lunes, 21 de septiembre de 2020

LA NOVIA OBVIA


Anoche tuvimos el agrado de recibir la visita de mi hermano menor, Tito, y su nueva novia. Dicho sea de paso, mostrar su nueva conquista es el único motivo de sus visitas a este hogar, y, créanme, son muy frecuentes. Mi abuela, que Dios la tenga y la guarde, ciertamente aludiría al recambio diario de interiores al evocar los amorí­os de su querido nieto, que vive fingiendo aún estar buscando el gran amor de su vida y la familia fingiendo que lo cree. Lila, así se llama la novia de turno, tiene veintitrés años, cara de dieciséis y cerebro de doce. La "novia obvia", le pusimos con Mabel, apenas se marcharon, porque con un único "obvio" como respuesta respondía ambiguamente tanto que sí como que no a todo, pasando por entendida sobre cualquier asunto y, como los gatos, cayendo siempre de pie. Apenas entraron y la saludamos nos respondió con dos desconcertantes "obvios". La primera impresión que nos causó fue que era una engreída, pero al rato nos dimos cuenta que era falta de cerebro nomás. Ahí va un trecho de la velada: 

   ¿Ya viste la propaganda del celular fluorescente?, le preguntó Mabel, cuando vio la propaganda en la tele.

   Obvio, ronroneó Lila. 

   Yo me muero por uno, pero es tan caro y hay tantas cosas para pagar, dijo Mabel, aprovechando la oportunidad para quejarse de algo. 

   Obvio, volvió a responder estúpidamente Lila. 

   Pero vos que no tenés aún estos aprietos económicos, ¿no te vas a comprar uno?, siguió Mabel, esta vez tirándome palazo. Pero vamos a decir la verdad, el nuevo juguetito tecnológico fluorescente no es para cualquiera medianamente normal, tenga o no aprietos económicos. Y entonces: 

   Obvio, dijo Lila, de nuevo entre sí y no; lo que nos dejó con las dudas. Y bien, sí con "obvios" largados por aquí y por allá, Lila zafaba tanto de temas que desconocía como de espectaculares metidas de pata. Al comienzo conversar con ella no fue nada sencillo, apelamos con la mirada a Tito en varias ocasiones en busca de ciertos esclarecimientos que, tan en Babia como nosotros, no supo que decir; pero cuando le agarramos la onda hasta que fue divertido y acabamos tomándola para la chacota nomás y ella cayó como un pato todo el tiempo. Al principio, a Tito no le cayó muy en gracia la tomada de pelo, pero en seguida se despatarraba de la risa en el sofá como si estuviera asistiendo a "Los videos más tontos del mundo". Lila, condenada a responder "obvio" para afirmaciones y negaciones, como si fuera esa la única palabra de su vocabulario vagando en solitario por su mente vacía, seguía conversando animadamente, sin darse cuenta que estaba siendo objeto de burla. ¿O no? ¿Cómo saber con exactitud en qué pensaba?, o peor aún, ¿cómo saber si piensa alguien que a todo responde estúpidamente a todo con una sola palabra? 

   Sabes, Lila (a esa hora todas las preguntas, puras invenciones ficcionales, eran dirigidas a ella) mañana arriba el presidente norteamericano, viene a comprar el paí­s, me atreví, en una de esas. Ella, inmutable y sonriente, como la versión femenina y light de un dalai lama bondadoso posando para la portada de la revista "Life", respondió azna y zenmente: 

   Obvio. ¡Pero claro, qué pregunta la mía! ¡Qué obviedad más imperdonable! Todos los jajajaes son en tu honor, obvia y transitoria cuñada, y siempre lo serán; obviamente, siempre que recordemos joyitas como ésta: 

   ¿Y qué me dices del rumor que se oye por ahí, que para aprovechar mejor los espacios y no perder dinero en las exportaciones hay que enderezar las bananas?, lo que supone, de paso, en millones de puestos de trabajo, para quien guste de estar manoseando y enderezando bananas todo el dí­a, claro, se atrevió Mabel. La sonriente zenbudista pseudotibetana, la vista perdida en la vastedad de hielo y granito de un Himalaya imaginario, dejó salir de su iluminado interior la única palabra que componía su mantra sagrado, entre vapores purificadores de sándalo y palo santo: 

   Obvio. Ahí estaba de nuevo Lila, la "chica obvio" en acción, que también, como el presidente americano (aunque era mentira mía, pero es bien probable que lo piense), pensaba que era obvio comprar un paí­s y, como un capitalista recalcitrante, también concordaba que enderezar bananas para aprovechar mejor los espacios era una buena oportunidad de ganar más. Y a la hora de las despedidas entonces, qué decir, vean: 

   Chau, Tito, lo saludé a mi hermano. 

   Hasta pronto, che. 

   Chau Lila. 

   Obvio, me respondió santa obviedad, desde lo alto de la catedral de las letras. 

   Chau cuñadito, nos vemos, saludó Mabel. 

   Gracias por la cena, Mabel. 

   Chau Lila, fue un gusto. 

   Obvio, respondió la proamericana chica zen pseudobudista, el último calzón usado de Tito, como diría mi abuela. 

Licencia Creative Commons
LA NOVIA OBVIA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL LADO NEGRO DEL SUEÑO AMERICANO


Entraron en el callejón a toda velocidad, tropezando en tachos de basura y cajones de verdura que estaban amontonados desordenadamente por todas partes. Más rápido que sus piernas sus ojos se transformaron, en fracción de segundos, en cuatro radares escaneando el lugar en busca de un escondite seguro. No tenían mucho tiempo para perder, los skinheads estaban en sus talones y aparecerían de un momento a otro. 

   "Los contenedores", dijo uno, con la voz trémula y entrecortada, y simultáneamente se zambulleron en el contenedor más cercano sin importarse con su contenido; al final lo mismo daba que hubiera carne podrida que jeringas usadas por viciados con Sida, la prioridad era despistar a la veintena de xenófobos que los venían cazando desde varias cuadras. El contenedor estaba a medio llenar con cáscaras de verduras, bolsas de nylon, sobras de comida, un puñado de ratones y cientos de cucarachas. Pero era lo que había, era eso o la furia racista de los skinheads. Hundieron los pies en la inmundicia y se enterraron hasta la cabeza. Pronto oyeron los gritos y el tropel de los bárbaros que llegaron derrumbando tachos y puteando a Dios y a María santísima. En seguida escucharon el abrir y cerrar violento de las tapas de los contenedores. Si empezaban a derrumbarlos serían hombres muertos, apenas un par de indeseables que no le quitarí­an el sueño a ningún burócrata si morían esa noche tan lejos de casa. Los skinheads estaban borrachos y solo querí­an divertirse a su manera, es decir, moliendo a palos a dos infelices latinos soñadores. Cuando sintieron que abrían la tapa del contenedor donde estaban el corazón se les congeló. Manos los rosaron y palos les hincaron por los hombros y por las costillas, pero ningún pío, ningún "ay" salió de sus bocas. Cuando la inspección acabó uno estaba meado y el otro, meado y medio cagado. El peligro de vida aún acechaba del lado de afuera, la horda skinhead desconforme no se alejaba y el tiempo de los latinos parecía parado. 

   Calculaban que llevaban­ adentro casi una hora. Estaban hambrientos y el olor a comida que aún no se había descompuesto traspasaba las bolsas, pero tendrí­an que aguantarse. La última ingestión de uno había sido cerca de la una de la tarde, medio hot dog olvidado en un banco del Central Park y la del otro, un pan seco por la mañana. ¡Y los malditos skinheads que no se iban!; habí­an cesado con el alboroto pero aún se los podía oír susurrando cualquier porquería. "¿Qué carajo esperan para irse?", pensó uno. "¿Qué esperan para irse a la mierda?", pensó el otro. Luego escucharon ruidos de puertas mezclados a voces y a risas y el arrastrar de algo. Poco después alguien abrió la tapa y despejó bolsas de basura sobre ellos, dejando el contenedor semiabierto. Tras algunos portazos las voces desparecieron y solo quedó el ruido de los roedores y las cucarachas sobre las bolsas, el sonido lejano del tránsito al comienzo del callejón y unos maullidos gatunos desde algún lugar impreciso. Al parecer los skinheads se habían marchado. Con el máximo cuidado posible emergieron sus torsos entre los desperdicios. El callejón estaba desierto, por fin respiraron aliviados. Ya fuera del contenedor uno dijo, susurrando mientras saltaba del contenedor arrastrando una bolsa:

   "No doy más de hambre" , 

   "Y parece que son restos de algún restaurante", dijo el otro mientras rasgaba con cuidado la bolsa que tenía delante. 

   "¿Cómo te llamas, hermano?", preguntó el primero. 

   "Manuel, de Jalisco, Mexico ¿y tú?" 

   "Fernando, de Buenos Aires", respondió el otro. 

   "Mira, ¿qué te parece esto?" Una apetitosa hamburguesa a medio comer en la mano de Manuel le sugirió a Fernando que escarbando con cuidado también encontraría más.

   "Estamos con suerte, a pesar de todo", dijo Fernando, ya masticando la mitad de otra hamburguesa .

   "¿Qué tal un Big Mac?", sugirió Manuel. 

   "Para mí,­ con papas fritas y mucha mayonesa" dijo Fernando. Los primeros bocados les habían devuelto el buen humor y hecho olvidar el susto por el que acababan de pasar.

   "Con suerte, entre todas las bolsas completamos dos Big Mac's para llevar", bromeó Fernando.

   "Con aderezos y papas fritas, please", dijo Manuel, imitando a un turista. Quisieron reír, pero el frí­o solo les permití­a bromas sin algarabía. Entonces se dedicaron a escarbar en silencio hasta que, rejuntando un poco de aquí y otro tanto de allí, consiguieron completar sus dos Big Mac's con aderezos y papas fritas. Poco después Fernando preguntó:

   "¿Y a ti, qué te trajo a este país, hermano?" 

   "El sueño americano, brother. ¿Y tú, qué me cuentas?", preguntó Manuel. 

   "A mi también", dijo el argentino. Al rato ambos hermanos en desgracia salieron del callejón, se despidieron con un abrazo y cada uno tomó su rumbo, sin dudas con la certeza de que el sueño americano antes puede ser una pesadilla. 

Licencia Creative Commons
EL LADO NEGRO DEL SUEÑO AMERICANO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

LA RIMA QUE ARRUINA AL REY RIMADOR


Había un reino, lejano en el tiempo, cuyo rey era famoso por su manía por las rimas. Para ese rey todo debía rimar con todo, tanto con las palabras como con las cosas; así su castillo estaba pintado de amarillo; su perro se llamaba Hierro y al despertar decía siempre decía "buen día lindo día". Pero el rey tenía un serio problema con su nombre: se llamaba Kraemberjt. Como es de suponerse, con aquel nombre terminado en tres consonantes sin vocales intermediarias de difícil pronunciación, era totalmente difícil que su nombre rimara con uno femenino de tan difícil estructura gramatical; con lo que el rey tenía en verdad otros tres serios problemas derivados del primero: no podía tener su reina, como corresponde a todo monarca que se precie de tal; sin reina no habría heredero al trono y  su dinastía, que provenía de la noche del tiempo, con su muerte llagaría a su fin. 

   Por mucho que se barrió todo el reino y aledaños, ninguna mujer cuyo nombre rimara con el del rey fue encontrada; ni reina viuda ni princesa más fea; ni simple doncella ni cortesana oportunista; ni fregadora de pisos ni campesina analfabeta. Por lo tanto, esto significaba que el pobre rey tenía además un quinto problema, la imposibilidad del amor. Pero un día, un consejero le recomendó hacerle una visita al mago más poderoso del reino. El rey entonces fue hasta los confines de su reino donde el poderoso mago llevaba una vida solitaria en la cima de una colina, pero ni su infalible arte mágico pudo hacer algo por el rey. 

   Quizás usted mago pueda, mágicamente digo, 

encontrar una bella dama que responda a un nombre que rime con el mío, le dijo el rey al mago, fiel a las rimas y casi suplicando. 

   El problema, Su Majestad, es que yo hago magia no milagros. Si los padres le han puesto un nombre que no corresponde a su expectativa (la verdad el mago quiso decir capricho, pero por miedo a perder su cabeza cambió de sustantivo) ninguna magia podrá cambiarlo, se disculpó el mago. 

   En otra oportunidad apareció por el castillo un caballero que le contó al rey que en lo profundo del bosque de las sombras vivía una gran bruja. El rey entonces se embreñó en el bosque de las sombras donde después de muchos días buscando la tal gran bruja consiguió dar con su guarida. Pero tampoco ella, ni consultando en su bola de cristal ni con todos los conjuros que conocía, pudo hacer algo por el rey. 

   Quizás usted gran bruja pueda ver escondida 

en algún lugar una bella mujer que no posea un nombre que a mí la haga huidiza, argumentó el rey. 

   Sí, Su Majestad, eso es posible, pero debe usted esperar a que nazca primero, de lo contrario nadita de nada, ni Marías ni Marianas, le dijo la bruja. 

   Devuelta en el castillo, el rey ya pensaba en enviar emisarios alrededor de todo el mundo conocido hasta entonces, cuando un caminante apareció por el castillo pidiendo comida y refugio por una noche. Mientras comía en la cocina, escuchó a las cocineras que hablaban sobre los problemas del rey. El caminante entonces les contó que en una cueva de la montaña más alta de un reino del otro lado del mar vivía un sabio asceta que quizás, con su vasta sabiduría, podría ayudar al rey. 

   Entonces, el rey cruzó el mar y escaló hasta la cima de dicha montaña donde encontró al sabio sentado delante de la entrada de su cueva, después de aplastar el trasero junto al sabio, pues las piernas ya no le daban para mantenerse en pie y, además, le faltaba el aire, le comunicó el sentido de su visita. 

   Quizás usted... pueda decirme, hombre sabio, 

dónde se encuentra... la bella dama cuyo nombre puedan... hacer rimar con el mío... todos los labios, dijo el rey con dificultosamente, pues el aire le faltaba.

El sabio oyó en silencio, meditó un buen rato sobre el asunto y, finalmente, encontrando una solución para el afligido rey, le dijo:

   Ya he encontrado la solución para sus problemas, Su Majestad. 

   ¿Y cuál es, hombre sabio, cuál es el nombre de la bella mujer que ha de ser mi reina 

y me dará amor y herederos, haciendo que mi estirpe eternamente se extienda?, preguntó ansioso el rey.

   Bien, sobre quién sea esa mujer no tengo la más remota idea y mucho menos cómo se llame. Lo único que sé es que su nombre, al de Su Majestad me refiero, es lo que usted imagina que yo pienso que sea, por eso, para no ofender su regia investidura y arriesgar mi cabeza al decírselo, no se lo digo; en cambio, sé cuál es la solución que terminará con sus problemas, que en verdad no son todos lo que cree sino uno solo, pero que sin el cual Su Majestad tendrá bellas mujeres para elegir entre muchas o, si lo prefiere y el cuero le da para eso, para cada uno de sus días. Por eso tome mis palabras como un consejo de un viejo que sabe menos de lo que le gustaría: cámbiese el nombre y listo, y déjese de joder con eso del del nombre que no rima, porque ahí está la causa de su ruina. 

Licencia Creative Commons
LA RIMA QUE ARRUINA AL REY RIMADOR por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL RESCATE

  

I- 

La señal en el panel de control del centro espacial indicó que la segunda nave, de las dos enviadas al planeta tierra, con los otros cinco emisarios acababa de arribar. Ya dentro del centro de arribo, los cinco se encaminaron por el ducto acoplado a la compuerta de la nave hacia la cámara de desinfección. Ya adentro la compuerta se cerró tras ellos y una luz azul les indicó que los vapores desinfectantes ya habían sido accionados; en seguida una nube gris los cubrió por completo. Cuando los sensores, dos minutos después, indicaron que estaban limpios de bacterias y virus nocivos, otra luz, esta vez anaranjada, se encendió y la puerta lateral que comunicaba directamente con el centro de control finalmente se abrió. Entre los emisarios se encontraba el jefe de la misión, el capitán Slaesh, el primero a salir de la cámara.

   "Cómo es bueno estar de vuelta en casa", suspiró Slaesh. Mucha agua habí­a corrido por debajo del puente desde que los diez emisarios partieran hacia la tierra, un año antes. Los invasores del planeta Seng habí­an roto el cerco de seguridad y ahora estaban por todo Reiser, con fuertes sospechas de que hubieran algunos infiltrados en la Ciudad de los Reyes, la capital del planeta. 

   "Las cosas han cambiado un bocado por aquí, capitán", comentó, sin ninguna ceremonia, el comandante de la base espacial. 

   "Puedo imaginarlo, señor", respondió Slaesh. Por la cara de gravedad del comandante, Slaesh podía suponerlo. 

   "Pronto lo verás con tus propios ojos, hijo". El comandante hizo una pequeña pausa y le preguntó: 

   "¿Cómo han salido las cosas en la tierra?" 

   "Traemos mucha información, comandante. Espero que al rey le sean de alguna utilidad", dijo Slaesh. 

   "Ciertamente que sí. Él es muy sensato y sabrá manejar el asunto con prudencia y sabiduría", dijo el comandante. 

Slaesh pasó el contenido de su informe al ordenador de la base y se aprontó para ir al encuentro de su familia. El comandante felicitó a todos y les dio dos días de descanso, después de eso la comitiva sería recibida en el palacio por el rey, que deseaba darles las gracias en persona, y con seguridad enterarse de los pormenores no mencionados en los informes, le dijo el comandante. 

II- 

Era la primera vez que tenían un encuentro particular con el rey, aunque todos ya lo habí­an visto en más de una ocasión en los dí­as festivos, y principalmente cuando comenzaban las cosechas. También lo era visitar el palacio real. El ayudante del rey los guió hasta un gran salón donde los guardaba. Él se encontraba sentado en el trono de luz en la punta de una larga mesa cuadrangular, leyendo los reportes en su ordenador. Los emisarios tomaron asiento, cinco de cada lado. 

   "Gracias por venir, caballeros. Sé que ha sido un largo viaje y que desean recuperar el tiempo que han estado lejos de sus familias. Con esto quiero decir que dos días de descanso es poco, pero no los demoraré mucho tiempo para que puedan volver a sus hogares por más un tiempo de descanso junto a los suyos. Antes de más nada quiero agradecerles el gran esfuerzo que han hecho por mí y por consiguiente por nuestro reino". Todos asintieron con una solemne inclinación de cabeza. El rey cerró la tapa del ordenador y se dirigió a Slaesh.

   "¿Qué puede agregar a todo esto, capitán Slaesh", dijo el rey, señalando el ordenador.

   "Su Majestad, empezó a decirle Slaesh, creo que el príncipe corre bastante peligro. No ha querido regresar con nosotros por motivos piadosos y nobles, pero en mi opinión, que comparto con mis compañeros, creo que los motivos que han hecho que el príncipe no deseara regresar no valen su sacrificio. Como Su Majestad bien habrá observado los terráqueos, en su gran mayoría, son sin principios y  priman por el yo en detrimento del otro. Con esto creemos que el príncipe corre serio peligro de muerte, a no ser que actuemos con máxima urgencia­. Y si no lo hemos traído a la fuerza es por que no nos fue delegado libertad de acción". El rey meditó sobre el asunto unos segundos hasta que habló: 

   "Me temo entonces que tendremos que enviar otro comando para su rescate", dijo el rey. Slaesh levantó prontamente su mano derecha pidiendo la palabra. 

   "¿Sí­?, dígame capitán, lo escucho", autorizó el rey. 

   "Si me lo permite, Su Majestad, estoy listo para partir cuando lo disponga si así lo cree usted", dijo Slaesh.

   "Le agradezco su lealtad Capitán Slaesh, y lo tomaré en cuenta en cuanto tome una decisión", dijo el rey. 

   Así que la comitiva dejó solo al rey éste se retiró a su despacho. Contempló con cariño las últimas fotografí­as de su hijo. Se parecí­a a él cuando tenía su misma edad, hací­a algunos miles de años ya. 

   Poco más de tres décadas antes, la guerra contra los sengianos se había intensificado bastante cuando los médicos le notificaron que la reina estaba embarazada de dos semanas. Los rumores que habían llegado a los oídos del rey decían que el objetivo principal de los sengianos era acabar con la estirpe dinástica. Los reyes temiendo por la vida de su hijo y futuro rey tuvieron que tomar la drástica decisión de esconder el embrión en un lugar seguro, ya que la reina bajo ningún punto de vista estaba dispuesta a alejarse de su esposo. Algunos soldados fueron enviados al distante planeta tierra de donde trajeron un informe completo sobre las condiciones generales. Prontamente un equipo médico se trasladó hacia la tierra, llevando consigo al embrión real con las órdenes expresas de encontrar un vientre apto para dar continuidad a la gestación y de mantener la maniobra en el más absoluto secreto, nadie en la tierra debía saber el origen del embrión, incluso su portadora. Hecha la elección de la madre substituta, ésta fue abducida para la introducción del embrión. Por decisión de los reyes dicha hospedera tenía que encontrarse en estado virgen, debido a que los seres del planeta Tierra eran de índole supersticiosa, de esa manera, al atribuirle un origen divino a su vástago, lo que era verdad, le brindarían el mayor cuidado hasta el momento de ir a rescatarlo.  

Los médicos y los soldados encargados de resguardar al príncipe se mezclaron con el gentío haciéndose pasar por humanos comunes y corrientes, vigilándolo con suma discreción a cierta distancia, y siendo relevados a cada cierto período. Se creía que la guerra contra los sengianos no se extendería por mucho tiempo, pero no fue así. El enemigo era poderoso y estaba fuertemente equipado, con lo que la guerra ya llevaba treinta y tres años. 

III

Durante el viaje de regreso a la tierra, el capitán Slaesh se enteró, por medio de un sobreviviente, que la mayoría de los soldados y los médicos del último relevo se vieron envueltos en una serie de acontecimientos locales fortuitos. Algunos habían sido asesinados y otros, encarcelados, al final, debí­an fingir ser terráqueos y como tales estaban sujetos a las leyes y formas de vida del planeta; con lo que el príncipe quedó, ya sin ninguna ayuda externa, a merced de los designios de los hombres. 

   Por su origen real, el príncipe poseía ciertos poderes que eran inexplicables para los humanos, con lo que le atribuyeron origen divino, pero lo que más ayudó a la propagación de la superstición fue el hecho de que el príncipe empezó, desde muy joven, a hablar sobre ello, haciendo énfasis en que su padre era un dios poderosísimo. Todo esto hizo posible que, a través de los años, fuera venerado y seguido por unos tanto cuanto odiado y temido por otros en la misma medida, lo que terminó siendo brutalmente asesinado por los últimos. 

   El comando de rescate al mando del capitán Slaesh llegó tres dí­as después del hecho, cuando en la ciudad no se hablaba de otro asunto. Pero tenían un problema, un gran problema: su cuerpo había desaparecido y nadie, o pocos, sabían dónde podrí­a estar.

   "Señor, todavía tenemos algunos días más para encontrarlo y revivirlo", le dijo el jefe médico a Slaesh, al notar en su semblante una profunda preocupación.

   Slaesh no quería ni pensar en cómo le daría semejante noticia al rey si no llegaban a tiempo dónde el cuerpo del príncipe. No concebía que tanto sacrificio demandado pudiera terminar en fracaso. 

   "Confío en que unos de los nuestros consiga alguna información rápidamente que nos lleve hasta el cuerpo del príncipe. El tiempo apremia, doctor, y debemos actuar con prontitud", respondió Slaesh. Al poco tiempo Glidash, segundo del capitán Slaesh, que a pedido de éste debí­a acercarse a la madre substituta, apareció trayendo buenas noticias: 

   "Señor, señor, el cuerpo del príncipe se encuentra no muy lejos de aquí­, dentro de una cueva", .

   "Buen trabajo, Glidash. Tú, Arnesh, ponte en contacto con el resto del comando y diles que vuelvan aquí de inmediato", ordenó Slaesh. 

IV 

   "Allí, señaló Glidash, al pie de aquella montaña rocosa". Algunos seguidores del príncipe estaban de vigilia delante de la cueva, entre ellos Slaesh reconoció a la madre terráquea del  príncipe. 

   "¿Qué haremos ahora, señor?", preguntó Glidash. 

   "Vamos a abducirlos y luego tratamos al príncipe y después nos largamos de inmediato", respondió Slaesh, mientras sacaba su arma. El capitán ajustó los controles y luego dio un grito para llamar la atención. Todos se voltearon hacia el lugar de donde provino el grito, en ese momento Slaesh accionó su arma. 

   Pasaron entre las estatuas humanas hasta la entrada de la cueva y luego hicieron rodar la pesada placa de piedra circular que obstruía la entrada. 

   "¡Rápido, empujemos!", ordenó Slaesh y entre todos hicieron rodar la piedra. El cuerpo de príncipe reposaba sobre una piedra rectangular. El médico y su equipo se pusieron inmediatamente a trabajar, inyectándole una substancia revitalizadora que lo hizo saltar inmediatamente sobre la cama de piedra. A seguir le suministraron un potente sedativo.

   "Cuando despierte ya estaremos en Reiser, capitán", le dijo el jefe del equipo médico a Slaesh, que observaba con pesar el estado lastimoso del príncipe provocado por las innumerables heridas sufridas. Luego Slaesh se comunicó con la nave principal, que se encontraba a la espera en el desierto. Dos minutos más tarde aterrizó cerca de la cueva. Slaesh esperó a que todos subieran para deshacer la abducción, luego saltó dentro de la nave que partió como un rayo del lugar. Cuando los seguidores del príncipe dieron por sí la nave ya era una estrella más confundida entre los millones de ellas que tachonaban el firmamento aquella noche. 

Licencia Creative Commons
EL RESCATE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.



EL DUEÑO ORIGINAL


Primero la tierra habló con un poderoso trueno de advertencia, y luego tembló con tal potencia que nada quedó en su lugar. 

   Los habitantes de Férom se estremecieron. Pero mucho antes los animales, solo que los hombres, ocupados en sus asuntos, no les prestaron atención. 

   Tras los negros avisos de la madre tierra los reyes y los soldados, obedeciendo a un mismo patrón de pensamiento, imaginaron una invasión enemiga venida del espacio que, al fin, los había descubierto. La plebe, en cambio, pensó en un ataque asociado entre los pobres y la gente escondida, que venían por sus riquezas, o quizás una estampida enloquecida de miles de bestias salvajes arremetiendo contra el reino, o tal vez una rebelión del ejército contra la realeza, tres hipótesis apenas entre cientos de ellas. Ya el populacho estaba divido entre sus dos mayores temores: ser esclavizados por alguna civilización enemiga y ser invadidos por la gente escondida. 

   La gente escondida vivía en los bosques y en las montañas. Los había alienados, fugitivos, vagabundos, embusteros, brujas, asesinos, prostitutas y ladrones. Se rumoreaba que si toda la gente escondida decidiera formar un ejército con certeza sería cinco veces mayor que el de los reyes, con lo que Férom se vería en serios problemas, de allí el temor que infundían. Pero a pesar de ser gentes rebeldes, indomesticables y sin ley, capaces de crueldades inimaginables, ser amigas del engaño y del embuste, artífices de hechizos, maleficios y plagas y siempre estar dispuestas a la apropiación ilícita de lo ajeno implícito en sus mentes, esas desgraciadas tampoco estaban exentas de temores hacia lo desconocido; por ese motivo adjudicaron el fenómeno a la tierra que, enojada por su desajustado comportamiento, se preparaba para una venganza. Mientras unos y otros y cada quien a su manera buscaban una razón para lo que estaba sucediendo, empezó a soplar un viento caliente y nauseabundo desde más allá de las montañas que rodeaban por el norte y el oeste el reino de Férom, entonces, presas del temor, las gentes salieron corriendo en la dirección contraria, penetrando en los bosques, ya sin preocuparse con la amenaza que representaba la gente escondida. Sin razón por cierto,  porque éstas, al ver pasar la muchedumbre huyendo despavorida por sus dominios, se mezclaron a ella. 

   Entre tanto, poco antes que la larga noche se abatiera sobre Férom, la realeza y el ejército se refugiaron en el templo donde guardaban las naves, donde al poco tiempo las altas paredes  empezaron a deslizarse hacia los costados y el piso se abrió en cuatro partes. De pronto, resplandores multicolores se proyectaron a las alturas, seguidos por zumbidos ensordecedores, de donde, una tras otra, siete naves del color del acero se elevaron al cielo y desaparecieron velozmente en lo oscuro del infinito. 

   Pero hubo un habitante de Férom que no salió de su lugar: El Hechicero, como se le conocía al solitario hombre de magias oscuras y poderosas que vivía en un lugar prohibido del bosque, que ni se inmutó cuando empezó el extraño comportamiento de los animales, porque lo que estaba sucediendo ya era de su conocimiento desde mucho antes de que llegaran a sus dominios las primeras naves interestelares con la realeza y edificaran Férom. 

   Desde su cueva El Hechicero vio la partida de la realeza y la nube venenosa, oscura y gigante, acercándose siniestramente, en un espejo mágico que le transmitía lo que un águila observaba desde una torre. Ya vuelta al refugio el águila, El Hechicero se encaminó a una cámara subterránea por un largo y sinuoso pasadizo entre las rocas a fin de protegerse del aliento mortal de la tempestad, que no demoraría en llegar. Cuando el monstruo por fin llegó, trayendo en sus entrañas vapores venenos, barrió del mapa la ciudad en cuestión de minutos. 

   Muchos días después el viento pasó, dejando tras de sí una nube oscura suspendida sobre el mundo; entonces la tierra en tinieblas se volvió fría y sombría

   Entre tanto, El hechicero permaneció en su cueva esperando pacientemente la disipación de los días negros sobre su antigua heredad, su reino usurpado, pues allí era su lugar. 

Licencia Creative Commons
EL DUEÑO ORIGINAL por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


LA CASA PARALÍTICA


   ¡Ahora sí­!, parece que esta vez se levantan. Ya estaba en tiempo. Me tienen hasta la coronilla de los ronquidos del viejo y los pedos de la vieja, pero sobre todo los del perro, que por amargos son los peores. Por algo el dicho: más amargo que pedo´e perro. Y en eso estoy desde hace trece malditos años, sin una noche que yo pueda decir que he tenido un buen sueño. Después de pasarla casi en vela entre pesadilla y pesadilla (todas horrendas, por cierto), por los pedos mezclados del par diabólico, lo que multiplica el hedor, amanezco con dolor de tejado y un malestar en toda la estructura que me dura todo el día. Y el día que justamente debería distraerme no es igual al día de la casa de al lado o al de la de enfrente, por ejemplo. Y como los viejos ya están jubilados duermen a la pata ancha hasta las diez o las once, así que tengo que padecer hasta esa hora para respirar un poco de aire puro, que es cuando uno de los dos abre las ventanas y la puerta del fondo para que el perro salga al patio. Eso me alivia un poco, es cierto, pero igualmente el malestar persiste hasta que llega la noche y ahí comienza mi calvario otra vez. 

   ¡En invierno entonces! Ahí mi pesar es lastimoso y digno de pena; y si llueve pa qué les cuento, el pichicho pedorro se la pasa adentro, dele que dele a emanar sus fluidos venenosos. Con todo esto quiero decir que no estoy libre de esa pesadilla nunca; y para peor de males el ingenioso arquitecto o ingeniero, no sé cuál de los dos, tuvo la brillante idea de hacer el garaje separado de mí­. ¡Hijo de puta!, con qué otro nombre llamarlo sino. A través del garaje podría respirar aire puro y dormir y soñar con cosas lindas en vez de tener múltiples pesadillas durante toda la noche de todas las noches de estos largos y penosos trece años. ¡Qué mierda! Se supone que los garajes deberían estar anexados a las casas, para brindar mayor comodidad de acceso al interior, por ejemplo, cuando llueve. Por lo menos en la televisión casi siempre se ve de esa manera. Pero, y vuelvo a repetirlo, un arquitecto o ingeniero, qué carajo sé yo, se le dio por hacerlo separado. 

   Bueno, como dice Héctor Lavoe: todo tiene su final; porque convengamos, la paciencia tiene un límite y hasta acá llegó el mío. Esta misma noche voy a hablar muy seriamente con la cocina nueva, porque es gracias a ella que podré deshacerme del incómodo de una vez por todas. Resulta que ella es de última generación, y si mal no recuerdo, creo que fue en la primera noche cuando nos presentamos, me dijo que era capaz de encenderse sola y si se lo propusiera podría dejar escapar el gas sin necesidad de que accionen la perilla; no porque fuera un recurso propio de su avanzada tecnología, me aclaró, sino por un defecto de fábrica que pasó desapercibido por el control de calidad. Por eso se me ha ocurrido pedirle que nos haga el favor a mí y a todos los muebles, incluida a ella misma, de librarse de los viejos y del maldito perro pedorro, ya que yo sola, por mi falta de versatilidad para ciertas diligencias, no puedo hacerlo. Sé que no se negará, pues ya la he oído quejarse de lo mismo. Me apena un poco la suerte matrera del viejo, que se tira un pedo cada muerte de obispo, pero para deshacerme de la dúo pedorro el viejo tendrá que ir de yapa; efecto colateral que le dicen, pero bueno, qué se le ha de hacer, la vida es así y a veces los sacrificios de inocentes son inevitables. Quién sabe a los nuevos dueños les gusten los gatos que, además, de ser más limpios que los perros, nunca he oído que se tiren pedos, acaso alguno que otro allá a las perdidas, quizás después de comerse un ratón con el hígado hecho mierda, supongo. En todo caso, si los nuevos dueños no llegan a adecuarse a mi gusto ya encontraré la manera de deshacerme de ellos también (aunque ya no podré contar con la cocina, que a esas alturas ya habrán reparado), hasta que el destino me consiga unos moradores que llenen los requisitos del sano equilibrio entre espíritu y materia ¿no les parece? 

EL DORADO


Los ojos del conquistador brillaban de codicia delante de los montones de oro que los indígenas despejaban delante de sus pies, mientras tanto anotaba en un pergamino la parte correspondiente a la corona; la otra, que no carecía de anotaciones, sería repartida según el rango entre la tripulación en Las Canarias, antes de seguir viaje hacia el continente. Pero el conquistador tenía otros pensamientos mucho más oscuros ocupando su mente: diariamente especulaba acerca de cuántos tripulantes serían suficientes para llegar a tierra firme, y cada día reducía la dotación y así otro desgraciado pasaba a la lista de los que terminarían su viaje en la aguas del océano, cosa que sobrara más oro para la repartija. 

   Entre los indígenas subyugados había un indio al que llamaban Gonzalo, porque admiraba a los extranjeros y quería ser llamado como ellos, y al cual el conquistador había prometido llevarlo a España junto con él, siempre y cuando consiguiera más oro. Pero cuanto más Gonzalo conseguía más el conquistador, insaciable, pedía. 

   Ese día Gonzalo, a la vuelta de la visita que le hiciera a su abuelo moribundo en las montañas, traía una buena noticia para el conquistador

   Tengo buenas noticias, mi señor. 

   Sin quitar la vista de los montones de oro, la voz del conquistador se oyó como salida de una estatua:

   ¿Ah sí, y cuáles son? 

   Mi abuelo anoche ha pasado muy mal y ha empezado a delirar. Entonces yo me he acercado al lecho y le he preguntado sobre El Dorado, y el viejo, en su delirio, me ha contado su ubicación. Una sonrisa de dientes blancos como la nieve quedó grabada en el rostro de Gonzalo después de dar la noticia. 

   De inmediato el conquistador desprendió su mirar del oro a sus pies y clavó sus ojos codiciosos sobre el indio. Por fin el secreto tan guardado por aquellos indios ladinos veía la luz; el gran secreto que ni las torturas más terribles les había arrancado, ahora así, tan fácil como patear una piedrita en el camino, de la mano de un indio viejo y enfermo le era revelado. 

   La avidez habló por él:

   ¿Y tú, sabes dónde queda, sabes cómo llegar? 

   Gonzalo contestó mirando al suelo:

   Sí, mi señor, el abuelo me lo ha dicho. Queda a pocos días de marcha de aquí. 

   El corazón del conquistador retumbaba como un tambor contra la coraza que le cubría el pecho. 

   ¿Y qué más te ha dicho tu abuelo, Gonzalo? 

   Gonzalo señaló las cumbres nevadas de Los Andes, que asomaban por una ventana.

   Me ha dicho que las montañas son tan altas como ésas, hechas de oro y piedras preciosas que pertenecieron a los antiguos dioses; y también me ha dicho que se puede comprar todo lo que existe en la tierra y que el brillo que se desprende de ellas cuando alumbra Inti es tan intenso que los ojos enceguecen. 

   Gonzalo siguió hablando pero el conquistador no lo oía más, porque vagaba por su tierra natal. Los reyes católicos se pudrían en las mazmorras y el reino de España le rendía pleitesía, a él, el nuevo soberano, y los reinos de toda Europa caían bajo su yugo y las flotas reales, después de arrasar los reinos más distantes, retornaban a la península ibérica con las naos cargadas de tesoros, y reinas y princesas, todas ellas esclavizadas para que su majestad, él, calmara su insaciable lujuria en sus vientres exóticos. 

   Mañana a primera hora partimos, le dijo a Gonzalo. 

   El indio respondió que sí y se ausentó, dejándolo solo con sus sueños delirantes. 

2

   Al amanecer todo el ejército conquistador y un millar de indios partieron rumbo a El Dorado; adelante, montado en un caballo como un conquistador más, Gonzalo marchaba junto a su señor. Durante días subieron sierras y montañas, cruzaron valles y ríos y cuando ya moría el atardecer del tercer día llegaron a la cima de una montaña donde pudieron ver a pocos kilómetros, majestuosas, las montañas de oro refulgiendo ante los últimos rayos del sol. El corazón del conquistador volvió a retumbar contra la coraza y la luz dorada embriagó sus sentidos. 

  Algo parecido ocurría con los soldados, porque también empezaron a soñar muy alto; en ese momento glorioso todo lo que habían soñado hasta allí les pareció poco menos que nada. Ciegos de codicia imaginaron, tal lo hiciera su jefe, caer a los reyes católicos y a sí propios tomar su lugar; y a sus ejércitos arrasar los reinos de toda Europa; y la flota real surcar todos los mares y retornar abarrotadas de tesoros y reinas, princesas y esclavas para calmar su lujuria durante todas las horas de sus vidas. 

   Mañana será el gran día, anunció el conquistador a la soldadesca, que a toda costa lo instaba a continuar la marcha en ese mismo instante, sin pensar en el peligro que correría transitando por los peligrosos caminos en medio de la noche, lo que sería un suicidio. 

   He dicho que mañana y asunto sellado, dijo el conquistador. 

3

   ¡Mi señor, mi señor!, Inti ya está llegando, llamó Gonzalo a su señor, zamarreándolo. 

3

   Media hora después, el contingente emprendió la marcha. Bajaban por un camino estrecho excavado en la ladera de la montaña cuando de pronto el sol emergió vertiginosamente detrás de las cumbres nevadas; los rayos, al dar de lleno en las montañas doradas, tornaron el aire de un dorado fluorescente. Ojos ávidos devoraron cada centímetro de aquellas montañas refulgentes, entonces, poseídos por la codicia, los conquistadores se abalanzaron a todo galope hacia el tesoro que realizaría todos sus sueños, dejando a los indios para atrás. Pero éstos, cautos, no miraban las montañas, sino al piso; y así se quedaron mientras a sus oídos llegaban los alaridos desesperados de los conquistadores y los relinchos enloquecidos de los caballos que caían al precipicio: el reflejo de las montañas doradas les había quemado los ojos. 

   Cuando la canción del viento volvió a dominar el aire, Tupac, tal el verdadero nombre de Gonzalo, suspiró profundamente y ordenó: 

   Volvamos, pues mañana vendrán más.

 Licencia Creative Commons

EL DORADO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...