1) Un día cualquiera.
El hombre dobló la bolsa de lona, se la puso debajo de un brazo y entró a la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario dejó de escribir y asomó los ojos por encima de los anteojos y cabeceó afirmativamente, era uno de los últimos socios. El hombre enseguida se perdió entre los pasillos, al rato el bibliotecario lo vio ir a sentarse en una de las mesas de lectura, cargado de libros; se lo quedó observando por un momento, luego siguió con lo suyo.
Media hora había pasado desde que entrara el hombre y ya se marchaba, colgando a un costado llevaba la bolsa llena. El bibliotecario correspondió con otro cabeceo al "hasta mañana" del hombre y se lo quedó mirando un momento. No recordaba haberlo visto cargando ninguna bolsa llena, juraba que la llevaba doblada debajo de un brazo solamente. De inmediato dejó lo que estaba haciendo y fue a revisar las estanterías donde el hombre había estado hurgando, pero notar la falta de alguno entre miles era lo mismo que buscar una aguja en un pajar, se dijo.
2) Al día siguiente.
El hombre dobló la bolsa de lona, se la puso debajo de un brazo y entró a la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario asomó los ojos por encima de los anteojos, pero cuando vio que era el hombre del día anterior largó la lapicera, le correspondió el saludo de modo apático y le clavó la mirada debajo del brazo. Lo siguió con la vista y lo vio entrar en uno de los pasillos y al rato salir cargando varios libros y dirigirse a una de las mesas de lectura. La bolsa doblada continuaba debajo del brazo. Pasada media hora el hombre se paró y, cargando la bolsa sobre un hombro, se dirigió a la salida. Pero el bibliotecario le salió al cruce, interponiéndose en su camino.
¿Qué lleva ahí?, le preguntó, apuntando a la bolsa. El hombre, sorprendido, le dijo que eran cosas personales.
Perdone usted, pero lo he visto entrar con la bolsa vacía y por lo que veo ahora parece estar llena, le dijo, desafiante. El hombre dio de hombros.
Creo que usted se ha equivocado, la bolsa está tan llena como cuando he entrado, respondió el hombre, mirando la hora y dando a entender que estaba con prisa.
¡No, señor!, yo he visto bien lo que he visto y usted traía la bolsa doblada debajo de un brazo, insistió el bibliotecario y en seguida lo instó a que le mostrara el contenido. El hombre volvió a dar de hombros.
Bien, si usted insiste, pero desde ya le digo que son objetos personales que debo llevar a una joyería para que me los evalúen, respondió el hombre, y a seguir abrió la bolsa. Al bibliotecario se le hincharon los ojos del asombro; esperaba ver libros, libros robados de la biblioteca, sin embargo, veía alhajas de oro, coronas de diamantes, collares de perlas y otras joyas, resplandeciendo delante de sus ojos.
Perdón, dijo, después de carraspear.
Descuide, lo entiendo, pero se trata de joyas de la familia que por razones económicas debo deshacerme de ellas, con mucho pesar eso sí, explicó el hombre antes de marcharse.
3) Unos días después.
El hombre de la bolsa de lona no había vuelto a aparecer, en cambio muchos socios de la biblioteca habían acudido para quejarse de que varios libros presentaban fallas: simplemente les faltaban palabras; no que las hojas presentaran recortes o signos de que las palabras hubieran sido borradas, sino que los espacios correspondientes a las palabras faltantes estaban vacíos, como si no hubieran sido impresas. Algunos socios entretanto, que habían llevado más de una vez un mismo libro, corroboraron los desaparecimientos, con lo que un posible error de impresión quedaba descartado.
Mire acá, dijo un socio, mostrándole un libro de Somerset Maugham, en el cuento El collar de perlas, faltan todas las palabras "perlas".
Y lo mismo sucede con este aquí, dijo una señora, mostrándole una página del cuento Alí Babá y los cuarenta ladrones. El bibliotecario leyó: "Allí encontró ricas mercancías: telas de seda, , , monedas y . .
Está viendo, dijo el socio, faltan las palabras oro, plata y piedras preciosas.
En seguida el bibliotecario se vio cercado por veinte o treinta libros a los cuales les faltaban las palabras joya, alhaja, piedras preciosas, oro y diamantes, etcétera.
El bibliotecario, sin saber por qué, sospechó de inmediato del socio de la bolsa de lona; no tenía claro por qué, pero por las joyas que cargaba en las bolsas seguramente tendría algo que ver. La policía fue llamada y el bibliotecario les contó sobre las joyas. Buscaron en el libro de registro la dirección dada por el socio, pero al acudir a dicha dirección se encontraron que correspondía a un baldío.
4) Dos días después del incidente.
El hombre se acomodó la bolsa en el hombro y entró en la biblioteca. Al oír que alguien decía "buen día", el bibliotecario dejó de escribir y asomó los ojos por encima de los anteojos, era el hombre de la bolsa, esta vez la traía colgada de un hombro y parecía estar llena. Como de costumbre, cabeceó afirmativamente, pero lo siguió con la vista y cuando el hombre hubo entrado en uno de los pasillos, volvió a cabecear en su dirección, pero para los cuatro policías vestidos a la paisana que simulaban leer en mesas separadas. Ellos le devolvieron el cabeceo y continuaron la simulación. Al rato apareció el hombre, cargado de libros, ocupó la mesa más alejada de los cuatro lectores y dejó la bolsa al lado de sus pies. Mientras pasaba páginas como si no leyera sino como buscando determinada palabra, de vez en cuando levantaba levemente la vista. Una vez encontró al bibliotecario observándolo por encima de los anteojos y otra, la mirada puesta en él de uno de los otros lectores. No había que ser muy despierto para darse cuenta que estaba siendo observado, estaba claro que lo habían descubierto. Y tampoco eran necesarios muchos años de servicio como para que no se dieran cuenta que el sospechoso ya sabía que había sido descubierto, pensaron los policías, que de inmediato se pusieron de pie. El bibliotecario, al ver el movimiento de los policías los imitó, encaminándose a pasos largos hacia la mesa del sospechoso, que parecía estar agarrando algo de uno de los libros, pero enseguida lo vio desaparecer en el aire. Atónitos, los cinco se quedaron viéndose los unos a los otros con caras de perplejidad; entretanto se acercaron a la bolsa que había quedado al lado de la mesa y con sorpresa constataron, pues esperaban ver alhajas de oro, coronas de diamantes, collares de perlas y otras joyas, como les había contado el bibliotecario, que la bolsa solo contenía bollos de papel de diario, a modo de hacer bulto nada más. Claramente el hombre tenía la intensión de engañarlo, comentó el bibliotecario. Pero eso carecía de importancia delante del hecho sorprendente de haber desaparecido como por arte de magia. En eso pensaban mientras los cinco hombres pasaban las manos por el aire con la esperanza de tropezar con el cuerpo invisible del desaparecido. Hasta que el bibliotecario vio algo que lo dejó más atónito que un instante antes: al título de uno de los libros sobre la mesa, "El señor de los anillos", le faltaba la última palabra.
EL LADRÓN DE PALABRAS por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.