martes, 3 de noviembre de 2020

EL CANTO DE LAS SIRENAS

 

Ulises insistió en que le taparan los oídos con cera y lo ataran para no sucumbir al canto de las sirenas. Con lo que fue el único en Carmen de Areco cuando empezó el bochinche de los bomberos a no acudir a ver el incendio de la vieja tienda de los Pocztaruk, sobre la av. Mitre. 

                                                                          



EL ÚLTIMO RECUERDO 2

 Un viejo ya en las últimas llama a la enfermera que está a sus cuidados y le confiesa que le gustaría llevarse de recuerdo al otro lado un último momento de lujuria. 

   Cómo no, don Antonio, dice ella, espere un ratito que ya vuelvo. 

   El viejo, lleno de felicidad, espera pacientemente con una sonrisa calcada en la cara y la mirada lúbrica los veinte minutos que ella demora en regresar. De pronto, la puerta se abre y la enfermera ingresa envuelta apenas con una toalla. El viejo intenta incorporarse pero no lo consigue, entonces se resigna y espera que ella haga todo. Pero detrás de la enfermera aparece su novio sacándose el slip, enseguida ella deja caer la toalla y mirando al viejo baboso le pregunta:

   ¿Ya podemos empezar, don Antonio?

                                                                         Fin. 

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EL ÚLTIMO RECUERDO 2 por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL ÚLTIMO RECUERDO 1

 El viejo moribundo le confesó a la enfermera, sentada a su lado, que le quedaría eternamente agradecido si le brindase un último momento de lujuria. Como el viejo no daba mayor trabajo ella no vio ningún problema en acceder a su lujurioso deseo. 

   Ok, le dijo, ya vuelvo. 

   El viejo se puso contento y para ir recalentando el motor empezó a recordar viejas aventuras amorosas. A su regreso ella le dijo: 

   Tome esta pastillita, don José, que se sentirá como un toro, al tiempo que le pasaba una pastilla azul y un vaso de agua. Después prendió la videocasetera, introdujo un video porno y lo dejó solo, para que no se inhiba con su presencia. 

                                                                           

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PLÁSTICO

 El guepardo, que era muy amigo de una manada de elefantes, corrió a toda velocidad, como solo él es capaz de hacerlo, hasta el interior de la selva donde se escondía la manada para darles una noticia que la alegraría sobremanera. 

   Repítelo una vez más, que nos cuesta creer que sea verdad, le dijo la matriarca de la manada. 

   Está bien, dijo el guepardo, aún jadeando por el esfuerzo del carrerón; oí de la boca de un guía nativo de safaris, que conoce la lengua de los cazadores, que en un país llamado Bejiga o algo así un hombre ha inventado un producto llamado plántico o algo así y con el cual se puede suplantar sus colmillos para sea lo que fuere que con ellos se fabrique. 

Esa noche los elefantes ofrecieron una gran fiesta invitando a todos los animales de la selva para festejar que con el tal nuevo invento las bolas de billar ya no serían fabricadas con marfil, lo que significaba que ya podrían abandonar la selva, tan húmeda que hace fatigoso hasta el respirar, donde se escondían y volver a la sabana. Todos los invitados bailaron y rieron a carcajadas compartiendo la felicidad de los amigos paquidermos, menos las tortugas, que se mantuvieron apartadas de la algarabía festiva con caras serias. Las tortugas alegaron que hasta que no vieran una armazón de anteojos o un peine de plántico se mantendrían escondidas en la selva. 

                                                                           

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BURRO DE CARGA

 

1- 

Durante todo el día las bestias de carga iban y venían por el camino hecho de polvo y olvido, y cuando pasaban frente a la granja de los Pérez desviaban la vista hacia el chiquero junto al montecito. Allí, invariablemente, se deparaban con la voluminosa presencia del cerdo holgazán, engordando y viviendo el ahora lo mejor posible. 

2- 

Un burro que pasaba todos los días tirando de una carreta, y que tenía plena conciencia de su destino de bestia de carga, algunas veces consideraba al cerdo un ser afortunado. Pero tal apreciación la sostenía en momentos en que el sol, implacable sobre el lomo, parecía quemarlo por dentro; imaginaba al cerdo revolcándose en el barro refrescante y aliviador del charco cerca de la arboleda; o cuando, acometido por una sed desesperada, o bien durante el transcurso del último viaje al final de otra ardua jornada, se lo imaginaba disfrutando de una tarde diferente, hecha de sombra y agua fresca. En fin, imaginaba al cerdo siempre en situaciones muy diferentes a las suyas, las más de las veces adversas y bien sufridas. Pero cuando la tenía fácil, el burro se reía de la ingenuidad del cerdo, que vivía sus días en el paraíso terrenal como si nada, incapaz de advertir que su buena vida tenía un precio a ser pago en forma de embutido, de jamón u otro alimento para humanos. 

   Sabía el burro que un día pasaría frente al chiquero y no vería más al cerdo, y ésto lo satisfacía enormemente. Al final, todos los años sucedía lo mismo: un cerdo explotando de gordo desaparecía y una semana después un lechoncito rosadito y juguetón ocupaba el lugar del antecesor, reiniciando así el perpetuo ciclo de engorde y abate. Sin embargo, y para suerte suya, su destino era morir de viejo y con el privilegio de pasar los últimos días de su vida tranquilamente en algún potrero o suelto en el monte, cuando por demasiado viejo ya no sirviera más para el trabajo de tracción animal. Mientras tanto, alguna que otra alegría le tocaba en suerte, tal como engordar la tropilla del amo con mulas, mulos y más burritos, cuando le tocaba una burra, actividad que aparte de su trabajo diario representaba una garantía más para prolongar su estadía en el mundo. 

3- 

Cada vez que las bestias de carga pasaban frente al chiquero, tirando de carretas en cualquier sentido del camino polvoriento y desolado, el cerdo dejaba de hociquear y desviaba la vista hacia ellas. Gruñía ruidosamente su felicidad mientras las siluetas cansadas le devolvían miradas de envidia, quizás rumiando su ingrato destino de seguir en la huella soportando la vida lo peor posible. Incapaz de la más mínima conmiseración con la suerte de las fatigadas bestias ni comprender que en sus miradas envidiosas había más necesidad de alivio inmediato que malignidad, el cerdo se revolcaba en la frescura del charco barriento mientras emitía largos y sonoros suspiros provocadores que traspasaban los límites de la propiedad y se pegaban como garrapatas en los pensamientos embotados de las pobres infelices que seguían adelante con la cabeza gacha, siempre bajo el yugo impuesto por los hombres impiedosos que les tocó de amos de sus vidas. 

4- 

Y llegó el día en que el burro, como siempre pasando frente a la granja, llevó su mirar triste hacia el chiquero: el holgazán se dirigía hacia la sombra de los árboles con paso dificultoso. El burro aguzó la vista y percibió que el cerdo había perdido los cojones, tan grandes como huevos de avestruz, y ahora lucía la bolsa escrotal vacía, arrugada y pintada de violeta. Entonces supo que la hora final del cerdo estaba cerca, que su ciclo terminaba. 

5- 

Y una mañana, diez días más tarde, como de costumbre al pasar frente a la granja el burro giró su cabeza hacía el chiquero y de inmediato las cuatro patas se le detuvieron involuntariamente: el cerdo colgaba boca abajo del gajo de un árbol, sujeto por un gancho enterrado en la quijada; le habían abierto pecho y vientre y vaciado todo su contenido. A un lado suyo reposaban, clavados en un tronco, los infames instrumentos de tan cruel abominación; un poco más acá, los perros se disputaban algunos restos suyos y un poco más allá, un tacho todavía exhalaba vapores silenciosos sobre brasas humeantes. De repente el burro sintió el guachazo ardiente del rebenque chisporrotearle en el lomo y las patas volvieron a obedecer el mandato del amo; entretanto, avanzó un par de pasos incapaz de quitar la vista del difunto, sin apenarse ni alegrarse por la suerte de aquel ser que vivió poco, pero que, de alguna manera, fue feliz mientras le duró. 

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BURRO DE CARGA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LA VANA ESPERA

 Muere la tarde y crece la espera; el tipo anda inquieto de aquí para allá; de lejos se nota la ansiedad que lo embarga, sobre todo la rabia contenida en los puños cerrados y las mandíbulas tiesas. Patea una lata de gaseosa tirada en el suelo y ésta vuela y se pierde entre las flores de un cantero cercano; luego se agita, se seca la frente y parece que va a convulsionar. Durante todo el tiempo mira hacia una esquina de la plaza en particular: aguarda por alguien. ¿Una novia, una amante, o solo un amor que solo él conoce?, ¿un encuentro?, ¿una constatación?, quién sabe, pero de cualquier manera es una espera que lo desespera. Mira la hora en el reloj pulsera y no conforme, en seguida en el de la iglesia. El ansia crece minuto a minuto, estira el pescuezo, se alarga como un elástico, pero incluso el excesivo estiramiento no le basta porque enseguida se pone a buscar con mirada urgente por algo con más altura. Ya lo ha encontrado, se sube a un banco pero aún es insuficiente; trepa entonces al monumento de la bandera y sigue siendo poco, de manera que se abraza al mástil y empieza a trepar. Pero cuando llega a la punta, solo encuentra la desilusión de un horizonte cruel y en el cual alguien brilla por su ausencia. Y ahí, su abrazo pierde fuerza y empieza a resbalar, lento como baba espesa: ella lo ha dejado plantado otra vez. De manera que se martiriza encontrando razones dolidas; se angustia por su ausencia sin motivo; se desinfla, se achica, para, finalmente, dejarse caer sobre un banco, donde empieza a consumirse con las primeras sombras del crepúsculo.

                                                                                  

                                                                    

BLASFEMIA

 Estamos en el futuro y un hombre ha sido encarcelado por blasfemia. En época más reciente de la humanidad por ir contra la corriente pudo haber ido a parar delante del paredón de fusilamiento; y un poco más atrás haber perdido la cabeza bajo la lámina filosa de la guillotina; y retrocediendo un poco más hasta pudo habérsele desgarrado los miembros, incluso ser quemado vivo en una hoguera. Pero la humanidad ha progresado y ya no se recurre a tan drásticas medidas cuando un pensamiento se desvía del pensar general; al final, con encerrarlo en la solitaria basta. Allí no perturbará la paz de los demás y tendrá tiempo de sobra para reflexionar sobre su terca necedad de insistir en propalar que Dios existe. 

                                                                                 

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...