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martes, 25 de agosto de 2020

LA MUERTE Y LA LOCURA

 

I- EL FIN DE LA GUERRA

Después de veinte sangrientos años la guerra, al fin, había terminado y los habitantes de la aldea, a medida que el contingente que sobró del conflicto regresaba, empezaban a sentir la falta de su rumor como no lo habían sentido por el de la paz cuando comenzó la contienda. Todavía, por algunos días, vieron aparecer, pasar y desaparecer al diezmado ejército vencedor, y en unos de esos días al propio rey, una sombra moribunda casi cadavérica, ahora envejecido y demacrado. Su otrora melena dorada se había transformado en un escaso enmarañado gris cayéndole en jirones sobre los hombros huesudos y caídos; su semblante, antes recio y varonil, era ya una pálida máscara, pétrea y rústica, surcada por cicatrices de guerra y las huellas imperdonables que el tiempo impiadoso deja al pasar; en el medio de las cuencas arrugadas y ennegrecidas sus ojos, dos opacos puntos grises, parecían estar viendo la muerte, aún cuando miraba a los vivos. Junto con la última carroza llevando heridos, se les fue el sentido de todo. En vano esperaron horas, días enteros, por alguna comitiva tardía, pero ya todos los que tenían que regresar lo habían hecho. Tan acostumbrados estaban a hablar sobre la guerra que, al no ver más por los caminos a los batallones de refuerzo marchando orgullosos a la guerra ni las catapultas que tanto les gustaba ver pasar; a ningún guerrero mercenario dispuesto a vender muerte por oro ni a ningún mensajero cabalgando hacia el conflicto o viniendo de él; ni a gente huyendo del horror o a heridos volviendo a sus hogares que, al detenerse por un poco de agua, relataban distintos episodios sobre la pesadilla carnicera del otro lado de las montañas, se habían olvidado de hablar de cualquier otro asunto. Fue como si se les hubiese trabado la mente y trabada ella, la lengua también. Desde entonces en la aldea solamente se escucharon los ladridos de los perros y las voces de los otros animales que les hacían compañía durante el día y los aullidos de los lobos y el ululato de las lechuzas por las noches. Las gallinas, los cerdos, las vacas, las ovejas y los pájaros no los distraían más y la compañía de gatos y perros les daba igual. Nada acudía a sus mentes paralizadas para rescatarlos del vacío existencial que el fin de la guerra había dejado dentro de su ser. 

II- LA DESCONOCIDA 

En esa nulidad existencial estaban cuando sucedió que una mañana, mucho después del paso postrero de la última carroza con heridos, apareció en la aldea una mujer enferma y maltrecha; sucia de barro y de sangre, y claramente fuera de sus cabales. La llegada de la pobre desgraciada pronto los sacó de su modorra mental. Mientras socorrían a la pobre desgraciada, unos trayendo agua y otros aprontándose para hacerla llegar al reparo, ponían los asuntos acumulados en los meses que llevaban de mudez autoimpuesta al día. La mujer quemaba de fiebre y deliraba y vez por otra balbuceaba palabras ininteligibles que nadie podía entender qué significaban. Velkan, adelantándose a todos, se ofreció para trasladarla a su choza con la ayuda de su esposa Ileana, que junto a otras mujeres, cargaron a la desconocida. Toda la aldea los acompañó hasta su hogar, donde permanecieron exprimiéndose en la puerta y en las ventanas de cuello estirado. 

   Velkan y las mujeres improvisaron un lecho con trapos viejos y paja en un rincón, cerca del horno de barro para que se mantuviera caliente. Cuando terminaron, Velkan salió y pidió a la muchedumbre que dejara pasar a la curandera para que pudiera entrar para tratar a la mujer, después mandó a todos a sus chozas. Después Velkan cerró las ventanas y la puerta y se sentó del lado de afuera, los oídos atentos a lo que sucedía adentro. 

   De manera que gracias a la desconocida, el día, que desde el amanecer se parecía a otro día de pesadumbre en el alma, se transformó, como por arte de magia, en un escenario de algarabía contagiosa.  

   Al retornar a sus hogares los hombres se pusieron manos a la obra, limpiando los corrales, arreglando cercas y cortando el pastizal, que ya había crecido a la altura de las ventanas y en algunos casos obstruía el paso en las puertas, ya casi entrando en las chozas. Las mujeres, a su vez, empezaron a sacar lo que estaba sucio y amontonarlo en los patios. Los niños correteaban y jugaban como si fuera la primera vez que lo hacían en su corta vida, dado que también habían asimilado el silencio de los adultos. 

   Entretanto en la choza de Velkan, las mujeres se dedicaron a quitarla la mugre a la extraña. Mientras la bañaban otra mujer muy diferente a la que acababa de llegar iba apareciendo poco a poco delante de sus ojos; detrás de la costra endurecida de barro y sangre había un rostro hermoso y sus cabellos, antes tiesos, se transformaron en una hermosa cabellera rizada y negra como el azabache. La hermosura delante de sus ojos asombrados dejó a las mujeres boquiabiertas. Su tez levemente aceitunada, sus rasgos finos y los labios carnosos les hizo pensar que sin duda se trataba de una princesa, a pesar que la misma hija del rey, que algunas habían visto una vez, no encajaba en los moldes que ellos imaginaban ser propios de una princesa, puesto que era rechoncha y de claros rasgos porcinos y al caminar lo hacía con la falta de gracia de las ancas de las mujeres acabadas de parir. Velkan a su vez, cuando lo dejaron entrar, quedó tan deslumbrado ante la hermosura de la desconocida que de inmediato sintió algo inexplicable dentro de sí que ya nunca más le permitió volver a ser el mismo de siempre. 

   Gracias a los cuidados dispensado por Ileana, unos días después, la fiebre delirante pasó y la mujer pudo abrir sus ojos, grandes y oscuros como la noche, y de inmediato su mirada enigmática la transformó en una reina de belleza sin igual. Sobre reinas sí sabían algo, porque una vez habían visto el rostro de la esposa del rey, aunque por un breve momento, cuando de pasó por la aldea asomara su cabeza de la litera para respirar un poco de aire puro, y fue como si en aquel día la aldea hubiera sido iluminada por dos soles al mismo tiempo, tamaña la belleza que la reina poseía. Pero esta mujer era la luz de cuatro soles juntos, que alegró el día de mujeres y niños y quemó los corazones de los hombres, haciendo que su imagen no se les fuera nunca más de la mente y se apropiara de todos sus pensamientos. 

III- ALINA 

Por medio de señas las mujeres consiguieron que ella les dijera su nombre: Alina. Ahora los hombres tenían un nombre para ponerle a sus sueños libidinosos, porque desde que la vieron cómo realmente era, todo aquello que no fuera ella pasó a parecerles feo y sin gracia. Hasta sus esposas dejaron de atraerles, sin embargo, las poseían con una pasión jamás demostrada, ya que imaginaban ser Alina a quien tenían en sus brazos, y si ellas se dieron cuenta de ello o no, nada dijeron. 

   Como era de esperarse Alina también provocó que los demás hombres empezaran a ver con malos ojos a Velkan y a envidiarle la suerte de tenerla bajo su protección, siempre encontrando una disculpa, casi nunca creíble, para acercarse a su choza. Él, por su parte, se tornó hosco y esquivo y se le dio por mantener puertas y ventanas siempre que podía totalmente cerradas, y cuando salía de su hogar era cosa de unos pocos minutos. A no ser que Alina lo hiciera, en ese caso parecía un perro guardián. Ileana, como es lógico, no dejó de notar en su marido el cambio de comportamiento y empezó a irritarse con él porque se pasaba casi todo el tiempo hablando con Alina, llenándola de halagos y atenciones (aunque sin entenderse mutuamente porque ella, más que decir su nombre, seguía hablando en su idioma y no entendiendo casi nada del idioma de los aldeanos). 

   Una mañana Ileana, al despertarse, pescó a Velkan tocándose las partes íntimas mientras espiaba a Alina, que dormía plácidamente, y empezaron a discutir, despertando con sus gritos a Alina y a su pequeña hija que, rápidamente, fue a refugiarse en sus brazos. La discusión fue tomando tintes violentos, hasta que en un dado momento ambas vieron con horror cuando Velkan se abalanzó sobre Ileana y la empujó con violencia contra el horno, donde los troncos astillosos que sobresalían de la boca se le incrustaron en la espalda, haciendo que muriera casi instantáneamente. El llanto histérico de la chiquilla y los gritos de horror de Alina atrajeron a todos los aldeanos, curiosos por el tremendo alboroto. Para cuando el gentío se asomó a la choza, Velkan tení­a su espada en la mano y los miraba con fiereza. 

   Uno de los que acudieron, llamado Razvan, adelantándose a las horas venideras cuando Velkan se quedara a solas con Alina y la hiciera suya, sacó su espada y en una acción demente le asestó un golpe mortal a su esposa, parada a su lado, y a los gritos exigió su derecho también a la posesión sobre Alina. 

IV- LA MALDICIÓN

Alina, que no entendía el motivo por el cual los dos hombres habían asesinado a sus esposas, miraba atemorizada la siniestra escena acurrucada en un rincón, como perro ante la inminencia de las fauces de los lobos, aferrada a la pequeña chiquilla que pataleaba y gritaba como un animal herido. De pronto, la chiquilla se soltó de sus brazos y salió corriendo hacia el bosque gritando como una loca. Los otros hombres, presintiendo que los dos asesinos serían los únicos a disputarse el amor de Alina, tan enloquecidos como ellos, empezaron también a acuchillar a sus esposas. Entretanto algunas, igual que la hijita de Velkan, consiguieron huir al bosque con sus hijos a la rastra. Los hombres ni se importaron con ello y se abalanzaron sobre Alina, arrastrándola al patio donde la ataron a un tronco. Luego se pusieron a discutir acaloradamente, ideando un acuerdo irracional y discutiendo los términos por los cuales uno solo se quedaría con Alina que, conmocionada por los siniestros acontecimientos, con temor en los ojos veía cómo la señalaban a todo momento con gestos nerviosos; y poco después, pareciendo haber llegado a un consenso, los vio alistar las carrozas y partir por el camino por donde ella había llegado unos meses antes, dejándola sola con sus miedos y temores. 

   Ajena al sórdido pacto, Alina temió haber sido dejada para ser comida por los lobos al caer la noche, pero horas después los hombres volvieron con las carrozas cargadas de piedras. Enseguida, empezaron a levantar un muro circular, continuo y sin entrada, alrededor del tronco. Cuando llegaron a la altura de los hombros, Velkan saltó adentro para liberarla y al hacerlo pasó de propósito sus manos sucias por sus senos, con lo que los otros hombres protestaron; de modo que, mascullando una maldición, la liberó de las ataduras y saltó afuera. Después de algunos empujones y unas cuantas amenazas, continuaron a levantar el muro tres metros más. Alina se dejó al piso y se echó a llorar la desdicha de su amargo destino. Sobre su cabeza unos troncos cruzados en la abertura debajo de pesadas placas de piedra sellaron su incierto destino. Se le ocurrió a la pobre Alina que la habían tomado por una bruja, aunque no recordaba haber tomado ninguna actitud que los llevase a conjeturar tal equívoco. Poco después por entre los troncos y las piedras de la techumbre unas pieles y un cuenco vacío le cayeron sobre la cabeza y al rato, por entre las juntas de las piedras, introdujeron un tubo de caña donde empezó a correr un hilo de agua; más tarde por otra hendidura un poco mayor le pasaron un pedazo de carne asada. Alina lloró todas las lágrimas del mundo y cuando las últimas gotas de lágrimas terminaron de caer por sus mejillas, repudió a los dioses e imploró a todos los demonios, rogándoles que lanzaran una maldición sobre aquellos hombres sin dios. 

   Durante días y noches eternas los hombres continuaron con su encarnizada lucha a muerte, todos contra todos, interrumpida apenas por una pequeña tregua al anochecer con el tácito acuerdo del cese total de las hostilidades, momento en que le hacían llegar agua y alimento a la cautiva; después cada uno se hundía en la espesura donde cada cual se ocupaba de cazar, cuidar el pellejo y matar al que se le cruzara por delante. Mientras tanto, Alina observaba, a través de las hendiduras, cómo a cada noche alrededor del fuego cada vez quedaban menos hombres. 

   Había llegado el momento de actuar. 

   Cuando el silencio alrededor le decía que los hombres no se encontraban cerca, Alina trepaba hasta la cima de su cárcel circular donde, cada día un poco, con cuidado empujaba una de las piedras. Así fue que en unos cuantos días consiguió abrir un espacio suficiente para poder pasar.  

V- MUERTE Y LOCURA

En la noche elegida para la huida, Alina aprovechó el descuido de los hombres al momento de asar la carne para trepar hasta la cima y descender con cuidado por el flanco opuesto, y silenciosamente escabullirse en la oscuridad; y cuando estuvo lo suficientemente alejada como para que sus pasos no fueran oídos por los hombres, empezó a correr rumbo a su libertad. 

   Y así, sin saber que estaban matándose los unos a los otros por una ilusión, los hombres continuaron con su lucha encarnizada día tras día, absortos en su irracional ceguera. Cualquier noche restarían apenas dos alrededor del fuego, los dos últimos hombres sin dios que habían asesinado esposas y perdido a hijos enceguecidos por la belleza hipnótica de la enigmática Alina. Esa noche se mirarían sin hablar, los pensamientos puestos en Alina, creyentes de su presencia del otro lado de las piedras, y se entregarían a la aniquilación del otro por última vez, cientes que para uno estaba reservada la muerte, pero ignorando que al sobreviviente le esperaba solamente la locura.

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LA MUERTE Y LA LOCURA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

miércoles, 12 de agosto de 2020

LOS DIOSES

  


I-

Largas llamaradas levantadas por los remolinos del viento helado sobre la hoguera, en la entrada de la cueva, deformaban las sombras proyectadas sobre las paredes oscuras de los hombres que, a cada tanto, se acercaban para juntar un poco de brasas con un omóplato de bisonte. Cuando retornaban al centro de la cueva, arrojaban las brasas en un círculo de piedras donde hombres y mujeres, alrededor del fuego acogedor, discutían sobre la estrategia de caza del día siguiente. De pronto y por un breve momento, un rayo silencioso iluminó la oscuridad más allá de la entrada, llamando la atención de todos. Alarmados, las mujeres se arrinconaron abrazadas a sus hijos y los hombres, tomando sus lanzas y cuchillos de obsidiana, corrieron a la estrada, justo cuando la luz misteriosa ya se extinguía detrás de la espesura del bosque. Nadie dijo nada, apenas permanecieron con expresión incomprensible mirando hacia el punto impreciso donde desapareció la luz. Un momento después, al jefe de la tribu Montaña Azul le pareció que el rayo silencioso podría tratarse de un signo de mal augurio venido desde el infinito estelar. 

   De todas maneras al amanecer iremos a investigar, dijo al fin, y los demás hombres concordaron. 

   Arroyo Zigzagueante, su compañera, se acercó y le sugirió que consultase lo sucedido con el chamán. 

   El chamán reposaba debajo de un montón de hojas para protegerlo del hollín. Montaña Azul descubrió la calavera amarillenta y la puso sobre una piedra cerca del fuego. Pero las cavidades de las cuencas despidieron un mensaje de luz anaranjada y tremulante que nadie consiguió interpretar. 

   El chamán ya duerme el sueño eterno, nada nos puede decir, dijo Hueso Blanco, el segundo en importancia en la tribu. Montaña Azul, Arroyo Zigzagueante y los demás concordaron.

   Hueso Blanco está cierto, el poder de ver lo que se esconde a los ojos se fue con él y ahora debemos interpretar las cosas del mundo y del cielo por nosotros mismos, dijo Montaña Azul. 

   Después de sus palabras echaron más brasas al círculo de fuego y se recogieron a sus rincones, acurrucándose debajo de las pieles de animales salvajes.   

 II- 

El sol bendecía la tierra con los primeros rayos cuando los hombres de la tribu emprendieron la marcha, internándose en la espesura boscosa, siguiendo el curso del río que cortaba el bosque como una cicatriz sinuosa. Cerca del mediodía llegaron a la Gran Roca, una inmensa placa de piedra caliza en un recodo del río, donde pescaron algunos peces.

   Después del almuerzo reanudaron la marcha por una senda entre los altos árboles que los llevaría hasta donde creían que estaría aquello visto la noche anterior. A media tarde dieron con lo que habían venido a ver. 

   Allí estaba, en un claro del bosque, una nave plateada reflejando destellos luminosos sobre la arboleda circundante, silenciosa y amenazadora. Los hombres se quedaron escondidos entre los árboles, esperando que alguien saliera. 

   El crepúsculo ya anticipaba la noche oscura cuando, a un costado de la nave, se abrió un portal, del cual deslizó una escalera de luz hasta tocar el suelo. Entonces los vieron: un hombre y una mujer, vistiendo atuendos inconcebibles, aparecieron en la entrada luminosa y bajaron escrutando las primeras estrellas que ya empezaban a poblar el firmamento. En sus manos sostenían extraños artefactos que despedían destellos luminosos que enseguida elevaron al cielo, en clara intención de enviar señales. Eso fue lo que interpretó Montaña Azul, que inmediatamente ordenó el ataque.

   ¡Ahora! 

   La voz potente de Montaña Azul detuvo el cometido del hombre y la mujer que, sorprendidos por la repentina aparición de la horda salvaje, dejaron caer los artefactos de sus manos. Enseguida, sin tiempo a explicaciones, fueron atravesados de lado a lado por  filosas lanzas. 

   Fue el fin de la aventura. 

   ¡Rápido!, juntemos ramas y troncos, ordenó Montaña Azul. 

III- 

Esa noche la pasaron alimentando la hoguera alrededor de la nave. Con lo que la luz del nuevo día los encontró contemplando la retorcida chatarra, oscura y humeante; debajo, entre las cenizas, asomaban algunos restos de huesos ennegrecidos. 

   ¿Será que vendrán más dioses?, preguntó Hueso Blanco, mirando al cielo. 

   No sé, si el viejo chamán todavía viviera tal vez podría decírnoslo, respondió Montaña Azul. 

   Si no consiguieron enviar señales, puede que nadie se entere que la tierra ha vuelto a recobrar el antiguo equilibrio, dijo Hueso Blanco. 

   Ojalá así sea, la historia no debe volver a repetirse, señaló Montaña azul.

                                                                       

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lunes, 21 de septiembre de 2020

EL DORADO


Los ojos del conquistador brillaban de codicia delante de los montones de oro que los indígenas despejaban delante de sus pies, mientras tanto anotaba en un pergamino la parte correspondiente a la corona; la otra, que no carecía de anotaciones, sería repartida según el rango entre la tripulación en Las Canarias, antes de seguir viaje hacia el continente. Pero el conquistador tenía otros pensamientos mucho más oscuros ocupando su mente: diariamente especulaba acerca de cuántos tripulantes serían suficientes para llegar a tierra firme, y cada día reducía la dotación y así otro desgraciado pasaba a la lista de los que terminarían su viaje en la aguas del océano, cosa que sobrara más oro para la repartija. 

   Entre los indígenas subyugados había un indio al que llamaban Gonzalo, porque admiraba a los extranjeros y quería ser llamado como ellos, y al cual el conquistador había prometido llevarlo a España junto con él, siempre y cuando consiguiera más oro. Pero cuanto más Gonzalo conseguía más el conquistador, insaciable, pedía. 

   Ese día Gonzalo, a la vuelta de la visita que le hiciera a su abuelo moribundo en las montañas, traía una buena noticia para el conquistador

   Tengo buenas noticias, mi señor. 

   Sin quitar la vista de los montones de oro, la voz del conquistador se oyó como salida de una estatua:

   ¿Ah sí, y cuáles son? 

   Mi abuelo anoche ha pasado muy mal y ha empezado a delirar. Entonces yo me he acercado al lecho y le he preguntado sobre El Dorado, y el viejo, en su delirio, me ha contado su ubicación. Una sonrisa de dientes blancos como la nieve quedó grabada en el rostro de Gonzalo después de dar la noticia. 

   De inmediato el conquistador desprendió su mirar del oro a sus pies y clavó sus ojos codiciosos sobre el indio. Por fin el secreto tan guardado por aquellos indios ladinos veía la luz; el gran secreto que ni las torturas más terribles les había arrancado, ahora así, tan fácil como patear una piedrita en el camino, de la mano de un indio viejo y enfermo le era revelado. 

   La avidez habló por él:

   ¿Y tú, sabes dónde queda, sabes cómo llegar? 

   Gonzalo contestó mirando al suelo:

   Sí, mi señor, el abuelo me lo ha dicho. Queda a pocos días de marcha de aquí. 

   El corazón del conquistador retumbaba como un tambor contra la coraza que le cubría el pecho. 

   ¿Y qué más te ha dicho tu abuelo, Gonzalo? 

   Gonzalo señaló las cumbres nevadas de Los Andes, que asomaban por una ventana.

   Me ha dicho que las montañas son tan altas como ésas, hechas de oro y piedras preciosas que pertenecieron a los antiguos dioses; y también me ha dicho que se puede comprar todo lo que existe en la tierra y que el brillo que se desprende de ellas cuando alumbra Inti es tan intenso que los ojos enceguecen. 

   Gonzalo siguió hablando pero el conquistador no lo oía más, porque vagaba por su tierra natal. Los reyes católicos se pudrían en las mazmorras y el reino de España le rendía pleitesía, a él, el nuevo soberano, y los reinos de toda Europa caían bajo su yugo y las flotas reales, después de arrasar los reinos más distantes, retornaban a la península ibérica con las naos cargadas de tesoros, y reinas y princesas, todas ellas esclavizadas para que su majestad, él, calmara su insaciable lujuria en sus vientres exóticos. 

   Mañana a primera hora partimos, le dijo a Gonzalo. 

   El indio respondió que sí y se ausentó, dejándolo solo con sus sueños delirantes. 

2

   Al amanecer todo el ejército conquistador y un millar de indios partieron rumbo a El Dorado; adelante, montado en un caballo como un conquistador más, Gonzalo marchaba junto a su señor. Durante días subieron sierras y montañas, cruzaron valles y ríos y cuando ya moría el atardecer del tercer día llegaron a la cima de una montaña donde pudieron ver a pocos kilómetros, majestuosas, las montañas de oro refulgiendo ante los últimos rayos del sol. El corazón del conquistador volvió a retumbar contra la coraza y la luz dorada embriagó sus sentidos. 

  Algo parecido ocurría con los soldados, porque también empezaron a soñar muy alto; en ese momento glorioso todo lo que habían soñado hasta allí les pareció poco menos que nada. Ciegos de codicia imaginaron, tal lo hiciera su jefe, caer a los reyes católicos y a sí propios tomar su lugar; y a sus ejércitos arrasar los reinos de toda Europa; y la flota real surcar todos los mares y retornar abarrotadas de tesoros y reinas, princesas y esclavas para calmar su lujuria durante todas las horas de sus vidas. 

   Mañana será el gran día, anunció el conquistador a la soldadesca, que a toda costa lo instaba a continuar la marcha en ese mismo instante, sin pensar en el peligro que correría transitando por los peligrosos caminos en medio de la noche, lo que sería un suicidio. 

   He dicho que mañana y asunto sellado, dijo el conquistador. 

3

   ¡Mi señor, mi señor!, Inti ya está llegando, llamó Gonzalo a su señor, zamarreándolo. 

3

   Media hora después, el contingente emprendió la marcha. Bajaban por un camino estrecho excavado en la ladera de la montaña cuando de pronto el sol emergió vertiginosamente detrás de las cumbres nevadas; los rayos, al dar de lleno en las montañas doradas, tornaron el aire de un dorado fluorescente. Ojos ávidos devoraron cada centímetro de aquellas montañas refulgentes, entonces, poseídos por la codicia, los conquistadores se abalanzaron a todo galope hacia el tesoro que realizaría todos sus sueños, dejando a los indios para atrás. Pero éstos, cautos, no miraban las montañas, sino al piso; y así se quedaron mientras a sus oídos llegaban los alaridos desesperados de los conquistadores y los relinchos enloquecidos de los caballos que caían al precipicio: el reflejo de las montañas doradas les había quemado los ojos. 

   Cuando la canción del viento volvió a dominar el aire, Tupac, tal el verdadero nombre de Gonzalo, suspiró profundamente y ordenó: 

   Volvamos, pues mañana vendrán más.

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sábado, 22 de agosto de 2020

VAMPIRIUM

 

El vampiro abrió los ojos y encendió el candelabro: en la pared opuesta el reloj transcurría en su pendular infinito marcando las seis de la tarde. 

   Tenía hambre y sed, un ansia de ambas en una sola: sangre. Pensó en la noche pasada. Había estado sobrevolando la ciudad en busca de alimento por horas. Los buenos tiempos para la caza eran parte de un pasado mejor. En el mundo actual, hipervigilado, era necesario una destreza que trescientos años antes, cuando contaba con veinte ágiles años, era impensada. Le vino entonces a la memoria, una lejana noche de invierno iluminada por la luna llena. 

   La taberna estaba repleta (a los hombres el frío invernal no les impedí­a llegar, pero sí abandonarla). Afuera, transformado en murciélago, esperaba colgando del arco de un farol que una presa decidiera volver a su casa o salir a orinar. El jolgorio en el interior escapaba por las rendijas de las tablas y llegaba hasta sus oídos sin producirle ninguna emoción (él ya no sufría de esos males). En noches de luna llena su ansia aumentaba, sentía un hambre incontrolable que dominaba sus sentidos, haciendo que al momento de capturar la presa la vaciara de un solo tirón. En esos días se preguntaba si sería siempre así o con el tiempo su organismo conseguiría el equilibrio adecuado donde con apenas unos pocos mililitros de sangre le bastase para igualar sus noches desiguales. Odiaba esas noches de luna llena, se sentía como se sienten los viciados, que nunca es lo bastante y siempre están queriendo otro poco. Todo le dolía y solo tenía un pensamiento: sangre y más sangre. 

   La puerta de la taberna por fin se abrió, un halo de luz anaranjada irrumpió en una parte de la noche azulada, como un túnel luminoso. Una figura proyectó por un breve momento su sombra alargada hasta la vereda de enfrente, usurpándole a la noche una parte de su homogeneidad. El hombre se deslizó hacia un costado con pasos vacilantes, adentrándose en la negrura del callejón lindero. Varios vasos de cerveza, quizás litros, lo apremiaban, estaba ya en las últimas. Intentaba infructuosamente bajarse los pantalones, pero su inmensa barriga le dificultaba hacerlo con la debida urgencia. Rezongaba palabras retorcidas, indescifrables, y maldiciones a los dioses, cuando se le lanzó encima y acabó con sus pesares con una mordida precisa en su inflamada yugular. Por un momento se olvidó de los dolores, pero sabía que luego del vaciamiento de ese desgraciado, el ansia volvería a incomodarlo, como siempre en esas noches. Levantó el cadáver flácido caído a sus pies y lo revoleó sobre los tejados, después se había quedado mimetizado en las sombras a la espera de la próxima víctima. 

   Otro inconveniente en aquella época era clavar los colmillos en la carne grasienta, llagosa y forunculada de la gente tan poco higiénica, comúnmente enferma, desnutrida y con la sangre contaminada. Pero era lo que había. En contra partida, tenía más libertad de acción. Las personas se escondían al oscurecer y las muertes de la gente común no se investigaban con tanto ahínco. Pero como todo en la vida, las cosas van cambiando y ahora se le hacía necesario moverse con sumo cuidado. Ahora la gente era más saludable y aseada, y su sueño velado por cámaras que lo registraban todo y casi ningún crimen quedaba impune. Que descubrieran su identidad era su mayor temor, porque ésto significaba su fin. 

   Tras las divagaciones, el ansía volvió y lo empujó fuera del féretro, una parte de la caza de la noche anterior lo esperaba tibia y sabrosa en un recoveco de la cueva. Mientras se dirigía hacia el lugar, recordó detalles de la aventura nocturna. 

   Como todos los sábados a la noche, la diversión se extendía hasta el amanecer; con lo que tenía tiempo suficiente para esperar a la víctima y el momento adecuados. Desde la segura terraza de un edificio en construcción contemplaba el movimiento en la plaza, del otro lado de la avenida. Los padres sentados en los bancos conversaban animadamente mientras sus hijos, incansables, correteaban tras sus mascotas o subían a los bancos vacíos y de éstos saltaban al paseo para volver a repetir la acción, una y otra vez, o jugaban a cualquier otra cosa. En la parada del autobús las personas se revesaban con intermitencia infinita, aunque siempre parecían ser las mismas, rostros duros, actitud de fastidio, incomodidad en los gestos. Unos miraban quieta y fijamente el horizonte de la avenida, otros estiraban el cuello repetidas veces, todos compartiendo involuntariamente la misma urgencia de que llegara de una vez por todas su autobús para huir de allí. Cuando los autobuses llegaban se apretujaban delante de la puerta, dificultando el descenso de los que terminaban su viaje ahí y el propio ascenso. Vendedores de chucherí­as comestibles, aburridos de tanto vender nada, miraban con desdén a los transeúntes que pasaban sin notar su opaca existencia de vidrio semitransparente. Dos policí­as no dejaban de seguir con la mirada lasciva los culos y las piernas de las mujeres que pasaban delante de ellos, murmurando malicias por lo bajo.  

   Pasadas las dos de la mañana, un grupo de amigos decidió retirarse: dos muchachas y cinco muchachos, que se acercaron a la esquina y cruzaron la avenida. Su oportunidad. Se transformó en murciélago y voló en círculos, invisible sobre ellos, siguiéndoles los pasos. A algunas cuadras el grupo se dividió en dos: tres muchachos siguieron por la misma dirección, pero dos parejas doblaron a la derecha. Eligió las parejas. A pocos metros, una pareja paró en las sombras del toldo de un kiosko y sin pérdida de tiempo, los enamorados se entregaron al amor, entre besos y manoseos. Los otros eligieron un árbol, casi llegando a la otra esquina, imitando el entrevero amoroso de los primeros. Se posó en el alero de una casa en la vereda opuesta, de donde podía vigilar el movimiento de ambas parejas, hasta el momento oportuno para el ataque.  

   No tuvo que esperar mucho tiempo, los del kiosko, veinte minutos de preliminares después, se disponían a consumar el amor allí mismo. Voló hacia ellos. 

   Compenetrados como estaban no advirtieron su presencia cuando retomó la forma humana bien a su lado. A las primeras mordidas, casi simultáneas, desfallecieron como quien se duerme de golpe. Enseguida vació rápidamente al muchacho, luego se echó la muchacha al hombro y desapareció por las calles, corriendo tan velozmente que la poca gente por la que cruzó apenas percibió un zumbido y una fuerte ventisca que dejaba polvo y pequeños deshechos arremolinando sobre el asfalto. Ya en la cueva, la muchacha inconsciente quedó para el día siguiente. 

   Ahora ya estaba listo para matar el ansia con la incauta víctima. Al acercarse contempló su rostro por un momento; vio en sus rasgos algo que no habí­a percibido mientras estaba en la plaza, ni cuando caminaba por la vereda junto a sus amigos y ni cuando la mordió bajo el toldo del kiosko; y esto lo retrotrajo a un ayer muy lejano, en la corte de Luis XVI. Ella se llamada Nadine, pero la hoja de la guillotina fue más rápida que la mordida que le hubiera dado la inmortalidad. Pero el ansia volvió con más fuerza ahora, entonces ya no tuvo fuerzas ni voluntad de controlarla ni un segundo más, así que se olvidó de la bella Nadine, de Luís XVI y de la guillotina, se arrodilló al lado de la muchacha y le clavó los colmillos. 

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VAMPIRIUM por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
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lunes, 18 de enero de 2021

LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 5

 21- EL NUEVO HOGAR 

En el lugar donde los aldeanos, Laian y el mago se habí­an establecido, después del éxodo forzado, fue levantada una nueva aldea con precarias chozas en las márgenes de un riacho de aguas tranquilas y cristalinas y la vida de Laian hubiera seguido como antes en aquel apacible lugar y un dí­a él también sería un mago, con seguridad no tan notable como su maestro, pero un buen mago, si no fuera porque desde que había visto la nave plateada sobrevolando el lago un algo indescifrable le rondaba los pensamientos. Una tarde, Elser Masgrís lo encontró sumido en sus pensamientos, sentado sobre un tronco caído con la vista perdida en el horizonte, exactamente hacia las montañas que rodeaban el antiguo valle y ahora convertido en lago. 

   Si estás con la duda de si volvieron a su planeta o están aún aquí, en algún lugar, te diré que sí­, aún están por aquí, le dijo el mago, leyéndole los pensamientos. Laian lo miró sorprendido. 

   ¿Usted cree, maestro, que son malos también, como los otros alienígenas?, preguntó. El mago se quedó pensando un momento. 

   Pareciera que no, mi querido amigo..., tendrías que descubrirlo por ti mismo, creo. Elser Masgrís notó que en los ojos de Laian había tristeza, pero también algo más. 

   No se puede tener todo en esta vida, mi querido amiguito. Muchas veces, para obtener una cosa hay que perder otra, es la ley de la vida. Nos guste o no, dijo el mago. 

   Me gustaría conocer a esos alienígenas, su cultura; saber cómo es el lugar de donde vienen. Pero no creo estar preparado. Además podrí­an no gustarles las visitas, dijo Laian, con cierta tristeza en la voz.  

   Todo tiene un precio, Laian, hasta la curiosidad lo tiene, dijo el maestro, pero no creas que si decides ir tras ellos te dejaré ir así como así, aún no estás preparado para salir solo por este mundo que esconde misterios y peligros que tú ni imaginas. Debo enseñarte muchas cosas antes de aventurarte solo. Elser Masgrís se quedó esperando alguna pregunta de su discípulo. 

   ¿Será que algún día lo estaré, maestro?, preguntó Laian. Elser Masgrís sonrió. 

   Nadie nunca lo está para ninguna cosa, Laian, pero se puede llegar muy cerca. Ambos se quedaron en silencio unos momentos. 

   Dame un año, dijo por fin el mago, y te enseñaré a valerte por ti mismo por el mundo afuera. Laian se levantó de un salto y abrazó a su maestro y le prometió que se esmeraría como nunca antes en aprender todos los enseñamientos que le transmitiera. 

Y al cabo de poco más de un año Laian estaba preparado ya. Habí­a aprendido a fabricar trampas, a evitar ser sorprendido por animales salvajes, a construir moradas pasajeras, a encontrar agua, a prender fuego y a preparar brebajes, aunque no ninguna mágia, ya que ello llevaba más tiempo de aprendizaje. También le regaló un recetario y un libro donde, entre otras maravillas, con perseverancia, dedicación y, principalmente paciencia, podría llegar a levitar y hacerse invisible algún día. 

   De todas maneras un día te lo iba a enseñar, pero dadas las circunstancias tendrás que aprenderlo solo, le dijo el maestro, poco antes de la partida. 

   Cuando llegó el día, Elser Masgrís apareció trayendo con él un morral de cuero. Laian pensó que tendría alguna cosa dentro, pero cuando lo tomó se dio cuenta que pesaba lo que pesa un morral de cuero sin nada dentro. Elser Masgrís rió al ver la cara de desconcierto de Laian. 

   Es un morral mágico, Laian, y los morrales mágicos no pesan nada, y ¿sabes por qué?, porque la magia no pesa, porque si tuviera peso no sería magia sería alguna cosa cualquiera; y su contenido dependerá de tu inmediata necesidad, no lo olvides, de lo contrario no encontrarás nada dentro. Contiene únicamente lo que puedas necesitar, basta poner la mano dentro y lo que necesites vendrá a ti, ¿has entendido?, dijo el mago. 

   Si, maestro", respondió Laian y abrazó a su maestro. Sabía que lo extrañaría cada minuto de su vida. La noche anterior a su partida Laian acomodó el libro y el recetario, una manta, un tazón y un plato de madera en un morral de lana. Además llevaba una bota de cuero para el agua, el morral mágico, un cuchillo, la espada, una brújula, otro morral de cuero con pan, queso y algunas frutas y el sombrero de cuero. 

   Nada mal, suspiró y se echó a dormir con la cabeza repleta de sueños. 

22- LA TRAVESÍA 

Laian partió al amanecer con rumbo al antiguo valle, donde nadie más se había acercado por considerarlo un lugar maldito. Un extraño "tum tum" había empezado a oí­rse desde hacía mucho, de cuando en vez, de día y de noche, un rui­do asustador que todos atribuyeron a un monstruo desconocido. Tampoco él pensaba acercarse demasiado, sino llegar hasta el comienzo de las montañas y contornarlas por el este, donde se encontraban los grandes bosques y más allá, las aguas sin fin. Si, por el contrario, lo hiciera por el oeste se internaría en los pantanos, una zona húmeda y traicionera. Y aunque cruzar los grandes bosques le demandaría mucho más tiempo, alcanzando la playa el resto del camino, siempre hacia el norte, se le haría menos arduo y más placentero, además, siempre había deseado conocer las Aguas Sin Fin. Laian le echó una última mirada a la aldea, un humeante caserío gris, y se puso en marcha. 

   La primera noche la pasó trepado en un árbol y se sintió extraño, como si habitara otro cuerpo, en medio de ruidos desconocidos. Desde algún lugar el "tum tum" continuaba incesante. Dos días después llegó a las montañas, más allá de la represa sus laderas ya no se veí­an tan azules como antaño sino grises, sombrías, lo que le produjo escalofrí­os, pues recordó que bajo las aguas del lago se encontraba sepultada la nave negra. Consultó la brújula y se dirigió al este. La segunda noche trepó a otro árbol, pero, pese al cansancio, no consiguió dormir, el "tum tum" retumbaba más cercano y le provocaba miedo. Escudriñó el cielo por entre follaje en busca de alguna tormenta formándose a lo lejos que lo tranquilizara, pero el cielo límpido y estrellado le quitó toda esperanza. El "tum tum" era provocado por otra cosa y que nadie sabía qué era. Después que amaneció pudo dormir un par de horas. Al despertar comió el último pan que le quedaba y prosiguió la marcha a pasos largos, pidiéndole a los dioses que la noche de ese día no lo atormentara ningún "tum tum". Por la tarde, entrando en los límites de los grandes bosques, avistó a uno o dos días de marcha el Monte Solitario, un montículo rocoso gigantesco que dominaba los Grandes Bosques. 

   Desde allá tal vez pueda ver las Aguas Sin Fin, pensó; después la vegetación lo envolvió por los cuatro costados de verde y humedad y siguió abriéndose paso a golpes de espada y recogiendo frutas hasta que notó que el día no demoraría en acabar. Debía encontrar un buen lugar donde pasar la noche. Cuando caía la tarde encontró un lugar no tan denso de vegetación; después de varias noches durmiendo arqueado sobre troncos le dolían las costillas y la espalda, así que dormir a ras de piso lo reconfortó, a pesar de los peligros que eso representaba. Laian descubrió que las noches en el bosque eran diferentes que en otro lugar y no porque bosque era bosque y otro lugar no, sino por los mosquitos y los insectos, escorpiones y serpientes que habitaban allí. Buscó en el morral algo que le sirviera para esa ocasión. "Cuando tengas necesidad de algo basta introducir la mano que lo que necesites vendrá a ti", le había dicho su maestro al entregarle el morral mágico. Laian siguió las instrucciones de su maestro, pero al sacar la mano estaba tan vacía como había entrado. Algo no estaba haciendo bien. Pensó y pensó hasta que se dio cuenta que no sabía qué era lo que necesitaba, entonces miró a su alrededor, estaba oscureciendo. 

   ¡Listo!, dijo; necesitaba luz. Entonces volvió a introducir una mano en el morral, tocó en algo, lo tomó. Era un tubo de cristal, como los que usaba su maestro, pero completamente sellado; contenía un polvo blanco y que al examinarlo con detenimiento pudo ver pequeños destellos multicolores. 

   ¿Y la luz?, se preguntó, pero si su maestro le habí­a dicho que lo que necesitara vendría a él, no tení­a por qué dudar; así que se quedó esperando, y al poco tiempo, a medida que iba poniéndose más oscuro. el tubo empezó a iluminar la noche. Laian sonrió y lo colocó junto a él y se puso a encender un fuego para calentarse, aún tení­a un pedazo de queso, otro de carne seca y algunas frutas para comer antes de dormir. Laian demoró en darse cuenta que la luz emitida por el tubo cumplí­a una doble función: alumbrar y ahuyentar. Los mosquitos no lo picaban, a pesar de oírlos zumbar más allá de la luz, y las hormigas no venían a llevarse los pedacitos de queso que caían al piso, y ni sombra de algún otro insecto o animal. Después de comer estiró la manta de lana, doblándola en dos sobre un montón de hojas secas y se acostó y olvidándose de los posibles peligros de la noche; y satisfecho por poder estirarse. Esa noche el "tum tum" no le importó demasiado. Sin embargo, de madrugada lo despertó el barullo de la lluvia sobre las hojas de los árboles, pero al levantarse para recoger sus cosas notó que estaba tan seco como una paja de lino dentro de un establo, así­ como el suelo hasta donde resplandecía la luz que emanaba del tubo, que además le servía de techo protector.

23- EL MONTE SOLITARIO 

El calor sofocante lo despertó. La mañana había comenzado hacía bastante tiempo, la altura del sol y la plena actividad de sus habitantes, preocupados en comer y no ser comidos y en sobrevivir un día más, corroboraba esa impresión. "Es la ley de la naturaleza", pensó al tiempo que guardaba el tubo luminoso en el morral mágico. 

   Mientras avanzaba, el bosque se volvía más denso y ahora el "trac trac" incesante de los golpes de su espada abriéndose paso entre la maleza, sonaba como cualquier otro instrumento en la orquesta de voces y ruidos del bosque. De pronto, detrás de una cortina de gajos y hojas, Laian se deparó con un río de aguas pardas y apresadas, cerrándole el paso. Calculó que tendrí­a unos siete u ocho metros de ancho y cruzarlo no le sería tan fácil. Miró alrededor y no vio nada que pudiera auxiliarlo. A no ser un árbol lo bastante alto, que si lo cortaba correctamente podía hacer que cayera en la otra orilla. Pero su espada no era suficientemente gruesa, y no estaba dispuesto a arriesgarse siguiendo el curso del río y al final comprobar que se había desviado demasiado de su camino. 

   Necesitaba un hacha, entonces miró el morral mágico. 

   No puedo creer que encontraré un hacha ahí dentro, dijo, pero recordó las palabras de su maestro: "La magia no pesa". Laian introdujo una mano y algo le rozó los dedos. Era un hacha, tan filosa que podía derrumbar mitad de los árboles del bosque. 

   El estruendo de la caída del árbol hizo callar las voces del bosque por un momento, luego poco a poco todo volvió a lo de siempre. Subió al tronco y medio tambaleando cortó los gajos atravesados para facilitarle el cruce. Luego guardó el hacha en el morral, maravillándose al verla irse achicando a medida que la metía. Después juntó el resto de sus pertenencias y prosiguió su marcha del otro lado. 

Un día más del previsto, cerca del mediodí­a, llegó al Monte Solitario. 

   Era en verdad un aglomerado de rocas verticales que le hizo imaginar ser un capricho de algún niño gigante que las había amontonado, enterrándolas en la tierra en tiempos muy remotos. De la cima caía un hilo de agua, chorreando suavemente sobre las rocas y algunos tentáculos de la maleza, trepando hacia la cima como dedos alargados. "Sin dudas me facilitarán la escalada", pensó Laian. Tenía razón, sin grandes dificultades consiguió llegar a lo alto del gigante rocoso, demorándose en ello lo que demora una buena siesta. En la cima la brisa fresca lo reconfortó. Abajo quedaba el sofocante aire caliente y vaporoso del bosque. Desde allí pudo comprobar la vastedad del coloso. No habí­a grandes elevaciones y más al medio parecía ser una única roca, diferente a como hacía pensar visto desde abajo; la superficie totalmente verde se debía a la vegetacíon casi rastrera compuesta de unos escasos arbustos sobre el piso cubierto de musgo y charcos de agua cristalina, esparcidos aquí y allí. Calculó que llegar al extremo opuesto le llevaría casi todo el día, lo mejor sería avanzar hasta el atardecer lo más que pudiera, acampar y por la mañana continuar hasta el otro lado, donde pernoctaría la noche siguiente para bajar por la mañana siguiente bien temprano, cosa de continuar la marcha por el bosque de día. Al caer la noche, Laian se acomodó sobre el piso frío de una roca sin musgo. Lamentó no haber pensado en traer un atado de leña seca, el tubo luminoso alumbraba y ahuyentaba bichos y hacía de techo, pero no calentaba. "Lo que necesites vendrá a ti", volvió a decirle el mago dentro de su mente. 

   Pero ¿será que hasta fuego hay dentro del morral mágico?, se preguntó. Así que metió una mano en el morral y algo le quemó la punta de los dedos. Era un leño encendido que largó rápidamente sobre la roca desnuda. Ya un tanto más ducho en el manejo del morral mágico, Laian sacó pedazos de leña e hizo una buena hoguera para calentarse, y cuando le vino el hambre el morral mágico le proporcionó más queso y más pan. Esa noche, tan cerca del cielo, Laian creyó que si lo quisiera podía tocar las estrellas.

24- LAS AGUAS SIN FIN

Al despertar, una densa neblina cubrí­a la cumbre y Laian pudo oler el aire húmedo más allá del haz de luz del tubo luminoso. Los recuerdos que poblaban la vida que había dejado atrás no hacía mucho tiempo vinieron a él. El mago, la aldea y su gente, mezclados a escenas en el castillo, tales como los preparativos de las bolsitas explosivas, cuando observaba las dos naves que parecían estrellas o cuando voló sobre la espalda del mago. De pronto, como en un sueño, escenas futuras junto a sus imaginarios amigos alienígenas irrumpieron en sus pensamientos. Luchaban lado a lado contra un monstruo poderoso y nauseabundo, pero llegando a esa parte sintió un escalofrío recorrerle el cuerpo que hizo que abriera los ojos de inmediato, espantando así la horrible imagen creada en su mente. Poco a poco una brisa fresca empezó a disipar en girones la neblina, dejando aparecer el cielo de un azul como jamás había visto. De pronto, a lo lejos y debajo del sol vio pasar una nave plateada, se levantó de un salto, pero ya la nave, veloz como un rayo, se perdía en el horizonte, rumbo al norte. Laian, acometido por una urgencia repentina, reunió sus cosas rápidamente y reanudó su camino. A media tarde llegó al borde del coloso de piedra, en el horizonte se veía la fina lí­nea azul oscura de las Aguas Sin Fin dividiendo agua y cielo, y a sus pies, el verde del gran bosque, cortado por el cordón pardo de un río serpenteante, que quizás fuera el que cruzara unos días antes, que desembocaba en las Aguas Sin Fin. 

   Fabricaré una balsa, se dijo, pensando en la marcha cuando bajara al bosque, ya que de esa manera acortaría el último tramo hasta llegar a la playa. El descenso le dio más trabajo de lo que pensaba, a pesar de bajar sus cosas con una interminable soga que sacó del morral mágico. Una vez en tierra firme, siguió en dirección del río y al llegar a la orilla sacó nuevamente el hacha y en seguida se puso a buscar y a cortar los troncos que después ató con la soga interminable para hacer la embarcación. Para el mediodí­a tenía una pequeña balsa y una larga vara para lanzarse al rí­o. 

   La tarde ya se iba cuando la brisa fresca que soplaba desde las Aguas Sin Fin le dio la bienvenida en la desembocadura del río, donde las aguas se juntaban y se mezclaban haciéndose una sola. En el horizonte de las Aguas Sin Fin la noche traía las primeras estrellas. Laian fue empujando la balsa a la izquierda hasta sentir que tocaba en la orilla, donde arrojó sus cosas sobre la arena saltando detrás. La balsa, arrastrada por la corriente del río, siguió viaje en solitario hacia el olvido. 

   La música de las olas le resultó de los más agradable, así como el olor penetrante de las Aguas Sin Fin. Había oído que algunas personas no solamente navegaban, sino que también entraban en ellas para bañarse, pero eso tendría que quedar para el día siguiente, lo que no quedaría para mañana sería sacarse las botas y sentir la arena bajo sus pies.

25- LA VASTEDAD DEL MUNDO 

Esa primera noche junto a las Aguas Sin Fin, Laian demoró a dormir, maravillado por la cercanía de las aguas y por la contemplación del cielo estrellado, que desde allí le parecía tan inmenso cuando visto desde el monte solitario. Junto con las sensaciones agradables del momento, acudieron a su mente los pormenores de la travesía, desde que abandonara la aldea hasta ese momento hasta el error de no haber pensado en una balsa cuando encontró el río la primera vez, ya que siempre habí­a oí­do que todos los rí­os terminaban en las Aguas Sin Fin. Se dijo que debí­a aprender a usar mejor los mágicos recursos contenidos en el morral, que era una suerte de bolsa de los deseos, o mejor dicho, de sus necesidades. Lo que no le habí­a explicado el mago era si el mágico contenido equivalí­a al tamaño de sus necesidades que podían, con seguridad, ser muchas. "Eso lo tendré que descubrir sobre la marcha", reflexionó. 

Comía tranquilamente al amparo de la luminosidad del tubo y aún sumido en los pormenores del viaje cuando empezó a ver que la tonalidad oscura de la noche sobre las Aguas Sin Fin empezaba a cambiar, a tornarse más clara, como si la noche volviera hacia atrás. Hasta que de pronto, desde la profunda oscuridad tachonada de estrellas, empezó a emerger la luna, tan gigantesca y tan próxima que parecía poder tocarla con solo estirar los brazos, mostrándole que la vastedad también estaba en otros mundos. Solo cuando la luna estuvo bien en lo alto, con el tamaño de siempre, Laian se durmió. 

Un trueno lo despertó poco antes del amanecer, pero cuando abrió los ojos una luz a gran velocidad se perdía en el horizonte. Laian pensó en la nave plateada, aunque todo, trueno y luz, ocurrió tan de prisa que no estuvo seguro si aquello fuera realidad o sueño. Para cuando el astro rey asomó de las aguas, como una gran bola de fuego, tal cual lo hiciera la luna por la noche, Laian ya lo estaba esperando, y volvió a maravillarse y se sintió tan pequeño como una hormiga. Sin dudas era algo de lo cual no se olvidaría jamás. 

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LAIAN Y LOS ALIENÍGENAS - parte 5 por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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