero ¿qué me darás a cambio, amo?, respondió el genio. 

   Volvió a dudar, ¿desde cuándo los genios pedían algo a cambio? ¡Cómo saberlo! Nunca había tratado con uno, es más, ignoraba que existieran los genios. Pero ¿qué podría ofrecerle a un genio que le daría todo el dinero que quería para pensar que la vida es bella? Paseó la vista por la sala: televisor viejo, libros usados, sofá destartalado, ¿será que le gustan las salchichas?

   No sé que ofrecerte, quizás si me ayudas..., le dijo, finalmente. 

   Quiero la libertad, amo, respondió el genio, pues a pesar de ser pequeño, la abertura del pico lo es aún más, con lo que tendrás que romper el botellón para liberarme. 

  ¿Y si es una artimaña y después desaparece en el aire, dejándolo con las ilusiones nada más? Pero... ¿y si no lo es? La verdad, de nada le servía mantenerlo allí adentro, tendría que arriesgarse a liberarlo y si se esfumaba, mala suerte. 

   Está bien, confiaré en ti y te liberaré, le dijo. 

   Buscó cinta adhesiva y martillo, forró el botellón y le dio pequeños martillazos hasta quebrar el vidrio.

   El genio, una vez liberado del botellón, se infló hasta adquirir el tamaño de un adulto. 

   Gracias amo, dijo, juntando las manos delante de sus ojos e inclinándose tres veces. 

   Ahora, cierra los ojos por un momento y cuando los vuelvas a abrir estarás podrido en plata, tal es tu deseo. 

   Ok, dijo Frank y cerró los ojos, pero al cabo de unos minutos se quedó dormido. Soñó con torres de cristal, con doscientos subordinados gravitando a su alrededor con bandejas de plata en sus manos, repletas de manjares; soñó con anillos de oro y rubíes adornando ocho dedos de sus manos y con mujeres hermosas esperando, ansiosas, ser llamadas a su lecho de sábanas de seda y almohadas de plumas de ganso, y... hasta que despertó. 

   Estaba en un quirófano, entubado por todos los orificios. Una máquina emitía "píes" de un segundo de duración, unos tras otros. Quiso moverse pero el cuerpo no le respondió, y hablar, pero tampoco pudo hacerlo. De pronto médicos y enfermeros se acercaron y uno de ellos preguntó: 

   ¿Qué tiene este paciente? 

   Infección generalizada, creo que no pasa de hoy, respondió el que estaba más cerca suyo y que parecía ser el doctor principal. 

   ¿Y quién es?, preguntó otro. 

   Así como lo ve, es el hombre más rico del planeta, dijo el doctor, con un ligero encogimiento de hombros. 

   En ese exacto momento, en el departamento de Frank Sandbucket, el televisor viejo le hacía compañía al genio, que leía un libro mientras masticaba una salchicha, confortablemente acostado en el sofá destartalado. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...