sábado, 22 de agosto de 2020

EL JUGUETE INGENIOSO


A la señora el juguete le resultó ingenioso
: una mamá pájaro que alimentaba a sus tres polluelos, amarillo, rojo, azul y verde, dentro de un nido; en el medio del nido había un tronco con una sola rama de cuyo extremo colgaba un hilo con un gancho por donde colgaba la mamá. A través de una perilla se le daba cuerda entonces el tronco giraba y la mamá volaba en círculos. Al detenerse, la mamá dejaba caer su cabeza, con esto su pico encajaba dentro del pico abierto de uno de cuatro polluelos. El juguete era una versión del de los pescaditos que hay que pescar con una vara con imán en la punta del hilo. 

   La señora pensó que al hijito le agradaría. Y acertó porque en niño jugó todo el día con él. 

   Una maravilla. 

   Hasta el día siguiente cuando la cosa se tornó siniestra e irreal. Zamarreos y gritos la despertaron de golpe, era el hijo. 

   ¿Pero que pasó, mi vida? 

   La señora se asomó a la puerta de la habitación del hijo y ahogó un grito con las manos: tres polluelos estaban caídos fuera del nido y la mamá pájaro alimentaba al único que quedó en el nido, el rojo, más gordo que la noche anterior. 

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EL JUGUETE INGENIOSO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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CHANDRA Y EL TIGRE

 

1 - El Príncipe 

Como cada mañana, Chandra, después del desayuno, salió a ejercitarse. El ejercicio consistía en trotar por uno de los varios senderos que había en la selva que rodeaba el palacio como un anillo verde. 

   A Chandra le placía ejercitarse cuando la niebla, blanca y fresca, recién empieza a disiparse. 

   Chandra iba sin escolta, no negociaba el bienestar que sentía cuando se encontraba solo, ni permutaba cada momento de absoluta libertad. El rajá Appana no aprobaba tal descuido:"En la selva el enemigo y el tigre cuando llegan no anuncian su llegada", repetía, pero no le quedaba otra que aceptar los deseos de su primogénito. 

2 - El Susto

    El trecho por el que pasaba ahora era demasiado angosto, el follaje formaba dos paredes de hojas húmedas; por eso ya no trotaba sino que caminaba con cuidado, empeñándose sin éxito en evitar que el roce en las hojas no le humedeciese el salwar.*  Algo muy parecido a un rugido, débil, como lejano, lo asustó. Chandra se lanzó hacia adelante a todo lo que pudo hasta que el sendero volvió a ensancharse; allí se detuvo para un respiro, sudaba y jadeaba. Apoyó las manos en los muslos y torció la cabeza. No vio nada amenazador, pero ya estaba suficientemente inquieto; la selva, la cual siempre le había parecido poco peligrosa, ahora se parecía a lo que pensaba su padre sobre ella. 

   Chandra continuó hasta un alto roble en el medio del sendero,  donde solía tomarse un respiro de unos pocos minutos antes de pegar la vuelta, no esta vez. De allí en adelante aminoró la marcha y siguió hasta llegar a una bifurcación, donde tomó otro sendero que también conducía al palacio. Un considerable rodeo, pero lo prefería a tener que volver a pasar por donde había oído el rugido.  

   Durante el trayecto Chandra por varias veces oyó o creyó oír pasos y ruidos a los costados, la idea de un tigre acechando entre la maleza, listo para saltarle encima, no le salía de la cabeza. 

   El recorrido hasta llegar al palacio duró lo que dura la eternidad. 

3 - El Tigre 

Durante el resto del día Chandra no volvió a poner un pie fuera del palacio y la mayor parte del tiempo se la pasó en la biblioteca observando la selva desde los ventanales, y aunque no vio nada  inquietante, el susto de la mañana siguió perturbando sus pensamientos hasta que se fue a dormir y más allá incluso, porque esa noche tuvo un sueño extraño. 

   Chandra soñó que era un tigre. Seguía el rastro de un jabalí por la selva aún neblinosa. De pronto llegó a un sendero, huellas en la tierra húmeda delataban que el animal había pasado por allí recientemente. Olfateó el aire y justo cuando iba a cruzar al otro lado un hombre le pasó a centímetros del hocico. Aquella irrupción inesperada le arrancó un débil rugido y, por instinto, lanzar un zarpazo hacia adelante. Entretanto, no se atrevió a moverse del lugar y por entre las hojas se quedó observando al hombre, que se alejaba a la carrera. Más adelante, lo vio detenerse, mirar en su dirección y enseguida alejarse corriendo. 

   Y el sueño de Chandra acabó por allí mismo. 

4 - El Llamado 

A la mañana siguiente, Chandra se levantó temprano como siempre; observó el tiempo por la ventana de su habitación. La niebla, con su manto blanquecino y húmedo, flotaba, casi inmovilizada, en todo.

   Para después del desayuno, aprensivo por los últimos acontecimientos, Chandra se había recluido en la biblioteca. 

   Leía cuando un rugido retumbó en la mañana... 

* salwar: pantalón antiguo       

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CHANDRA Y EL TIGRE por Francisco Anselmo Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL DESAPARECEDOR DE GENTE


Tavares esperaba el colectivo para volver a su casa cuando un corte general de energía dejó la ciudad a oscuras. Por suerte no tuvo que esperar mucho, su colectivo ya llegaba. Se sentó en el último de los asientos individuales, paralelo a la puerta trasera. Tavares contemplaba las breves sombras de árboles y postes de luz, alargándose por las luces del propio colectivo y por la de los vehículos que venían de frente, que se entremezclaban con la imagen de los otros pasajeros reflejada en el vidrio de la ventanilla. De pronto, Tavares notó en la cabeza de una pasajera, en el otro lado del pasillo, una colita de cabello algo curiosa, como una araña; giró la cabeza para ver mejor y de repente, tras unos segundos, la mujer desapareció, literalmente. Una efervescencia interior le recorrió todo el cuerpo desde los pies a la cabeza. Miró a los otros pasajeros, los que no dormían estaban distraídos con sus teléfonos, al parecer nadie se había dado cuenta de la súbita desaparición de la mujer. Atribuyó aquéllo a una ilusión óptica provocada sin dudas por el cansancio y el estrés del trabajo. Volvió la cabeza hacia el vidrio y, claro, la señora ya no estaba donde él creyó verla hacia un instante. Ésto corroboró su primera impresión, con lo que concluyó que se había tratado, efectivamente, del cansancio y del estrés y que la mujer nunca había estado sentada allí. 

   Siguió con la vista puesta en el vidrio, hasta reparar en un muchacho que leía la sección deportiva y recordó que su equipo había jugado por la tarde. Desvió su mirada con la intención de preguntarle sobre el resultado, pero, al igual que la mujer, un segundo después el muchacho desapareció. Esta vez algunos pasajeros notaron su desaparecimiento y se inquietaron y el alboroto de voces despertó a los que dormían. Entonces era verdad, no era ni el cansancio ni el estrés, los dos habían desaparecido sin explicación, como por arte de magia. Tavares se asustó, tampoco quería desaparecer. Miró al vidrio con desconfianza y se fue a sentar más al medio. Los pasajeros empezaron a mirarse los unos a los otros, ora buscando una explicación, ora al culpable macumbero que ya había hecho desaparecer a dos pasajeros. Tavares no quiso mezclarse en el embrollo por eso se quedó mirando el reflejo de los pasajeros en el vidrio. Un matrimonio empezó a pelearse, la mujer quería, como tantos otros pasajeros, bajarse a toda costa pero el marido argumentaba que con la ciudad a oscuras ni loco se bajaba lejos de casa, de pronto se pararon y casi se le vienen encima dándose empujones, pero al darse vuelta hacia ellos, éstos desaparecieron en el aire, como los otros dos. El alboroto generalizado aumentó y el conductor se vio obligado a pedir a las puteadas que se quedaran quietos, pero nadie le daba oídos y las preguntas incontestables prosiguieron. Hasta un hombre, demasiado intrépido para encarar la noche oscura o demasiado prudente para permanecer dentro de un colectivo donde los pasajeros simplemente desaparecían, empezó a pedirle a gritos al conductor que parara el colectivo inmediatamente, y que sea lo que Dios quisiera, pero tuvo tanta mala suerte que fue visto reflejado en la ventanilla por Tavares, que, al volverse en su dirección, lo vio esfumarse en el aire, dejando caer el diario que tenía en una mano donde hasta un segundo atrás estaba parado. Tavares, incapaz de atinar a moverse siquiera, volvió la cabeza y se quedó mirando la bataola reflejada en el vidrio. De pronto, el reflejo de un pasajero acercándose hacia él hizo que se diera vuelta, en ese instante, el hombre y todos los que había estado viendo reflejados desaparecieron. En ese instante algo dentro de sí despertó, una mezcla de miedo y ansiedad que no supo cómo denominar. Pensó que solo había dos explicaciones para aquel fenómeno, o eran las ventanillas o era él, el causante de las desapariciones. Recordó entonces que por la mañana, en el trabajo, le había caído en la cabeza una caja con latas de pinturas al tropezar en la estantería de las pinturas, lo que le provocó un desmayo de varios minutos; y del incidente laboral pasó a la película Fenómeno, con John Travolta, en que algo caído de cielo, no recordaba qué, había impactado en su cabeza y se había vuelto superinteligente. Para sacarse las dudas de encima, Tavares fijó la mirada en otro pasajero reflejado en el vidrio y al volverse, claro, desaparecieron. Esta constatación despertó en él una idea entre beneficiente para el mundo y macabra a la vez, porque empezó a imaginarse a sí propio como un superhéroe al estilo norteamericano o, por qué no, como un dios que puede hacer los que se le antoja con los indefensos mortales. Ya llegaba a su parada; se puso de pie y desprendió a los tirones la ventanilla. El conductor, al ver a aquel vándalo arrancando salvajemente la ventanilla, frenó el colectivo y fue hacia él con el garrote de inspeccionar las llantas en una mano. Tavares se dio vuelta, levantó el vidrio para verlo venir, cuando ya estaba casi encima suyo se dio vuelta y ¡puff!, el conducto desapareció. Por las dudas y para no ser delatado por los cuatro o cinco pasajeros que aún se encontraban en el colectivo y lo miraban como se mira a un demonio, los hizo desaparecer también. 

   Cuando bajó se sentía omnipotente como un dios y dispuesto a hacer desaparecer a todos los seres humanos indeseables que hacían del mundo un mal lugar para vivir. ¡Y empezaría esa misma noche y en su propio barrio! Pero ¿con quién empezaría?, se preguntó. Entonces se acordó del vecino de al lado, aquel que los domingos lo despertaba con la cumbia a todo trapo a las siete de la mañana y seguía el día entero hasta tarde de la noche con el bochinche infernal. Ni se detuvo a meditarlo, ni pensó en los cinco hijos que quedarían huérfanos de padre a tan corta edad. Apretó el paso y fue derecho a su casa. Llamó a la puerta, el vecino, en short y alumbrándose con una vela que sostenía sobre un platito, preguntó: 

   ¿Quién es, carajo? 

   Soy yo, The creaner, dijo Tavares, identificándose con el nuevo nombre que se le había ocurrido cuando venía. 

   ¿De cli qué?, preguntó el vecino, acercándose más al portón. Para todo esto, Tavares, de espalda, lo veía venir en el reflejo del vidrio, pero antes de darse vuelta y desaparecerlo para siempre, una sonrisa diabólica se dibujó en su cara. 

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El Desaparecedor De Gente por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 InternacionalBasada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata


EL CONCURSO

 

Günter parecía un niño alemán como cualquier otro niño alemán, pero no lo era, de ninguna manera. Antes de cumplir el año hablaba con asombrosa fluidez, al año y medio leía a la perfección y a los dos años, como Wolfgang Amadeus Mozart, ya tocaba el piano con asombrosa maestría. 

    "Aquel armatoste oscuro durmiendo bajo el polvo en el desván", había escuchado a la madre decirle a su padre en una conversación casual, cuando aún no había cumplido el año y medio, y con la curiosidad natural de todo niño fue atrás para ver qué era aquello oscuro que dormía en el desván. 

   Se trataba de un piano. 

   Pues bien, a los dos años no solo ya había aprendido a tocar el piano con asombrosa destreza sino también a componer sinfonías, a leer, a usar la computadora como un hacker, a hacer malabarismos en la bicicleta (aunque no llegaba al asiento), a arreglar cualquier electrodoméstico y a memorizar todo lo que veía, escuchaba o leía. Claro, que como todo niño también era fanático de los juegos electrónicos y las películas de Disney. Pero con todo ello, a los padres no se les había ocurrido que su hijo era un niño prodigio (aunque más inteligente que la mayoría, sí), hasta el día en que un tío de la madre apareció con la noticia sobre un concurso de QI para descubrir al niño más inteligente del mundo, con un premio de tres millones de dólares para el ganador y estudios en la mejor y más prestigiosa universidad inglesa: Cambridge. 

   El padre no lo pensó dos veces y se apresuró a inscribir a su hijo (no porque creyera en él, pero si por acaso el hijo ganaba el concurso quien iba a manejar los tres millones verdes sería él). Como el concurso era para el año siguiente y para ello faltaban ocho meses aún, el padre gastó todos sus ahorros y hasta sacó un crédito de miles de euros en el banco para comprar enciclopedias y libros, técnicos, de filosofía, de historia, de arte, de religión y de cuanto tema exótico encontró. Antes de finalizar el cuarto mes, el pequeño Günter ya había devorado todos los libros, con lo que el padre pidió un nuevo crédito en otro banco y recorrió librerías de todo el país en busca de más libros. Padre y madre, todas las noches sometían a Günter a interminables sesiones de preguntas de las más variadas, elegidas al azar de entre tantos libros, y él no fallaba nunca. 

   Finalmente, llegado el día señalado padres e hijo se encaminaron al canal donde se llevaría a cabo el concurso, llenos de sueños de fama y gloria. 

   El pequeño Günter fue avanzando ronda tras ronda, dejando tras de sí el rastro de concursantes derrotados. Los padres ya hacían planes para pagar las deudas contraídas en los bancos y comprar una casa más grande y mejor ubicada, cambiar el auto por uno nuevo, poner un negocio y para cuantas cosas más se les ocurría, al final, con tanto dinero disponible soñar valía la pena. Así, como era de esperarse, a la tarde Günter llegó a la final. Y como ya había explicado la famosa teoría de la relatividad de Einstein y cómo funciona la fisión termonuclear, respondido las preguntas más impensables sobre los misterios del universo y de la tierra y explicado en pocos segundos complicadas fórmulas trigonométricas, a los jueces les pareció que la última pregunta no debería ser una que se considerase dificilísima (aunque uno de ellos sugirió echar un chorro de agua en un vaso y preguntarle al niño cuántas gotas contenía el vaso, pero los demás jueces lo mandaron al carajo), por lo tanto se eligió una bien fácil y que el niño iría a responder sin problemas en milésimas de segundos. Pero eso de ninguna manera quería decir que pudiera equivocarse. 

   ¿De qué raza es este perro?, le preguntó el presentador, cuando en la pantalla gigante apareció la imagen de un perro de la raza dálmata. Günter miró la figura detenidamente. Los jueces se sorprendieron puesto que era una pregunta muy fácil, la verdad ni había que pensar para responderla correctamente. Pero Günter parecía estar contando. Pasados unos segundos levantó el pulgar derecho y en seguida el indicador y luego los otros tres, enseguida abandonó el estrado y se acercó a la imagen, porque le pareció que justo en el borde del pecho del perro se insinuaba una sombra, como si fuera el comienzo de una mancha. De pronto, Günter pareció quedar satisfecho con el exhaustivo examen de la imagen y volvió al estrado. 

   Para todo esto los padres, el jurado, el público allí presente y, sin duda, los millones de telespectadores que seguían el concurso desde sus casas no entendían qué era lo que había mirado el niño. 

   Entonces Günter agarró el micrófono y dijo: 

   La raza del perro es 101 dálmatas, y fue desclasificado. 

                                                                            

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VAMPIRIUM

 

El vampiro abrió los ojos y encendió el candelabro: en la pared opuesta el reloj transcurría en su pendular infinito marcando las seis de la tarde. 

   Tenía hambre y sed, un ansia de ambas en una sola: sangre. Pensó en la noche pasada. Había estado sobrevolando la ciudad en busca de alimento por horas. Los buenos tiempos para la caza eran parte de un pasado mejor. En el mundo actual, hipervigilado, era necesario una destreza que trescientos años antes, cuando contaba con veinte ágiles años, era impensada. Le vino entonces a la memoria, una lejana noche de invierno iluminada por la luna llena. 

   La taberna estaba repleta (a los hombres el frío invernal no les impedí­a llegar, pero sí abandonarla). Afuera, transformado en murciélago, esperaba colgando del arco de un farol que una presa decidiera volver a su casa o salir a orinar. El jolgorio en el interior escapaba por las rendijas de las tablas y llegaba hasta sus oídos sin producirle ninguna emoción (él ya no sufría de esos males). En noches de luna llena su ansia aumentaba, sentía un hambre incontrolable que dominaba sus sentidos, haciendo que al momento de capturar la presa la vaciara de un solo tirón. En esos días se preguntaba si sería siempre así o con el tiempo su organismo conseguiría el equilibrio adecuado donde con apenas unos pocos mililitros de sangre le bastase para igualar sus noches desiguales. Odiaba esas noches de luna llena, se sentía como se sienten los viciados, que nunca es lo bastante y siempre están queriendo otro poco. Todo le dolía y solo tenía un pensamiento: sangre y más sangre. 

   La puerta de la taberna por fin se abrió, un halo de luz anaranjada irrumpió en una parte de la noche azulada, como un túnel luminoso. Una figura proyectó por un breve momento su sombra alargada hasta la vereda de enfrente, usurpándole a la noche una parte de su homogeneidad. El hombre se deslizó hacia un costado con pasos vacilantes, adentrándose en la negrura del callejón lindero. Varios vasos de cerveza, quizás litros, lo apremiaban, estaba ya en las últimas. Intentaba infructuosamente bajarse los pantalones, pero su inmensa barriga le dificultaba hacerlo con la debida urgencia. Rezongaba palabras retorcidas, indescifrables, y maldiciones a los dioses, cuando se le lanzó encima y acabó con sus pesares con una mordida precisa en su inflamada yugular. Por un momento se olvidó de los dolores, pero sabía que luego del vaciamiento de ese desgraciado, el ansia volvería a incomodarlo, como siempre en esas noches. Levantó el cadáver flácido caído a sus pies y lo revoleó sobre los tejados, después se había quedado mimetizado en las sombras a la espera de la próxima víctima. 

   Otro inconveniente en aquella época era clavar los colmillos en la carne grasienta, llagosa y forunculada de la gente tan poco higiénica, comúnmente enferma, desnutrida y con la sangre contaminada. Pero era lo que había. En contra partida, tenía más libertad de acción. Las personas se escondían al oscurecer y las muertes de la gente común no se investigaban con tanto ahínco. Pero como todo en la vida, las cosas van cambiando y ahora se le hacía necesario moverse con sumo cuidado. Ahora la gente era más saludable y aseada, y su sueño velado por cámaras que lo registraban todo y casi ningún crimen quedaba impune. Que descubrieran su identidad era su mayor temor, porque ésto significaba su fin. 

   Tras las divagaciones, el ansía volvió y lo empujó fuera del féretro, una parte de la caza de la noche anterior lo esperaba tibia y sabrosa en un recoveco de la cueva. Mientras se dirigía hacia el lugar, recordó detalles de la aventura nocturna. 

   Como todos los sábados a la noche, la diversión se extendía hasta el amanecer; con lo que tenía tiempo suficiente para esperar a la víctima y el momento adecuados. Desde la segura terraza de un edificio en construcción contemplaba el movimiento en la plaza, del otro lado de la avenida. Los padres sentados en los bancos conversaban animadamente mientras sus hijos, incansables, correteaban tras sus mascotas o subían a los bancos vacíos y de éstos saltaban al paseo para volver a repetir la acción, una y otra vez, o jugaban a cualquier otra cosa. En la parada del autobús las personas se revesaban con intermitencia infinita, aunque siempre parecían ser las mismas, rostros duros, actitud de fastidio, incomodidad en los gestos. Unos miraban quieta y fijamente el horizonte de la avenida, otros estiraban el cuello repetidas veces, todos compartiendo involuntariamente la misma urgencia de que llegara de una vez por todas su autobús para huir de allí. Cuando los autobuses llegaban se apretujaban delante de la puerta, dificultando el descenso de los que terminaban su viaje ahí y el propio ascenso. Vendedores de chucherí­as comestibles, aburridos de tanto vender nada, miraban con desdén a los transeúntes que pasaban sin notar su opaca existencia de vidrio semitransparente. Dos policí­as no dejaban de seguir con la mirada lasciva los culos y las piernas de las mujeres que pasaban delante de ellos, murmurando malicias por lo bajo.  

   Pasadas las dos de la mañana, un grupo de amigos decidió retirarse: dos muchachas y cinco muchachos, que se acercaron a la esquina y cruzaron la avenida. Su oportunidad. Se transformó en murciélago y voló en círculos, invisible sobre ellos, siguiéndoles los pasos. A algunas cuadras el grupo se dividió en dos: tres muchachos siguieron por la misma dirección, pero dos parejas doblaron a la derecha. Eligió las parejas. A pocos metros, una pareja paró en las sombras del toldo de un kiosko y sin pérdida de tiempo, los enamorados se entregaron al amor, entre besos y manoseos. Los otros eligieron un árbol, casi llegando a la otra esquina, imitando el entrevero amoroso de los primeros. Se posó en el alero de una casa en la vereda opuesta, de donde podía vigilar el movimiento de ambas parejas, hasta el momento oportuno para el ataque.  

   No tuvo que esperar mucho tiempo, los del kiosko, veinte minutos de preliminares después, se disponían a consumar el amor allí mismo. Voló hacia ellos. 

   Compenetrados como estaban no advirtieron su presencia cuando retomó la forma humana bien a su lado. A las primeras mordidas, casi simultáneas, desfallecieron como quien se duerme de golpe. Enseguida vació rápidamente al muchacho, luego se echó la muchacha al hombro y desapareció por las calles, corriendo tan velozmente que la poca gente por la que cruzó apenas percibió un zumbido y una fuerte ventisca que dejaba polvo y pequeños deshechos arremolinando sobre el asfalto. Ya en la cueva, la muchacha inconsciente quedó para el día siguiente. 

   Ahora ya estaba listo para matar el ansia con la incauta víctima. Al acercarse contempló su rostro por un momento; vio en sus rasgos algo que no habí­a percibido mientras estaba en la plaza, ni cuando caminaba por la vereda junto a sus amigos y ni cuando la mordió bajo el toldo del kiosko; y esto lo retrotrajo a un ayer muy lejano, en la corte de Luis XVI. Ella se llamada Nadine, pero la hoja de la guillotina fue más rápida que la mordida que le hubiera dado la inmortalidad. Pero el ansia volvió con más fuerza ahora, entonces ya no tuvo fuerzas ni voluntad de controlarla ni un segundo más, así que se olvidó de la bella Nadine, de Luís XVI y de la guillotina, se arrodilló al lado de la muchacha y le clavó los colmillos. 

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EL AJUSTE DE CUENTAS


                                                                            
EL HÉROE 

Patrick Mulligan estacionó el automóvil delante de su casa. Hoy retornaba a su hogar feliz y orgulloso, finalmente lo habían nombrado director de la agencia de inteligencia. Los años en la academia de policía, mordiendo el polvo y obedeciendo a instructores inflexibles, habían quedado atrás y otros tantos, después de egresado, persiguiendo a malvivientes de mala monta ahora  daban sus frutos. 

EL PALADÍN DE LA JUSTICIA

   La primera gran oportunidad de ser reconocido y recompensado con un ascenso se le diera tres años atrás, un año antes del final de la guerra para ser más preciso. Como miembro de la agencia de inteligencia le habí­a sido incumbida la misión de capturar o, por lo menos, neutralizar la acción del más peligroso espía enemigo operando a la sombra en el paí­s. Su nación corría un serio peligro y él vio en la captura del espía la oportunidad de ascender dentro de la agencia. Mulligan no escatimaba esfuerzos en su afán de cumplir con éxito su misión, por esa razón nunca dejaba espacios en blanco. Todos eran sospechosos: patriotas y extranjeros, hombres y mujeres. Exceptuando su propia persona, sospechaba hasta de sus superiores. 

   De tanto lidiar con asesinos y ladrones Mulligan se había especializado en hacer confesar por medio de tortura, lo que él llamaba el "Método Mulligan", con lo que muchos sospechosos con frecuencia confesaban crímenes que no cometidos, con tal de detener de esa manera el tormento en manos del violento Mulligan, como se lo conocí­a puertas adentro. Si eran los verdaderos culpables o no de lo que se los acusaba no le importaba en absoluto, su meta era acumular resultados positivos en su hoja de servicio. Aunque en el caso del espía no podía darse el lujo de fallar, haciendo que simples ladronzuelos confesaran lo que fuere solo para detener la tortura a la que estaban siendo sometidos, mientras el pez gordo todaví­a andaba suelto obrando en las tinieblas. En verdad, Patrick Mulligan nunca estuvo para nada comprometido con su paí­s, pero si la guerra se perdí­a, sus aspiraciones de llegar a lo más alto en la carrera policial también. Pero, finalmente el espía fue capturado, aunque por un error del propio espía y no por su ingenio e inteligencia, con lo que sus sueños de ascensión continuaron el curso por él trazado. Finalizada la guerra fue condecorado, ascendido a capitán y presentado a la sociedad como héroe nacional. Patrick Mulligan, el salvador de la patria y, por qué no, del mundo, el gran paladín de la justicia, ya soñaba con una una futura carrera política que culminarí­a, indefectiblemente, en la casa presidencial, como jefe supremo de la nación. 

   Ahora, cinco años después del fin de la guerra, en esa mañana primaveral su sueño más deseado estaba al alcance de la mano.

   Mulligan apagó el motor y, antes de bajarse, contempló su casa por un momento y creyó que ya era tiempo de decirle adiós, al fin y al cabo, ahora como el flamante director de la agencia, debía vivir en un barrio más acorde con el alto cargo.

EL LADRÓN 

Percy Black se especializaba en robar casas y mansiones deshabitadas, siempre y cuando sus dueños se encontrasen fuera; lo prefería así porque detestaba la violencia del tipo cuerpo a cuerpo. "Ese tipo de inconveniente no es bueno para los negocios", solía decir. Tampoco le agradaba los daños innecesarios a la propiedad, cuando la cosa se poní­a difí­cil, daba media vuelta y partía hacia otra casa. 

   Pero no todo lo que robaba Percy terminaba en las manos de anticuarios y receptadores, si algún objeto u obra de arte encantaba a su corazón, no había dinero en el mundo que lo hiciera desprenderse de ellos. Su casa en los suburbios, modesta y bien cuidada, no poseía nada que hiciera sospechar que allí dentro su propietario guardaba verdaderos tesoros. Además, no era frecuentada por nadie. Percy no tenía amigos y tampoco había conocido a ninguna chica por la que llegara a sentir suficiente amor como para abrirle las puertas de su corazón, y de su casa. Tampoco tenía prisa en conseguir una, la guerra podía extenderse más de lo que se pensaba y muchas familias pasaban muchos meses en el interior, donde la guerra no se hací­a sentir con tanto rigor, viniendo a ver sus propiedades por unos pocos dí­as a cada tanto, con lo que, en sus treinta y cinco años, nunca le habí­a ido tan bien. La chica ideal entonces podí­a esperar a ser encontrada, de cualquier manera con la guerra en tránsito el amor no era propicio. No creí­a que las chicas estuvieran con muchas ganas de enamorarse de verdad, al amor en tiempos de guerra siempre lo acecha la sospecha de la necesidad en detrimento de la sinceridad. En definitiva, enamorarse en ese momento era lo mismo que equivocarse. 

   Percy Black hací­a de todo un poco en los momentos libres: jardinería, pintura, electricidad, albañilería y limpieza de piscinas, o cualquier otra actividad para la que fuera contratado. Tales actividades tenían una doble intención: ocupación y oportunidad. En las casas en que era contratado ocasionalmente (generalmente de propiedad de gente que se había trasladado al interior, pero de ninguna manera quería que sus casas en la ciudad se deterioraran ni que parecieran abandonadas), si valía la pena, pasado un tiempo prudencial Percy volvía para robarlas. "Precaución será tu nombre y discreción tu apellido", le dijera un mentor alguna vez. Pero un mal día la precaución y la discreción no fueron suficiente contra un par de ojos atentos detrás de una ventana de una casa vecina. Tal vez por ser tantos los detalles a tener en cuenta o por el minuto de tonto que todo el mundo tiene alguna vez, Percy Black fue a parar detrás de las rejas. El detalle desapercibido fue un jubilado sin otra cosa mejor que hacer que ganar un dinero extra vigilando detrás de las cortinas la casa del vecino. La casa era de un general que se encontraba en el frente de batalla, cuyas esposa e hijas se habían trasladado a la granja de unos parientes en el campo. Percy estaba examinando un óleo de Rembrandt, tentando comprobar su autenticidad, aunque no era un experto conocedor del arte pictórico, cuando la policí­a llegó y lo agarró con las manos en la masa. Intentó justificar su presencia en la casa con la disculpa de que era el casero, pero el tipo de herramientas que los agentes descubrieron en su maletín no eran las que acostumbra usar un casero. 

EL ESPÍA EQUIVOCADO 

   "Eso puede ser un disfraz, un buen disfraz para un espía", pensó Patrick Mulligan, siempre sospechando de todo y de todos, cuando lo llamaron de la estación de policía local donde estaba detenido Percy Black.

   No obstante la paliza que Patrick Mulligan le estaba propinando, Percy Black soportaba la golpiza valientemente.

   Será mejor para tus huesos, hijo de perra, que me digas todo lo que sabes a nuestro respecto, ordenó Mulligan, con la voz cansada pero firme, mientras hacía sonar los nudillos de sus manos. Percy, atado en una silla, no podía verlo porque Mulligan estaba a sus espaldas y a pesar de saber que los golpes llegaban de continuo, éstos venían sin previo aviso y siempre lo agarraban de sorpresa. Percy pensaba todo el tiempo en los preciados tesoros que escondía en su casa, en ello encontraba fuerzas para aguantar el brutal castigo a manos de Mulligan. Estaba dispuesto a pagar para ver y resistir lo máximo que pudiese.

   Ya le dije que no sé nada de lo que usted me está hablando, dijo Percy y tras sus palabras sintió una explosión en el oído izquierdo y enseguida el frí­o de las baldosas en el lado derecho de la cara, al estampillarse contra el piso. La sangre corrió por su cara, ya hinchada por tantos golpes. Patrick Mulligan lo levantó y lo agarró por las solapas de la chaqueta.

   ¿Me estás tomando por tonto o qué?, pedazo de idiota, bramó, pero Percy, aturdido como estaba, no pudo oírlo claramente. Arremetiendo con fuerza, esta vez Mulligan le aplicó un fuerte puñetazo en la nariz y Percy, acabó dando con la nuca contra el piso y viendo estrellas. Casi desfallecido Percy no sintió cuando Mulligan lo acomodó nuevamente en la silla ni lo que le decía. Solo el cosquilleo de la sangre que le corría por las mejillas, como una mosca molesta, le demostraba que aún estaba vivo. 

   Muy bien, hijo de perra, te crees muy listo, pues bien, yo tengo todo el tiempo del mundo, pero tú una sola vida, recuérdalo, sentenció Mulligan, después se secó el sudor de la cara y limpió la sangre en sus manos. Percy, la vista nublada, entrevió que Mulligan se arremangaba las mangas de la camisa. 

   ¿Cuál es tu verdadero nombre, basura? ¿Para que país trabajas?, volvió a preguntar Mulligan, pero Percy, aún aturdido por una chicharra zumbándole en el oído izquierdo, solo alcanzó a oír "verdadero nombre".

   Peter Cross, dijo.

   No, Peter Cross no, tu nombre verdadero, maldito, insistió Mulligan, sacudiéndolo como a una bolsa de pan. 

   ¿Dónde aprendiste a hablar como nosotros?, preguntó Mulligan mientras empezaba a hacer sonar nuevamente los nudillos.

   No soy extranjero, hago pequeños trabajos en casas particulares, balbuceó, abatido, Percy, pero ya empezaba a cansarse de ser apaleado, con lo que dijo:.

   ¿Por qué no hace su trabajo bien y averigua primero?

   ¿Para qué averiguar primero si tú me lo dirás de un momento a otro? ¡Habla maldito!, confiesa todo lo que sabes y te prometo que no te toco más un pelo. O confiesas o te juro que no verás el dí­a de mañana. Enseguida, Mulligan sacó una navaja y amenazó cortarlo en pedacitos. Percy Black creyó entonces que estaba en el momento de decir quién era y cuál su verdadera intensión cuando fue sorprendido dentro de aquella casa. Y no estaba lejos de la realidad. 

   Patrick Mulligan, ciego de rabia, estaba determinado a desangrarlo hasta la muerte si fuera necesario. Los espías estaban entrenados para aguantar el dolor, pero sin dudas ninguno quería morir. Con espías asiáticos ni la tortura ni la muerte funcionaban, pero el infeliz que tenía delante suyo era europeo, sabía que cuando viera la muerte a un palmo de la nariz cantaría como un gallo todo lo que sabía. Ya estaba harto de correr atrás de un fantasma. 

   Si no hubieran entrado otros policías en aquel momento Percy Black no viviría para contarlo, ya que Mulligan estaba empecinado en que él fuera el espía que buscaba, y nunca iba a creerle, dijera lo que dijera. Mulligan se ausentó un momento para ir al baño, no sin antes amenazarlo de que ya volví­a por más. Percy Black aprovechó en momento y le pidió por favor a uno de los policías que presenciaban el interrogatorio que averiguaran su identidad, que él no era ningún espía, solo un ladrón de casas llamado Percy Black. Uno de ellos, que no iba con la cara de Mulligan, se dispuso a averiguarlo. Percy rogó para que lo hiciera a tiempo, antes que el loco de Mulligan acabara por cumplir su promesa de matarlo. Mulligan volvió y con ganas, cuando se preparaba ya a recomenzar con su cobardía, otro agente entró y lo llamó aparte. Mulligan ya podía parar con toda esa basura porque estaban con el hombre equivocado, el verdadero espía ya había sido encontrado. 

   Tanto trabajo para nada, rezongó enfadado, agarrando su saco y saliendo de prisa. 

   Percy Black respiró aliviado, entretanto pensó que no sería la última vez que se volverí­an a ver. 

   "En la próxima partida seré yo el que dé las cartas", sentenció en silencio. Patrick Mulligan no perdía por esperar. 

EL REGRESO 

Fue una larga y difí­cil temporada de maltratos y humillaciones detrás de las rejas para Percy Black. Con frases como: "Mulligan, hijo de puta, está llegando tu hora", o "ya te falta menos, maldito" encontraba fuerzas para soportar el encierro mientras iba masticando miga a miga su venganza. 

   Cuando recuperó la libertad, cinco años más tarde, la mañana estaba frí­a, como era de esperar en esa mañana de invierno, aunque para él ya no hacía diferencia entre invierno o verano. La ciudad le pareció extraña e irreal, sabía que la sentiría así por siempre, como la vida, como el mundo. La misma sensación de irrealidad la tuvo al entrar a su casa. Un par de ratas y algunas cucarachas se escabulleron al percibir su presencia por debajo de unos pocos trastos desvencijados que derruían tristes entre el polvo y la humedad. Percy se estremeció, nunca imaginó que un día podría ver su hogar tan triste y tan vacío, tan hueco y feo, tan muerto. Imaginó la escena de la policí­a entrando y llevándose sus queridos tesoros; agentes risueños incautándolo todo, entre bromas y risas, y, finalmente, la puerta cerrándose tras ellos por última vez, dejando la casa largada a la ruina y a la soledad. 

LA VERDADERA CARA DEL HÉROE 

La primavera, al fin, había llegado. A través de la ventana que daba a la calle, Percy Black miraba a las personas que pasaban por la vereda frente al portón de entrada, alegres y despreocupadas, pensó en lo diferente que era la percepción de la vida para cada persona, y cómo podía cambiar la suerte y los estados de ánimo de un momento a otro. Como acabaría sucediendo con Patrick Mulligan dentro de un momento. 

   La esposa y el hijo de Mulligan, amordazados y atados como dos fiambres en el sofá del living, justo debajo de su retrato donde Mulligan estrechaba la mano del presidente, esperaban su llegada con una esperanza de liberación vagando en sus mentes. Percy Black se volteó y le echó una miraba en silencio al retrato: Mulligan sonriente y con el pecho hinchado de orgullo, lucía la medalla de honor en reconocimiento a su heroísmo. Después los ojos de Percy volvieron a posarse en los rehénes; esta vez el gran héroe les iba a fallar, no iba a poder hacer nada por ellos, así como no había hecho nada para atrapar al espía a no ser interrogarlo y sacarle la información sobre el ataque enemigo que hubiera cambiado el curso de la guerra. Se lo habían dado servido en una bandeja de plata los policías de la frontera que lo descubrieron en una zona donde estaba prohibido el tránsito de personas, eso fue todo. 

   Esposa e hijo serí­an testigos de su venganza cuando les mostrara la verdadera cara de Patrick Mulligan y qué es lo que sucede cuando se cree estar por encima de la ley, más allá del bien y del mal. 

   De pronto un automóvil estacionó junto a la vereda, Percy espió detrás de las cortinas, Mulligan, dentro del automóvil aún, contemplaba su casa. Se lo veía feliz.

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EL AJUSTE DE CUENTAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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miércoles, 19 de agosto de 2020

LA LECHUZA

 


Los Aranguren cenaban en silencio a la luz del candil. De pronto madre, padre y los dos hijos adolescentes, oyeron el lúgubre ulular de una lechuza, muy cercana, que los dejó paralizados y mirándose entre sí, con malos pensamientos empezando a rondar sus mentes. 

    El padre salió al patio y, amparando con una mano el candil para que la brisa nocturna no le apagara la llama, descubrió, en una esquina del pecho de paja del rancho, la lechuza agorera. "¿Quién de nosotros será el elegido?", se preguntó el hombre, atemorizado. 

   Su esposa y los hijos lo vieron regresar pálido como una vela y le adivinaron, en todo su ser, los negros pensamientos que lo mortificaban; ella se persignó y pensó que lo peor no demoraría mucho para abatirse sobre ellos; y a los hijos, ante la perspectiva de la muerte cercana, se les ensombreció el alma. 

   Esa noche ningún Aranguren pegó el ojo, y la lechuza se hizo oír varias veces. La lúgubre voz les helaba la sangre y les hacía sentir molestias en el cuerpo que nunca antes habían sentido, o si las sintieron no tenían el mismo significado que en ese momento. 

   El día demoró una eternidad en llegar y cuando se asomaron al patio todos hicieron lo mismo: miraron al techo del rancho donde el padre dijo que había visto parada la lechuza. En sus pensamientos vagaba la misma idea: eliminar la causa de su desgracia, pero la lechuza ya se había ido. 

   El trajín del día les hizo olvidarse del sueño retrasado. Los hijos, honda en mano, se la pasaron todo el día entre los árboles de la propiedad y los que crecían cerca, pero no dieron con el nido de la lechuza y los padres, por si acaso, esa tarde no durmieron la acostumbrada siesta. En fin, a todos los embargaba el mismo temor: que la muerte se llevara al primero en dormirse, aunque fuera de día. 

   Por la noche descubrieron que sus temores tenían fundamento. Cenaban en silencio, como siempre, con la cabeza inclinada sobre los platos de comida, esperando oír de un momento a otro la anunciación de la muerte en la voz de la lechuza, que no se hizo esperar. Al oírla volvieron a mirarse como la noche anterior, cada uno a los otros tres, y en sus miradas había un adiós y un deseo de egoísmo justificado, oculto en sus mentes. Cada hijo pensaba que los padres ya habían vivido más que ellos y que el otro hermano no era tan bueno como él; el padre, que sus hijos tenían todo el futuro por delante, pero recordaba muy bien de donde la había sacado a su mujer, una noche ya muy lejana, y la madre rezaba para que Dios no se llevara a ninguno de sus hijos, pero recordó sufrimientos antiguos, cuando a su marido le gustaban demasiado otras polleras. Con esos pensamientos sombríos y mezquinos atravesaron otra noche de insomnio, con los ojos bien abiertos. A pesar de la oscuridad en el interior del rancho, que invitaba al sueño, ninguno se atrevió a cerrar los párpados. 

   El nuevo amanecer volvió a encontrarlos despiertos y el día fue igual al anterior; los padres encontraron excusas para aguantar el día despabilados, barriendo sobre lo barrido, lavando ropa que ya estaba lavada, arreglando las cercas, limpiando el chiquero, bañando los galgos mientras que los hijos pasaron el día buscando el nido de la lechuza maldita, hasta en el matadero viejo fueron tras ella, a cinco cuadras del rancho, pero sin resultado. 

   La tercera noche cuando la lechuza volvió a confirmar su presencia, la madre, no aguantando más, rompió en un llanto lastimero. Quisieron, marido e hijos, consolarla pero no hubo caso, la mujer se aferró a un crucifijo y siguió derramando su pesar hasta agotar todas las lágrimas que tenía. 

   Y otra noche de pesadilla se abatió sobre ellos. Cada uno a su manera se las ingenió para mantenerse despierto; el padre se quedó sentado en la cocina con los pies de remojo en una palangana a la cual, a cada tanto, cambiaba el agua cuando se entibiaba; la madre se la pasó en un rincón junto a un altarcito, arrodillada sobre granos de maíz como cuando era chica y tuvo que pasar dos años en un convento en San Andrés de Giles y las monjas le hacían pagar penitencia de esa inhumana manera hasta dolerle el alma. Los hijos, por su parte, la pasaron contándose, entre susurros, futuros maravillosos cuando crecieran y pudieran salir de ese lugar perdido en medio de una pampa interminable. 

   El nuevo día amaneció gris, como sus almas, y de nuevo se dedicaron a mantenerse despiertos haciendo cualquier cosa. Alguien le había dicho alguna vez al padre que de día el canto de las lechuzas no era de mal augurio, pero cuando, pasado el mediodía, lo traicionó el cansancio y para tomarse un respiro se sentó en el banco debajo del tejado de la galería la lechuza se hizo oír. El hombre corrió al patio y manoteó un cascote, pero la lechuza apenas vio el movimiento soltó un graznido y voló lejos y no se la volvió a ver durante el resto de la tarde. Por si acaso, el hombre no quiso arriesgar a quedarse dormido y se la pasó andando de aquí para allá hasta que oscureció. A la mujer tampoco le había sido fácil el día, se sentía débil y para empeorar ya sufría de antemano el calvario que le esperaba después del ocaso de la tarde. Y los hijos no estaban para menos, eran fuertes y jóvenes, pero, humanos al fin, también temían sucumbir al sueño nocturno. 

   Así estuvieron sufriendo como condenados siete penosos días y ocho noches de vigilia forzada bajo el canto agorero de la lechuza, que, sin falta, cada noche se paró en la esquina del techo del rancho avisándoles que La Parca se llevaría a uno de ellos. 

   Todo era cuestión de tiempo. 

   Entre las dos y tres de la madrugada de la octava noche uno a uno, finalmente y a pesar de la lechuza parada en la punta del rancho anunciando desgracia, los Aranguren sucumbieron al sueño, y cuando amaneció ninguno despertó, ni ese día ni después. 

                                                                             

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La lechuza por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creative commons.org/choose/?lang=es#metadata


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