lunes, 19 de julio de 2021

LA ESPERA



El vientazo que sopla del sur barre el patio del rancho y de vez en cuando ráfagas como guachazos chicotean las paredes de adobe, arrancándoles pedacitos de barro seco que se pierden enseguida en la nada parda del pastizal rastrero que se extiende hasta convertirse en parte del cielo, junto con finas hebras de paja de lino arrancadas del techo por donde también resbala la ventolina infernal. El rancho es un terrón gris en medio de la desolación áspera donde todo es raso, escaso y se vive por milagro; un hueso seco en esa tierra improductiva, acaso tenida en cuenta por nadie y pasada de largo en los mapas, como algo que casi no consta. Un perro flaco hace rato que no mueve el esqueleto frente a la puerta destartalada y medio caída, por eso el polvo se le acumula sobre la pelambre como una segunda piel. Su respirar es imperceptible, casi una intuición. Ni las pulgas siente el cuzco, acaso le quede sangre qué chupar. El tufo de su dueño ya se hizo aire hace un par de días, pero el perro sigue esperando al pie de la puerta, que su sombra se asome al día o venga a llamarlo desde algún lugar. 

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LA ESPERA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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viernes, 9 de julio de 2021

UN VIEJO VERDE MENOS EN EL MUNDO



El viejo verde asomó el esqueleto enclenque de su obscuro ser en la acostumbrada esquina. Algo, el instinto de caza, la costumbre quizás, hizo "click" en su mente y sus ojos rapaces mecánicamente buscaron la parada de colectivos, a poco metros.  

   Una presa, sola e incauta, esperaba un colectivo. 

   El viejo verde se refregó las manos y avanzó con sigilo, devorando con los ojos las tiernas carnes que revestían armoniosamente aquel cuerpo joven. 

   Llegó a su lado como llegan los fantasmas, sin alarde, desde la nada. 

   El aroma que exhalaba la muchacha arrancó de su boca una frase que escondía más de lo que aparentaba: 

   Hola, muñequita, le dijo, casi pegado al oído. 

  Alertada por el aliento azufrino que despedía la boca del lobo, la muchacha ignoró el saludo

   O hizo como que no lo escuchó.

  "Entonces la guachita de mierda se hace la sorda", pensó el sórdido rufián. 

   Y ya iba a continuar con su acoso verbal cuando la muchacha levantó un brazo. 

   ¿Un colectivo? ¿Tan pronto? ¡Qué mierda! 

   El viejo verde apretó los puños y golpeó el suelo con un pie.

   Pero, no era un colectivo. No. Era un auto al que le hacía señas. 

   "Pero mirá la mocosa, viaja de remís y todo", se dijo el malpensado, achicando los ojos y secándose la espuma acumulada en la comisura de los labios. 

   El auto paró, la muchacha se inclinó en la ventanilla y, señalando al viejo verde, le dijo al conductor: 

   ¡Es ese ahí!  

   El conductór llevó su mirada torva hacia el viejo.

   El viejo verde agrandó los ojos, borró la sonrisa despectiva que le dibujaba el semblante al instante y se puso blanco. 

   Un segundo después los ojos del conductor empezaron a llamear. 

   El viejo frunció el culo y puso cara de viejito inocente. 

   El conductor abrió la puerta y creció y creció y lo habría visto creer un poco más si el viejo no hubiera dado media vuelta para encaminar su achacada humanidad de carne derrumbada hacia la esquina. Esquina que ahora le pareció desmesuradamente lejana, como si nunca fuera a alcanzarla. 

   Enseguida escuchó un portazo y un furioso "¡Vení acá, viejo degenerado, que te voy a enseñar!" 

   La frase amenazadora le alargó la vereda y la esquina fue a parar a dos siglos de distancia, un lugar humanamente inalcanzable. 

   Y entonces una mano poderosa le estrujó los huesos de un hombro y enseguida su esqueleto cubierto de piel marchita fue brutalmente comprimido contra el muro del motel, cuyo interior nunca llegó a conocer. 

   Yo... yo..., balbuceó, como rogando, como implorando, mientras se atajaba con las manos temblando de la pies a la cabeza. 

   Y estas fueron sus últimas palabras, antes que la barreta en la mano del enfurecido padre de la muchacha lo enviara sin escalas ni intermediarios al mismísimo infierno, con un certero golpe en la sien que le partió la cabeza en dos. 

   Y así, y ahí acabaron los días de ese viejo verde. 

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OSCAR W. Y EL MONO



Aturdido aún, Oscar W. entró en la habitación y cerró la puerta de un portazo. Sin sacarse los zapatos sucios se tiró en el viejo jergón y  se puso a leer un libro de los tiempos en que quería estudiar filosofía. Pero al rato, hizo el libro a un lado y se quedó viendo el gris cielo londrino, con la cabeza apoyada sobre las manos. 

    El olímpico rechazo que había recibido en la cara por parte de la hija del profesor no le salía de la cabeza.

    ¡Ay, ingrata!, exclamó lastimeramente, y luego exhaló un apagado suspiro. 

   ¡Qué tonto he sido! ¡Cómo pude creer en sus palabras! Que una rosa, una miserable rosa, fuese suficiente para conquistar su corazón, había sido una trampa del destino. 

   ¡Oh, cuánta crueldad contra este inocente enamorado! 

   ¡Ingrata y mil veces ingrata!, has cambiado amor puro por oro. No mereces mi dolor, ingrata. 

   Sin embargo, Oscar sufría. 

   Pero una fugacidad de sombra en la ventana, detrás del vidrio empañado, vino a rescatarlo de las garras de la ingrata. 

   ¿Qué sería aquéllo?¿Sería una paloma? No, era mayor. 

   ¿Entonces, qué sería? ¿Un gato? Tal vez.

   Pero otra fugaz sombra, réplica de la anterior, ahora en sentido contrario volvió a sacarlo de sus nuevas cavilaciones. Oscar abandonó el jergón de un salto, abrió la ventana y estiró el cuello. A pocos centímetros un mono, ni grande ni pequeño, mojado de la cabeza a los pies, lo miraba con ojos temerosos. Tiritando como tiritaba de frío hasta daba dolor mirarlo. 

   Oscar lo llamó. 

   Ven, monito, le dijo. 

   El mono se mostró reticente al principio. En un vaivén cadencioso sus ojos fueron de la calle, dos pisos abajo, a los ojos de Oscar y del cielo, gris y lluvioso, a las manos piadosas que Oscar extendía hacia él. 

   Ganó Oscar.

   Oscar cerró la ventana y buscó un trapo con el cual secar al mono, después le ofreció una manzana, la cual el mono se puso a devorar con ganas. 

   Oscar creyó necesario buscar algo más para darle al hambriento animal, aunque no tenía mucho qué ofrecer en ese momento. Por suerte, dentro de una olla encontró media hogaza, dura como piedra, pero que al mono de ninguna manera le pareció ni tan poca ni tan dura, con lo que se prendió con las mismas ganas que con la manzana. 

   Después Oscar estiró otro trapo cerca de la chimenea, y ahí se acomodó el mono. Al rato dormía plácidamente. 

   Pero cuando todo volvió a ser silencio, el fantasma de la hija del profesor volvió a perturbar los pensamientos del desdichado enamorado que otra vez comenzó con la lastimosa cantilena, y tantas fueron sus quejas que acabaron por despertar al mono, al cual no le quedó otra que escuchar los lamentos de su salvador. 

   Oscar, que se había quedado despierto hasta tarde, pues la ingrata no le dio descanso hasta casi clarear el día, durmió hasta muy tarde. 

   Cuando despertó, la ventana estaba abierta y el mono había desaparecido. 

   Otro ingrato, musitó Oscar, con un hilo de voz. 

   Este mundo es un mundo de equívocos, siguió. 

   Y ya iba por la décima quinta queja contra la hija del profesor, contra el mundo y contra el mono desagradecido, cuando éste apareció en el alféizar de la ventana: en una mano traía una bolsa con dos manzanas, colgada de un brazo otra bolsa con una hogaza recién horneada, a juzgar por el olor, y en la otra mano una pequeña bolsa de terciopelo negro. El mono saltó al jergón, sacó una manzana y se la extendió al estupefacto Oscar, después cortó un pedazo de hogaza y se lo pasó, y por último le ofreció la pequeña bolsa. 

   Oscar hesitó un instante, mirando hacia la ventana, hacia el cielo aún gris pero no lluvioso y, finalmente, para la bolsa misteriosa que el mono le extendía. 

   Esta vez ganó el mono.

   Oscar abrió la pequeña bolsa y dejó caer su contenido encima del jergón. Los ojos de Oscar brillaron de una manera que nunca lo habían hecho cuando varios diamantes, irradiando luz propia, se deslizaron por los pliegues sinuosos de la cobija arrugada, como escurridizas gotas de rocío rodando sobre la superficie sedosa de los pétalos de una flor. Y este brillo en sus ojos tenía un porqué irrefutable: Oscar nunca los había visto tan de cerca, al contrario, siempre los había visto de lejos, embelleciendo, algunas veces sí, otras no, damas que también ellas pertenecían a la distancia.

  ¡Pero...  

   Oscar se atragantó con la propia saliva y la exclamación de asombro que pretendía dejar de salir de sí, se quedó estancada en la conjunción inicial de la frase.

  El mono, quizás advertido por algo que oyera en la calle, saltó al alféizar de la ventana, y desde allí soltó un chillido llamando la atención de Oscar. El mono le hizo una seña para que se acercara y otra, apuntando hacia un lugar de la calle, con la clara intención de que fuera a ver. Oscar obedeció y cuando miró hacia aquéllo que el mono le indicaba, ni un pero le salió esta vez.

   ¿Y qué fue lo que vio Oscar? 

   Exactamente, a ella misma, la ingrata. 

   La hija del profesor conversaba con otra señorita en la vereda de enfrente, delante de la librería. Ambas reían, y esas risas le trajeron a Oscar los infaustos recuerdos del día anterior: la rosa roja y la desilusión perpetrada por la insensible muchacha.

   Oscar quiso sonreír pero solo le salió una mueca desabrida; enseguida, acariciando la cabecita del mono, le dijo a éste: 

   Gracias amigo, pero sabes una cosa, amores como esos, si es que merecen ser considerados así, es mejor evitarlos. Ahora qué tal ir a vender una de esas piedritas y regalarnos un banquete de príncipe, solo tú y yo. 

   El mono hizo una pirueta en el aire, expresando alegría, y se colgó del cuello de Oscar. 

   Eso sí, amiguito, le advirtió, tendrás que indicarme el lugar de donde los has sacado, no sea que vayamos a meternos en la boca del lobo por cuenta propia, ¿no crees? 

   El mono volvió a chillar y a hacer otra pirueta de alegría. 

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FRANZ K. Y EL BUITRE



El hombre llegó a su casa casi en las últimas, jadeaba que parecía que iba a caer duro de un momento a otro. Estaba exhausto, estaba agotado, estaba extenuado, estaba consumido, estaba gastado, estaba derrengado, estaba... estaba... ¿qué sé yo cómo estaba? Vamos a dejarlo así: estaba muy mal. Pero no tanto como para no hacer lo que había venido a hacer: buscar el fusil. 

    ¿Para qué quieres el fusil, hombre, es que vas a ir a cazar?, le preguntó la esposa, cuando irrumpió en la cocina abrazando una palangana con ropa húmeda y lo vio hurgando en el armario, donde guardaba el fusil, las cañas de pescar y las trampas. 

   Más o menos, le contestó, mientras sacaba algunos proyectiles de una caja de balas que enseguida metió en un bolsillo de la chaqueta. 

   La mujer apoyó la palangana en la mesa de una forma que denotaba que no le había gustado la respuesta, o mejor dicho, no la había convencido.

   ¿Y qué clase de animal piensas cazar a esta hora, o no te has dado cuenta que pronto oscurecerá? 

   Si me doy prisa cuando llegue todavía habrá un poco de luz, dijo, mientras inspeccionaba el arma. Tras su contesta el hombre le echo una rápida mirada a la esposa, solo para comprobar que estaba como el sospechaba que estuviera: con las manos en la cintura, los ojos achicados y la jeta fruncida. Después la oyó reiterarle la pregunta:

   ¿Que qué clase de animal piensas cazar, te he preguntado? 

   Un buitre, respondió, mientras empezaba a cargar el arma. 

  ¡¿Un buitre?!, ¿y para qué quieres cazar un buitre, acaso se comen esos bichos asquerosos?, lo indagó ahora. 

   Que yo sepa, no conozco a nadie que haya comido uno, contestó él, los ojos puestos en lo que hacía. 

   ¿Y entonces, para qué vas a cazar uno?, ¿no estarás queriendo engañarme e irte a emborrachar con tus amigotes a la taberna del viejo Piotr?, le dice ella, recordando una vez más una vieja historia que nunca la abandonaba definitivamente y que ahora, aprovechando lo de matar un buitre a esa hora, volvía a flotar en sus pensamiento siempre desconfiado. 

  No es nada de eso, mujer, es un asunto serio que de momento no puedo explicar porque el tiempo urge. 

  ¡¿Ah, sí?! 

  La mujer ahora se cruzó de brazos y se lo quedó mirando como cuando una mujer se queda de brazos cruzados mirando a su marido con ojos achinados porque desconfía de sus palabras. 

  Está bien, te lo diré, venía por el camino cuando vi a un hombre caído a un costado, al cual un buitre le estaba comiendo los pies. ¿Te das cuenta ahora por qué la urgencia? Si no me doy prisa cuando llegue ya le habrá comido la mitad del cuerpo, respondió, al fin. 

   Pero qué historia más mal contada, dijo mujer, que continuaba mirándolo achinadamente.

   Te juro que es la pura verdad, respondió él, besándose los dedos en cruz, pero al estilo gitano. 

   Bueno, como soy una mujer temerosa de Dios y no quiero llevarme una sorpresa cuando me llegue el turno ante Él, por esta vez, SOLO POR ESTA VEZ, te lo dejaré pasar, le dijo, mirándolo de lado mientras manoteaba la palangana y se dirigía a la boca de la chimenea. 

   Entonces el hombre fue hasta la caballeriza, ensilló el caballo y salió cabalgando como si fuera el propio hijo del viento. 

  Finalmente, cuando llegó junto al caído, éste todavía estaba vivo, y no más comido que cuando lo dejara, casi una hora atrás. 

   ¡Gracias a Dios!, exclamó, mientras saltaba del caballo. 

   ¿Y el buitre, hacia dónde ha volado el maldito?, le preguntó, girando la cabeza para todos lados. 

   El caído se dio unas palmadas en la barriga y dijo: 

   Está acá. 

   El hombre se lo quedó mirando como el que mira sin entender lo que ha acabado de escuchar, es decir, fijo, ceñudo y con la boca abierta. 

   ¿Pero... se lo ha comido? 

   No, digo sí, digo no... 

   ¡Bueno, ya! Pare de de negar y de afirmar y dígame de una vez por todas cómo fue a parar el maldito buitre en su estómago, hombre. 

   Bien, luego que usted se hubo marchado el buitre voló un poco lejos e impetuosamente se arrojó directo hacia mi boca, parecía una jabalina, si usted lo hubiera visto. 

   ¿Y me puede decir por qué no cerró la boca? 

   Es que temí que me arrancara algunos dientes con el impacto, y usted sabe, la estética es todo en la vida. Ya me las tendré que ver con los dos pies medio comidos, imagínese usted además desdentado. 

   ¿Ah, sí,?, pues yo creía que rectitud de carácter y buena salud lo eran todo. Pero bueno, en ese caso, lo cargaré en la grupa y lo llevaré hasta el hospital, ¿qué le parece señor, señor...? 

  Franz, Franz K., ¿Y usted mi buen amigo?

  Miroslaw, solo Miroslaw, a secas. 

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jueves, 8 de julio de 2021

EL 69



El viejo verde otra vez andaba a la pesca, como siempre. Barría el paisaje urbano con sus ojos de ave de rapiña, ojos maliciosos atentos al menor movimiento de carne joven. 

   "¿Quién sabe esta vez tengo suerte? Tipo, doblo en la esquina y hay una pequeña en la parada esperando por papá", dijo para sí. 

   "Ajá, sí, sí. Hay una y está solita. No te digo que hoy es mi día de suerte. Debo darme prisa antes que aparezca un aguafiestas. Mmm, y parece que anda entre los 18 y los 19, mi especialidad. Justo lo que me recetó el médico je, je". 

   Tras esos lúbricos pensamientos, el viejo verde recordó un trecho de la consulta médica de unos días antes, cuando fue a hacerse unos de los frecuentes chequeos médicos.

   "¿A usted le parece, doc?", le preguntó.

   "¡Claro, claro! Salga a pescar todas las veces que quiera y no le mezquine caña". 

   Ahora, mientras seguía con su plan siniestro, cavilaba: "Con la caña no hay problema, la carnada es lo que puede echarlo todo a perder. Si fuera rico podría decir: estoy viejo, pero tengo toda la plata del mundo para comprar lo que quiera sin preguntar cuánto cuesta. Pero soy un triste don nadie que sólo cuenta con su lengua y astucia para conseguir alguna dádiva en esta vida madrastra". 

   Ya estaba cerca de la muchacha, que miraba a la distancia esperando ver aparecer su colectivo. 

   "Bueno, chiquilla, espero que te guste la matemática tanto cuanto me gusta a mí". 

   Ahora estaba tan más cerca de ella que su perfume pareció entrarle hasta el alma. El viejo verde exclamó para sus adentros: "¡Mmm, qué bien huele! ¡Oh, juventud, divino tesoro!" 

   Entonces cuando la tuvo a tiro le dijo: 

   ¡Buen día, linda! El viejo no pudo evitar que el tono de su voz melosa dejara entrever sus bajas intenciones. La muchacha se dio cuenta de ello en el acto, apenas oyó sus palabras en la nuca, pero acostumbrada como estaba a escuchar ese tipo de estupideces disimuladas en saludos de cortesía todos los días, que infelices degenerados los hay de a montones por toda la ciudad, ni se dignó a corresponder al infame galanteo. 

   El viejo verde, no dándose por aludido, pensó: "¿Se hace la difícil o será que es una antipática de mierda? Bien, no perdamos tiempo en tratar de desvendar lo que oculta dentro de su cabecita, porque podría estar mil vidas intentándolo si lograr descifrar una sola coma. Vamos entonces al ataque". 

   El viejo verde entonces prosiguió con su abyecta estrategia, diciéndole: 

   Decime una cosa, linda, ¿el numerito 69 no te sugiere alguna cosa? 

   La muchacha revoleó los ojos ante la total falta de tacto del viejo bruto que insistía en molestarla, pero para no tener que aguantar ese tipo de atropello desmesurado por más tiempo decidió cortar la cosa por allí mismo.

   Sí, dijo con sequedad y no dijo más nada. 

   El viejo, que esperaba una frase más extensa, se la quedó mirando mientras pensaba: "¿Sí? ¿Así y nada más? Ok, ok, la nena sabe jugar. Me la quiere poner difícil, ¿he? Ok, baby, ahí voy".

   Bien, ¿y qué es lo que te sugiere?, le preguntó. 

   "Listo, la acorralé. A un zorro viejo y lleno de artimañas como yo, no será una corderita como esta la que me engañe así como así", se dijo. 

   Antes de decirle lo que todavía tenía para decir, la muchacha se dignó a echarle una mirada de desprecio a la cara del baboso desubicado. 

   ¡Ah, sí, el numerito! Bueno, por lo enclenque que lo veo abuelito, ese numerito me sugiere que usted ya está pisando los 70, ¿acerté? Bueno, entonces métale pata y vaya a festejar su último cumpleaños, que la apariencia de muerto ya la tiene y solo le falta las paladas de tierra sobre el cajón. 

   Enseguida la muchacha se volvió y le hizo señal al colectivo, que venía a media cuadra. 

   El viejo verde agachó la cabeza, dio media vuelta y volvió por donde había venido con su ego ofendido mientras gruñía por lo bajo que la inocencia se había perdido, que los jóvenes ya no respetaban a los mayores, que la mocosa era una tremenda hija de mil puta, que la vida era una mierda, que la concha de la lora, que...                              

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lunes, 5 de julio de 2021

CORDERIDAD


 

Y entonces pasó lo que tenía que pasar, lo que pasa cuando la noche acaba: amaneció. 

   Y después sucedió lo que sucede cuando me despierto y no es domingo, por lo menos un domingo en que no tengo que hacer horas extras en la fábrica: apretar la perilla del despertador, y desperezarme, y vestirme, e ir a la cocina, donde pongo el agua a calentar, e ir al baño para lavarme la cara y, seguramente, orinar. 

   Y después de volver del baño, ponerme a tomar mate mientras fumo el primer cigarrillo del día (antes de entrar en la fábrica, compraré una tortilla paraguaya en el puesto que está junto a la entrada, la que picaré en cuatro partes para ir comiendo de a poco). Por lo pronto fumo mientras mateo.

   Y dentro de un rato el reloj de pared me avisará cuando deba parar de tomar mate y dejar de pensar en las boludeces que piensa todo hombre común, y dirigirme al trabajo como un miembro más del rebaño, es decir, cabizbajo, pensando en llegar antes que suene la sirena para no perderme el miserable premio de asistencia, que es una limosna, pero bueno, algo es algo y todo suma, como suele decirse; y de ser posible sentirme contento, o por lo menos satisfecho. De hecho, esto es lo que siempre acaba ocurriendo, no solo a mí sino a todos los compañeros de rebaño. Alguien muy inteligente se ha encargado de que pensemos así y hay que admitir que ha hecho un buen trabajo. Basta ver el rumbo por el que marcha la civilización. Basta darse cuenta cómo los salarios van quedando desfasados según avanzan los años. Sí, repito, lastimosamente hay que sentirse si no feliz, por lo menos satisfecho de tener un trabajo. Y nada de pensar que no solo fabricamos tal o cual cosa, sino también un patrón cada vez más rico, y a su esposa y a sus hijos, porque sino puede que el rebelde germen de la insatisfacción se instale en la mente. Y ya sabemos qué es lo que pasa cuando el bichito crece: uno termina de patitas en la calle, el patrón nos sustituye por otro cordero, ya que el rebaño es inacabable, y el mundo continuará como siempre, cambiando para peor.

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sábado, 3 de julio de 2021

EL GALLINERO



   Que quede claro desde ya que yo estaba consciente de que estaba soñando, y dicho sueño transcurría dentro de un gallinero. Un gallinero con altos alambrados tipo prisión, de esos que hacen que lo que está más allá de ellos sea lo inalcanzable. También debe quedar claro que yo no era ni gallináceo ni humano. Puede decirse que era apenas un espectador invisible, una presencia incorpórea que podía oír y ver el desarrollo dentro del gallinero, y de lo poco que podía percibir a través del tejido del alambrado (una sola confusión, poco precisa en lo que se refiere a detalles, hecha de pastizales secos, campos vacíos, cielo incoloro, árboles sin nombres y una casucha destartalada un poco más allá).  

    Cuando di por mí, vamos a decir así sobre el hecho de despertar dentro de un sueño, unos gallos, tres o cuatro, se peleaban con picotazos y espuelazos asesinos, levantando una polvareda de tierra, excrementos secos de autoría propia y algunas plumas que no conseguían llegar al piso nunca. 

   Eso por un lado. 

   Por otro, estaba la causa de las disputas entre los gallos: la gallina nueva, que, arrinconada en el fondo de un cajón de verduras, miraba los acontecimientos a su alrededor con cara de mosquita muerta. Si se sentía orgullosa por ser disputada tan encarnizadamente por esos gallos intrépidos no lo demostraba, pues estaba rodeada de las otras gallinas que, envidiosas, la miraban con ojos ardiendo de rabia, y como serían capaces de cometer un gallinicidio en cuadrilla a la menor provocación por parte de ella (no sé cómo yo estaba al tanto sobre esto, pero los sueños son así: uno sabe sin saber por qué sabe lo que sabe), se mantenía encasillada, cuidándose de no hacer ningún tipo de alarde. 

   Pero no conforme con las miradas fulminantes hacia la nueva, las gallinas empezaron a discutir acaloradamente entre ellas, pasando del cacareo natural a un griterío histérico de los mil demonios, cada vez más estridente. Por lo tanto altamente irritable. Los gallos, quizás por no poder concentrarse en lo que hacían, seguramente se habían ido a pelear a muerte a algún rincón secreto del gallinero, porque no los vi más. Y la cosa fue en aumento, con pinta de extenderse por horas, y con un probable desenlace fatal, ya que ahora las ofendidas gallinas señalaban a la nueva con la punta de sus alas con demasiada frecuencia. En fin, llegó un punto en que no aguantando más aquella vorágine cacaril reventándome los tímpanos, me dije: ¡basta ya! ¡Esto ya no es un sueño, es una pesadilla!, y entonces desperté.

   Pero la batahola continuó; ahora, con clara voz de gente, y venía de la cocina. Allí, mi abuela, la tía Cirola, Juana Salazar y la hija, la Dora, en acalorada discusión, le sacaban el cuero sin piedad a la vecina nueva que se había mudado al barrio la semana pasada. 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...