sábado, 12 de junio de 2021

LA COMPETENCIA



   "¿Será que viene hoy?", se pregunta Quique mientras espera el colectivo. Esta es una pregunta que se viene haciendo desde hace muchos años. Y todo por una estúpida obsesión que se le instaló cómo un clavo incrustado en la cabeza y por la cual inconscientemente no vive lo que debiera, la vida; con lo que el sueño del auto propio se va postergando día tras día. 

   El colectivo está llegando. 

   Entonces Quique subirá, pasará la tarjeta y mirará, antes que nada, hacia un asiento en particular. Suspirará con desgano cuando vea el copete castaño de Alberto Pérez asomando por encima del diario, el objeto de su desgracia, tal como lo llama; sentado en el tercer asiento individual, el que casi siempre ocupa. Sabe su nombre porque una vez un pasajero encontró su documento debajo de sus pies y al preguntar si Alberto Pérez era alguno de los pasajeros él había levantado la mano. 

   Más allá de él estará el resto de los mismos pasajeros de todos los días.

   Quique pasará por Alberto Pérez. 

   A su izquierda estará Mariela, que ahora se ha teñido de rubio. De la tal sabe su nombre porque un día la señora que venía conversando con ella al bajarse la nombró con un sonoro "Chau Mariela", como para que todo el mundo, dentro y fuera del colectivo, lo supiera. 

   Quique pasará por ella. 

   Dos asientos atrás de Alberto Pérez, estará sentada la que Quique llama La-recauchutada-sin-remedio. Se trata de una señora de avanzada edad que está empeñada en engañar al tiempo vistiendo ropas de jovencitas; claro, sin lograr su cometido pues se ponga lo que se ponga ya es tarde para volver a lo que pasó hace tiempo. 

   Quique pasará por ella. 

   Paralelo a la señora, estará sentado un niño de guardapolvos, junto a la ventanilla, y detrás de él estará su hermana, también de guardapolvos y junto a la ventanilla. Quique sabe que son hermanos porque un día los acompañaba una señora que al bajarse antes que ellos les recomendó que se portaran bien en la escuela y ellos le respondieron "Esta bien, mamá". 

   Quique pasará por ellos. 

   Dos asientos detrás de la señora y paralelo a la nenita estará el falso metalero, con los auriculares puestos oyendo música. A este, un joven veinteañero, melenudo y vestido todo de cuero negro, con muñequeras con puntas y todo, lo llama así porque un día en se había sentado cerca suyo se le enganchó el cable del audífono en alguna cosa y Quique descubrió que estaba escuchando un cumbión de aquellos: "Ay negra, negrita de mi vida" de Alcides.  

   Después Quique pasará por el guardia de seguridad, al que ve como si estuviera en horario de servicio y no trasladándose a su lugar de trabajo. 

   Se trata de un muchachote corpulento, tipo ropero "king size", que sólo le falta la nueve milímetros, el fusil de asalto, un par de granadas colgadas en el pecho y la cara pintada para parecerse a un "marine" americano, pero solo lleva una cachiporra, en la cual frota las manos como si sobara la masa destinada al pan. Quique imagina que los fines de semana a la noche debe hacer un dinero extra como patovica en algún tugurio cumbiero. 

   Luego Quique pasará por el muchacho de la estación de servicio. Un frentista, según Quique, pues ha notado que el bolsillo derecho de atrás del pantalón siempre está más sucio que el izquierdo, lo que sugiere que sea de tanto sacar y poner la billetera que usan los frentistas para el cobro del combustible. 

   Quique pasará por él. 

   Más atrás estará la yegua que tiene toda la pinta de ser secretaria y, clavado, amante del jefe. La chica es joven, tetona y tiene un par de piernas gruesas asomando por las minifaldas que siempre viste, haga frío o calor. Sus piernas son las que acaparan todas las miradas masculinas y alguna que otra femenina, con seguridad por envidia, hasta más allá del descenso, cuando todos los ojos, incluidos los del colectivero y del nenito escolar, la siguen hasta donde pueden. 

   Quique pasará por ella.

  Y ya por último pasará por el peruano o boliviano, no está seguro; aunque bien podría tratarse de algún autóctono del norte del país, donde la mayoría se distingue por los rasgos indígenas, desde el norte de Chile y Argentina hasta Ecuador, pero a Quique se le ha puesto que es peruano o boliviano.   

   Este andino indescifrable es albañil, la mochila pegoteada de mezcla seca de donde siempre sobresale algún mango de cuchara o un pedazo de nivel de mano, lo delata a kilómetros de distancia. 

    Finalmente Quique llegará al fondo del colectivo, su lugar predilecto porque desde allí puede observar todo el movimiento.

2

Vayamos ahora al asunto que tanto incomoda a Quique: Alberto Pérez. Desde chico Quique tiene una manía extraña: no más ver que alguien va delante suyo, sea a pie o en bicicleta, o, como ahora, tomando el mismo colectivo, se pone en modo competición y hasta que no lo sobrepasa no se tranquiliza; pero lo más insólito de su manía es que los otros no advierten que son competidores involuntarios. Bien, esto sucede con el inadvertido Alberto Pérez; tanto él como Quique en cinco años no han dejado de tomar el colectivo ninguna vez (los demás mencionados sí) y Quique quiere ser el primero en esto también. Culpa de esa absurda competencia, Quique nunca ha perdido los premios de asistencia y de llegar a horario en la fábrica de jabón en que trabaja, y de yapa, lo han ascendido a encargado de la sección limpieza. Eso es la parte buena, lo que quiere decir que hay una mala, y ésta es que todavía no ha comprado el autito usado que tanto anhela tener, ya que el trámite le haría perder un día de trabajo y su rival le llevará la delantera, cosa que el obsesivo Quique no está dispuesto a aceptar. Pero apenas Alberto Pérez falle una única vez, ahí sí, sosegará su espíritu. La platita para el autito está garantizada. 

   Mientras tanto, Quique sigue aguantando las quejas de su mujer, que cada tanto le hincha las bolas con el asunto del auto; ya son cinco integrantes en la familia y otro viene en camino. Pero Quique siempre pone una excusa y la espera por el autito sigue prolongándose mes tras mes, año tras año. ¿Hasta cuándo?, hasta que Alberto Pérez deje de tomar, ¡una única vez por Dios!, el colectivo.

Así están las cosas esta mañana. 

   El colectivo para. 

   Quique sube, pasa la tarjeta y mira, antes que más nada, hacia el asiento en el que casi siempre se sienta Alberto Pérez, pero ¡oh, milagro!, ¡oh, sorpresa!, éste no está. 

   Pero no creyendo en tamaña suerte, Quique recorre con la vista asiento por asiento y constata que, efectivamente, Alberto Pérez hoy no ha tomado el colectivo. Entonces en sus ojos se produce un estallido de luz y detrás del estallido le viene un ataque de risa incontrolable. Quique no consigue salir del lugar; ríe y ríe, cada vez más alto, y se va amoratando de excitación y alegría mientras en su mente en turbulencia ya se ve seguir de largo hasta la concesionaria de autos usados; se ve comprando el ansiado autito y llegando a su casa bocinando desde la esquina. Y entonces su mujer nunca más podrá romperle más las pelotas con el asunto del auto, y en las próximas vacaciones podrán ir a Mar del Plata.  

   ¡Como todos los argentinos, carajo!, grita, sin advertir que ha exteriorizado sus pensamientos. 

   Los pasajeros lo miran, sobresaltados como es lógico, sin entender nada, ni por qué ríe como un demente ni por qué ha gritado "¡Como todos los argentinos, carajo!". ¿Quizás se trate de un detalle pasado por alto que no han advertido?, se preguntan de distinta manera. 

   El chofer disminuye la velocidad y ahora lo observa por el espejo retrovisor que ocupa todo a su frente, encima de su cabeza; piensa en un loco de remate, y quién sabe cómo termine todo si se le ocurre desatar su locura dentro del colectivo. Y Justo a él, que tiene la ficha limpia y nunca ha tenido ningún accidente en sus veinte y pico de años detrás del volante. 

   Mariela se acomoda disimuladamente el pelo, quizás esté despeinada y es por eso que el histérico ese se ríe de esa manera alucinada. 

   La señora recauchutada arruga el entrecejo y frunce el hocico y de inmediato se alisa la remera con la foto de Madonna. "¿Será posible que una arruga en la ropa pueda causar un ataque de risa? Pero en este mundo lleno de locos sueltos todo es posible", reflexiona su mente de chorlito. 

   El falso metalero se apresura a apretar la pausa del celular, antes de sacarse los audífonos para que no lo cachen escuchando a Los Palmeras, y se queda atento. 

   El guardia de seguridad aprieta con fuerza la cachiporra, y, listo para entrar en acción,  no despega su mirada desconfiada de Quique. Mientras tanto piensa: "Un movimiento en falso y le rajo la cabeza de un cachiporrazo". 

   La nenita se asusta y corre a acurrucarse al lado del hermanito y ambos se quedan mirando con ojos de miedo al enloquecido Quique. 

   El frentista se ruboriza y tapa la mancha de aceite de la rodilla que da al pasillo con una mano. 

   La secretaria trola trata inútilmente de estirar la minifalda, pues de hacerla llegar a las rodillas le quedará medio culo afuera. "¿Será que sabe algo, el idiota ese?", se pregunta, como quien tiene cola de paja. 

   El albañil andino mira al piso y tira de la piola de la plomada, que se ha salido de la mochila, pero no la guarda sino que se la queda en la mano. "Nunca se sabe", piensa. 

   Y, finalmente, Alberto Pérez, ¡sí, él mismo!, asoma la cabeza detrás del asiento que tiene adelante, pues estaba agachado buscando la tarjeta que se le había caído cuando el colectivo frenó para que Quique subiera. 

   Entonces, como si hubiera visto un fantasma, a Quique se le oscurece la mirada y para de reír como un alienado y, cual camaleón que cambia de color según la ocasión, pasa del morado al pálido cadavérico en el acto; porque lo que ven sus ojos desorbitados es mucho peor que ver un fantasma, es ¡la presencia viva de Alberto Pérez! 

   Enseguida Quique se desarma y se pone a llorar como un pecador arrepentido, es decir, lleno de sentimiento y culpa; llora y llora desconsoladamente, clavado al piso; y cuando, dos cuadras después, encuentra fuerzas para dirigirse al fondo a continuar la lloradera, resbala en el piso encharcado por sus propias lágrimas y se da tremendo golpazo, yendo a parar, por increíble que parezca, justo a los pies de Alberto Pérez, el único a tenderle la mano para ayudarlo a ponerse de pie.

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miércoles, 9 de junio de 2021

DON ESTEBAN Y EL DOMADOR DE ESTRELLAS



Cuando a don Esteban El Sabio le hacían cierto tipo de preguntas, de esas que nunca en la vida siquiera hubo imaginado salir de la boca de un gaucho, pensaba que ya no se hacían gauchos como antiguamente. En esos momentos solía decir para sus adentros: "Los gauchos de pura cepa murieron cuando a Juan Moreira lo cacharon en el tapial". 

   Un gaucho, acodado en el mostrador del boliche, que hasta ese momento solo había abierto la boca para pedir que le llenasen una vez más el vaso con ginebra, de pronto se dio vuelta y, encarando a don Esteban, que tan callado como él bebía una copita de coñac arrinconado cerca de la puerta que conducía a la cancha de bochas, le preguntó: 

   Disculpe don, pero ¿será cierto que existen los marcianos? 

   Don Esteban casi se atraganta con el trago que embuchaba justo en ese preciso momento. El viejo levantó la vista hacia él paisano y se preguntó: "¿Pero qué bicho le picó a este jetón para preguntar por seres verdes?" 

   Bueno, dijo, creo que usted, mi amigo, se está refiriendo a los extraterrestres. 

   Eso... mesmo, contestó el paisano, interponiendo un hipo en medio dela frase. 

   En ese caso, le digo que no creo ni descreo, es más o menos como cuando uno dice: "No creo en las brujas, pero que las hay, las hay". Yo particularmente nunca vi ninguno, pero conozco el caso de un gaucho de mis pagos el cual juraba de manos juntas, porque ya es finado, que el año en que nadie en el pueblo supo de él fue porque lo habían secuestrado los extraterrestres, cosa que nadie le creyó, principalmente su esposa, la Palmira. 

   Según ella su marido, el Cachito Longobardi, se había mandado a mudar atrás de alguna pollera que ella no supo decir de quién se trataba porque eso era lo que a ella se le había puesto en la cabeza; y también anduvo diciendo que después de pasarse un año de farra el Cachito había vuelto con las orejas gachas y la cola entre las piernas, como perro después de una macana. Pero de cualquier manera aceptó su vuelta, alegando que si lo aceptó fue por los gurises que no merecían crecer sin padre. 

   Bueno, la cosa es que el Cachito Longobardi desde la vuelta del cosmos parecía no tener ninguna otra cosa qué contar, como si antes del viaje a las estrellas no hubiera vivido ninguna experiencia en la vida. Esta bien que tampoco a nadie después de eso le podría interesar nada más. La cosa es que un día domingo me lo crucé, fue en una cuadrera; me acuerdo bien porque ese día a uno de los caballos le crecieron alas de las costillas y salió volando para los lados del océano, con jinete y todo, el Perseo Bermúdez, que nunca más se les vio el pelo a ninguno de los dos, dicho sea de paso. 

   Bueno, fue en ese día, mucho antes de la primera carrera, que me contó su odisea en el espacio. Me dijo que venía de vuelta de la estancia donde trabajaba, caminando por el camino viejo, porque al caballo se le había quebrado una pata y nadie volvió aquella noche al pueblo. Dijo que de pronto una luz cegadora lo alumbró desde arriba, como si el sol hubiera nacido de repente a metros de su cabeza, y que al mirar hacia aquel resplandor descomunal perdió a medias los sentidos, por lo cual sintió que garras invisibles o algo parecido lo subían a la luz. Después no sintió más nada, hasta que despertó en un recinto extraño y repleto de aparatos raros. 

   Dijo que le agarró un julepe tal que saltó de la camilla donde estaba acostado y corrió a un ojo de buey, donde vio la tierra achicándose poco a poco. Dice que se quedó duro y cagado hasta las patas, sin poder salir del lugar, viendo la tierra volverse una estrella más hasta que se confundió con los millones de estrellas que la rodeaban y no la vio más. Después de eso, dijo que entraron al recinto dos seres extraños, pelados y con ojos desmesurados de grandes, pero no eran verdes sino grises, con piernas y brazos como nosotros y con dedos largos y chuecos. Vestían ropas como de plástico plateado ceñidas al cuerpo; y a pesar de que tenían bocas de labios finos le hablaron en nuestro idiomas pero como si sus voces estuvieran dentro de su cabeza. Dijo que le mandaron volver a acostarse, cosa que el hizo sin chistar, como animal amansado; y después le pusieron una especie de bozal que tenía un tubo transparente acoplado a una máquina y enseguida se durmió. Por eso no sabía decir cuánto tiempo duró el viaje, y que cuando recobró los sentidos, los mismos seres lo condujeron fuera de la nave extraterrestre. 

   En ese momento al Cachito volvió a revolvérseles las tripas, tamaño mundo extraño irguiéndose delante de sus ojos incrédulos: la tierra era roja, como en Misiones, pero llena de edificios de formas extrañas y por donde volaban vehículos sin ruedas, pero también sin sonoridad alguna. Enseguida fue conducido delante de la presencia de otro ser igual a los dos que lo acompañaban, la verdad, todos eran iguales, como copias de uno solo, como los chinos que no da para saber quién es quién. Bueno, dijo que este otro ser le contó que necesitaban de su inestimable ayuda. ¿De mi ayuda?, dice que le preguntó, asombrado, el Cachito. Sí, de su ayuda, le respondió el extraterrestre. Y enseguida, señalando hacia un televisor gigante como pantalla de cine, le contó de qué se trataba: domar unas fieras, estas sí verdosas y como dinosaurios, bastante escamosas. Parece que las necesitaban para andar por el suelo. 

   El Cachito me dijo: 

   Mire don Esteban, en ese momento volví a cagarme hasta las patas. 

   Así que, sin tener cómo negarse, el Cachito hizo uso de su valía de hombre de campo y encaró de pecho sacado el trabajo a realizar. El ser ese también le garantizó que concluido el servicio sería devuelto a la tierra sano y salvo, a lo que Cachito se dijo para sus adentros: "Sí, si salgo vivo para poder contarla". Pero para eso, Cachito exigió un rebenque, porque el suyo había quedado tirado en el camino viejo al ser secuestrado, un recado y riendas. Al rato apareció uno de los seres que lo habían acompañado hasta allí con un rebenque metálico con la lonja hecha de algo parecido a goma, pero liviano y aguantador, como vino a descubrir cuando lo puso a prueba en el lomo de las fieras verdosas, y un recado y las riendas del mismo material. 

   Recuerdo que, movido por la curiosidad por saber más sobre aquel mundo, le indagué sobre qué había comido en su estadía, a lo que me respondió que pastillas con sabor a asado; "¿y de beber?", inquirí. "Un liquido transparente como agua pero con sabor a vino tinto", me respondió. Esta parte del relato, que todo el mundo seguía en solemne silencio, hizo alzar varias voces a su alrededor: "¡Qué tal, eh!" "¡Qué lo tiró!" "¡Me cacho en dié!", y otras frases por el estilo. 

   ¿Y no se acollaró con alguna marcianita?, preguntó uno de esos malintencionados que nunca faltan, entre el montón. 

   Bueno, de eso nada mencionó el Cachito, dijo don Esteban, solo que domó como veinte mil bestias verdes. Hasta que un día le avisaron que el servicio estaba concluido y que en un par de horas lo retornarían a la tierra. 

   ¿Y no se trajo nada de recuerdo?, preguntó otro. 

   Sí, respondió don Esteban: el tal rebenque, el que mostró a los curiosos pero que jamás llegó a usar porque ya le pesaba el apodo que le pusieron en el pueblo: El domador de estrellas, y no quería hacer gala de eso luciendo el rebenque traído del cosmos. 

   ¿Y no dijo cómo se llamaba el planeta?, preguntó el paisano que empezara todo el asunto. 

   Lo intentó, pero como se trataba de un nombre de cuatrocientos signos, entre letras y números sin ninguna vocal, nunca llegó a concluirlo, perdiéndose entre el décimo quinto o vigésimo signo. 

   Después de eso, don Esteban dio las buenas noches y ya estaba manoteando el picaporte de la puerta de salida cuando escuchó una voz que le preguntaba si sabía qué había sido del rebenque. 

   Don Esteban se dio vuelta y dijo: 

  En el pueblo vivía un judío llamado Goldfarb, dueño de la única relojería, que desde la reaparición del Cachito, de vez en cuando aparecía por el rancho con la intención de comprarle el rebenque, pero el Cachito siempre se negó, alegando que era un recuerdo inestimable. Pero apenas el Cachito paró las patas, el judío que seguramente sabía de la situación financiera de la viuda, volvió a atacar ofreciendo hacerse cargo de los gastos del entierro; y la Palmira es claro que acabó aceptando el truque. Pero dicen las malas lenguas que unos días más tarde aparecieron por el pueblo unos yanquis atrás del rebenque. Y como todo el mundo sabe cuando el asunto se trata de Ovnis y extraterrestres, los americanos aparecen como hiena atrás de la carroña, siempre con la intención de acallar el asunto, es una manía que tienen ellos; así que Goldfarb se lo vendió. 

Y entonces sí, aclarado el asunto del paradero del rebenque, don Esteban volvió a despedirse y se marchó a su rancho. 

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viernes, 4 de junio de 2021

EL ÚLTIMO SALTO



Las ráfagas de ametralladora aumentan de intensidad. 

   "Esta vez parece que quieren acabar con todos". 

   Se oyen gritos, gritos rabiosos, y quejas y mas detonaciones. 

   "Dios se apiade de mis hermanos". 

   Poco después las ráfagas disminuyen considerablemente, hasta que solo se oyen unos cuantos disparos dispersos. 

   "Como es su costumbre: rematar con un tiro de gracia para asegurarse que el trabajo quede bien hecho". 

   Voces vuelven a oírse, confusas, y pasos apresurados que hacen crujir la madera de los escalones de la escalera. 

   "Me han descubierto y vienen por mí, o quizás apenas estén buscando por uno más para que no quede ni uno solo con vida. Pero qué más da, no cejarán hasta dar conmigo". 

   Ahora los pasos se oyen más cercanos, pero las voces continúan siendo solo murmullos. 

   "Ya están en el pasillo". 

   Puertas son derrumbadas, muebles arrastrados y la madera del piso cruje más alto. 

   "Dentro de un momento la puerta se vendrá abajo y un bastardo entrará gritando: Ich habe eine andere jüdische Ratte gefunden!, y entonces todo acabará". 

   Por debajo de la puerta se ven sombras, pero éstas no aparecen y desaparecen como si siguieran de largo, sino que se han detenido. Nuevos murmullos y el picaporte que empieza a girar. 

   "Se creen muy listos, esos hijos sin madre, pero se quedarán con las ganas". 

   Las sombras se retiran de la puerta pero un segundo o dos después, vuelven a aproximarse; entonces alguien derrumba la puerta. Por un momento el soldado que la ha derrumbado no dice nada, solo mira, atónito, el espectáculo grotesco delante de sus ojos, hasta que llama a su superior. 

   Cuando éste llega se para a su lado; le echa una mirada al hombre que cuelga de un tirante del techo, aún balanceándose y dando los últimos estertores con ambas piernas, y pregunta: 

   What´s up, soldier? 

   Y el soldado responde: 

   I think he thought we were germans, captain. 


Nota 

* Ich habe eine andere jüdische Ratte gefunden! (¡Encontré otra rata judía!)

** What´s up, soldier? (¿Qué pasa, soldado?) 

*** I think he thought we were germans, captain. (Creo que pensó que éramos alemanes, capitán.) 

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UN GAUCHO HACIA LAS ESTRELLAS



Volvía a la casa arrastrando los pies por el camino de tierra que une Santa Carmen con San Antonio. Como nadie con vehículo volvió esa noche a Santa Carmen, el gaucho regresaba a pie mientras su boca rompía el silencio nocturno con quejas contra el patrón desalmado que no le providenció un vehículo para arrimarlo hasta el rancho. 

   ¡Y con tanta camioneta en la estancia al puro cuete!, volvió a quejarse. 

   ¡Si no juera por la suerte maula que le jodió la pata al Malacara! Ahora se lamentaba por la pata de su caballo, quebrada al cruzar un vado mientras arreaban el ganado; al cual tuvo que sacrificar allí mismo, al pie de un barranco, para que no sufriera.

   Guiado solo por el resplandor de la iluminación pública del pueblo, lejano todavía, seguía por aquella oscuridad escasamente iluminada por las distantes estrellas cuando una potente luz le cayó encima, igual a potentes focos iluminando de pronto el centro de un escenario hasta entonces en penumbras. Intentó levantar la vista, pero aquella luz lo cegó instantáneamente, dejándolo medio mareado, hasta que enseguida se desvaneció a medias, como por efecto de alguna anestesia. 

   Sintió, entretanto, que una fuerza invisible, porque no sentía manos que lo agarraran, lo succionaba hacia las alturas. Después de aquello fue la nada total. 

   En cierto momento despertó y se vio rodeado por un mundo cibernético vacío de significados y más allá, muchísimo más allá, de su comprensión. Estaba recostado en una camilla, sumergido en el mayor silencio. Vio luces intermitentes de varios colores que se prendían y apagaban solas y bancadas llenas de botones y de incomprensibles instrumentos. Se bajó rápidamente y corrió hacia un ojo de buey, de los tantos que había distribuidos en aquel recinto circular. Entonces vio la tierra, lejana, redonda y azul; el corazón se le subió a la boca y los pensamientos se le barajaron. Un miedo como jamás sintiera por nada de este mundo ocupó, a una velocidad alucinante, la totalidad de su consciencia, pero incapaz de apartarse del ojo de buey, se quedó allí, paralizado, clavado como una estaca, viendo cómo el planeta se alejaba lentamente de sus ojos. 

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LAS NOVELAS

 


 

   Ya estamos jodidas, murmuró una novela, a las dos que tenía a ambos lados. Del otro lado de la vidriera de la librería, la gente, los ojos en la pantalla inquieta de sus celulares, pasaba sin mirar por donde pisaba. 

   A espaldas de las novelas, se oía el diálogo entre un cliente y el dueño de la librería: 

Cliente: ¡No, novelas no! 

Dueño: ¿Quién sabe un libro de cuentos? 

Cliente: ¡No, los cuentos suelen ser largos también! 

Dueño: Bueno, siendo así, ¿qué le parece este aquí, de narraciones breves? 

Cliente: ¡No, no, tampoco! Esas narraciones suelen tener hasta diez renglones. Yo quiero algo más breve todavía. 

Dueño, después de algunos segundos: Mire, aquí tiene varios libros de microrrelatos, ¿qué le parece? 

Cliente, luego de unos instantes donde se oyó un rápido pasar de hojas: ¡Ah, esto sí que me interesa! 

    Después la voces se alejaron hasta hacerse inaudibles, pero al poco tiempo volvieron y se oyeron un "adiós, muchas gracias" y un "hasta luego y vuelva pronto". 

   ¿Cómo no va a volver pronto si un libro de microrrelatos se acaba antes de salir del baño, donde la gente dice que es el mejor lugar del mundo para leer?, volvió a murmurar la novela que había iniciado la conversación. 

   Especie rara la humana, ¿no?, comentó la que estaba a la izquierda, y la de la derecha acotó: 

   Yo presumo que piense así porque el baño es el único lugar donde el lector está solo y esto le permite concentrarse más en la lectura. 

   Sí, mientras huele la propia mierda, objetó la novela del medio. 

  Como el mundo, amiga, como el mundo, le contestó la de la derecha. 

   Después no dijeron más nada y se quedaron mirando a la gente pasando de prisa, los ojos en la pantalla inquieta del celular y sin mirar por donde pisaba. 

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LOS NUEVOS TIEMPOS



¡Quién lo diría!, la fábrica ACME presentó quiebra y cerró definitivamente sus puertas. 

   

   ¿Nos puede decir cuál ha sido la causa?, le preguntó el periodista de una renombrada publicación de economía al dueño de la fábrica. 

   El dueño dio de hombro y, señalando el desierto extendiéndose hasta el norte de México, dijo: 

  La culpa es toda de él. El periodista se dio vuelta, pero no vio nada que le llamase la atención, solo desierto y más desierto. 

   Pero, no veo nada, manifestó, pero el hombre ya le alcanzaba un largavistas. 

  Mire y observe, le dijo. 

  El periodista escrutó la inmensidad: a lo lejos se veía a un coyote guiando un bando de indocumentados cargando críos en los brazos y bultos en la espalda. Por veces el coyote se detenía y, levantando una pata trasera, les hacía señales a los que lo seguían para que también se detuviesen; después miraba para todos lados, y enseguida repetía otra señal con una de las patas delanteras. Entonces volvían a emprender la marcha. 

   Cosa de no creer, murmuró el periodista. 

   Pero es verdad, respondió el dueño de la ya extinta ACME. 

   ¿Y dígame, ha sobrado mucha mercadería? 

  ¿Qué si nos ha sobrado?, mire usted. El hombre tecleó en la computadora y enseguida giró el monitor. El periodista agrandó los ojos y soltó un silbido de admiración al ver una serie de fotografías mostrando galpones abarrotados hasta el techo de cajas y cajas de mercadería lista para la venta.

   Y eso no es nada, siguió hablando el hombre, lo peor es que ni vendiendo por debajo del costo logramos que alguien se interese; con lo que a medida que los productos se vayan venciendo tendremos que tirarlos en algún basurero municipal.

   ¿Y que piensa hacer de ahora en más? 

  Bueno, como se dice: hay que adecuarse a los cambios sino se quiere morir en el olvido. Con lo que hemos pensado reestructurarnos y ya para principios del año que viene debemos empezar a fabricar alimento procesado para correcaminos, ya que ahora está aumentando considerablemente su población. 


Cuando el periodista abandonó la oficina, el dueño de ACME abrió una carpeta con la inscripción "TOP SECRET", donde estaban los planos de los futuros túneles que pensaba excavar a lo largo de la frontera. No era justo a él, taimado empresario, que se le iban a escapar los coyotes, los mejores clientes que siempre había tenido. 

   Por ahora que sigan haciendo sus negocios, dijo, dándole palmaditas a la carpeta, pero dejen que llegue la maquinaria; a partir del año que viene tendrán que pagarme el peaje. 

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PORFIRIO EL PARRANDERO


Lo sorprendió justo cuando retiraba la loza mortuoria sobre la tumba. El casero del cementerio había salido al patio, en medio de la madrugada, a echar una meada cuando sintió ruidos extraños en algún lugar del cementerio. 

   El individuo, acuclillado junto a una lápida, se sacudía la ropa cuando se le tiró sobre la espalda.

   ¡Te agarré con la mano en la masa, raterito de mierda!, le gritó.  

   El ladrón no largó ni un quejido siquiera, tampoco opuso resistencia, apenas se dejó estar, aplastado debajo del casero. Ni ante las preguntas de los dos policías dijo algo porque simplemente había perdido el habla, no que se hubiera quedado mudo de repente o porque se le olvidara el idioma que hablaba, sino porque los gusanos ya le habían comido la lengua y los dos ojos. 

   De esto se dieron cuenta, casero y policías, cuando, llegados estos últimos, el supuesto ladrón de tumba fue dado vuelta y advirtieron que era Porfirio El parrandero, fallecido días atrás, pero que por alguna razón inexplicable había resucitado. De lo que no estaban seguros es si Porfirio regresaba de un paseo de alma penada, y ya volviendo a su última morada fue sorprendido por el casero, o si acababa de salir en ese momento. 

   Y en esa discusión estaban.

   ¿Dado un paseo?, preguntó en voz alta uno de los agentes mientras se pasaba una mano por el mentón. 

   ¿Y por qué no?, los zorros pierden el pelo pero no las mañas, opinó el otro agente. 

   Podría ser, pues era domingo y varios bailes habían estado agitando el silencio nocturno del pueblo hasta clareado el día. 

   Seguro que al oír el bochinche el Porfirio no se aguantó, por fuerza de la costumbre digo, arriesgó el mismo agente. 

   ¡Claro!, y entonces, revelándose contra el destino, rumbeó para el pueblo, completó el otro. 

   Pero en ese caso, no creen que alguien hubiera denunciado su presencia, al final, no todos los días se ven fenómenos como este, además, es cosa de asustar a cualquier cristiano, opinó el casero. 

   Seguramente se ha quedado por las inmediaciones para no asustar a la gente, no ven el estado lamentable en que se encuentra el desgraciado, consideró el agente que habló primero. 

   Sin embargo, me pregunto yo: ¿cómo iba a encontrar la entrada el infeliz sin ninguno de los dos ojos?, dijo el otro agente y  los dos agentes se echaron a reír. 

   No sé, yo tengo mis dudas, dijo el casero. 

   ¿Cómo así? Sí, ¿cómo así?, preguntaron los agentes. 

   Lo digo porque puede que solo haya salido de la tumba y al no poder ver nada ni ha salido del cementerio, porque pensemos que de haberlo hecho si no encontró la entrada de los bailes mucho menos iba a encontrar el camino de vuelta, no les parece?

   Y en ese dilema se quedaron los tres.

   Cuando los agentes aparecieron con el muerto en la comisaría, después de considerar mentalmente algunos aspectos respecto al muerto el comisario exclamó: 

   ¡Esto está más transparente que agua de manantial! Enseguida llamó a uno de los agentes y lo envió a la casa de la madre de Porfirio, encomendándole para que se acercase a la iglesia y le pidiese al cura párroco para rezar otro responso por el muerto, porque según parecía Porfirio una de dos: o no se había enterado que había muerto o no había muerto completamente, con lo que las vibraciones fiesteras aún ejercían alguna influencia sobre él. 

   Al rato aparecieron los de la funeraria, entonces el comisario despachó el muerto, no sin antes recomendarles: 

   Y a ver si le echan bastante cemento a la tumba, que la semana que viene es la fiesta del pueblo y no quiero líos. 


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PORFIRIO EL PARRANDERO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

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