martes, 25 de agosto de 2020

IRINEO Y BETINA


Irineo leía a Platón recostado sobre su cama, pero la algarabía proveniente desde el exterior no lo dejaba concentrarse. Fastidiado, detuvo la lectura para cerrar la ventana. Allí permaneció un momento observando a 
unos muchachos que jugaban al volley en el medio de la calle. Irineo hizo una mueca y murmuró: qué desperdicio; lo mismo decía ante la religión, la política y hasta el amor

   Pero una tarde, justo al doblar en una esquina, la vida le dio un cachetazo y varios conceptos fueron expulsados de su mente y disueltos en el aire con espantosa rapidez. El cachetazo se llamaba Betina (rubia, ojos celestes y más linda que Michelle Pfeiffer cuando era joven). Ambos quedaron mirándose con asombro (Irineo como se debe mirar a una diosa, con la boca abierta, babeando y los ojos saltones y Betina con interés pero sin exagerar tanto). Algo en Irineo, que él no supo en el momento darle un nombre, lo empujó a decir "hola", porque no se le ocurrió decirle otra cosa. Al final,¿qué se le dice a las mujeres cuando se quiere abordarlas? Él, lógicamente no lo sabía, los muchachos que jugaban al volley en el medio de la calle, seguramente sí. 

   Betina, acostumbrada a los galanteos baratos y a las segundas intenciones que en ellos se esconden, con certeza vio en la persona de Irineo lo que toda mujer, o casi todas, espera encontrar al doblar en cualquier esquina: el amor. 

   Y la flecha de Cupido fue certera, ensartando a ambos de un solo flechazo, con lo que a los dos meses se encontraron jurándose amor eterno hasta que la muerte los separe. 

   Dentro de poco las cosas se acomodarían como piezas de un rompecabezas, Irineo terminaría sus estudios de filosofía a fin de año y debido a sus buenas calificaciones el director de la facultad ñe había dicho que contaba con él para juntarse al selecto plantel de profesores. Betina, en cambio, por ahora seguía con sus clases de teatro y ensayando junto a un grupo de amigos una pieza de su autoría, donde contaba la historia de una chica cumbiera que se enamoraba de un escritor, pero que el abismo sociocultural les hacía imposible el romance, con lo que, al final, ella se suicida, arrojándose a las aguas revueltas del Río de la Plata en una mañana de sudestada. 

   Para esa navidad, Betina encontró un teatro en San Miguel donde poder representar tres veces por semana la obra. 

   La noche del estreno Irineo estaba en la primera fila y ya en el primer acto no le gustó la vestimenta, mejor decir, la poca y vulgar vestimenta que Betina llevaba puesta, entonces empezó a sentirse mal, empeorando a medida que escuchaba a su alrededor los comentarios de los hombres y las risitas de la chicas. Las risitas hasta que las podía obviar, pero los celos provocados por las cosas que oía de los tipos jamás. No se creía el hombre más valiente del mundo, pero en ese momento estaba dispuesto a encarnar al ejército de un hombre solo contra todos aquellos libidinosos si no fuera por el amor hacia su esposa, que lo impedía de estropear la realización de sus sueños. Betina se dio cuenta (¿y quién no) que a Irineo algo no le había gustado, pero como no quería pensar en nada que le destruyera la noche se limitó a decirle que le había gustado la receptividad del público. 

   Aunque había un tipo en la platea que no me gustó en la forma como me miraba, le dijo, como si nada. Irineo no se dio por aludido y se limitó a responder que los espectadores los hay de todo tipo. 

   En la próxima función Irineo se la pasó buscando con la mirada al hombre de mirada extraña que perturbaba a Liliana, pero no le era nada fácil la ingrata tarea: todos le parecían sospechosos. Cuando Betina salió del teatro esperó por media hora en la puerta hasta que Irineo por fin apareció. La disculpa que un ladrón le había arrebatado la billetera y tuvo que salir atrás de él. 

   ¿Pero, cómo fuiste tan loco de salir atrás de un ladrón y si te pasaba algo malo?, lo retó Betina, bastante asustada con todo eso. 

   Pero no ves que no me pasó nada, y además recuperé la billetera. El tipo la dejó caer cuando vio que le estaba dando alcance, respondió Irineo, tratando de tranquilizarla.

   Betina que, tras otra función, de nuevo estaba decepcionada con la cara de piedra de Irineo volvió a tocar el tema, pero esta vez, acorralada por las insistentes preguntas de Irineo se decidió a abrir el juego y le contó que la cara del tipo que no le gustaba cuando la miraba actuar era la suya, pues pensaba que él la encontraba mediocre en su papel. 

   En ese instante Irineo se sentó en la cama y empezó a llorar como un condenado: había matado a un hombre por nada.  

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CORAZÓN DE HIERRO


El cardiólogo había sido claro y determinante: "Señor Lauría, su corazón es de hierro". 

   Lo que Lauria tenía y tanto lo afligía, en realidad, se llamaba "falta de dinero" y su único remedio, "más horas extras". Con esos pensamientos el señor Lauría se dirigía a la parada de colectivos cuando en el umbral de una puerta vio un maletín. Fingió buscar algo en los bolsillos mientras paseaba la vista hacia todos lados, no vio a nadie que le prestara atención.  

   Nunca había sido de hacerse de nada ajeno aunque sea un tornillo de la fábrica, pero siempre hay una primera vez para todo, más cuando se trata de un maletín olvidado junto a una puerta y más aún cuando se vive en la miseria; en esos momentos la imaginación vuela y no se piensa en papeles sin importancia ni en documentos de vaya uno a saber de qué, sino en plata, mucha plata. 

   Listo, agarró el maletín, se lo puso debajo de un brazo y apuró el paso a casi parecerse a correr. Paró el primer colectivo que pasaba. 

   Hasta la terminal, le dijo al chofer. Había poca gente, con lo que se sentó en el fondo, donde de inmediato abrió el maletín.  

   Lauría tenía los ojos color castaño oscuro pero de pronto se pusieron verdes, porque en el maletín solo había fajos y fajos de dólares. Lauría contaba y contaba; ya iba por los diez mil y todavía quedaba como veinte veces o más esa cantidad. 

   "Selor Lauría, su corazón es de hierro", le había dicho el cardiólogo, sin embargo parecía fallarle. Unos minutos antes le preocupaba la falta de dinero y al futuro lo veía negro, sin embargo,  su corazón como si nada, y ahora que sus problemas habían acabado hasta el día de su muerte su corazón parecía querer fallarle. 

   De pronto, colectivo frenó y subió un tipo con cara rara; Lauría atinó a bajarse allí, pero el chofer no le dio tiempo de tocar el timbre, arrancando de inmediato. 

   "En la próxima", se dijo, justo cuando el tipo de cara rara anunció un asalto. 

   Pásen todo lo que tengan, ordenó, apuntándoles a todos los pasajeros con una pistola. 

   En ese momento Lauría, sintió una puntada en el pecho y cuando el ladrón llegó junto a él su corazón de hierro latió por última vez.  

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LA CASA EMBRUJADA

Eso me pasa por metido, pensé, apenas puse el pie adentro, por querer demostrarle a los muchachos que soy valiente y que no hay nada en este mundo que me meta miedo.

La casa tenía fama de estar embrujada, desde chico oía la misma cosa, en la boca de mi abuela y de los más viejos del pueblo.

Daniel y Cabito fueron los únicos que trataron de persuadirme. "No seas loco", me amonestó Daniel. "No le hagas caso a los otros", me advirtió Cabito, refiriéndose a los demás miembros de la barra, su hermano Roberto y Lito. Pero yo no les di oídos a ninguno de los dos, ¿acaso ellos me iban a pagar, viernes, sábado y domingo cuantos tragos quisiera en El Laberinto? No.

El trato fue el siguiente: yo debía aguantarme adentro de la casa desde las siete de la noche hasta la mañana. Y no valía hacer trampa, como escaparme a mi casa y volver a eso de las seis de la mañana, porque se quedarían en la vereda de enfrente para vigilar que cumpliera lo acordado. Entonces, en un momento en que no pasaba nadie, forcé la puerta con una barreta, que Roberto, no bien la puerta cedió, se la quedó, diciéndome que si hubieran fantasmas me las tendría que arreglar a las trompadas. ¿Pero los fantasmas no son transparentes, por acaso? Confieso que apenas entré sentí algo en el estómago, pero ya era tarde para arrepentimientos.

El interior olía a encierro, a humedad, a polvo viejo, creo que ese sea el verdadero olor de la soledad. Unos muebles desvencijados, monstruos sombríos, me esperaban para hacerme compañía, y los bichos que habitan en los lugares encerrados, cucarachas, ratas y arañas. Aproveché la poca penumbra que se colaba por las hendijas de las ventanas que daban a la calle y sacudí el polvo dormido sobre un sillón que apestaba a olvido. Después espié hacia la calle, la guardia pretoriana estaba a puestos; bebían cerveza y reían, seguramente de mí. Pero si creían que no estaba preparado para aguantar una noche de espanto estaban bien equivocados, desde el martes a la mañana que no pegaba un ojo y era jueves. Dentro de un rato me dormiría como un oso y no habría fantasma que me hiciera despertar, por las dudas taparía los oídos con dos pedazos de goma espuma que arranqué del colchón de mi cama.

Y así, sin oír nada y con los ojos cerrados, el sueño me agarró aplastado en el mugroso sillón.

De pronto, en algún momento impreciso, una claridad de los mil demonios me traspasó los párpados y me hizo volver a la realidad, una otra realidad quiero decir, jamás pensada por lo imposible de ser imaginada. Una mano gigante se metió por la puerta de entrada y hurgaba cerca de mí, buscando quién sabe qué cosa. Me levanté de un salto y me arrinconé contra un aparador destartalado. Después vi que un ojo grande como un planeta miraba por la puerta para todos lados, me acurruqué un poco más y recé para no ser visto por aquel gigante monstruoso. Sin dudas todavía debo estar soñando, pensé. Poco después sentí la casa moverse y empecé a rodar de aquí para allá sin poderme agarrar en nada. Los pocos muebles que había, y más unas latas de pintura oxidadas se escabulleron por la puerta de entrada, junto con la polvareda que se levantó cuando comenzó la agitación, mientras yo quedaba colgado del picaporte de una puerta, rezando para que la puerta aguantara mi peso. Luego la agitación pasó y la casa volvió a quedarse quieta y nivelada. Afuera se oían voces que sonaban como truenos, como las voces de un disco de 45 rpm cuando puesto en 33. Corrí hasta una de las ventanas para espiar, ni mis amigos ni la vereda se encontraban más donde debían estar, en su lugar una silueta humana, gigante, andaba encorvada de aquí para allá, refunfuñando porque no encontraba unos juguetes. 

¡Ajá!, gritó de pronto, con voz de trueno, al dar con una caja debajo de una cama. Enseguida lo vi venir y corrí de nuevo a esconderme en otra habitación. Oí que una puerta se abría y ql gigante decir "listo! y después un fuerte portazo, tras el cual de inmediato percibí voces; voces parecidas a la mía, a voz normal quiero decir, entonces me animé a asomarme. Se trataba de juguetes, juguetes de mi tamaño, que se movían como cualquier ser humano, aunque fueran de plástico y de goma.

¿Sueño o pesadilla? Pesadilla.

Parece que a los juguetes no les gustó mi presencia, principalmente a un soldado de caballería americano, porque no más verme gritó: "Enemigo, enemigo" y corrió hacia mí con su fusil que terminaba en una filosa bayoneta. Alcancé a cerrar la puerta justo a tiempo cuando asomaba el arma. La bayoneta quedó atascada entre la puerta y el marco, y antes que el soldado empezara a tironear, le di una patada con la suela de la zapatilla y la lámina se quebró. De inmediato sentí los empellones contra la puerta, me apoyé contra ella y a duras penas conseguí recoger la bayoneta y arrancarme una manga de la camisa con la finalidad de poder empuñarla sin cortarme. Cuando estuvo lista, ahí sí, me aparté de la puerta y dejé que el soldado entrara, gritándole: "Ahora vas a ver, soldadito de mierda, lo que te espera".

No sé lo que pasó por mi mente mientras mataba a aquel juguete de plástico, lo que sí puedo decir es que me sentí aliviado al deshacerme de la amenaza hostil que representaba. Después, envalentonado por la victoria, salí de la habitación determinado a hacer una carnicería con los otros juguetes, pero vaya sorpresa que me llevé. Todos me dieron la bienvenida con estruendosos "¡Viva el nuevo líder!", y enseguida vinieron a abrazarme. Entonces volví a sentirme seguro, y poco después ya no me importé ni un poco si todo era un sueño o una pesadilla, ni si me quedaría en aquel estado para siempre, porque entre los juguetes había una Barbie vestida de enfermera, de la que apenas la vi me enamoré perdidamente. 

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sábado, 22 de agosto de 2020

EL DÍA QUE PEDRO CASI CAMBIÓ LA HISTORIA DE LA HUMANIDAD

 

Duerme Pedro un sueño no tan leve cuando el penúltimo paso furtivo de alguien que se acerca a hurtadillas lo despierta. Antes que el inminente y sorprendente desenlace suceda, Pedro se precipita torpemente hacia la puerta con el garrote, que tenía a su lado, en la mano derecha. Presiente al enemigo que viene por él, quizás por sus hermanos también. 

   Una sandalia de cuero delatora asoma por la parte inferior de la abertura de la puerta; al instante, su atención se dirige hacia arriba. Aturdido por el sueño aún, calcula como puede, a puro instinto, la posible altura de la cabeza del intruso. Lanza entonces, con toda la fuerza que encuentra, el golpe decisivo, a lo ciego. El garrote pasa por delante de sus ojos como una ráfaga oscura y borrosa directo a la cara del enemigo. Siente en la mano el golpe duro y seco del garrote al hacer impacto en algo sólido, sonríe pensando que ha acertado en la cabeza del intruso, sin embargo, el garrote no retorna a él; algo lo sostiene. Entonces tironea, pero el garrote no vuelve. 

   Pero qué catrajo, rezonga Pedro y se apresura a mirar qué pasó. 

   ¡Ay!, exclama Pedro, consternado, al ver que al garrote lo sostiene una mano que reconoce al instante, pues la conoce muy bien. Inmediatamente, Pedro suelta el garrote y cae de rodillas; agacha, sumiso, la cabeza; cierra los ojos, compungido, cruza los brazos sobre el pecho y con voz acongojada balbucea: 

   Maestro, yo... pensé que fuese algún soldado romano. 

   Jesús lo interrumpe con un gesto enérgico de su mano derecha en alto; observa al obediente discípulo encorvado a sus pies un instante, luego le dice, no con la voz suave que derrama bondad cuando se dirige a los niños y a los ancianos ni con en el tono exacerbado que suele emplear al repudiar los actos del injusto y del blasfemo, sino con una voz irónica que Pedro jamás oyera de la boca pura y justa de su señor: 

   ¿Pedro, eres loco o estás poseído por el demonio? ¿Acaso quieres cambiar la historia, contradiciendo lo que está escrito? pedazo de Filisteo. 

   Pedro en ese instante deseó ser tragado por las arenas del desierto, o morir fulminado por un rayo divino. Pero Pedro también tenía una misión y escrito estaba también; y Jesús muy bien se lo recordó al enviarlo al carajo en forma de sermón, diciéndole: 

   Si no ayudas a despejar el camino, tampoco seas la piedra que dificulta el tránsito. ¡Y a ver si por lo menos empiezas a garabatear los esbozos de la iglesia que un día has de fundar! Faltaba más, como si ya no tuviera suficiente con los romanos, Poncio Pilatos y el diablo en cuatro patas, ahora resulta que éste me quiere matar de un garrotazo.

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.500 MAGNUM

 

Estancia La Misericordiosa: su dueño, Cátulo Figueroa de la Rosa, recibe la visita de un amigo, Arturo Lautaro Centurión Posadas, al cual ha invitado para mostrarle un revólver Smith & Weson .500 Magnum, recientemente adquirido en Norteamérica. 

   ¿Pero cómo le va, mi querido amigo Cátulo?, saluda Arturo Lautaro, cuando se encuentran en el vestí­bulo del caserón.

   Acá andamos, Arturo Lautaro, contento como chico con juguete nuevo, responde Cátulo, extendiéndole la mano.

   Ah, ya lo creo. Mire que me ha suscitado usted mucha curiosidad al respecto y le confieso que he estado ojeando algo por ahí. ¡Es fantástico el aparatito!, exclama Arturo Lautaro, por lo que Cátulo infla, orgulloso, el pecho.

   Sí. De otro mundo realmente, pero vayamos ya para que compruebe por usted mismo la potencia de esta joyita. Después tomamos algo, si le parece. Arturo Lautaro concuerda, y los dos hombres se encaminan hacia la parte trasera del caserón. Mientras caminan, Arturo Lautaro hace una consideración: 

   Mi amigo, si me está sugiriendo que efectúe algunos disparos, lamentablemente debo decepcionarlo. Cátulo nota entonces en su amigo cierto malestar, demostrado por la inflexión de sus palabras y en la forma de gesticular.

   Pero ¿cómo me dice algo así­? Cátulo se muestra preocupado.

   Le explico: la semana pasada en el club hípico durante un partido de polo, me caí­ del caballo, golpeádome en el hombro derecho, y aún lo tengo un poco dolorido. Usted me sabrá comprender, se disculpa Arturo Lautaro.

   ¡A la pucha che, qué desgracia! Pero no se aflija, mi querido amigo, ya tendremos otra oportunidad. Espero que se recupere pronto, pero mire que ya estaba pensando en salir de cacerí­a cualquier fin de semana de estos y me agradaría sobremanera disfrutar de su compañía, pero lo pospondremos hasta que usted se recupere totalmente, propone Cátulo.

   Se le agradece la deferencia, mi estimado amigo. Cuando este apto para la empresa se lo comunico inmediatamente y marcamos la fecha. ¿qué me dice?, pregunta Arturo Lautaro.

   Combinado, pero de todas maneras no se preocupe que igualmente no ha venido hasta aquí en balde, le haré una demostración yo mismo, dispone Cátulo.

   Pero claro, claro, faltaba más. Estoy ansioso por ver si es cierto que puede acertar un blanco a ciento ochenta metros de distancia, según lo que he leído al respecto", dice Arturo Lautaro.

   Claro, mi estimado Arturo Lautaro, pero le cuento que depende mucho también del pulso del tirador. No es salir por ahí­ dando tiros a diestra y siniestra, creyendo que con tal arma no iremos a fallar. No, no es tan simple así, explica Cátulo, con autoridad.

   Tiene usted toda la razón, Cátulo, pero usted tiene el pulso firme, considera Arturo Lautaro.

   Sí, sí, afirma Cátulo y explica: aunque vea usted, cada arma tiene sus particularidades y es necesario efectuar muchos disparos hasta agarrarle la mano y he de confesarle que he practicado mucho desde que la tengo en mi poder. Pero vamos a ver qué se puede hacer. 

Los amigos se detienen al lado de una mesita dispuesta en el patio trasero del caserón. Sobre ella hay una caja de madera conteniendo el arma. Cátulo saca el arma y se la pasa al amigo. 

   Soténgala, Arturo Lautaro y sienta el poder. Arturo Lautaro sopesa el arma y la examina con cuidado.

   ¡Magnífica! ¡Portentosa, diría!, pero debo advertirle que mi concepto de poder dista mucho de las armas de fuego, se excusa Arturo Lautaro, con una mirada pí­cara. 

   ¡Ah, si lo sabré!, exclama Cátulo, con mirada similar y añade: pero dígame, si es que no estoy siendo muy indiscreto, ¿cuántas secretarias han pasado por su consultorio en lo que va del año? 

   De ninguna manera, dice Arturo Lautaro, llevándose una mano al mentón y mirando al cielo, creo, si no me fallan las cuentas, que han sido unas... diecisiete. 

   ¡A la pucha!, y mire que estamos en octubre apenas, exclama Cátulo, con asombro. 

   Y bueno, qué se le va a hacer, cuando las urgencias masculinas nos sobrevienen uno hace lo que puede para satisfacer los instintos, aunque éstos sean los más bajos. Los dos amigos se echan a reír a carcajadas limpias. 

   Bueno, vamos a lo que interesa A ver... Cátulo busca con la mirada al peón que está limpiando los canteros de rosas, cerca de ellos. 

   Che vos, vení. Largá la azada y andáte hasta la cocina y traéte una manzana. El peón obedece sin decir una palabra y se encamina al interior de la casa con pasos rápidos. 

   Mi querido Arturo Lautaro, ve aquel eucalipto frondoso allá. Cátulo señala hacia la llanura, donde se amontonan unos cuantos eucaliptos. 

   Sí­, lo estoy viendo, ¿a qué distancia se encuentra?, pregunta Arturo Lautaro. 

   A ciento cincuenta metros, más o men... ajá, ahí viene el peón. Mirá y prestá mucha atención a lo que te voy a decir, le dice: te me vas al eucalipto aquel, das unos pasos a un costado y seguís unos treinta pasos más adelante. Ahí, te parás de lado con la manzana en la boca y ni te muevas, ¿entendiste bien? El peón mira el arma en una mano del patrón, después a la manzana y balbucea: 

   Pero patroncito... 

   ¡Qué patroncito ni ocho cuartos!, vos callate la jeta y no seás cagón. Andá te digo, que yo sé lo que hago. Vos quedáte quietito que todo saldrá bien. El peón va, de mala gana, con miedo, titubeante, pero sin otra opción que la obediencia sin peros. 

   Qué se le va a hacer con estos infelices. No entienden bien la relación patrón/empleado. No les entra en la cabeza que manda quien puede y obedece quien debe, se queja Cátulo. 

   Es así nomás, mi amigo, estamos obligados a marcarles el camino a cada paso como a los animales, ¿qué se le va a hacer?, señala Arturo Lautaro. 

   Finalmente, el peón llega al pie del árbol, da unos pasos al costado y sigue treinta pasos más. Se detiene, gira de lado, se pone la manzana en la boca y empieza a rezar. 

   Cátulo con mano firme apunta... y dispara... y el peón cae. 

   Los dos amigos van corriendo al lugar. 

   El pobre hombre se debate en el piso, agarrándose la nariz entre desgarradores gritos de dolor. 

   Los amigos, llegando al lugar, pasan de largo por el infeliz sin darle importancia. 

   No puede estar muy lejos, comenta Cátulo mientras escudriña en el pastizal, alrededor del peón caído. 

   ¡Ahí está!, exclama Cátulo, al descubrir la manzana a unos pocos metros de allí. El estanciero agarra la manzana con sumo cuidado, la examina con detenimiento, hace un gesto aprobatorio con la cabeza y se la pasa al amigo. 

   ¿Y, qué me dice, Arturo Lautaro? Cátulo sonríe satisfecho y espera el parecer del amigo.

   Y qué le puedo decir. ¡Impecable! ¡Impresionante!, ni un solo rasguño. Nada, pondera Arturo Lautaro, admirado, después del examen.

   No le dije yo que era lo mejor de lo mejor. Bueno, vamos a tomar un refrigerio, que esta carrera me subió la temperatura, propone Cátulo. 

   Excelente idea, Cátulo, excelente idea, concuerda el amigo. 

   Sí­, sí, vamos. Y vos, a ver si te dejás de quejarte de la vida y volvé a la azada, que para eso te pago. Faltaba más, por una nariz de mierda tanto alboroto. Vamos, Arturo Lautaro.

 

   Cómo no, Cátulo, vamos, responde Arturo Lautaro.


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NI MUCHAS GRACIAS, PERRO

 

I- LA GRAN IDEA 

Arregui tamborileaba nerviosamente con los dedos de ambas manos sobre la carpeta encima de la mesa; los ojos, fijos en la nada, ni pestañeaban y los oídos, éstos sí, atentos a lo que sucedía en el corredor, del otro lado de la puerta. Evitaba consultar el reloj de pared a su frente, acto inútil, ya que los minutos no pasaban con la misma velocidad que requerí­a su urgencia. Uno a uno y muy espaciadamente, fueron llegando los otros asesores del ministro. Ninguno parecía tener prisa de empezar la sesión; hablaban distraídamente, comentando el partido de la noche anterior o lo que tení­an planeado para el próximo fin de semana, muy cercano ya. Hasta que, por fin, se hizo presente el ministro. 

   Buenos días, señores, dijo al entrar. 

  Bien, soy todo oídos, ¿sugerencias que nos lleven hacia alguna solución con respecto al problema que nos tiene reunidos acá? Por la rapidez como habló se notaba que tenía prisa en terminar la reunión.

   Era jueves y aunque se suponía que era allí donde debían estar, el ministro no pensaba de esa manera. Para eso tenía tantos asesores a su alrededor, para que trabajaran por él, incluso los jueves. El sol primaveral de pasadas las nueve de la mañana ya había evaporado el rocío y a esa hora él ya debía estar encaminándose hacia el segundo hoyo en el green del club de golf. Sin embargo, el rancio de la sociedad lo tenía preso en su gabinete­, pero esperaba que algunos de sus asesores le trajera una solución lo más pronto posible, y si fuese lucrativa tanto mejor, aunque eso no tenía demasiada importancia porque siempre se podía modificar un punto aquí, otro por allá y el dinero aparecía como por arte de magia. Arregui casi que no esperó a que el ministro acabara la frase y antes que algún otro asesor abriera la boca, no fuese que se le hubiera ocurrido lo mismo que a él, levantó rápidamente un brazo. 

   La idea no era muy extraordinaria ni cosa de genio, sino una salida de emergencia. El ministro, la vista perdida más allá de la ventana, aún en el club de golf y ya por el tercer hoyo, lo instó a hablar con un impaciente "¿sí?"

   Sí, señor ministro, he estado recorriendo las calles y he notado que algunos contenedores poseen una pequeña abertura para introducir los deshechos sin que haya otro modo de sacarlos a no ser con la ayuda de un guinche: bien, creo que si todos los contenedores distribuidos en la ciudad fuesen todos de ese tipo ésto debería inhibir la acción de los cartoneros, concluyó Aguirre, de un solo tirón

    La parte de "he estado recorriendo las calles" era mentira suya, bien delante de su casa tenía un contenedor igual y la idea se le había ocurrido al ver a un cartonero intentar sin éxito pescar una bolsa. 

   El ministro le pasó el taco al caddie imaginario que lo seguía a sol y sombra y hoyo tras hoyo, y se quedó mirando el techo reflejado sobre la madera pulida de la mesa. A Aguirre le pareció, al ver en el rostro del ministro la mirada perdida, que no había sido una buena idea después de todo, puesto que no reaccionaba, ni a favor ni en contra, y ya esperaba el desconcierto. Pero el ministro había escuchado bien, muy bien. Tan bien que se olvidó de la partida imaginaria de golf y ahora estaba sacando cuentas, calculando un posible lucro extra, extra y fácil. Con seguridad al presidente la idea, no la de los contenedores sino la del lucro extra y fácil, también le vendría como anillo al dedo. Ya habían hecho muchos negocios lucrativos juntos antes, hasta ese momento todos exitosos. Entonces ¿por qué no habría de ser éste uno más? ¿Por qué habría de negarse esta vez? Si de carambola, también se sacaba de encima el fastidioso malestar que le causaba el enjambre de desplazados que manchaban con su presencia indeseable la hermosa y limpia tarjeta postal que quería mostrarle al mundo de su ciudad. Y además, como, oh coincidencia, propietario de la empresa recolectora de basura concesionada a recoger el desperdicio de la ciudad, la "negociata" le facilitaba la maniobra fraudulenta pra seguir raspando el tacho y, de lampazo, inhibir la acción delos cartoneros. ¿Poe acaso, no era únicamente para eso que ocupaba el sillón presidencial? Sin dudas, un negocio redondo y más fácil que robarle el caramelo a un niño, al cual el presidente no dejaría pasar de largo. 

II- LA SONRISA DE LA CODICIA 

¡Y cómo le gustó la idea al presidente! Los ojos celestes brillaron con el resplandor de una mañana de primavera y en su rostro se dibujó una sonrisa de codicia. Esa sonrisa que ahora que se había afeitado el bigote, se parecía a la del Guasón cuando está maquinando una maldad. 

   Aunque la idea tenía una falla, pensó el presidente, siempre tan ducho en descubrir fallas en los sistemas; la pequeña abertura impedía la introducción de bolsas de consorcio de cien litros y más. Pero después de repensar en el asunto le encontró la vuelta, concluyó que ésto no representaba ningún problema, los fabricantes ya encontrarían la solución. Lo que sí tenía importancia, importancia "capital", entiéndase, era la factura que el estado pagaría y que en su cuenta bancaria en las Bahamas iría a parar. Además, como pensaba el ministro, la jugada le venía al pelo, porque de carambola se deshacía también de los indeseables cartoneros. ¡Que se jodieran todos!, pues su suerte no le iba ni le venía. Por un instante, cerró los ojos e imaginó su ciudad de postal, libre de mugre y ni la sombra de la negrada, como él llamaba puertas adentro a los pobres. Después algo lo inquietó: el nuevo palazo contra el pueblo. La puesta en marcha llevaría algunos meses para ser aprobada y a él le gustaba el juego rápido, aquel que no le da tiempo al adversario para descubrir la jugada que lo ha dejado en desventaja. Pero por otro lado, consideró, ¿qué ley que beneficiara a los más ricos y poderosos no sería aprobada lo más rápido posible? El presidente volvió a serenarse.

   El ministro corrupto, a su vez, ya arquitectaba también una forma de llevarse su parte de la torta. El tiempo que llevase aprobar el proyecto de recambio de los viejos contenedores, sería suficiente para montar la fábrica de los contenedores que le venderí­a al estado a un precio sobrevalorado, como corresponde. Sus uñas chirriaban ya, empezando a raspar la tapa del tacho. 

   Para Aguirre, en cambio, restaría apenas conservar su empleo de asesor y pasar a la historia sin pena ni gloria. A hombres de su tipo, solo les estaba permitido subir hasta cierta cantidad de escalones y los laureles les estaban vedados completamente, pues habían nacido para ser una arandela sin importancia en el funcionamiento de la gran máquina del poder. Habían nacido para ser parte del rebaño, siempre propenso a seguir el "tin tin" del cencerro de la yegua madrina, obedeciendo dócilmente y nunca objetar ninguna orden, nunca cuestionar ningún mandamiento ni esperar retribución alguna por sus aportes. El ministro se embucharía un buen bocado, el presidente engordaría aún más su cuenta bancaria en el exterior, pero para el pobre Aguirre no habría ni un "muchas gracias, perro", apenas su miserable ordenado de funcionario público de siempre a cada principio de mes. Seguiría siendo siempre, hasta el día de su muerte, si no lo echaban como perro antes, lo que suele llamarse un alcahuete gratis. Si el día de mañana todas las calles de la ciudad llegaran a estar atestadas de contenedores inviolables, como el que tenía estacionado frente a la puerta de su casa, y él contara que se debía a una idea suya, ¿quién le creería?, ¿a quién le iba a importar eso?, y lo peor, ¿al final, qué ganaría con eso?, sin dudas ni un "muchas gracias, perro".

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LA MUECA


   Sí, Miguel del Prado, se llamaba. Y a
pareció delante mío, después de una larga ausencia. Me encontraba yo sentado a la sombra en un banco del paseo junto al río, una calurosa tarde de enero, y de pronto lo veo aparecer delante mío, después de larga ausencia.

   Miguel, acababa de volver de Inglaterra, después de cinco años (habí­a ido a tentar la suerte). Conversamos de todo un poco hasta que empezó a hablar de un romance. Alrededor de los siete meses de haber llegado había conoció a una inglesita, según sus palabras hermosa y de cuerpo escultural, de la cual, pasados casi cuatro años y medio de noviazgo, creía estar enamorado. 

   Pero no tanto, ya verá usted por qué. 

   Dijo que la inglesita hacía tiempo que venía insistiendo en hablar en casamiento, y que cada vez le resultaba más difícil eludir sus preguntas. "¿Cuál hombre podría decirle no al destino junto a ella, flaco?, ¿qué hombre?", repitió, en un dado momento, por dos veces seguidas con bastante vehemencia, y añadió: "pero su boca..." 

   ¿A pesar de su boca? ¿Qué había con su boca?, le pregunté intrigado, porque había dicho que era bella, que esto y que aquello  y resulta que ahora su belleza no era tanta. Me dijo que ya iba a llegar a ese punto. 

   Imagina el casamiento en tres etapas, flaco, me dijo. La primera comprende un comienzo armonioso y repleto de sueños, todos buenos y promisorios; la intermedia es en donde ocurren el enfriamiento de la pasión, y el acostumbramiento con el acostumbramiento y en la última, donde todo lo peor acontece: la decadencia de lo bello y donde una muequita de ayer es el muecón.

   Le confieso que hasta ese momento tanto yo, como usted ahora seguramente, tampoco entendía qué tenía que ver la boca de la inglesita con las tres etapas del casamiento, la muequita y el muecón. 

   El siguió: 

   Mira, flaco, su boca cerrada era perfecta, bien delineada, de esas bocas que uno no quiere dejar de besar, pero cuando hablaba o reía la comisura izquierda torcía hacia arriba mientras que la otra lo hacia hacia abajo, entonces su hermoso rostro desaparecía detrás de una mueca grotesca. Y ella dele queriendo hablar de casamiento. Mira, flaco, (aquí me puso una mano en el hombro), no pude evitar imaginar esa boca el día de mañana, cuando los rasgos adquirieran rango de permanencia absoluta, el punto del no retorno cuando su rostro fuese una permanente máscara grotesca. Te juro, de todo corazón, flaco, tuve miedo. Ahí inventé excusas y más excusas hasta que terminé el relacionamiento, aludiendo a que no estaba hecho para el casamiento. 

   Pero ahora ya verá usted lo que son las cosas de la vida y cómo nos tocan por igual a todos. Cuando Miguel paró de hablar, le pregunté si él nunca se habí­a visto hablando frente al espejo, como cuando hay que decir algo de suma importancia en la presencia de otros y para causar buena impresión y no equivocarse se hace necesario el previo ensayo de la perfomance frente a un espejo para ver cómo nos sale, o si no había observado su rostro en alguna fotografía que lo haya atrapado en medio de una sonrisa, No, ¿por qué?, me preguntó.  Porque ahí, te hubieras dado cuenta que, tanto al hablar como al sonreír, también en ti la comisura derecha de la boca tuerce hacia arriba y la izquierda hacia abajo, y que cuando la decadencia de la vejez lo alcanzara, también su rostro iba a transformarse en una máscara grotesca, como a la inglesita. Y ahí, mi amigo, mientras le decía eso, fui yo el que le puso la mano en un hombro.

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LA MUECA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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