domingo, 13 de septiembre de 2020

EL PIANISTA ALEMÁN

 

Su amigo Hugo, el celador en la escuela N°1 José de San Martín (donde también hacía de casero), vino a verlo el viernes por la tarde. 

   ¿Todavía estás parado, Pablo?, le preguntó. 

   Y sí, quedaron en avisarme de varios lugares, pero ya sabes cómo funciona la cosa. Para no decirte que no en la cara, tal vez por pena, te dicen que "cualquier cosa lo llamamos", pero todavía nada. La voz de Pablo denotaba desanimo. 

   Ah, bueno, ¿y, no te gustaría reemplazarme por dos semanas en la escuela?, quiero hacerle una visita a mis viejos en Santa Fe. Ya hablé con el director y le dije que se trataba de un amigo de mi entera confianza y me dijo que estaba bien, ¿si te interesa?  

   ¡Claro, claro!, algo es algo, ¿no?, respondió Pablo, ahora más animado con la perspectiva de ganar una plata. 

   Bueno, como sabes, el lunes empiezan las vacaciones de invierno, así que no tenes que preocuparte con nada, barrer el patio y nada más. Eso sí, más de ir a comprar algo al mercado o al kiosko, no podrás dejar el colegio solo, le advirtió. 

   No, quédate tranquilo, hermano, dijo Pablo. 

  Ok, mañana acércate a la escuela a eso de las ocho, así te muestro las instalaciones, le dijo Hugo, antes de irse. 

   Al día siguiente, a las ocho menos diez, Pablo llegó a la escuela y Hugo le mostró las instalaciones. 

   Con los salones, el baño de los profesores y la sala del director no hay problema porque están con llave, lo único que quedan abiertos son los baños de los alumnos, la sala de música y la habitación donde se guarda el material de limpieza, le aclaró Hugo. Una hora después se marchó. 

El fin de semana pasó sin novedades, pero el lunes por la mañana, a eso de las nueve, Pablo escuchó el timbre. Cuando fue a ver quién era se encontró con un señor bastante viejo parado en la entrada. 

   Buen día, ¿qué desea?, le preguntó. 

   Buen día, ¿es usted el señor Hugo?, preguntó el viejo, con un acento que Pablo en seguida notó que era de extranjero. 

   Está en Santa Fe, salió de vacaciones el sábado, ¿por qué, qué desea con él? El viejo hurgó en el bolsillo del saco y sacó una hoja de papel. 

   Tengo autorización del director de la escuela para usar el piano durante las vacaciones, le dijo, mientras le pasaba la hoja. 

   Extraño, Hugo no mencionó nada, dijo Pablo, al tiempo que agarraba la hoja. 

   Verá que al director se le olvidó mencionárselo, pero lea, lo animó el viejo. Pablo leyó detenidamente la hoja donde decía, en letra mecanografiada, que el señor Juan Sebastián (a secas) estaba autorizado a hacer uso del piano de la escuela durante las vacaciones. Al pie de la hoja, una firma del director encima del sello de la escuela corroboraba su veracidad. Pablo, que no tenía cómo comunicarse con su amigo ni sabía dónde vivía el director, ni tenía el número de teléfono de su casa, se vio en un aprieto: decirle al viejo que se fuera o dejarlo pasar, al final, estaba autorizado por el mismo director. Pero como se sentía aburrido, pensó que un poco de compañía no le vendría mal, y además el viejo se veía inofensivo. De manera que le devolvió la hoja y lo dejó pasar. Luego de acompañarlo a la sala de música, lo dejó solo y se fue a barrer el patio. 

   El viejo tocaba música clásica, de la cual Pablo solo conocía de nombre y que había sido inventada por un sordo llamado Beethoven, que por el nombre debía ser inglés, después todo era nebuloso. Pero la música, a veces suave y otras enérgica y llena de altibajos, pero sin dudas misteriosa y hermosa, agradó a su cerebro acostumbrado a cosas menos elaboradas como el folklore. 

   El viejo venía puntualmente todas las mañanas a las nueve y se quedaba tocando sin parar hasta las doce y volvía a las dos y se quedaba hasta las cinco. No era de hablar mucho (buenos días, buenas tardes y hasta mañana eran las únicas palabras de iniciativa propia, por lo demás contestaba sucintamente lo que Pablo le preguntase), y tampoco parecía molestarse con la presencia de Pablo cuando éste se sentaba cerca y en absoluto silencio se lo quedaba viendo como hipnotizado. La verdad es que Pablo, tan próximo a las ejecuciones magistrales del viejo, que arrancaba, unos tras otros, sonidos maravillosos de las teclas, que a su parecer era lo mismo que hacer magia, en esos momentos era invadido por emociones a las cuales no conseguía darles formas de idea, y esta imposibilidad, de eso sí estaba seguro, era la constatación de que realmente estaba presenciando un acto de magia.

   ¿De qué lugar es usted, don Juan?, le preguntó Pablo, al tercer día, en una rara pausa entre las ejecuciones, que dicho sea de paso la mayoría de las veces a Pablo le parecía que eran simples cambios en una misma obra. 

   De Alemania, le dijo el viejo, con parquedad. Pablo imaginó que sería uno de esos inmigrantes que habían llegado de Europa abarrotando los navíos como hormigas, huyendo de la guerra. Pero con temor de avivarle, tal vez, amargos recuerdos (quizás por eso mismo la brevedad de su respuesta, imaginó) no le preguntó nada más sobre su vida, contentándose con escucharlo tocar. 

   Una noche Pablo se extrañó de evocar de repente la música que tocaba el viejo, entonces se le ocurrió, aprovechando el radio grabador que su amigo tenía en la habitación, acercarse a la tienda de discos que estaba frente a la plaza y comprar algunos cassettes vírgenes para grabar sus ejecuciones. 

   Al otro día, después que el viejo llegó Pablo fue rápidamente a la tienda, donde compró varios cassettes, y cuando apareció en la sala de música con el aparato, al ver al viejo encorvado sobre la teclas, volvió a parecerle que éste no lo había notado. 

   Finalmente, llegaba el final de las vacaciones. Un día antes del comienzo de clases, el domingo a la mañana, llegó Hugo. 

   ¿Y, cómo te fue?, le preguntó a Pablo. 

   Todo tranquilo, contestó Pablo, y después le contó lo del viejo, aclarándole que solo lo dejó pasar porque traía un papel firmado por el director; luego le hizo escuchar algo de lo que había grabado. 

   ¡Pero qué raro!, dijo Hugo, arrugando la frente, que el director no me haya dicho nada. Bueno, mañana le pregunto. 

   Lo mismo digo yo de don Juan, ¡qué raro!, a esta hora ya debería haber aparecido. Capaz que a la tarde aparece, dijo Pablo y todo quedó por ahí mismo.

   El lunes a la noche, Hugo apareció por la casa de Pablo. 

   Acá está tu plata, le dijo, entregándosela. 

   ¡Ah!, me pidió el director que te dijera que si podes, te acerques mañana por el colegio. 

   ¿Algún problema con mi trabajo?, preguntó Pablo, con cara de preocupación. 

   No, no, pero quiere saber sobre el viejo alemán. ¡Ah!, ya me olvidaba, también dijo que no te olvides de llevar los cassettes, porque quiere escuchar lo que tocaba el viejo. 

   Y a propósito, ¿apareció ayer, al final?, preguntó Pablo. 

   No, no apareció.

   A la mañana siguiente, Pablo con los ocho cassettes que había grabado en una bolsa y Hugo con el radio grabador bajo el brazo fueron a ver al director, que sí entendía de música clásica. Mientras escuchaba pequeños trechos, el director iba nombrando las obras: 

   Esta es el "Adagio"; esta, "Aria sobre clave de sol"; esta otra, "Tocata y fuga en re menor"; esta aquí, "Fantasía cromática y fuga en re menor" y esta es el "Concierto para piano n°1, primer movimiento", y así continuó nombrándolas una por una mientras Pablo y Hugo asentían en silencio, como si supieran de lo que hablaba. Cuando terminó de oír el contenido de los cassettes, el director se dio vuelta hacia los amigos. 

    ¡Impresionante! ¡Magistral! ¡Qué perfección!, exclamó, todas las obras son de Bach (que a los oídos de Pablo y Hugo era lo mismo que si no les dijera nada, porque el nombre les era totalmente desconocido), y luego, dirigiéndose a Pablo, le preguntó: 

   ¿Cómo le dijo el hombre que se llamaba? 

   Juan Sebastián, dijo Pablo. 

   ¿Y está seguro que dijo que era alemán?, volvió a preguntar el director. 

   Sí, señor, dijo Pablo, sin entender el porqué de sus preguntas

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LA PINTURA


Sonó el timbre. 

   Alfonso dejó lo que estaba haciendo y fue a atender. Por la mirilla reconoció al cartero López, que abrazaba algo plano envuelto en papel madera. 

   Buen día, don Alfonso, saludó el cartero, no más verlo asomar la cara en la puerta, y agregó, estirando los brazos con el bulto: llegó su encomienda. 

   Alfonso estiró el labio inferior y arrugó el entrecejo. "¿Qué encomienda dirigida a él era esa?", se preguntaba, mientras se acercaba al portón con pasos vacilantes. 

   Yo no espero ninguna encomienda, López, le dijo, mirando alrededor como sospechando algo que ignoraba qué fuera. El cartero, viendo la sorpresa en la cara de Alfonso, también empezó a mirar alrededor; vio un perro enroscado bajo el sol en la vereda de enfrente, un auto silencioso estacionado delante de una casa, los árboles pelados y grises, como esqueletos retorcidos, las plantas tapadas con plásticos y trapos para que no las matara la helada en el jardín del vecino y una avioneta plateada, hacia el lado del balneario, surcando el cielo azul y profundo. "¿Qué será que está viendo el viejo loco?", pensó López.

   Sin embargo, el nombre y la dirección están correctos, dijo López. Tras su voz,  Alfonso dejó su sospecha infundada de lado y volvió la mirada hacia el cartero. 

   Yo no espero ninguna encomienda, López, reiteró. López miró de nuevo hacia el paquete. 

   Pero acá está escrito todo correctamente, don Alfonso, mire. El cartero dio vuelta el paquete para que Alfonso pudiera ver que no había ninguna equivocación. 

    ¿Y quién me la envía?, preguntó Alfonso. López dio de hombros e hizo una mueca. 

   El remitente es anónimo, dijo, ya empujándole el paquete contra el pecho, con lo que Alfonso se vio obligado a tomarlo entre sus manos. Lo sopesó, y por la forma rectangular le pareció que fuese un cuadro o un espejo. Amagó devolverlo pero el cartero se le adelantó y le acercó un cuaderno y una lapicera a la cara. 

   Tiene que firmar acá, don Alfonso, dijo, apurándolo con la acción. 

   No puedo, López, sin remitente puede ser cualquier cosa..., Alfonso se detuvo un momento para pensar en alguna otra excusa más convincente para rechazar la encomienda, 

   ¿Y si es una bomba, como se ve en la televisión?, dijo, al fin. 

   El cartero soltó una risita. 

   ¡¿Acá, en Carmen de Areco?!, por favor, don Alfonso. Firme de una vez que todavía tengo un montón de cartas para entregar. Después que firme haga lo que quiera con la encomienda, y si cree que es una bomba vaya al medio del campo y trate de abrirla a distancia, no vaya a salir volando con la explosión, dijo el cartero, burlonamente. 

   Alfonso se sintió ridículo, no por haber pensado en una bomba sino por haberlo dicho. "Mañana el pueblo entero tendrá una anécdota más para reírse a costilla mía por mucho tiempo", pensó. 

   Alfonso cerró el portón, dejó la encomienda en el porch y entró en la casa. Toda la mañana estuvo pensando en ella , pero, desconfiado sin saber de qué, luchó contra la curiosidad lo más que pudo. Hasta que a la media tarde abrió la puerta y la llevó adentro. Fue derecho al patio de atrás y la dejó sobre la mesa de cemento del jardín y volvió a entrar en la casa. Tomó varios mates en la cocina, de pie, mientras observaba el bulto plano a través de la ventana. Finalmente, tomó coraje y fue a ver de qué se trataba. 

   Con sumo cuidado cortó el papel con la navajita con la que se cortaba las uñas de los pies y las manos. Sus ojos se agrandaron de la sorpresa cuando vio que se trataba de una pintura que retrataba una ciudad en medio de la inmensidad verde, vista desde las alturas. Y bien de lo alto, porque los detalles se perdían en la pequeñez de los trazos. Nadie firmaba la obra, ni por delante ni por detrás. "Anónimo el remitente y anónimo el autor, ¿qué extraño?", pensó. La ciudad estaba enclavada entre dos líneas oscuras que formaban una cruz retorcida, justo en el ángulo inferior derecho. "Sin duda se trata de dos rutas", pensó. Alfonso entró en la casa, buscó una lupa y se puso a observar la pintura con detenimiento. La ciudad tenía dos entradas, una en cada ruta. 

   Pero ¿será posible?, dijo, cuando reconoció que se trataba de las rutas eran la 7 y la 51 y la ciudad su ciudad. Acercó la lupa a la entrada que daba a la ruta 7 y siguió en dirección al centro. El pintor no había olvidado nada: techos, jardines, árboles, las veredas y los basureros, gente y vehículos, todo detallado con asombrosas exactitud y nitidez. 

   ¿Pero quién habrá sido el loco que se tomó todo ese trabajo? ¿Y por qué me la ha enviado a mí?, se preguntó otra vez. Buscó en su memoria algún conocido que pintara o dibujara, y fuera tan bueno como para pintar así, pero no pudo recordar a nadie con esa característica. 

   Siguió recorriendo la avenida de acceso. Después de pasar las vías del tren siguió adelante por dos cuadras y dobló a la derecha y siguió hasta su casa. Alfonso acercó más la lupa y vio su vereda, el patio de adelante, el jazminero, el limonero y cada maceta; el techo de chapas de zinc y el patio de atrás con la mesa de cemento en la cual se encontraba ahora. Acercó más la lupa y vio que junto a la mesa había un hombre parado. Acercó la lupa otro poco y vio que vestía la misma camisa celeste que usaba en ese momento. 

   ¡Pero si soy yo!, exclamó, asombrado. Acercó otro tanto la lupa y vio que estaba debruzado sobre la mesa de cemento observando algo que había sobre ella. Volvió a acercar aún más la lupa, que ya casi rozaba la pintura, y pudo ver que observaba una pintura. 

   ¡No puede ser!, dijo, como si estuviera hablando con el vecino a través del tapial. Finalmente, apoyó la lupa encima de la pintura y no dio otra: era la misma pintura que estaba mirando en ese exacto momento. Entonces Alfonso acercó su cabeza a la lupa y vio que en la mano derecha sostenía una lupa y, acercándose un poco más, vio que debajo de la lupa (la lupa retratada en la pintura) estaba él, otra vez, encorvado sobre la mesa de cemento observando la pintura con la lupa en la mano; y, rozando su nariz al cristal ya, consiguió ver la misma escena a través de esa otra lupa y tuvo la sospecha que si tuviera a mano un microscopio vería la misma escena repetida hasta el infinito. 

   Alfonso se enderezó de golpe, asustado. ¿Con qué?, no lo sabia, pero sin dudas se trataba de la pintura. En ese momento sonó el timbre, Alfonso largó la lupa sobre la pintura y fue a ver quién sería. Miró por la mirilla de la puerta y vio que era, otra vez, el cartero, y en sus brazos cargaba algo plano y envuelto en papel madera. El corazón de Alfonso rompió a palpitar aceleradamente y su rostro empalideció, como si hubiera visto un fantasma, y empezó a retroceder con las piernas bamboleantes y, agarrándose en muebles y paredes, se dirigió hacia el patio. 

   Pero ahora, junto a la puerta del fondo, tuvo que agarrarse fuertemente del marco para no caer, porque sobre la mesa de cemento solo estaba la lupa, la pintura había desaparecido. 

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LA PINTURA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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miércoles, 9 de septiembre de 2020

COMIDA

 

Pinchazos en las piernas despertaron a Darrington. 

   ¡Víbora!, gritó, al tiempo que se levantaba en el aire. Fue entonces que se dio cuenta que los pinchazos se debían a las lanzas puntiagudas de unos diez, o poco más, indígenas que lo rodeaban. Enseguida, uno de ellos le arrojó encima una malla y los otros se abalanzaron sobre él, atándolo como si fuera un fiambre. Después lo tumbaron al piso y lo ataron a un travesaño, para luego alzarlo e internarse en la selva. 

   Cada vez que intentaba abrir la boca los indígenas le daban palazos, obligándolo a callarse; no tuvo otra opción que esperar a ver cómo terminaba todo. 

   Por dos veces se detuvieron y lo dejaron tirado en el piso húmedo. La primera lo apoyaron suavemente en el piso y se mimetizaron en la vegetación en silencio; al rato volvieron con un mono, la cabeza y los miembros colgando flácidos en la mano del indio que lo cargaba. Después el indio lo metió en una especie de canasta tubular de mimbre que luego llevó a la espalda. Y la segunda, lo dejaron caer sin ningún cuidado y se zambulleron en la mata dando gritos salvajes; algunos minutos después regresaron con un jabalí ensangrentado, al cual habían acribillado con lanzas y flechas. 

   Casi una hora después la selva desapareció; habían llegado a la aldea. Lo dejaron tirado en el patio polvoriento, bajo el sol ardiente; al poco tiempo fue rodeado por una muchedumbre de niños y mujeres, que, entre risas y palabras ininteligibles, inmediatamente empezaron a pellizcarlo y a tironearle de los cabellos. A través del inquieto movimiento de sus piernas Darrington alcanzó a ver lo que creyó ser el final de su viaje en esta vida, y de la peor manera posible: una olla de cerámica, grande como un tanque de agua, que parecía estar esperándolo, sombría, en el medio del patio. Darrington empezó a gritar y esto provocó más gracia entre los niños y las mujeres, porque se rieron con más ganas y se empeñaron en pellizcarlo más fuerte y en arrancarle el cabello directamente. 

   De repente todo quedó en silencio y la turba enloquecida dejó de martirizarlo. Todos se hicieron a un lado para dejar pasar a un indio tan viejo como la edad del mundo. Mientras pasaba, secundado por un séquito de indios jóvenes, los niños y las mujeres le dedicaban respetuosas reverencias.

   A los ojos de Darrington el indio viejo estaba entre cacique y chamán, pero no tenía certeza. Su presencia lo animó, al fin podría explicar que era un científico y que les traería más beneficio vivo que comido, si era eso lo que pretendían. 

   Me llamo Darrington y soy hombre de ciencia, hombre bueno para ayudar indio también bueno, dijo, con voz pastosa. El indio se agachó a su lado, miró hacia el cielo y dijo, en el idioma de Darrington: 

   Creador enviar hombre blanco para alimentar indio. Y dicho esto pasó un dedo de piel cobriza por la cara polvorienta de Darrington y se lo llevó a la boca, haciendo luego un gesto de aprobación. Ante la aclaración de su sospecha, borbotones de lágrimas transformaron el polvo que cubría su cara en una fina capa de barro. 

   Por favor, indio amigo, no me maten, soy hombre bueno, suplicó entre sollozos, pero las súplicas se perdieron en la indiferencia del indio, que terminó de sentenciarlo al decirle: 

   Único hombre blanco bueno ser hombre blanco para comer. Enseguida se puso de pie y se marchó, sin dar más oídos al clamor de Darrington. 

   Los indios que habían venido con él lo cargaron y lo llevaron a una choza donde lo desataron y lo dejaron solo. Darrington los vio trancar la entrada con palos y luego dispersarse en diferentes direcciones. Detrás de ellos la gran olla solitaria, tumba muda y siniestra, continuaba esperando pacientemente por él. 

   Demoró en ponerse de pie, estaba tullido, todo acalambrado y le dolían hasta las uñas. 

   ¿Cómo saldré de esta pesadilla?, se preguntó. Pero aunque consiguiera escapar de la choza, ¿huir hacia dónde?, o ¿hasta dónde?, porque si no lo volvían a atrapar los indígenas era seguro que sería devorado por los animales salvajes de esa selva maldita, como sus desafortunados compañeros de expedición. 

   Un milagro, solo un milagro puede salvarme, se dijo, sabiendo que tal hipótesis era soñar en vano. 

   Espió entre la paja de la choza, nadie vigilaba; la vida en la aldea continuaba como en cualquier aldea de las tantas que había visitado anteriormente. Al rato, unos indios destrabaron la entrada y tres indias le trajeron frutas, un generoso pedazo de carne asada, pescado seco y mandioca hervida, todo envuelto en hojas de plátano, y agua, dentro de un cuenco hecho con cáscara de coco. Antes de salir, las mujeres lo palparon en la barriga, los glúteos, los brazos y los muslos, después se dijeron alguna cosa mientras intercambiaban miradas cómplices. 

   Detrás de ellas los indios volvieron a trancar la entrada. 

   Darrington no tenía hambre, y si tuviera tampoco comería, incluso cuando le viniera. ¿Qué le daban ahí, sin dudas la carne de aquel mono o la del jabalí? Y por la manera cómo fue palpado estaba claro que lo cebarían, engordándolo hasta que estuviera a punto, y luego ¡a la olla! En ese momento vislumbró el milagro, o lo más parecido a uno, pero producto de su astucia: comería las frutas y bebería el agua solamente, el resto lo enterraría cavando en la tierra, como tendría que hacer, por lo visto, cuando le vinieran ganas de hacer sus necesidades. 

   Horas más tarde aparecieron las indias con más comida, examinaron los restos de la anterior (para despistar a los indios Darrington había tomado el cuidado de dejar los huesos pelados y las espinas sobre las hojas). Las indias volvieron a intercambiar miradas cómplices, luego se marcharon con las sobras. 

   Darrington se mantuvo actuando así durante varios días, inflexible a las apelaciones de su estómago e insensible al olor de la carne asada que cundía el aire. Hasta que empezó a sentirse débil y cansado. 

   Una tarde apareció el indio viejo acompañado de varios indios jóvenes, como la vez anterior. El indio no pronunció ninguna palabra y Darrington tampoco quiso preguntarle nada, pero se dio cuenta que lo observaba detenidamente. Un poco después aparecieron las mujeres con una nueva remesa de comida. El viejo y el séquito y las mujeres se lo quedaron observando, Darrington captó la intención y no tuvo más remedio que comer todo lo que le trajeron. El viejo pareció quedar satisfecho, porque habló animadamente algo con sus acompañantes, después se marcharon todos. Darrington espero unos minutos, luego cavó un pozo en un rincón, se metió los dedos en la garganta y vomitó toda la comida, después la cubrió y apisonó con la planta de los pies. 

   Finalmente una mañana, algunos días más tarde, no consiguió ponerse de pie. Palpó su cuerpo y notó los huesos bajo una delgada capa de carne. 

   ¡Solo piel y hueso para los hambrientos caníbales!, exclamó en pensamientos, porque ya ni fuerzas para hablar tenía. Prefería morir de hambre que ser cocinado en la olla maldita, que, impasible, lo seguía esperando en el medio del patio. 

   Las indias le trajeron la primera comida del día, y al verlo en aquel estado salieron corriendo; al rato, apareció el indio viejo, esta vez acompañado por un indio joven solamente. Intercambiaron algunas palabras entre ellos y el joven agarró un puñal, que traía amarrado por una cinta de cuero en uno de los muslos. Darrington adivinó su intención e intentó levantarse, pero las fuerzas ya lo habían abandonado completamente; solo llegó a erguir un poco el torso, pero, vencido, se dejó caer y empezó a delirar. 

   En su delirio vio a los dos indios corriendo hacia afuera y detenerse en la entrada de la choza, mirando hacia el cielo; de pronto, un viento violento se levantó y los cubrió de polvo. 

   El ruido del motor del helicóptero interrumpió su delirio. Darrington intentó reír, pero solamente fue capaz de una débil sonrisa de triunfo. 

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TIERRA


Hoy he vuelto a ser esencia, he vuelto a mis orígenes; después de recorrer un largo camino repleto de vericuetos. Primero sentí hendir el hierro en mis entrañas y despedazarme hasta hacerme polvo, para luego hacerme amasijo, moldearme a capricho y cocinarme en el infierno; más tarde me cubrieron de químicos y volví al infierno, de donde salí reluciente y con la dureza de la piedra. Entonces me dieron el nombre de florero y me pusieron dentro de una vitrina para que los hombres me admiraran y pagaran por poseerme para su regocijo particular. Un día un hombre de ojos brillantes se apropió de mi ser y me regaló a una bella mujer, que me limpiaba y depositaba en mí flores recién asesinadas, que luego se marchitaban, y el ciclo volvía a repetirse. En aquel hogar conocí el amor pero también la traición. Un día al hombre de ojos brillantes se le ensombreció la mirada y me transformó en arma y me deshizo en cientos de pedazos sobre la cabeza de su amada, en ese momento también conocí la muerte. Otros hombres me recogieron, me introdujeron en una bolsa de polietileno transparente y me presentaron delante de un jurado y me dieron el nombre de arma del crimen. No sé qué fue de la vida del hombre de ojos brillantes, porque un cajón oscuro fue mi celda durante muchos años. Pero un día, finalmente, el cajón volvió a abrirse y la luz volvió a mi ser. Aún dentro del envoltorio plástico fui a parar a una montaña de basura donde me revolvieron miles de veces hasta que quedé tan abajo que nadie más me molestó y hoy, muchos años después, y gracias a la humedad y a los microscópicos seres desintegradores de materia, he vuelto a ser lo que nunca dejé de ser: tierra

WUPY

 

I- ESPERANDO ALGO DE LA LUNA

Fergusson se sentía ansioso en esa mañana marciana. Delante de un gran ventanal de la terminal espacial, escrutaba con ansiedad el inmenso cielo rojizo; de un momento a otro el brillo de las luces denunciarían la proximidad de la nave que traía desde la luna el regalo del próximo cumpleaños de su hijo Sven: un perro. 

   Hacía algún ya que tiempo los lideres del gobierno habían notado un cambio en el comportamiento de los nuevos humanos; una frialdad en comportamiento de las últimas generaciones hasta esos momentos nunca vista. Con el propósito de descubrir la causa, le fue encargado al consejo de eruditos un estudio para descubrir el motivo de tal cambio. Tras un minucioso estudio, llegaron a la conclusión de que la causa de la frialdad comenzaba en la niñez y se debía a la falta de interacción de los niños con mascotas de verdad; o dicho de otra manera, la interacción de los niños con mascotas artificiales convertía adultos fríos como las máquinas. De manera que, autorizada la producción de animales de estimación, Fergusson había sido de los primeros en solicitar uno. 

   Cuando Sven despertó llamó, como de costumbre, a Wupy, su perro robot. El perro artificial asomó su hocico plateado y, apoyándolo en los pies de la cama, gruñó unos acordes programados de cariño, al tiempo que meneaba la cola mecánicamente. Sven estaba solo en la casa; su madre Hanna a esa hora ya estaba en el trabajo y su papá, extrañamente, no se encontraba en casa; algo inusual en él, que siempre acostumbraba estar presente cuando Sven despertaba. 

II- EL REGALO PELUDO

   ¿Qué extraño?, dijo el chico, mientras se dirigía al baño con el robot pegado a los talones. Wupy se quedó sentado junto a la puerta, después siguió a su pequeño amo hasta la cocina. Wupy se sentó cerca del refrigerador y se quedó observando los movimientos del niño que preparaba el desayuno; desde el living comedor, contiguo a la cocina, llegaba a sus sensores auditivos el monótono tic tac del viejo reloj de pared y esto hacía que meneara la cola al compás de la oscilación del péndulo. El reloj era una reliquia de un pasado remoto cuando los antepasados de la familia aún vivían en la tierra y que el padre de Sven consideraba un verdadero tesoro. Después de desayunar Sven fue hasta una mesita, seguido de cerca por Wupy, tomó el telellamador y marcó el código de su madre, pero no obtuvo información sobre el paradero de su padre. Ella, que no esperaba que su hijo la llamara para interrogarla al respecto, fue tomada por sorpresa, y como no supo qué disculpa convincente darle, simplemente le dijo que no sabía dónde su padre andaba metido; al final, el regalo era una sorpresa y debía mantenerlo en secreto. 

   ¿Por dónde andará metido?, le preguntó a Wupy, que se irguió en dos patas emitiendo un pequeño gruñido y agitando la cola con más efusividad que hasta entonces. En seguida, apenas reconoció los gestos de preocupación de Sven, empezó a dar pequeños saltos y a corretear a su alrededor, haciéndole fiesta para minimizar con su distracción la preocupación detectada en su pequeño amo. En eso estaban niño y máquina cuando Fergusson llegó con una caja llena de agujeros que depositó en el piso delante de su hijo. 

   ¡Feliz cumpleaños Sven, aquí tienes tu regalo, dijo Fergusson, señalando la caja, y viene de la luna, añadió. 

   ¿De la luna, y qué es?, preguntó Sven, movido por la curiosidad. 

   Abre la caja y descúbrelo por ti mismo, lo animó su padre. 

   ¿No deberí­a abrirlo el mismo día de mi cumpleaños?, preguntó el niño, con cara de incredulidad. 

   No creo que te agrade el perfume que despida la caja hasta pasado mañana, si así lo haces, respondió el padre, con una sonrisa. 

   Muy bien, dijo el niño y se apresuró a abrir la caja. Sven se llevó un tremendo susto al ver aquel diminuto ser peludo gimoteando mientras apoyaba sus pequeñas patas en las paredes de la caja. Su colita se abanicaba tiesa y nerviosa con una gracia tal que su perro robot, con todo el avance de su tecnología, nunca conseguirí­a igualar. Tan absortos estaban, padre e hijo, con el cachorrito que se olvidaron de Wupy, que sentado al lado de ambos, los contemplaba en absoluta inmovilidad. 

   Un perro de verdad es mejor, mucho mejor que un robot, afirmó Fergusson mientras miraba sonriente para Sven que pasaba una y otra vez las manos sobre el suave lomo peludo del perrito. Fergusson continuó: 

   Este animalito tiene alma y sentimientos. No es como las mascotas robots que nada más son que mecanismos programados, máquinas insondables hechas de metal, circuitos, cables y luces. Fergusson se quedó mirando un momento al robot, pensando qué pensaría el perro robot si pudiera hacerlo ante lo que acababa de decir. La voz de Sven lo sacó de esos pensamientos.

   Papá, ¿será que sabrá protegerme de los peligros, como Wupy?, preguntó Sven, con la vista puesta en la figura rígida del robot, que seguía los movimientos de la mano del niño sobre el lomo peludo del pequeño ser. 

   Sven, aquí­ no hay ningún tipo de peligro, vivimos en un sistema perfecto y máquinas como Wupy son meros accesorios para hacernos compañía, nada más, concluyó el padre. 

III- EL PASEO EN LA PLAZA 

Wupy se mantuvo quieto en un rincón durante el resto del dí­a, observando a Sven que correteaba feliz por toda la casa con su nueva mascota, y a Fergusson, que los contemplaba con una sonrisa de fotografía. Y cuando Hanna llegó del trabajo la vio sumarse a su marido en la contemplación de su pequeño retoño que jugaba contento con su mascota de verdad. Cuando todos se fueron a dormir el robot se asomó al cuarto de Sven, el niño dormía plácidamente abrazado al perrito. Los contempló durante bastante tiempo, luego se retiró a su gabinete, donde permaneció en modo stand-by hasta el amanecer. 

Apenas el sol despuntó en el firmamento del planeta rojo, Sven saltó de la cama y corrió hacia la cocina cantando como solo un niño feliz consigue hacerlo; pasó delante de Wupy sin notar su presencia, seguido por el perrito que le hacía fiesta con la colita inquieta y dando graciosos saltitos. Así se la pasaron hasta que los padres del chico se fueron a trabajar. Inadvertido sobre la orden de no sacar a pasear aún a las mascotas verdaderas en los espacios públicos hasta que la ciudadela estuviera plenamente adaptada para recibirlos, a Sven se le ocurrió salir a pasear a la plaza, en frente de su casa. Sven y su simpático cachorrito, apenas llegaron a la plaza se convirtieron en la atracción de los paseantes, principalmente de los otros niños que jugaban allí­. Pero algo salió mal y el sistema perfecto de la colonia marciana dejó de serlo. El perrito corrió enloquecido a toda carrera detrás de las rueditas de luces coloridas de las patinetas de dos niñas que pasaron por delante, no dando oídos a los llamados de Sven. En la esquina de la plaza, la pequeña bolita peluda, al querer hacer la curva, perdió el equilibrio y resbaló, yendo a parar casi al medio de la calle. Un vehículo que no esperaba que nadie cruzara la calle, y mucho menos un perro, no consiguió frenar a tiempo y acabó arrollando al perrito. Wupy, que observaba a su pequeño amo y al perrito desde una ventana, apenas vio el accidente de inmediato se apresuró a activar la alarma interna, informándole sobre lo ocurrido a los padres de Sven. 

IV- DOLOR 

Sven lloraba desconsoladamente en los brazos de su madre como jamás lo había hecho antes mientras que Fergusson le acariciaba la cabeza y le prometía encargar otra mascota ese mismo día. Entretanto, ninguno de los tres notó la presencia plateada de Wupy, sentado junto a ellos en completo silencio, ni los dos pequeños hilitos de aceite que rodaban de sus sensores ópticos.

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WUPY por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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domingo, 6 de septiembre de 2020

EL LINCHAMIENTO


Una mujer anónima, que ha dejado de fumar, traba a diario una lucha interna contra su vicio. Motivo por el cual todos los días, generalmente por la mañana, va hasta el kiosko que está casi paralelo a su casa, en la vereda de enfrente, para comprar siempre lo mismo: un cigarrillo suelto, cigarrillo que al dí­a siguiente, invariablemente, desechará sin habérselo llevado a la boca. Por si acaso, ya que es bien sabido que las recaídas siempre acechan en horas inapropiadas a todo aquel que decide abstenerse de un vicio dominador. Ella no cree en las victorias de la voluntad y desconfía que la temida recaída ocurra en horas en que el kiosko se encuentre cerrado y no cree ser capaz de soportar la tortura de no tener uno que pitar. Y en caso de máxima urgencia, como podrí­a ser el suyo, quiere estar preparada. 

   Hoy, como siempre, se dispone a cruzar la calle para sustituir el cigarrillo de ayer por uno nuevo. Pero esta mañana, su penosa y continua lucha interior llega al fin del modo más trágico cuando al no mirar hacia los lados no ve el automóvil que se aproxima a alta velocidad. El conductor, desatento por alguna distracción desconocida, tampoco mira hacia donde deberí­a y la tragedia acontece. La mujer es fatalmente lanzada a algunos metros del vehículo, muriendo casi instantáneamente mientras el conductor se da a la fuga. Un grupo creciente de curiosos se apretuja afanosamente alrededor del cuerpo de la desdichada; son vecinos, comerciantes y pasantes anónimos que, sin que nada se pueda hacer ya, apenas miran y murmullan. Y más personas se acercan, se acercan e indagan, inequívocamente, al primero que ven con la única pregunta que, inconsciente y anticipadamente y de manera automática, les sale: "¿Qué pasó, un accidente?". Y los que ya se encuentran en el lugar también responden con igual similitud y la respuesta, debido a la impresión que les produce presenciar el cadáver caído en el asfalto, ocupando ese espacio geográfico no pensado ni jamás imaginado para ese tipo de cosas, no va más allá de un lacónico y monosilábico "sí". 

   Un hombre que acaba de llagar oye, después de su pregunta obvia, más alto que el parloteo circundante, un "sí"­ inadecuado y un tanto jovial. Detectada la procedencia de la voz, se da vuelta, justo cuando la afirmación ya se extingue en la boca de labios finos de un joven de rostro fanfarrón. 

   El curioso recién llegado nota en el "sí" del joven algo de comediante interpretando el papel de espectador de accidentes de muerte. El susodicho es uno de esos desubicados de siempre que, sin ningún compromiso social e insensible al dolor ajeno y al destino ingrato del prójimo, se entrevera entre las muchedumbres para abrir la boca y dejar salir palabras impropias en el momento menos adecuado. 

   El joven está parado a tres personas de distancia del recién llegado, y éste, doblemente perturbado por la desgracia acaecida y por la falta de conmiseración del joven, se vuelve hacia la desgraciada mujer, que yace caída sobre el charco de la sangre que aún corre lentamente de su boca, como acostada sobre su propia alfombra roja, y solo atina a hacer otra pregunta obvia, dirigida a nadie en particular y a todos en general, "¿fue atropellada por un auto?" El joven se apropia de la interrogación en el aire y se apresura a responder con otro "sí", pero más prolongado esta vez, y, como si aquella muerte fuera una comedia negra, acota con una mueca socarrona y con aire de quien con certeza está orgulloso de su perspicacia, de una forma cruel y sin conmiseración, o más bien macabra: "pero lo que la mató no fue el automóvil...". Deja la respuesta en suspenso un instante, a propósito, lo suficiente para ver la reacción de asombro y perplejidad en el rostro del curioso preguntón, para, finalmente, arrematar la frase con un desconcertante: "fue el cigarrillo". En ese instante todos se vuelven hacia él... y el linchamiento se desata. 

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EL HOMBRE SIN NOMBRE

 

El viento sopla suave y fresco y sentirlo rozarle la piel le produce una agradable sensación de bienestar; consigo trae las presencias sonoras de las olas rompiendo contra las rocas en la playa cercana y de las hojas inquietas de las palmeras sobre su cuerpo acostado sobre la blanca arena. El hombre sin nombre medita sobre ese momento de su realidad, único e irrepetible, que es, nunca y siempre, el mismo, y el que importa por ser el instante significante que confirma el ahora. Se siente satisfecho, completo, tranquilo. Chasquea los pocos dientes que le quedan, los dolores frecuentes que siempre lo han acompañado a lo largo de su vida hace mucho que ya no lo molestan, como si finalmente se hubieran cansado de acosarlo. Contrae los músculos vencidos, tensando el cuerpo débilmente por un par de segundo y tras la relajación siente, a pesar de los achaques y las manos temblorosas, que no hay nada de malo con su organismo. Ya los aplazamientos y desplazamientos de la memoria no le preocupan en absoluto, porque en aquel mundo aislado de todo y de todos no tiene ni muchas cosas que recordar ni mucho espacio para extravíos. Abre los ojos, ve las hojas de las palmeras bailando en lo alto y entre ellas la luz del sol escurriéndose en mil destellos inquietos. Voltea la cabeza en dirección a la vieja cabaña, aún mantiene el encanto que él siempre se preocupó que tuviera; luego desvía la mirada hacia la playa. Sin dudas, hay magia allí, con cualquier tiempo y bajo cualquier circunstancia. Abstraído en su contemplación suele pasarse interminables horas de mansa lentitud soñando entre los laberintos de mundos imaginarios. 

   Aspira profundamente el aire puro, levemente oliendo a mar, luego exhala con satisfacción, sin apuro; hasta el respirar en su pequeño reino es diferente, y no por el aire puro solamente sino porque todo allí es grato a sus sentidos. Se siente feliz de ese existir ideal, sin la incómoda presencia del otro: el vecino, el jefe o la desgracia de algunos parientes ineludibles que la suerte madrastra impone al nacer, entre tantos otros ejemplares de la vasta fauna humana por la cual siempre sintió animadversión. La otredad, que es siempre invasiva y amenazante y tantas veces enemiga, allí no puede clavar sus garras ni inyectarle su ponzoña disfrazada con imaginativas argucias. La sola compañía de aves y bichos le bastan para alegrarle la vida en aquella isla olvidada por todos, y en donde llegó un día ya lejano a esconderse de los hombres. 

   "Ninguna enfermedad, ningún vecino", se dice, porque esto es realmente lo que le significan la tranquilidad y la paz. Vuelve a pasear la vista lentamente por todo lo que hay a su alrededor, detalle por detalle, como se hace cuando se quiere retener en la memoria algo querido al contemplarlo por última vez; en seguida reanuda el diálogo interior consigo mismo con palabras que expresan un último deseo: "el mejor lugar y el instante propicio, hermosa coincidencia para decir adiós". Enseguida sus ojos se van cerrando poco a poco. Un instante después parece estar durmiendo.

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EL HOMBRE SIN NOMBRE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...