jueves, 5 de noviembre de 2020

HAMBRUNA

 


Por fin, después de tanta hambruna, los cazadores volvían con algo: dos turistas para la cena. 

   Esta vez no hubo tambores ni danza ritual. 

   Después de aderezarlos sin mucho empeño, pues el hambre urgía la rápida preparación, los asaron ligeramente, y digamos que quedaron malpasados, jugosos. Ya en la maloca la tribu se dedicó a devorar el manjar en silencio, solo el masticar incesante se dejaba oír en el recinto comunal. Pero, realmente, dos cuerpos no los satisfizo por completo y para peor el cacique y su hijo, por derecho tribal, comieron más que todos los demás. El caníbal que estaba sentado a la derecha del cacique le guiñó un ojo al que estaba sentado al lado del hijo del cacique, frente a él, que a su vez pasó la señal al que estaba sentado al lado del primero a guiñar el ojo y así el guiñar de ojos zigzagueante llegó hasta el último comensal. Entonces, como si fuera la concreción de un ensayo, los dos primeros caníbales, empuñando sus filosos cuchillos se abalanzaron sincronizadamente contra la garganta del cacique que, desprevenido, fue presa fácil del ataque matrero, y la del hijo del cacique que, más ágil que su padre, emitió un grito de horror y salió corriendo hacia la puerta, pero los otros caníbales le impidieron la huida, con lo que, llorando como el niño que era, se recluyó en un rincón a esperar su fin. Los hambrientos caníbales procedieron a prepararlos, con la misma urgencia que lo habían hecho con los turistas, y, después de asarlos, volvieron a sentarse a la mesa donde los devoraron en unos pocos minutos. 

   De pronto el caníbal que había tomado el lugar del cacique, el mismo que inició los guiños, preguntó: 

   ¿Quién quiere postre? Todos levantaron las manos mientras sus ojos hambrientos se dirigían hacia la esposa del cacique. 

                                                                                    

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HAMBRUNA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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LOS FANTASMAS DEL CASTILLO

 La primera medida que tomaron los nuevos dueños del castillo, deshabitado durante décadas, fue despojarlo del polvo, que llegaba a varios centímetros. A los pocos minutos cuando el aire se vio inundado en una polvareda infernal, se escucharon varias voces tosiendo. En un principio, cada uno de los dueños creyó que las toses provenían de algunos de ellos, pero mientras se preguntaban sobre ello se dieron cuenta que ninguno había tosido. Sin dudas, se trataba de fantasmas que habitaban el castillo. Dos días después llegó la medium para elucidar el enigma. Asombrados, vieron cómo la exhalación octoplasmática de la medium invadía todo el recinto donde se encontraban reunidos y que, después de pasados algunos minutos, hacía contacto con las invisibles entidades, comunicándose con los espectros murmurando palabras ininteligibles. Posiblemente una lengua arcaica, pensaron los dueños. Cuando la medium volvió del trance, les comunicó lo que había descubierto: que los fantasmas que allí habitaban eran alérgicos al polvo y que les daban un ultimatum: si no compraban aspiradoras eléctricas urgentemente se verían obligados a hacerles la vida imposible. 

                                                                         

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LOS SOLDADITOS

 

Ellos nunca entran en razón, solo piensan en guerras y conquistas. A cualquier hora, como si nunca durmieran, no bien me oyen deambular por la casa empiezan a golpear la caja de cartón encima del ropero. 

   ¡Comandante, ordene el ataque!, insisten. 

   Y no hay caso, no entienden que ya estoy bastante crecidito, que ya no juego a los soldaditos, y que si aún los conservo es porque pienso enamorarme un día y cuando tenga hijos me gustaría verlos jugar con los mismos juguetes que hicieron de mi infancia un buen lugar para estar. 

   Pero no hay caso, ellos insisten en guerrear y conquistar, ¡parecen hombres, carajo! 

                                                                  

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miércoles, 4 de noviembre de 2020

EL ROBOT

 Los movimientos se ralentizaban minuto a minuto, y extrañaba a los chicos que advirtiendo su lento desempeño lo habían hecho a un lado y dejaban oír el bullicio que hacían al jugar con otro juguete. Quizás tuviera energía para una hora más; mientras pensaba en eso oyó lo que los padres de los chicos conversaban en el sofá. 

   No te dije, es plata gastada al divino botón, decía el padre, claramente hablando sobre él. Lo ahorrado en el juguete se se va en comprar pilas. 

   Pan para hoy, hambre para mañana, dijo la esposa. Decidido a reconquistar la atención de los chicos se propuso llegar hasta el kiosko de la esquina, donde en brazos del más chico, había ido la última vez que compraron pilas. 

   Nadie se dio cuenta cuando se deslizó por la puerta del patio, solo el perro, que levantó levemente las orejas y lo miró con desconcierto pero sin alarmarse. Caminó por la galería hasta una esquina de la casa y siguió por la veredita de cemento que la bordeaba, y ya en el frente atravesó con dificultad el jardín, oscilando peligrosamente sobre el césped, hasta llegar al alambrado, donde pasó a la vereda por el hueco hecho por el perro. Por suerte estaba oscuro y la poca gente que se veía estaba sobre la vereda de enfrente. 

El kioskero oyó que algo golpeaba la vidriera, sin embargo, a través de la mercadería de los estantes no vio a nadie, pero como el ruidito, algo así como el que hacen las monedas golpeando contra el vidrio, persistía abrió la puerta y se asomó. 

   Aquí abajo, dijo él. El kioskero lo miró asombrado, después le preguntó qué hacía ahí. 

   Vengo a buscar pilas para mí. 

   ¿Tienes dinero?, porque yo no fío, le advirtió el kioskero. 

   ¿Dinero?, no, no tengo. Pensé que podría ponerlo en la cuenta de la familia de la casa amarilla, la que está casi llegando a la esquina, explicó. 

   Ellos te mandaron o has venido por cuenta propia, preguntó el kioskero. 

   No, he venido por cuenta propia, respondió y le contó sobre la conversación que oyó de los dueños de casa. 

   Me temo que lo más probable es que el día menos pensado no te compren más pilas, opinó el kioskero. 

   Quée deestiiinoo iingraatooo eel míoo, se quejó, ya con la voz deforme por el agotamiento progresivo de las pilas. 

   Tengo una idea, le dijo el kiosquero, ¿qué te parece si te quedas aquí conmigo?, si te sirve solo tienes que decir que sí,  y acotó, señalando hacia lo alto de una estantería detrás del mostrador, pilas no te han de faltar. Él siguió la dirección de la mano del kioskero y vio muchas cajas de pilas triple A, Everyready, Duracell; comunes, recargables, y por el visor destelló débilmente una lucesita que significaba alegría. 

   Creeoo quee vooyy aa aceeptaar, dijo, al final, quée mee eespeeraa sii vuueelvooooouuuhhhh. No pudo hablar más, apenas pensar en lo que lo esperaba en la casa amarilla: terminar descuajaringado por un pelotazo en el patio donde el sol y el rocío terminarían lo que los humanos empezaron, eso si antes no lo hacía pedazos la cortadora de césped cuando no lo vieran tapado por el pasto crecido. 

   Bueno, ven, dijo el kioskero y lo llevó adentro, donde le cambió las pilas y después lo dejó sobre una repisa llena de juguetes tan nuevos como él. 

   ¿Cuántos juguetes, acaso tienes hijos?, preguntó, asombrado. 

   No, no tengo, pero me gustan los juguetes. Pienso que sea porque cuando era chico mis padres no tenían dinero y pocos eran los juguetes que podían comprarme. Creo que soy lo que suele llamarse "un hombre que no tuvo infancia". Después de esa breve aclaración el kioskero le dijo que debía volver a atender el kiosko, pero que dentro de una hora cerraría. Esa noche el robot miró televisión junto al kioskero hasta tarde y pudo dormir tranquilo, porque pilas no le habrían de faltar. 

                                                                              

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EL ROBOT por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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SOR VIRGINIA

 

Sor Virginia estaba asomada en la ventana del segundo piso de un convento carmelita, del cual se omitirá el nombre a fin de evitar el escracho público, apreciando el alboroto que hacían los pajarillos que revoloteaban entre los árboles en aquella agobiante tarde de enero cuando en la vereda del otro lado de la calle un hombre que iba pasando se detuvo  bajo la sombra de uno de los árboles y empezó a desvestirse. Horrorizada, la monja se cubrió los ojos inmediatamente, pero por entre los dedos vio que el hombre se arrancaba la corbata, el saco, la camisa, los zapatos, los pantalones y las medias, quedándose apenas de calzoncillos apoyado contra el tronco de un árbol, visiblemente abatido por el calor infernal. Como se puede apreciar, sor Virginia no le perdió pisada. 

   Pero ¿y ahora qué? ¿acaso pensaría quedarse allí, medio desnudo, para escándalo de la comunidad? Claro que no. Por eso mismo es que, tomando coraje, sor Virginia se llevó dos dedos a la boca y silbó bien alto para llamar la atención del degenerado. El hombre levantó la cabeza y empezó a buscar con la mirada confundida al emisor del silbido; en ese momento sor Virginia, tras un chistido, le avisó: 

   ¡Eh, acá arriba!, mire que escuché en la radio que hoy va a hacer más calor todavía. Después volvió a fingir que se cubría totalmente los ojos.  

                                                                                    

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SOR VIRGINIA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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SATISFACCIÓN EN EL TRABAJO

 

Martínez apagó la máquina, respiró hondo y se dirigió a la oficina del jefe. 

   ¿Qué desea, Martínez?, le preguntó el jefe, confortablemente reclinado en un sillón. Fumaba y bebía un café humeante. 

   Jefe, creo que mi salario no está a la altura de mi capacidad de trabajo, dijo Martínez, sin rodeos. El jefe arqueó una ceja.

   Lo entiendo muy bien, Martínez, respondió, impasible, y agregó: pero vea una cosa, ¿qué pasaría el próximo mes si hoy lo despidiera? Martínez se puso pálido e imaginó durante unos instantes el mes siguiente, luego respondió: 

   Verdaderamente, jefe, creo que pensaría seriamente en matarme. El jefe asintió con la cabeza mientras hacía un gesto con la boca torcida.

  Bueno, bueno, hombre, calma que no es para tanto, le dijo, y enseguida le sugirió: mire, haga lo siguiente, vuelva usted a su puesto y mientras hace su trabajo piense que nada de lo que usted acaba de imaginar sucederá, ¿qué le parece, eh?. Martínez asintió en silencio y abandonó la oficina con la cabeza gacha; con pasos apresurados retornó a su puesto, prendió la máquina y continuó con su mecánica y monótona rutina diaria. Pero ahora, vista su vida desde otra óptica, muy conforme y satisfecho con su empleo, y encima muy bien pagado. 

                                                                       

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SATISFECHO EN EL TRABAJO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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BUDA Y EL NIÑO TRAVIESO

 La causa por la cual Siddhartha Gautama no murió de hambre durante los cuarenta y nueve días que pasó meditando bajo una higuera conocida como el árbol del Bodhi, el árbol de la sabiduría, fue un niño travieso llamado Rajiv. 

Un día, mientras Rajiv vagaba por las callejuelas de Bodh Gaya, arrojándole cascotes a las vacas ociosas que deambulaban por las calles como panchas por la India, pasó delante de una higuera y vio a un hombre que parecía dormir, pero no era así, porque en su inquebrantable búsqueda de la iluminación, el nirvana, Siddhartha meditaba; y como ya estaba hastiado de cascotear vacas, se la agarró con él. 

   El niño agarró el primer cascote que vio y se lo lanzó, pero Siddhartha, sin abrir los ojos, levantó una mano y, atrapando el cascote al vuelo, lo transformó en un racimo de uvas, que conservó sobre su regazo. No creyendo en lo que había visto, o quizás por eso mismo, el niño se vio incitado a la curiosidad, así que volvió a arrojarle otro cascote. Esta vez Siddhartha, luego de atraparlo tal cual el anterior, lo transformó en un vaso con yogurt, que depositó a su lado. El niño, asaltado por la duda, se rascó la nuca durante algunos segundos e, insistiendo una vez más, le arrojó al santo hombre otro cascote; y de nuevo, Siddhartha lo atrapó como a los otros dos y lo transformó en una cucharita. En seguida abrió los ojos y mirando al niño travieso le dijo: 

   Bueno niño, ya basta de travesuras por hoy. Vete y déjame comer en paz. Rajiv se lo quedó mirando boquiabierto mientras veía cómo Siddhartha tomaba el racimo de uvas, desprendía algunas, dejándolas caer lentamente dentro del vaso de yogurt, y cómo en seguida empezaba a comer.

Hay que acotar que Rajiv, maravillado por aquella magia practicada por el santo hombre, todos los días, hasta que Siddhartha alcanzó el nirvana, volvió al lugar para seguir cascoteándolo.

                                                                           

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BUDA Y EL CHICO TRAVIESO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...