jueves, 5 de noviembre de 2020

EL REVOLTIJO

 Conmoción en Santa Carmen. Todo el mundo acudió a la avenida principal para ver la nueva invención del científico loco Giovanni Giuseppe Pellegrini: el automóvil supersónico. No bien los poderosos reactores fueron encendidos el suelo empezó a temblar con magnitud de terremoto y el ruido ensordecedor obligó a taparse los oídos y cuando las turbinas llegaron a su máxima potencia todo lo que había detrás, gente, casas, árboles, asfalto, empujado violentamente y dando tumbos por los aires en un torbellino caótico, fue a parar cerca del balneario, del otro lado del pueblo, y allí quedó amontonado, hecho un revoltijo de escombros inconcebible. Por lo tanto nadie vio cuando el bólido finalmente empinó la trompa y salió disparado como un misil,  perdiéndose, en cuestión de milésimas de segundos, en el horizonte azul. 

   Los habitantes todavía estaban tratando se salir debajo de aquel pandemonium de escombros cuando, diez minutos más tarde, el vehículo supersónico, después de dar la vuelta al mundo, pasó por encima de sus cabezas. Y, nuevamente, se vieron arrastrados por la fuerza centrífuga de la máquina mortífera, yendo a parar junto con las casas, los árboles y el asfalto al mismo lugar donde estaban antes. Bueno, exactamente en el mismo lugar es un decir, porque la casa que estaba en una esquina quedó en otra, la comisaría donde antes estaba una escuela y así con todo. Y eso provocó la confusión generalizada, porque desde ese día en adelante una carta del extranjero, por ejemplo, que antes demoraba tres días ahora demoraba un mes para llegar a la dirección correcta, todo porque el cartero se confundía con las calles que ya no estaban donde debían, los números de las casas no coincidían y cuando coincidían no era el destinatario de la misiva el que salía a recibirla. Otro problema fue el pago de impuesto, ya que el propietario de un terreno de ocho de frente en un barrio alejado del centro, ahora que su casa ocupaba una esquina en el centro se veía en el dilema de tener que pagar una enormidad impagable para su bolsillo. Y además surgieron los problemas de tipo moral porque la iglesia quedó al lado de un piringundín de fama dudosa; un jardín de infantes fue a parar al lado del cementerio y así con todo. Y claro, desde entonces todo el mundo anda en litigio hasta el día de hoy, si no con la intendencia, con el vecino. 

   Mientras tanto el científico Pellegrini continúa perfeccionando un nuevo vehículo que dice estará listo para el año que viene, y que promete poner las cosas en su debido lugar. Pero la paciencia de la gente se agota día a día. ¿Y por qué tanta demora?, suelen preguntarle, a lo que él responde que hace lo que puede, al final, argumenta, el galpón donde está ubicado el banco de pruebas quedó enclavado entre el hospital y el hospicio y ésto le acarrea dos problemas al momento de probar los potentes motores: los enfermos, que cuando no se mueren de susto van a parar a la UTI, y los locos, que gritan tanto y hacen tanto alboroto, que por más que se esfuerce no puede concentrarse como es debido al momento de calibrar los carburadores. 

                                                                                

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HOMBRES DE GRANDES IDEAS

 

1 El río gemelo 

El río que dividía el pueblo en dos corría lento hacia el mar, a cincuenta kilómetros de distancia, y todos los años en la época de las lluvias el río perdía las orillas y el caudal inundaba cada palmo del pueblo transformándolo en una gran laguna habitable y así, durante  tres o cuatro meses los habitantes cambiaban sus vehículos rodantes y, como si estuvieran en Venecia, pasaban a desplazarse de un lugar a otro por medio de canoas y botes. Y cuando las aguas bajaban la vida normal se traducía en sacar el limo acumulado en cada rincón y eso llevaba meses. Después, otros tantos meses se les iba en volver a embellecer el pueblo y plantar y sacar a los animales para el pastoreo, pero al poco tiempo llegaba otra vez la época de las lluvias con lo cual el ciclo se completaba y volvía a recomenzar la vida de penurias. 

   En el pueblo vivía un tal Vicente Pedroza, un hombre que odiaba esas aguas que año tras año sumía al pueblo en tristeza mojada y echaba a perder el sacrificio hecho de todo el mundo. Pero sucedió que para la última vez que bajaron las aguas Vicente reunió a todos los hombres del pueblo en la cancha de basquet del club Santacarmeño, desde el cura hasta el intendente, y después de mucho debatir pudo imponer una idea que llevaba años dándole vueltas en la cabeza: hacer un nuevo cause paralelo al del río. De modo que con picos, palas, tractores, retroexcavadoras y camiones volcadores los hombres dedicaron todas las horas del día, desde el amanecer hasta el anochecer, a excavar el cause nuevo, metro tras metro, cada vez más profundo. 

   La idea de Vicente Pedroza era hacer que las aguas escurrieran más de prisa hacia el mar, pensaba que de esa manera las aguas de las lluvias no se empozarían en el pueblo. 

   Finalmente, tres meses después del titánico trabajo y uno antes de que empezara la época de las lluvias, habían llegado a dos metros del mar. Avisaron por teléfono a los hombre que habían quedado en el pueblo para que procedieran a dinamitar la fina pared que separaba los dos causes. Entonces, un minuto después de recibir la confirmación de la abertura del nuevo cause, Vicente ordenó:

   Bien, muchacho, ahora vamos a dinamitar la desembocadura, y tras la orden gritó: 

   !Y que vengan las lluvias, carajo! Los demás se unieron en coro y el ese otro "¡Y que vengan las lluvias, carajo!" se escuchó a un kilómetro a la redonda. De manera que dispusieron las cargas de dinamita a lo largo de la desembocadura y las hicieron detonar. Voló tierra para todos lados y detrás de ella el agua del mar se abalanzó con la fuerza de un tsunami desbordando el cause y arrastrando a todo el mundo, junto con maquinarias y herramientas, y media hora después todos estaban de vuelta en el pueblo con barro, arena y algas hasta en las orejas. Ahí, con desconcierto vieron que ahora tenían dos ríos gemelos con los que lidiar, porque ambos se nivelaron y siguieron corriendo lentamente hacia el mar, con lo que cuando vinieran las lluvias todo el mundo creyó que el mismo problema de siempre volvería a amargarles la vida. 

2 La muralla 

   ¿Y ahora qué haremos?, preguntó alguien y Vicente Pedroza, que no era hombre de darse por vencido tan fácilmente, propuso que para el año siguiente, cuando pasaran las lluvias, rodearían el pueblo con una muralla de tres metros de alto. 

   Y dicho y hecho, cuando vinieron las grandes lluvias el pueblo se inundó como siempre y todos volvieron a guardar los vehículos y a sacar los botes y canoas, y cuando, tres o cuatro meses después, las aguas bajaron todo el mundo arremangó las mangas y se abocó a levantar la tal muralla. Y cuando por fin concluyeron la no menos colosal obra, otra vez se pudo oír "¡Y que vengan las lluvias, carajo!" a un kilómetro a la redonda. Y las lluvias del año siguiente llegaron, y fue entonces que se dieron cuenta que habían hecho la piscina más grande del mundo, porque si bien el desborde de los ríos no traspasaba la muralla ésta tampoco dejaba salir el agua estancada adentro del pueblo. Entonces esa temporada, gente y animales, tuvieron que hacer vida sobre las azoteas y tejados, empapados hasta los huesos. 

3 El pueblo isla

   ¿Y ahora qué haremos, Vicente?, preguntó alguien, y Vicente, porfiando en su "jamás seré vencido", dijo: 

   Cuando pase la época de las grandes lluvias vamos a rellenar esta piscina con tierra y vamos a levantar un nuevo pueblo encima y eso es para que quede claro para todo el mundo que nosotros somos hombres de grandes ideas. 

   Y así, cuando bajaron las aguas todo el mundo, hombres, mujeres y niños, hombro con hombro, se dedicaron excavar por los campos y a rellenar la piscina y al concluir la ciclópea tarea edificaron el nuevo pueblo en las alturas. Entonces un nuevo y estruendoso "¡Y que vengan las lluvias, carajo!" se oyó a un kilómetros a la redonda. 

   De manera que cuando llegó la época de las grandes lluvias y todo alrededor del pueblo volvió a inundarse, Vicente Pedroza y cada uno de los habitantes se dieron cuenta que habían fabricado la isla artificial más grande del mundo, y lo más insólito de todo, ahora habían superado en un metro la altura de la montaña del Águila, distante un kilómetro del pueblo, el único lugar donde no se conocían las inundaciones.

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DOS HOMBRES DETRÁS DE DOS MILLONES DE SOLDADOS

 En algún lugar del mundo hay un millón de ojos de un millón de soldados mirando a través de un millón de miras telescópicas con un millón de dedos sobre un millón de gatillos de un millón de fusiles apuntados a un millón de soldados iguales a ellos detrás de una línea imaginaria, que a su vez, con un millón de ojos mirando a través de un millón de miras telescópicas con un millón de dedos sobre un millón de gatillos de un millón de fusiles, apuntan en sentido contrario. 

   Mientras tanto, más allá de la zona del conflicto, hay dos hombres confortablemente sentados en mullidos sofás, dentro de una tienda improvisada en una pradera rodeada de perfumados pinos; fuman puros y beben, uno whisky en las rocas y coñac con café, el otro; a cada lado tienen un libro negro con el reclamo del otro y una pluma estilográfica Montblanc, pero las firmas, de llegarse a un acuerdo, deberán esperar todavía. Ahora no es el momento de negociar, sino de recordar viejos tiempos cuando ambos eran estudiantes extranjeros en Oxford. Mientras anécdotas van y anécdotas vienen, dos millones de ojos de dos millones de soldados continúan mirándose a través de dos millones de miras telescópicas de dos millones de fusiles con los cuales se apuntan con dos millones de dedos sobre dos millones de gatillos, a la espera de la orden de disparar la primera bala de las millones y millones que vendrán detrás de la primera y así regar de sangre la tierra que debiera ser el mejor lugar para vivir en paz y en hermandad, tal cual lo hacen en este exacto momento ambos líderes en la perfumada pradera. 

                                                                              

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EL ESPANTAPÁJAROS

 Una mañana el viejo Sebastiano se deparó con que los cuervos le habían comido casi la mitad del maizal. Renegó como un loco y después de darle vueltas y vueltas al asunto decidió hacer un espantapájaros, pero no como el que todo el mundo tiene en mente de tanto verlos en películas o en alguna quinta de verdura. Encerrado en el galpón estuvo dos días dedicado a su fabricación y cuando hubo concluido hasta él se sintió intimidado por aquel ser horrible con cara de calavera y vestido con harapos raídos, tal cual la imagen de la parca. Y como un elemento intimidatorio extra, Sebastiano tuvo a bien ponerle dentro de las cuencas de los ojos lucesitas rojas que funcionaban a pilas, y en lugar de las manos le puso garras hechas de alambre retorcido, que parecían estar listas para agarrar no solo a los cuervos sino a todo ser viviente. 

   Parece, pero no es, dijo uno de los muchachos del barrio, que estaba pensando darse una vuelta esa noche por la quinta del viejo Sebastiano para robar verduras. Ningún amigo se animó a acompañarlo, ya que algunos habían pasado de madrugada, a la vuelta del baile en el pueblo, por la calle lateral y visto la lúgubre figura de ojos rojos observarlos desde la quietud de la quinta, como si vigilara las tumbas de un camposanto. 

   Está bien, manga de miedosos, iré solo pues, les dijo. 

   El sabandija esperó tres noches hasta que hubo luna llena para cometer el saqueo, para ver mejor y también para observar al espantapájaros, por si éste hacía algún movimiento. Sí, porque por dentro, a pesar de todo también sentía miedo, pero traicionado por su misma fanfarronería no tuvo otra que cumplir con su palabra. 

   Ni bien dobló la esquina sus ojos fueron guiados hasta el centro de la quinta por los ojos de fuego de la sombra siniestra. Una súbita corriente eléctrica le recorrió el espinazo desde el huesito dulce hasta la nuca. Tuvo la tentación de volver atrás, pero al otro día no tendría ninguna verdura como prueba incontestable para que vieran sus amigos que había estado en la quinta del viejo Sebastiano. "Agarraré solo lo que esté cerca del alambrado", se dijo. Y así lo hizo; apenas cruzó se abocó a manotear con manos temblorosas y al tanteo lo que pudo mientras no le quitaba los ojos de encima al espantapájaros diabólico, que lo observaba de reojo y en silencio. Hasta que lo vio moverse y mirarlo de frente. El ladroncito sintió el frío del hielo en la barriga y de inmediato largó todo y voló por encima del alambrado, cagado, meado y prometiéndole a Dios que si lo salvaba de esa jamás tocaría en nada ajeno. 

   Mientras tanto, en el medio de la quinta, el viejo Sebastiano, ajeno a lo que sucedía cerca del alambrado, después de girar el espantapájaros para que los que pasaran por allí nunca lo vieran mirando en la misma dirección, volvió a la casa. Pero al otro día, temprano por la mañana, mientras arrancaba los yuyos dañinos entre los surcos descubrió que algún ladrón furtivo había intentado robarle las verduras la noche pasada, porque el infeliz hasta la bolsa había dejado para atrás. Sebastiano le echó una mirada al espantapájaros. 

   Y no es que asusta de verdad, se dijo.  

                                                                             

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EL RUIDO

 El día del ruido ensordecedor estaba próximo. Los camiones cargados con los cascos antirruidos finalmente llegaron, todos ya lo sabían porque el gobierno lo venía anunciando a cada media hora desde hacía meses a través de los medios de comunicación; que para preservar la vida el estado proveería un casco protector, el cual debía ser usado durante diez minutos a partir del inicio de la señal emitida en forma simultánea en todo el mundo; de lo contrario, se advertía, los altos decibeles del sonido ensordecedor harían saltar los tímpanos en cuestión de segundos. La hipótesis más disparatada que corrió como agua de río crecido entre la población fue la que decía que se trataba del sonido del principio del universo que habiendo llegado al confín del mismo había rebotado contra la fuerza invisible de la nada absoluta retornando al inicio. Unos días después de la entrega de los cascos, finalmente, el día marcado llegó; de manera que todo el mundo amaneció con el casco puesto. Minutos después del aviso, a través del visor vieron todo oscilar; podía sentirse nítidamente el piso trepidar igual que en los terremotos. Por alguna razón que nadie supo explicarse solamente los animales parecían no sentir ni ruido ni temblor.  

   ¿Ni el temblor siquiera?, se preguntó un solo hombre, que movido por la curiosidad, que fue mayor que salvaguardar su propia vida o quizás por sospechar algo raro, se lo quitó, pero nada escuchó más allá de los ruidos de costumbre: el canto de los pájaros, el viento contra las hojas, un cartel que chirriaba en su monótono balancear; y los gritos de advertencia de la gente que lo vio quitarse el casco. Volvió a ponerse el casco y, mágicamente, el piso empezó a trepidar nuevamente. De inmediato se deshizo del casco y, otra vez, nada. Inútil fue que quisiera advertirles a todos que no pasaba nada, que quizás hubo un equívoco del gobierno, o, peor, que la maniobra del casco escondía algo raro, como supuso al principio. Pero nadie le hizo caso, y pasados los diez minutos, una voz en el casco autorizó su retirada, y nada ya fue lo mismo de siempre. La gente adoptó el comportamiento de un autómata, obedeciendo como el rebaño más dócil jamás imaginado, sin opinión ni pensamientos. El hombre se sintió extraño ante la indiferencia generalizada, y antes que encontrara una explicación fue interceptado por una patrulla del nuevo orden mundial y de inmediato obligado a ponerse el casco a la fuerza durante diez minutos. Pasado el tiempo establecido, ya vaciado de cualquier pensamiento, marchó a trabajar como el resto de la humanidad. 

                                                                               

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LA TORMENTA PASAJERA

 

El cielo cubrió el poblado de casas color tierra con una techumbre tenebrosa hecha de nubes siniestras que escupían rayos que hacían temblar la tierra y centellas que, al encuentro de un alambrado, seguían su curso eléctrico hasta morir en algún lugar de los campos desérticos que rodeaban aquel pequeño mundo de distancias llanas hasta el infinito. Los pobladores, desde las ventanas y debajo de pálidas galerías, miraban azorados para aquella amenaza del cielo con la memoria anticipada de un futuro de inconcebibles y funestas consecuencias. 

   Los más viejos, a modo de comparación, recordaban antiguas catástrofes; una creciente que se llevó todos los bichos que encontró desprevenidos y sin resguardo; una plaga verde hecha de millones de langostas hambrientas que cuando siguieron su camino de destrucción todo quedó vacío y pelado como los esqueletos de los árboles sensibles al invierno, o un huracán que desparramó por los campos infinitos los despojos del poblado arrancados a la fuerza. 

  De pronto afuera todo silenció: era la calma que precede a la tormenta. Entonces, unos minutos más tarde, apareció el viento enloquecido haciendo chirriar las chapas y aullando rabiosamente entre la arboleda. De inmediato todas las puertas y ventanas se cerraron. 

   La gente grande volvió a certificarse que los cuchillos detrás de las puertas de entrada estuvieran bien clavados en la tierra, que los espejos estuvieran dados vuelta contra la pared o bien cubiertos con algún trapo, que a las velas encendidas a los santos no les diera la ventisca que se colaba por todas las rendijas y que los tachos y ollas estuvieran bien debajo de las goteras. Mientras tanto, los hijos más chicos jugaban a cualquier cosa para entretener sus monótonas horas de encierro forzado, pero con aquel desgano propio del juego que necesita del espacio de un patio para divertir plenamente. Ya los varones más creciditos, si tenían alguna compañía, jugaban a las cartas y las muchachas de la misma edad leían fotonovelas o zurcían alguna prenda. 

   Para todo esto, afuera el ventarrón parecía estar empeñado en borrar hasta el propio paisaje. Hasta que las primeras gotas, cual cascotazos del diablo, se hicieron sentir sobre el chaperío, pero algo después llegó lo peor: el granizo.

   Arrimados contra las rendijas de puertas y ventanas, los que ya no pudieron entretenerse con nada, espiaban por las hendijas de los postigos de los ventanucos el fin del mundo hecho noche en pleno día, donde, unos tras otros, los relámpagos les devolvía la imagen de un suelo totalmente blanco, como en las mañanas invernales. Y bajo aquel aguacero infernal que parecía no querer dar tregua, llegó el momento en que todos tuvieron que abocarse a tapar la parte inferior de las puertas con cualquier cosa, porque tanta agua de golpe, sin tener para donde escurrirse, empezaba a invadir las viviendas. 

    Ya se había perdido la cuenta de cuánto duraba la tormenta despiadada cuando repentinamente, así como había comenzado del mismo modo paró, entonces la gente dejó de hablar a los gritos y los "gracias a Dios" se repitieron en todas las casas, mientras el viento helado se llevaba la amenaza de catástrofe para otros parajes, haciendo que el día volviera a clarearse. Y tan pronto las aguas escurrieron, puertas fueron abriéndose tímidamente y los vecinos se saludaron por señas, como quien, llegando de un largo viaje, empieza a agitar los brazos desde lejos; ya los chicos, incontenibles, no perdieron tiempo: a jugar en el barro se ha dicho. 

   Y al rato, cosa de media hora cuanto mucho, los primeros olores a torta frita en grasa de chancho empezaron a cundir el aire. 

                                                                                    


CORBATA DE SOGA

 Mañana soleada de un sábado primaveral. 

   El día parecía prometedor. "Un espléndido día para pasear por la ciudad", suspiró para sí propio el tendero, ojeando hacia la calle a través de la vidriera, donde la gente iba y venía, ojeando para todos lados. Y tras el suspiro, delante de su negocio, de pronto se materializó la silueta de un hombre de traje pero sin corbata, que se detuvo a ver la mercadería y, como un autómata, seguía con la mirada la infinita cantidad de corbatas allí exhibidas. "¡Ajá, la primera venta del día!", pensó el tendero, restregándose las manos cual mosca ante la podredumbre. Pero el hombre se mantenía estático, sin siquiera insinuar el más mínimo movimiento, solo sus ojos seguían yendo y viniendo sin dejar entrever ninguna inclinación para tal o cual corbata."Con que un indeciso, ¿eh?", se dijo ahora el tendero. Un indeciso que requería de su intervención inmediata para animarlo a completar su vestimenta, antes que siguiera su andar. 

   Buen día, señor, ¿buscando la corbata ideal?, le preguntó cuando salió a su encuentro. El hombre, sorprendido, giró la cabeza hacia aquel hombrecito sonriente con cara y ojos de judío que se dirigía a él; miró hacia atrás y como no vio a nadie cerca suyo comprendió que le hablaba a él, pero como no deseaba ni tenía con qué comprar nada, le devolvió el saludo y le hizo saber que no quería ninguna corbata.

   No gracias, solo estoy apreciando la gran variedad expuesta, explicó con sequedad. El tendero, que no era judío pero era buen vendedor, no se daría por vencido tan fácilmente. 

   Si me lo permite, ¿puedo hacerle una sugerencia?, preguntó, acercándose un poco más al hombre. Éste dio un paso atrás y atajándose con las manos advirtió: 

   Perdone, señor, pero no estoy interesado en comprar ninguna corbata; es más, prosiguió, no tengo dinero encima ni en ningún lugar; tampoco tengo para comer ni para volver a  casa, en caso que la tuviera. Como ve pues, estoy más para la muerte que para la vida. El tendero, acostumbrado a evasivas, unas más ingeniosas que otras, se rió por la gracia que le causó la disculpa del hombre. 

   Bueno, por si no lo sabe existe una corbata para cada ocasión, váyase adónde se vaya, dijo poniendo demasiado énfasis en la última frase, cosa que intrigó al mirador de vidrieras. 

   Pero le ruego que me aguarde un momento, le dijo el tendero y dicho esto entró en la tienda. A través de la vidriera el hombre lo vio hurgar en cajones y dos o tres veces hacerle unas señas que entendió que era para que siguiera aguardando. Cuando el tendero volvió a salir, traía en sus manos una soga que terminaba en un lazo con nudo corredizo. 

   Tome, se la regalo, le dijo, con una sonrisa judía. El hombre le echó una mirada turbada a la soga. 

   ¿Qué significa?, no estoy entendiendo, respondió. El tendero hizo una mueca de desdén y dio de hombros dos veces, antes de responderle.

   Que si no tiene dinero ni para comer ni lugar donde caer muerto y está más para la muerte que para la vida, nada mejor que una corbata de soga como esta, que le aseguro que acabará con sus penas de un solo tirón, le dijo, y si me lo permite le indico, por si no lo sabe, cómo llegar a una plaza cerca de aquí donde hay árboles frondosos donde quedará hermosamente colgado. El hombre lo miraba sin comprender nada. 

   El tendero continuó: 

   Pero prmítame hacerle una demostración para que vea usted qué bien se verá. Dicho esto se puso la soga al cuello y parodió la expresión grotesca de un ahorcado; estirando con una mano en alto la soga, inclinando levemente la cabeza hacia un lado, poniendo ojos de bizco y sacando la lengua por un lado de la boca torcida. 

   ¿Y, qué me dice?, dijo, después de la demostración. El hombre, que nunca había pensado en acabar con su vida, en la miserable vida que había tenido hasta ese momento, ni en la pésima vida que tenía por delante, quizás convencido por la parodia del ahorcado, agarró la soga y dijo, con una sonrisa desconcertante: 

  Muchas gracias, señor. Después quiso saber la dirección de la plaza. 

                                                                            

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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...