domingo, 18 de octubre de 2020

DON ESTEBAN Y EL EXTRAÑO RELACIONAMIENTO ENTRE DAVID Y JONATÁN


 Estaba don Esteban, el sabio sentado en la plaza, frente a la iglesia, tomando fresco cuando a la salida de la misa se le acercaron unos amigos y se pusieron a conversar sobre el sermón ofrecido por el cura. Uno de ellos le preguntó al viejo: 

   ¿Qué tendría Jonatán de tan especial para ser mejor que las mujeres y para que David estuviera tan afligido tras su muerte? Y  claro, don Esteban, ni lerdo ni perezozo, aprovechó la oportunidad para empezar a bolacear, como siempre: 

   Bueno, la historia de David y Jonatán es narrada por primera vez en los Libros de Samuel, del Antiguo Testamento, allá por el año mil y alguna cosa a. C., años más, años menos; y según todo indica parece que el fulanito Jonatán le fue muy estimado a David, tanto que su muerte lo angustió muchísimo, al punto de llorarlo bastante. Según Samuel, lo amaba, le era muy agradable,  porque parece que el amor y cariño del muchacho le prodigaba fue más maravilloso y profundo, y más grato y más precioso, y más dulce y mayor que el amor de las mujeres. Suena raro, pero según la Biblia fue así, pero lo que las Escrituras no aclaran es que fue así por los encantos del mozalbete, cosa que a David, como se dice ahora, le hizo el bocho. 

  David, era el hijo más pequeño de Isaí, un solvente ganadero de Belén, y parece que era todo un galán, según don Samuel, lo que hace suponer que rompía corazones por donde pasaba, y sin distinción de sexo. En aquel entonces Israel era gobernado por Saúl, que fue el primer rey; un día él ofreció una gran fiesta a la cual acudió David, que todavía ni soñaba en tornarse rey y andaba al divino botón, pero como era un hábil tocador de arpa, además de excelente fabricante de hondas, y le gustara la vida cortesana no solo animó el festín sino que se quedó rondando por allí mismo. Su decisión le vino como anillo al dedo al rey Saúl, por causa del arpa claro, porque hasta el momento nadie sabía sobre sus dotes en el arte de la guerra. 

Bien, el rey Saúl tenía un hijo, el tal Jonatán de la historia, que también estaba encantado con la maestría con que David tocaba las cuerdas, y hasta ahí todo iba de mil maravillas. 

   En esa misma época la guerra de los judíos contra los filisteos aún estaba en marcha, pero resulta que entre las huestes filisteas había un gran guerrero, bien grandote, llamado Goliat que se la daba de campeón de algún tipo de lucha. Y resulta que un día Goliat lanzó un desafío: un mano a mano con cualquier israelita. Y David, quizás vislumbrando una oportunidad de ascender en la corte, aceptó el desafío en el acto. Allí mismo Goliat se le fue al humo, pero el muy astuto de David tenía un as entre la manga, la verdad era una honda y una piedra que llevaba escondidas debajo de la túnica; y no bien tuvo al grandote fanfarrón a tiro de honda, sacó la susodicha y la piedra y le dio un hondazo en la frente. A Goliat se le nubló la vista en el acto, bamboleó unos instantes y finalmente cayó por tierra, levantando una nube de polvo. Entonces David, con la misma espada que Goliat tenía en una mano, le cercenó la cabeza. Al saber de tamaña hazaña el rey Saúl lo puso al mando de su ejército. De allí en más David se volvió la sensación del momento; se decía que si el rey mataba a mil enemigos, David mataba diez mil, y así con todo. Y claro, todas las mujeres judías le pusieron el ojo encima al héroe y parece que esa parte al rey no le cuadró mucho; que matara diez mil hombres todo bien, pero que le bajara el copete a todas las mujeres del reino, ahí ya era otro cantar de gallo. David, acosado por el rey celoso, prudentemente creyó que la corte y la vida de héroe ya no tenían tanta gracia, así que una noche se le dio por huir, pero justo cuando estaba listo se le apareció Jonatán, confesándole el metejón que tenía con él. Entonces sucedió lo que tenía que suceder y así David se vengó del rey manducándose al propio hijo. Después hubieron algunas confusiones: el rey se enteró, David se hizo el boludo y Jonatán no le dio pelota al padre. Y los muchachos siguieron con su romance, más o menos oculto, hasta que en una batalla el rey Saúl muere junto con su hijo. ¡Para qué!, David quedó tan arrasado que lo único que hizo por un largo tiempo fue derramar en sus cantares su tristeza de amor, acompañándose con su arpa. Pero el tiempo fue pasando y las heridas cicatrizando y un buen día, dos años después, David se convirtió en el gran rey, elegido por Dios para gobernar Israel. Ahora si le agarró el gustito o no a transitar por los caminos barrientos masculinos ahí ya nada se sabe, porque Samuel no dejó nada escrito al respecto. 

   No bien don Esteban terminó su relato dijo que estaba con sueño, con lo que se despidió de los amigos y rumbeó hacia su rancho.

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EL BANQUETE



Los tripulantes de la nao portuguesa observaban, con ojos depredadores, el grupo de indias desnudas en la orilla de la playa del nuevo mundo, e instaban con insistencia al capitán para que autorizara el desembarque inmediato. Ya se imaginaban inmersos en un banquete dionisíaco que duraría desde el mismo instante en que pisaran las arenas blancas hasta el amanecer del día siguiente y más allá incluso. Pero el capitán, amigo de la cautela, no podía arriesgar por un arrebato del instinto la vida de sus hombres y la suya propia, puesto que a él también lo habitaba el mismo lascivo deseo de poseer sexualmente a las salvajes; porque bien podían caer en una trampa, donde las indias, como carnada bella y desnuda, los atraerían a la muerte segura. 
   
   Entre los marineros había un joven corpulento, bello, apuesto y temerario, que, más que los otros, instaba al desembarque. De pronto el capitán tuvo una idea. 
  
   ¿Te animas a intentar parlamentar con ellas, Nuno?, le preguntó el capitán, sabiendo que el intrépido mozuelo aceptaría el desafío sin necesidad de reiterarle la pregunta. En efecto, Nuno, ansioso para arrojarse sobre aquellos cuerpos hermosos y listos para ser poseídos por el dios que venía allende el mar, no se hizo rogar y se lanzó a las aguas. Remó con la urgencia de los deseos y en poco tiempo alcanzó la playa. Los tripulantes, envidiosos por no ser cada uno de ellos el primero a caer en los brazos de las indias, lo vieron ser rodeado y acariciado por todo el cuerpo como si se tratara efectivamente de un dios viviente, pero enseguida las caras se les transformaron en piedra oscura. Una de las indias, que estaba detrás del marino, irguió los brazos y le propinó un mazazo en la nuca. Inmediatamente, una horda de indios emergió de entre las matas que bordeaban la playa, cargando palos y troncos con los cuales encendieron la hoguera donde el infortunado marino fue asado, y el banquete canibalístico duró hasta el amanecer y más allá incluso. 

                                                                                 

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El Banquete por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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TAROT FATAL


 1- 

El lunes a la tarde fue a la casa de la tarotista, quería saber qué le deparaba el futuro. La primera carta que dio vuelta la mujer fue "La Muerte". Él empalideció y se levantó de golpe, dejando caer la silla tras de sí, en seguida arrojó los billetes de la consulta sobre la mesa y, sin decir nada, abandonó la sala de prisa. 

   Toda la semana estuvo aprensivo, pero como La Parca ni se le insinuó, pasado el miedo volvió a la casa de la tarotista. Llamó insistentemente pero nadie salió para atenderlo. Una vecina que oyó los llamados lo alertó, la tarotista había muerto la noche del lunes pasado. 

2- 

"Las cartas nunca se equivocan", le dijo la nigromante, y no bien vio que daba vuelta la carta de La Muerte, el hombre salió en disparada. Pero cuando llegó a la esquina, pensó que había sido un estúpido cobarde. 

    "Seguro que la mujer se ha equivocado, o seguro es una charlatana, o seguro que...", y así, difamando a la nigromante, volvió sobre sus pasos para pedirle disculpa. Pero cuando entró a la sala, la encontró boca abajo sobre la mesa, muerta. La mujer tenía razón.

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DESINFORMADO


 Cuando no tengo nada que hacer, generalmente los domingos y los feriados, porque de lunes a sábado trabajo hasta tarde, agarro por el caminito que cruza el bosque y me siento a la sombra de algún árbol y me paso horas mirando los vehículos que pasan por la ruta. 

   Aquel día algunos camioneros, principalmente, me saludaban con la mano o, la mayoría de las veces, simplemente bocinaban. Después de cinco o seis camiones seguidos me extrañó que aún no había pasado ningún automóvil, pero de pronto, cosa de otro mundo, vi pasar raudamente a un hombre en el aire, sentado como si estuviera en un automóvil y con las manos a un volante inexistente. Me froté los ojos, porque solo podía ser una ilusión óptica, o quizás el efecto retardado de la borrachera de la noche anterior. Pero qué nada, en seguida sucedió lo mismo solo que esta vez eran dos los ocupantes, el otro era el acompañante; y detrás, otra ilusión, ahora se trataba de una familia entera y después de dos camiones y un autobús se repitió lo mismo. Me paré de un salto e inspeccioné los alrededores porque desconfié que, quién sabe por qué ni cómo, la realidad había cambiado y me encontraba en otra dimensión. Pero un bocinazo me sacó de los pensamientos torcidos con que trataba de comprender los hechos bizarros que transcurrían a mi alrededor. Se trataba de otro hombre sentado en el aire, pero éste no avanzaba como los otros, tenía una mano como si agarrara un volante y el brazo apoyado en una ventanilla invisible. 

   ¿Qué?, le dije, sin atinar a correr, lo que sería lo más sensato a hacer. El hombre no contestó de inmediato, simuló abrir la puerta, bajó del vehículo, o debo decir que apoyó los pies en el suelo, e hizo como que cerraba la puerta, y juro que oí el sonido seco de la misma al ser cerrada. Él miró hacia adelante, inclinando la cabeza, y después simuló patear la rueda, negó con la cabeza un par de veces y entonces sí me miró. 

   ¿No me sabría decir si hay una gomería cerca?, es que la goma de repuesto también la tengo pinchada, dijo, señalando el supuesto baúl con el pulgar hacia atrás. 

   Creo que contesté que no, no sabría precisarlo, porque me sentía confundido; además, ya estaba corriendo y concentrado en llegar al bosque lo más rápido que mis piernas tembleques me lo permitían. Después ya no recuerdo nada porque me choqué contra algo que no vi y perdí la consciencia, tengo la certeza que debió ser contra un árbol, que seguramente también se había hecho invisible. Y contando lo ocurrido en el bar me enteré que los autos invisibles eran la sensación automovilística del momento, cosa que yo ignoraba, pero ¿y lo del árbol entonces? 

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LA TRANSFORMACIÓN

 

 1 

Todos los días, desde que descubrió el paradero del cuerpo de su hermano (muerto en manos de cazadores furtivos), o lo que quedaba de él, el tatú iba a verlo. 
   Pero antes, atrás de su rastro, en un recorrido casi interminable, tuvo que atravesar por territorios desconocidos y hostiles sorteando cuestas y cerros, laderas y quebradas, valles y ríos, lagunas y caminos pedregosos, puentes y vías ferroviarias, cañadas y carreteras asfaltadas; además de verse, en más de una ocasión, frente a frente con innumerables depredadores, humanos y del reino animal. De lo único que se salvó fue de las lluvias, del resto le pasó de todo. 

                                                                        2 

Por el ventanuco en la parte trasera de una casa, el cual alcanzaba gracias a unos cajones providenciales amontonados debajo de él, todas los atardeceres, antes de emprender la búsqueda nocturna del sustento diario, observaba la lenta transformación de su hermano. Su cuerpo reposaba inmóvil sobre una mesa, rodeado por varios bártulos desconocidos, que un viejo de manos habilidosas lo transformaba, poco a poco, en inmortal.  

                                                                        3 

Un día, lo sabía, la imagen de su hermano se escondería en un rincón de la memoria y solo buscándolo en el recuerdo podría volver a verlo, por eso aprovechaba todos los atardeceres para asomarse al ventanuco. Intuía que lo llevarían para muy lejos, quizás a recorrer el ancho mundo que él, preso al estrecho espacio que lo rodeaba, no conseguía ni imaginar. 

                                                                        4 

Y finalmente llegó un atardecer en que vio por última vez a su hermano (ésto vino a saberlo al día siguiente cuando partió para siempre), pero antes de la partida hacia lo desconocido, a través de las manos del viejo, le dejó el recuerdo de su voz, como un último adiós. 
   ¡El viejo habilidoso no solo le había otorgado la inmortalidad del cuerpo sino también la del alma! 
   Entretanto, no era la misma voz de siempre que él aún recordaba, no, ésta era como la voz del viento cuando roza las piedras de los cerros, melodiosa y triste, y que jamás lo abandonaría hasta el día de su muerte. 

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LA JOVENCITA


La multitud apiñada como hormigas a los costados de la avenida, agitaba los brazos, unos portando banderines con los colores patrios, otros, distintas fotografías del homenajeado, mientras gritaba "viva el presidente". "por otros 35 años en el poder" y otras frases adulatorias por el estilo

   Hasta que el todopoderoso presidente, se dignó a bajarse del vehículo presidencial, pese a la insistente recomendación del jefe de su seguridad para que no se arriesgara a tanto, pero él se negó rotundamente. El jefe se seguridad no podía entender ese capricho del presidente, ¿para qué necesitaba acercarse al populacho? ¿Qué quería demostrar? La verdad, nadie pudo entender su actitud, aunque le buscaron, y encontraron, varias justificaciones; que quería demostrar su lado humilde, que deseaba estar más cerca del pueblo, que
 se viera que era uno más de ellos, entre muchos otros etcéteras. Pero realmente la intensión del presidente distaba años luz de cualquier hipótesis planteada. 

   Desde el automóvil el presidente había visto a una jovencita, detrás de la multitud apiñada en las veredas, mirándolo, solo a él, como ninguna mujer en la vida lo había hecho, sin que nada de lo que sucedía a su alrededor le hiciera apartar la vista; ni pestañeaba. 

   Ya antes de aproximarse a donde ella se encontraba había notado su mirada entre la marea humana, la verdad, cuando él la vio ella ya lo miraba. Y cuando pasó a pocos metros y cuando la comitiva siguió, empujada por la multitud exaltada que al verlo descender del vehículo se volcó sobre la avenida y ahora la rodeaba, él se dio vuelta, buscando su rostro, y, para su regocijo, ella todavía lo seguía mirando con aquella mirada que tanto le decía. 

   La jovencita, estimaba el octogenario presidente, rondaría los veinte años tal vez, quizás algo menos. Hermosa entre las hermosas tenía el cabello castaño y una penetrante mirada ambarina, que, sin pestañear siquiera, insistía en decirle algo que solo él podía interpretar. Tomado por la conexión entre ambos desde el mismo instante que sus miradas se cruzaron, sintió una corriente eléctrica recorrer cada centímetro de su ser, haciéndolo olvidarse del luto reciente y del resguardo que le debía a la memoria de su esposa. A esto le siguió un calor incontenible en la parte del cuerpo donde el hombre se siente más hombre. Un calor que lo acometió de tal manera que ya no le importó la memoria de la difunta ni el recato que se esperaba de su imagen pública. Volvió a sentir el burbujeo de las glándulas endocrinas volviendo a fabricar el compuesto químico que el viejo presidente creía que fueran parte de una etapa superada. Por eso cuando el automóvil llegó al final de la cuadra, le ordenó al chofer que detuviera el automóvil, y al jefe de la seguridad, que volvería a hacer el recorrido de forma inversa, pero a pie. 

   Conocedor del alma humana y consciente de su propia decrepitud, el presidente se dijo que seguramente la jovencita era una cazafortunas. Pero a su avanzada edad sabía de sobra y como nadie que el dinero está hecho para gastar, y para comprar lo que otros quieren vender. ¿Que la gente hablaría?, con total seguridad, pero él ya no tenía tiempo para detenerse ante nada ni nadie, ni por recato ni por orgullo, porque mientras el mundo estuviera criticando y hablando, abiertamente o en la sordina, quién estaría disfrutando las delicias del pecado más dulce sería él, aunque sea a fuerza de montones interminables de billetes de mil. Las palabras y los pensamientos no lo podían tocar, ya no, pero ella sí. ¡Y cuantas veces él lo requiriera y en donde y cuando se le antojara! 

   El presidente, rodeado por los hombres de la seguridad, avanzaba estrechando manos desconocidas que aparecían delante de sus ojos entre las cabezas de los hombres de la seguridad y sonriendo para el que quisiera tomar la sonrisa para sí; sin mirar a ningún adulador, a ningún viejito que le gritaba desde una boca desdentada y con un lastimoso hilo de voz que siempre había votado en él; a ningún niño de los tantos que llorisqueaban sin saber por qué subido a cococho sobre los hombros de sus padres, a nadie dueño de otra voz anónima que decía a los gritos "yo me llamo Aurelio, o Aurelia, en su homenaje,mi presidente", porque sus ojos, ajenos a su entorno inmediato, buscaban los de la jovencita, a la cual veía entre ese mar agitado de cabezas, brazos, manos, banderines y cuanta porquería fuere que se interponían entre ambas miradas. 

   Pero justo cuando la tenía enfrente, la multitud apretujada al rededor de los hombres de la seguridad siguió empujando la comitiva hacia adelante, haciendo que fuera imposible detenerse. Entonces ella y su mirada ambarina volvieron a quedar para atrás. En ese momento llamó al jefe de seguridad y le dijo al oído que quería saber quién era aquella jovencita que lo miraba con insistencia. 

   ¡Averígüelo ahora mismo!, le ordenó. El jefe de la seguridad miró hacia donde todavía seguía  indicándole el dedo indicador de la mano derecha del presidente. Delante de su mirada vio cientos, miles de jovencitas. Entonces, ¿a cuál se refería exactamente el presidente? 

   ¿Cuál, señor presidente?, le preguntó, desorientado. El presidente se la describió: la del cabello así, la de los ojos así, "¡aquella que solo me mira a mí!", "¡la que está parada delante de aquella perfumería!", y por último se la volvió a señalar para mejor ubicar el objetivo. Mientras le decía ésto el presidente imaginaba escenas idílicas donde se veía despejando dentro de la jovencita trepadora el preciado producto que la testosterona ya hacía bullir en los cojones, hasta ese momento cumpliendo la mera función de adorno colgante. El jefe de la seguridad agudizó la vista hasta que la vio, y la vio tan bien que se demoró un buen tiempo buscando las palabras correctas para decirle al todopoderoso octogenario presidente que aquella joven de mirada ambarina y cabellos castaños no era real, sino que se trataba de un afiche tamaño natural, promocionando la nueva tintura para el cabello de L´Oreal Paris. 

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La Jovencita por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL REY DE LA SOLEDAD


 Nadie entendió la actitud de Claudio, que siempre había rehuido lo más que podía de cualquier compañía humana, al punto de ser llamado "El rey de la soledad", cuando se fue a vivir a Tokio. La madre y los amigos, antes que le dijera el lugar, habían pensado en una montaña en el centro del país o alguna isla deshabitada en el océano Índico, por eso los amigos dijeron que en menos de un mes estaría de vuelta y la madre se quedó más tranquila porque cuando le dieran los frecuentes dolores de dientes, no encontrando una farmacia cerca, volvería a casa en un periquete; pero elegir para vivir en soledad una ciudad como Tokio, ¡justo  Tokio!, aquel hormiguero de más de 38 millones de humanos, era, como mínimo, sorprendente. Pero tanto la madre como los amigos desconocen que en esas megalópolis la soledad de los corazones es mayor que en cualquier otro sitio; es por eso que Claudio la atraviesa de punta a punta y de norte a sur sin problemas porque nadie nunca nota su presencia. 
 

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El Rey De La Soledad por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...