viernes, 4 de junio de 2021

LA ÚLTIMA COCA-COLA DEL DESIERTO



¡Sí!, estaba en lo cierto, nunca había sido una ilusión óptica. Allí, en medio del desierto, en medio de la nada de las nadas, en aquel inhóspito océano de arena y debajo de ese sol asesino y ese aire inflamado, había encontrado el asentamiento de una tribu de beduinos nómadas. 

   ¡Tanto que había sufrido durante días infernales y noches de hielo, pensando que caminaba atrás de un espejismo!, y, sin embargo, allí estaban las tiendas. Acarició la lona, las panzas de los camellos y la cabeza de unos chiquillos que lo recibieron saltando de júbilo a su alrededor, sintiendo que era lo mismo que tocar la gloria y la salvación. 

   Un viejo beduino barbudo, que estaba sentado detrás de una mesa repleta de quesos de cabra, frascos con yogurt fermentado, paquetes de cigarrillos y de café, cajitas de té y algunas pocas botellas de whisky, le preguntó, con una sonrisa de pocos dientes, qué se le ofrecía. 

   ¡Agua!, dijo el extranjero, escupiendo unos cuantos millares de granos de arena sobre la mesa y la cara del viejo. Éste se sacudió los granos de arena que habían caído en su tupida barba y, sin dejar de sonreír, le dijo que tenía algo mejor que agua, por apenas unos cuantos dólares más. 

   ¿Y qué es?, preguntó el extranjero, escupiendo los últimos cientos de granos que le quedaban en la boca. Esta vez el viejo beduino actuó con prudencia: se atajó con las manos del bombardeo de arena y después respondió: 

   Coca-Cola, _y señaló una hielera de telgopor_, pero solo me queda una lata de 250 ml., aclaró. 

   El extranjero pensó: "Entonces es cierto, no era un cuento; es verdad, la última Coca-Cola del desierto existe". 

   ¡Tome el dinero!, dijo, casi gritando mientras arrojaba los billetes sobre los productos, y enseguida, como exigiendo: 

   ¡La quiero! 

   El viejo guardó el puñado de dólares en una alforja y, estirando un brazo hacia la hielera, extrajo la dicha lata de Coca-Cola. 

   Tenga usted, amigo extranjero, la última Coca-Cola del desierto, dijo, con otra sonrisa. 

   El extranjero casi que se abalanza sobre la lata, pero apenas la tocó, la largó de inmediato: la lata hervía, como recién sacada de un horno. 

   ¡Pero esto está que hierve!, gritó, entre furioso y decepcionado. 

   El viejo beduino entonces se puso a hurgar en busca de algo debajo de la mesa, cuando lo encontró el extranjero vio que se trataba de un cartelito, que enseguida el viejo enterró en un queso de cabra, y en el cual estaba escrito: NO SE ACEPTAN DEVOLUCIONES, en seis idiomas. 

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LA ÚLTIMA COCA-COLA DEL DESIERTO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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UN NIÑO IDÉNTICO A OTRO NIÑO IDÉNTICO A ÉL



El dueño del kiosko de diarios leía las noticias al momento en que un niño que pasaba por allí le preguntó: 

   Señor, ¿no ha visto por aquí a un niño igual a mí? 

   El hombre pensó que o se trataba de una broma o ese niño tenía un hermano mellizo. Pero como estaba de mal humor, se le puso que era lo primero. 

   Lo estoy viendo en este exacto momento, dijo, con una voz llena de burla, y por detrás de la sarcástica respuesta, inmovilizó una sonrisa socarrona y se quedó mirando al niño, fijamente sobre el marco de los lentes. 

   El niño miró hacia todos lados, pero no como si buscara al otro niño idéntico a él, como el kioskero afirmaba estar viendo en ese exacto momento, sino como cerciorándose de que nadie lo veía o lo escuchaba. Entonces dijo: 

   Bueno, en ese caso puede decirle que un niño igual a él lo está buscando. 

   Las palabras del niño borraron al instante la risa burlona que aún conservaba el kioskero, que de inmediato empezó a ponerse colorado mientras la frente se le humedecía de un sudor repentino. 

   ¡¿Conque sí?!, dijo, como un perro bravo ladrando rabiosamente; bueno, siendo así te cuento niño-igual-a-otro-niño-igual-a-vos, que el niño que estás buscando está parado justo, justo ahí donde vos estás parado, ni un pulgada demás ni un centímetro de menos. 

   El niño volvió a mirar alrededor, y luego de un par de vueltas sobre sí mismo, como no viendo a ningún otro niño idéntico a él, pensó que el kioskero, aunque no lo pareciera, debía ser bizco o algo parecido y que sería una pérdida de tiempo seguir indagándole al respecto. 

   Bueno, de cualquier manera le agradezco, señor Clarence, dijo el niño, antes de dar media vuelta y seguir su camino. El kioskero tardó en darse cuenta que el nombre por el cual el niño lo había llamado no era el suyo, sino el del león bizco de la vieja serie Daktari. 

   ¡Maldito crío deleznable!, gritó, acompañado de un escupitajo rabioso, y enseguida largó el diario y saltó a la vereda, dispuesto a correr detrás del niño y gritarle en la cara que era un tremendo hijo de puta. Pero apenas salió del kiosko se detuvo en el acto: allí estaba él, parado en la esquina, conversando con otro niño exactamente idéntico a él. 

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EL MORIBUNDO


Faltaba poco para el final, sentía algo así como un irse alejando poco a poco de todo. 

   Le quedaba poco, sí; y se iba de esta para otra, quién sabe mejor o peor, inexorablemente. Y si bien era cierto que había hecho mucho mal también lo era el hecho de que los peores tormentos, no solo los físicos sino también los de orden espiritual, venían acuciándole, uno tras otro y sin tregua, desde que la vejez lo alcanzara. Por lo tanto, debía encontrar la paz para partir sin remordimientos ni culpas. 

   Pero esto solo es posible a través del perdón, dijo el moribundo, más para sí que para los que lo asistían en triste vigilia alrededor suyo.  

   No tenía tiempo qué perder, ya no; cada segundo valía oro. 

   Le hizo señas a su secretario particular para que se acercara y le encomendó la tarea de hacerle llegar a la mayor brevedad posible al único desafecto que había tenido en la vida, y aún tenía quién sabe hasta dentro de cuanto, su pedido de perdón. 

   Sí, mi señor, contesto el secretario, y en el mismo instante salió del aposento, dispuesto a cumplir su difícil misión. Y cuando, una hora y algo después, regresó el desafecto, otro viejo bichoco, pero que podía caminar por su cuenta, vino con él. 

   El viejo se acercó al moribundo, que trataba de decirle algo a través de palabras apenas audibles y se inclinó sobre él a fin de poner un oído junto a sus labios, pero, para espanto de todos los presentes, un instante después, resbalando lentamente, cayó al piso con ambas manos agarradas alrededor del cabo de un puñal clavado en el abdomen. 

   Entonces el moribundo, con las últimas fuerzas que le restaban, se asomó al borde del lecho de muerte y, mirando fijo a los ojos del otro, le dijo, esta vez bien audible: 

  Ahora sí ya puedo partir en paz. 

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MIDAS Y EL ARTEFACTO DE PODER

 

   

   Mmm... Conque todo que lo que toque se convertirá en oro... ¿Estás seguro de lo que dices? Midas no miraba al genio cuando dijo esto, sino que continuó adorando el objeto mágico que aún estaba en las manos del genio, porque lo deseaba más que nada en el mundo; no obstante, mientras en su interior mantenía una aguerrida batalla contra los nervios y la ansiedad, aparentaba una imperturbable serenidad. 

   ¿Cualquier, pero cualquier cosa?, insistió, no conforme con lo que ya le había dicho el genio. 

   Sí, mi rey, ¡todo!, reiteró el genio.   

   Lo quiero entonces, dijo Midas, estirando los brazos de manos abiertas, dedos ansiosos y uñas de rapiña hacia el objeto adorado, que según el genio le daría todo el poder del mundo a quien lo poseyera. 

   Al primer contacto, Midas experimentó una especie de choque eléctrico dentro de su ser que lo obligó a cerrar los párpados por un instante. Cuando los volvió a abrir ya nada fue lo mismo. 

   Después de ese nuevo despertar, se quedó durante un largo tiempo sin moverse, abrazado al preciado objeto. 

   Midas pensaba, ajeno a lo que sucedía a su alrededor, a su esposa, próxima a él, al eco de los pasos del genio sobre el piso de mármol, retirándose del palacio, al murmullo de las damas y los caballeros de la corte que lo rodeaban y al vocerío callejero que penetraba por los amplios ventanales, en cosas importantes. 

   Midas pensaba en los males del mundo; en las enfermedades y en los dolientes; en los enemigos, en la muerte y también en una cura instantánea para lo pernicioso y para todo aquello que abarcara lo que él, únicamente él, considerase negativo y contrario a su manera de ver las cosas, pero sobretodo pensaba en lo que le suponía una enorme incomodidad; éso en primer lugar, antes que la transformación en oro de lo maligno y lo infame en todo el planeta. 

   Midas salió de aquel éxtasis que lo había atrapado al primer contacto de sus manos con el mágico artefacto, sintiéndose ya no más un rey sino un dios: el Dios Midas. 

   Después, elevando aquello que consideraba un tesoro inestimable a la altura del pecho, se acercó a su esposa y le dijo: 

   Mira, mi señora. Palabras en verdad innecesarias, porque su esposa ya tenía los ojos sobre el tesoro, exactamente el mismo tiempo que él llevaba contemplándolo. 

   Estaba como hipnotizada. Eso pensó Midas, llegando un poco más cerca. 

   Y más cerca. 

   Y más cerca todavía. 

   Y un poco más...   

   Y cuando estuvo tan cerca al punto de sentir el calor de su piel, Midas sostuvo en la mano izquierda el artefacto de poder mientras que la derecha fue extendiéndola muy, pero muy lentamente paralela al antebrazo izquierdo de su hipnotizada esposa, y cuando la tuvo a la altura del codo, muy, pero muy suavemente, lo rozó con los dedos, como cuando eran novios y ese gesto significaba algo muy distinto que ahora. 

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martes, 1 de junio de 2021

EL PASTOR DE OVEJAS



Cuando el pastor de ovejas se enteró, en la página cinco del primer capítulo, que la hija del rey, de la cual estaba perdidamente enamorado, aceptó casarse con el príncipe heredero del reino vecino, por un lado sufrió como sufre todo enamorado pero por otro no tenía cómo no agradecerle al autor, Benjamín Arbelloa, que se lo hiciera saber luego en el inicio. De modo que si él (el escritor) tenía pensado continuar haciéndolo sufrir como un perro hasta el final del libro, pues se quedaría con las ganas. 

   El pastor esperó pacientemente que Benjamín Arbelloa se ausentase por un momento. No faltaba mucho, estimó, pues el escritor ya presentaba signos de cansancio: bostezaba y cada vez con más frecuencia arqueaba el cuerpo, a fin de estirar los músculos. Cuando finalmente el escritor abandonó la escritura, el pastor saltó de la página rápidamente y se puso a arrastrar el cuaderno con todas sus fuerzas hasta hacerlo llegar a la chimenea humeante, donde lo condenó a las cenizas del olvido.

   Después buscó refugio en uno de los tantos libros apilados en la biblioteca. 

   Por su mente vagaba la esperanza de encontrar un amor verdadero en uno de ellos. 

   Pero ni siempre las cosas salen como uno lo planea, o como suele decirse: una cosa es lo que piensa el burro y otra, el que lo arrea. La cuestión es que el pastor era analfabeto, con lo que, de haber leído la contraportada, jamás se habría metido entre la hojas de "El llano en llamas", de Rulfo, donde, en cualquiera de los cuentos en que haya caído, muy bien no le irá. 

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lunes, 31 de mayo de 2021

LOS PERSEGUIDOS


 

1 - EL PERSEGUIDOR 

Los pasos son como deben de ser, dada la situación: sigilosos. 

   Nunca se sabe, susurra muy bajito. 

   Y los movimientos, milimétricamente calculados. Cualquier vacilación puede ser el principio del fin. ¿Quién puede saber con exactitud adónde se dirige, si la respuesta está en cada próximo paso?

   Es cierto, sabe que perseguir y ser perseguido no se debe únicamente a que uno va atrás de otro, muchas veces el que va detrás es el que está siendo conducido por el perseguido, adonde él tiene más ventaja. ¿Entonces, quién es realmente el perseguido: él, yo, o ambos lo somos?

   Lo que ha de suceder, sucederá, es una ley ineludible, como la muerte... Y tal cual ella está presente en todos lados, para cualquiera, vuelve a decir casi inaudible mientras sigue adelante. 


2 - EL PERSEGUIDO 

Tropezó de nuevo. El ruido producido se multiplicó escandalosamente en algunos ruidos idénticos que salieron rebotando contra los paredones del profundo desfiladero hacia todos lados. 

   Se detiene. Tiene ganas de maldecir pero se contiene, apretando con fuerza las mandíbulas. 

   Una piedra irregular, que no se acomoda ante el peso del paso sino que se desliza, choca contra otra y, trabándose en ésta, el tropezón se anuncia con demasiado ruido. 

   Es lo que sucedió.

   Debe tener más cuidado; tiene que mantenerse sereno, es necesario que así sea.  

   Se vuelve... No ve al otro. 

   Por un lado éso le parece bueno, ya que supone una ventaja; pero por otro lado, en ese mundo por donde se mueven, ocultarse a metros sin ser visto es bien factible. Entonces no se siente tranquilo. 

   Sigue mirando hacia atrás. 

   Estudia la huella pedregosa por la que ha estado viniendo. Por veces el camino, que parece una culebra, se pierde en un recodo, imperceptible en aquel todo-igual-de-piedra, para reaparecer, un poco más allá, y continuar siendo más de lo mismo hasta el próximo recodo.

   Allí siempre se ve lo mismo, se mire desde el ángulo que se mire: piedra, piedra y más piedra. Piedra atrás, adelante y alrededor, haciendo del mundo que ha quedado afuera apenas un montón de recuerdos, que lo mejor es evitarlos. 


3 - EL PERSEGUIDOR 

Se detiene en seco: algo más se mueve... 

   Ha oído un ruido y éste ha rebotado, como un eco, unas pocas veces... ¿De hombre o de animal, o es solamente un pedazo de roca desprendido? Le gustaría saberlo. Por ahora es solo un ruido, producido no muy lejos. 

   Tal vez sea la costumbre de oír hasta lo que no hace ruido. Apenas mueve los labios para decir esto. 

   Mira con atención en derredor pero con más atención a lo que hay adelante. Cada detalle merece una mirada exhaustiva. 

    Solo hay rocas hasta perderse de vista, mire para donde se mire. El cielo, en lo alto, donde terminan los dos colosos de piedra es una lonja azul retorcida, igual al camino serpenteando el roquedal. Allá arriba las crestas de las cimas son de un marrón claro, pero acá abajo es distinto: una sombra omnipresente se extiende a lo largo del día y que se vuelve noche antes que arriba. Después de tres días allí dentro sabe que es así. 


4 - EL PERSEGUIDO 

Nunca mira seguido para el cielo, ni por mucho tiempo. Le da vértigo hacerlo. Le pasa como cuando era niño y se pasaba horas acostado en la hierba mirando como hipnotizado el cielo. 

   En un momento todo se invierte y entonces ya no se siente estar abajo sino arriba, flotando. Entonces los ojos ya no ven el cielo como cielo, sino como las aguas de un océano infinito. Nube que pasa boyando en el eterno azul es cualquier cosa menos una nube, toda forma corresponde a algo concreto, siempre, como las manchas en las paredes y el cielo raso; que la corriente imperceptible se lleva hacia más allá de los ojos, donde la curvatura de la tierra muestra el límite último del horizonte y se traga todas las formas. 

   Él lo sabe, desde niño lo sabe. Pero ahora es distinto. 


5 - EL PERSEGUIDOR 

No mira el cielo porque lo que busca no vuela; también sabe que después de haber intentado apresurar el paso, sin conseguir más que tropiezos traicioneros por un par de metros, se mantendrá caminando con especial cuidado de no dejar huellas. Lo que no es difícil dado que allí, menos el aire y la luz, todo es piedra. 

   Sus ojos van y vienen, deteniéndose en formas parecidas a otras formas. Nada. Ningún movimiento, ninguna forma que no parezca hecha de piedra. Mira bien cada roca, cada hueco; no puede correr el riesgo de distraerse con ninguna abstracción, pues de los sentidos en alerta constante dependerá la luz de un día más.


6 - EL PERSEGUIDO 

Está arrepentido de no haber seguido por la selva, pero fue la distancia, mucho mayor, y los tantos peligros a que se está expuesto allí, que lo hicieron tomar el atajo por el desfiladero. Ahora duda sobre la elección tomada. 

   Mucho ha oído hablar de este pasaje entre la montaña, desde siempre, pero una cosa es oír hablar y otra muy diferente conocerlo de cerca. 

   ¿Qué pensará él? Seguramente algo parecido.

   Se vuelve: nada se mueve. Retoma el andar. 

   No saber cuánto falta para la salida es lo que lo desespera, éso y ser alcanzado. Pero sabe bien que tampoco la encontrará hoy: allá en las alturas, el azul del cielo se está volviendo más azul. 

   Tengo que buscar un rincón seguro, una grieta en las paredes rocosas, donde esperar la luz de mañana, fue lo último que pronunció tan inaudible como en las otras veces que dijo algo. 

   De allí en más solamente hablará en pensamientos. 


7 - EL PERSEGUIDOR 

Mira, a la distancia, lo que hay por delante. A veces da mareo mirar todo igual, como en el desierto, como en medio del océano las rocas. Piedra y solo piedra, y el camino que sigue, culebroso, perdiéndose por momentos entre los paredones rocosos, para reaparecer luego allí; y de "luegos allí" está harto. 

   El camino siempre le está pareciendo sin final, infinito; donde solo él se mueve... porque del otro... ni señal de vida hasta ahora; y ésto, su ausencia, es una perturbación constante. 

   Cualquier lugar es potencialmente un lugar de emboscada. 

   Abre bien los ojos, para las orejas, huele el aire. Todo es piedra, todo es quietud, menos el hilo de cielo donde terminan los paredones, donde se ven algunas nubes pasando. 

   La noche ya cae, inexorable. Sus ojos buscan por una grieta.  


8 - EL PERSEGUIDO 

Se ha decidido por una, entra a la grieta y se acurruca en lo más hondo que puede, donde no llega la luz de las estrellas. 

   ¿A que distancia será que se encuentra? Dudo que él conozca este atajo. En este caso estamos a la par, por todo lo demás estoy en plena desventaja: no dispongo de ninguna arma; a no ser una piedra, pero que es una pedrada comparada a una bala, con más alcance y velocidad. 

   A no ser que... 

   El sueño lo agarra pensando en lo que se le acababa de ocurrir momentos antes. 


9 - EL PERSEGUIDOR 

Está recostado sobre la pared, la noche ya se ha tragado todas las formas, todas las tonalidades del marrón predominante allí. Solo se oyen el siseo rumoroso de la brisa contra las aristas de las rocas y su respiración, nada más.

   Tiene sed, hambre, cansancio... Él lo aguanta todo, está hecho para ello, pero ¿hasta cuándo...? Y el otro, ¿hasta dónde también?

   Sobre esto aún piensa cuando el sueño lo vence. 


10 - EL PERSEGUIDO 

La luz ha clareado todo ya, desde hace rato. Cuando despertó todavía estaba oscuro, y desde entonces ha permanecido hecho un ovillo en el fondo de la grieta, como un perro asustado, los ojos fijos más allá de la salida: en el camino. 

   En cualquier momento de hoy o de mañana, a más tardar, o de pasado mañana, que sea, no importa cuánto tenga que aguardar, aguantando la sed y el hambre, lo verá pasar, y entonces todo terminará. Sí, todo terminará cuando lo vea pasar y seguir, en un avanzando ciego atrás de una ilusión, porque cuando crea que ya está tan lejos que ni volteándose pueda verlo, ahí, justo ahí, saldrá de la grieta y volverá por donde ha estado viniendo. 

   Esto es lo que se le ha ocurrido anoche al perseguido, y sobre lo que se ha quedado pensando hasta que el sueño lo agarró, y en lo que seguirá pensando hasta que su perseguidor pase por él. 


11 - EL PERSEGUIDOR 

Cuando las formas empiezan a insinuarse, sale de la grieta. Escruta hacia adelante, el camino ya se destaca entre el roquedal, lo suficiente para devolverle una imagen de piedras milenarias, pero no ve al otro. Ya esperaba por ello, pues nunca lo ha visto, solo su rastro hasta en la entrada del desfiladero, donde se ocultó en las rocas. 

   ¿Y si no ha agarrado por el desfiladero? ¿Y si es tan bueno para huir como él lo es para perseguir? Acepta esos pensamientos con movimientos de cabeza. 

   Entonces se acomoda el fusil y avanza... pero en sentido contrario. 

   Ese ya está muerto, dice, por primera vez no cuidándose en bajar la voz. Eso fue lo último que dijo antes de volver por donde había venido, el perseguidor. 


12 - EL PERSEGUIDO 

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CADÁVER DE AMOR




Voces exaltadas, como de discusión, lo despertaron. Osvaldo pensó que aquello se había producido en su inconsciente, pero por más que se esforzaba no conseguía recordar ningún sueño, incluso no estaba seguro que hubiera soñado. 

   Nuevas voces, como furiosas, volvieron a hacerse oír. 

   Pero ¡qué carajo!, es por acá, exclamó sorprendido. 

   La queja tenía su porqué: él era el único inquilino de aquel edificio recién inaugurado. 

   ¿Será que alguien más se ha mudado sin que yo me diera cuenta?, se preguntó. 

   Imposible, desde la mudanza por la mañana no había despegado un pie del departamento; al final, el edificio estaba compuesto de dos plantas, la baja y la alta, con cuatro apartamentos en cada. Además, como estaba apartado de la ciudad, hasta una carretilla siendo empujada en la calle se oiría claramente. 

   Intrigado, salió al pasillo. 

   Las voces habían cesado, pero por las dudas continuó hasta la planta baja, donde solo el silencio le hizo compañía durante el rato que se mantuvo por allí. 

  No más retornar, a los cinco o seis escalones, el diálogo (es lo que se le había ocurrido) recomenzó, algo alterado esta vez. 

   Venía del primer piso. 

   Subió corriendo la escalera y ya en el último escalón oyó un alarido que lo hizo parar en seco. El alarido (un "nooo..." prolongado) rápidamente perdió intensidad, como si el autor se estuviera alejando; y un instantes nada más, una voz, claramente de mujer, gritó: "¡Dios mío!". Después todo volvió al silencio de siempre. 

  Anduvo una media hora, golpeando y llamando a las puertas de los otros siete departamentos, sin obtener respuesta. Él continuaba siendo el único inquilino. Pero aún insatisfecho, salió a la calle, donde solo oyó el motor de unos pocos vehículos en la distancia, ladridos distantes y unos maullidos provenientes de algún tejado cercano. Descartando eso, solo la soledad de la cuadra, y ni señal de alguna pelea doméstica, como había supuesto.  

   Por la mañana, muy temprano aún, apareció Marta, su novia. A pesar del calor que ya hacía a esa hora, en ese enero caluroso, su cara estaba helada, como el beso que apenas alcanzó a rozar sus labios. 

   Pero ¿qué haces a esta hora, Marta; no combinamos en ir a comprar el resto de los muebles a eso de las diez? 

   Sí, sí... lo que pasa es que... 

   No le olió a nada bueno aquella interrupción en medio de la frase. 

  "¿Qué tiene, Marta?" "¿Por qué está pálida?" "¿Será que la mamá... o el padre...?" 

   ¿Qué pasa, Marta?, preguntó, al fin. 

   Mira, lo he pensado bien y no me quiero... no me quiero casar más. 

   Aquella respuesta le cayó como un balde de agua fría. 

  "Tiene otro, con seguridad" "¿Será un compañero?" "A que tiene auto nuevo, el hijo de puta". 

   ¡¿Acaso tienes otro, es eso?! 

   No. 

   ¡¿Un compañero de trabajo, el novio que tenías antes?! 

   No. 

   ¡Ya sé, tiene un auto auto, o mejor, tiene plata! 

   No, no es nada de eso... lo que pasa es que... es que... 

   ¡Dale, desembucha todo de una vez! 

   Lo que pasa es que... es que descubrí que no te quiero. 

   (Cuando alguien dice "no te quiero", no hay vuelta que darle ni con qué hacerle. El "no te quiero" será definitivo e inapelable, y cualquier pregunta que se haga no encontrará ninguna respuesta). 

   Él miró para el departamento a medio amueblar y lo imaginó cómo se hubiera visto esa misma tarde, con el resto de los muebles que hubieran ido a comprar juntos; y también cómo estaría dentro de una semana, con ellos dos abrazados como hubieran estado en el sofá de color beige que habían visto en la tienda del centro ayer por la tarde y el cual habían combinado comprar hoy; y también lo imaginó dentro de un año tal vez, cuando hubiera nacido el primero de los tres hijos que pensaban tener. Pero estos pensamientos se los guardó para sí. 

   De pronto, como si lo que acababa de pensar se le apelotonara en la garganta, se sintió sofocado, necesitaba respirar aire fresco. Necesitaba, sobretodo, olvidar. 

   Segundos después un "nooo...", bien alto y prolongado, salió por la ventana y se desparramó por toda la cuadra, y detrás, un "¡Dios mío!", claramente gritado por una voz femenina, rasgó la mañana. Una mañana donde un gran amor que pudo haber sido pero no fue se había partido en dos: una mitad desangrándose en la vereda mientras la otra mitad, en un tardío gotear de lágrimas, quizás de arrepentimiento, encharcaba su cadáver. 


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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...