domingo, 18 de octubre de 2020

LA RAYA

 Un día, cuando fui de vacaciones a la India, me pasó algo tan fantástico que ya no se lo cuento a nadie porque todo el mundo piensa que es mentira mía, aunque yo muestre la selfie que nos tomamos juntos. Dicen que es un montaje de Photoshop. 

   El asunto es que siempre quise ver tigres, pero no a esos que se ven en circos y en el zoológico; no, yo quería ver uno en su propio hábitat y de ser posible cazando algún venado y devorándolo. Así, que después de unos días en Nueva Delhi me dirigí a Rajastán, donde me hospedé en un hotel modesto de Jaipur. Al segundo día fui de excursión guiada al parque nacional Rathambore; pero como a mi siempre me ha gustado la aventura, apenas se descuidaron el guía, el conductor del ómnibus y los otros turistas, me escabullí entre la maleza y salí en busca de un tigre. 

   Anduve sin rumbo unas dos horas hasta que di con uno. Caminaba por una senda cuando escuché a un costado algo así como un chistido, me di vuelta en seguida, al tiempo que escuchaba detrás de unos matorrales una voz llamándome: 

   Extranjero, extranjero. Debo decir que no parecía voz humana, porque sonaba muy extraña, como de un ser no muy familiarizado a utilizar palabras.

   ¿Sí?, pregunté, mirando para todos lados. Entonces un tigre (¡qué animal hermoso!) se dejó ver a un costado de los matorrales. 

   Por favor, dijo, en una súplica lastimera. 

   Sí, dime, le dije, presto a ayudarlo. 

   Estoy en un serio problema y necesito una mano amiga, pero no temas que no te comeré, me advirtió, seguramente para que yo no saliera corriendo de espanto. 

   No qué va, si hasta sería una honra para mí, le dije para tranquilizarlo (y es verdad, porque es mejor ser comido por un tigre que morir en manos del león estatal de mi país), ¿qué necesitas? 

   Estoy enamorado de una tigresa, dijo (yo en seguida imaginé la felina, hermosa y despampanante, como el apelativo lo sugiere), pero sucede que he nacido con una raya de menos. 

  ¿Una raya?, pregunté, sorprendido, caramba, ya oí que una raya más al tigre no le cambia el carácter, pero ¿una menos? 

  Sí, dijo, bajando la mirada, y enseguida se explicó mejor, sin embargo, una menos nos deja en desventaja delante de otros pretendientes. 

  ¡Ah, ah, ah!, exclamé, entendiendo por dónde venía la mano. Bueno, tigre, no te pongas así, si me das tiempo hasta mañana prometo darte una mano. Ya se me había ocurrido una idea. El tigre concordó y acordamos encontrarnos al día siguiente en el mismo lugar, aunque no le garanticé que fuera al mismo horario ya que debía esperar el momento propicio para escaparme del tour. Así fue que volví al camino y cuando encontré la excursión di la disculpa de una indisposición digestiva urgente que me hizo buscar un matorral y cuando volví al camino ya vi a nadie. 

   Al otro día volví con la excursión, y apenas vi la oportunidad, me escabullí entre los matorrales. 

   Vieran lo alegre que se puso el tigre cuando me vio con la lata de aerosol en la mano. 

                                                                 

Licencia Creative Commons

La Raya por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

  

EL HUÉSPED


 Le brindé abrigo en mi casa porque me dio mucha pena verlo tiritando de frío en la vereda mientras el opaco sol invernal no le era suficiente para cambiarle el metabolismo y desentumecer sus músculos. Me contó que prefería que la gente, al verlo en las veredas, se cruzara a la de enfrente que lo apuntara con los dedos o le tirara piedritas en el zoológico. También me contó que había trabajado en un circo y que durante las funciones la alegría en la cara de los niños lo reconfortaban, pero cuando la función terminaba un león viejo, que a pesar de domado no había perdido ni un ápice de su naturaleza, le mostraba los colmillos y las garras y lo amenazaba constantemente, diciéndole que un día se iban a olvidar el candado de su jaula abierto y ahí él iba a ver lo que era bueno. Después de oír su triste historia le dije que se podía quedar en casa hasta el verano cuando yo tengo vacaciones y podría llevarlo a Santiago del Estero, donde siempre hace calor y hay muchas lagunas. Eso lo animó. Al otro día, antes de salir para el trabajo, miré dentro de la billetera porque no encontraba la SUBE, en ese momento vi que mi huésped transitorio me observaba detenidamente desde un rincón de la sala, se le notaba en la mirada que estaba atemorizado. En ese momento me di cuenta del motivo de su temor. 

   No te asustes, le dije, sacudiendo la billetera, es una imitación china de cuero sintético. Entonces el cocodrilo suspiró aliviado y la mirada turba se le borró. 

Licencia Creative Commons

El Huésped por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

TRABAJO NUEVO


 Salió temprano de casa (tenía un trabajo retrasado para el semanario de los domingos) y en el kiosko de la esquina compró el diario. En el tren abrió la sección empleo (siempre tenía la esperanza de encontrar algo mejor). "Se busca diseñador tipográfico. Con experiencia. Buena remuneración", leyó. "Qué suerte, mi profesión", se dijo; y para mejorar la perspectiva pagaban casi el doble. Se fijó en la dirección: la calle, el número, el barrio y el nombre de la gráfica indicaban que se trataba de su trabajo. Pensó que tenían pensado agrandar el plantel, pero apenas llegó a la gráfica le avisaron que pasara por Recursos Humanos. Un nudo se le formó en el estómago. Cuando se escucha "Recursos Humanos" todo el mundo piensa en despido, nunca en en un ascenso, lo que implicaría un aumento de suelto. Entró en el escritorio, delante de la técnica, vio un sobre con su nombre, y para corroborar su sospecha ella, siempre tan simpática, tenía cara de velorio. 

   Lo siento mucho Torres, dijo, como quien da el sentido pésame al pariente del fallecido. Él hizo una mueca de resignación y le preguntó por el aviso. 

   Es para suplantarlo, respondió ella, fastidiada por tener que decirle lo obvio. Él abandonó el recinto con el alma arrasada, pero con asombro comprobó que no había nadie sentado para la entrevista; no sabía por qué pero quería verle la cara al que lo suplantaría. Miró la hora, las entrevistas estaban marcadas a partir de las ocho, y faltaba cinco minutos. En la vereda tampoco vio a nadie, había imaginado una cola hasta la esquina como mínimo dada la mala situación del país, que en verdad no difería de otras épocas. Entonces tuvo una idea. Fue hasta el café de la esquina y se sentó en una mesa desde la cual podía ver la estrada. Ya eran las nueve y aún no había visto a nadie acercarse, entonces volvió tras sus pasos y fue directo a la oficina. 

   ¿Qué desea Torres?, le preguntó la técnica, asombrada por verlo de nuevo allí. 

   Vengo por el empleo, dijo él, mostrándole el diario. 

   Espere un momento, dijo ella; entonces se levantó, se asomó a la sala de espera y después hizo lo mismo en la vereda. Cuando volvió le pasó un formulario y le preguntó: 

   ¿Está dispuesto a empezar ahora mismo? 

   Sí, respondió él, acabo de perder mi empleo y necesito trabajar con urgencia.  

Licencia Creative Commons
Trabajo Nuevo por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.                                                                

DESCONFIANZA

 Cruzaron la frontera de madrugada, huyendo de su patria como ladrones, o peor como traidores. Con desconcierto descubrieron que del otro lado de la línea fronteriza el paisaje era el mismo. Pero ¿qué esperaban? ¿Acaso ya se habían olvidado las lecciones de geografía? Para ver alguna diferencia sustancial en el paisaje deberían avanzar bastante todavía, pero después de las primeras impresiones la huida volvió a ocupar sus pensamientos. El tiempo transcurrido entre la huida, la llegada al aeropuerto, el viaje en avión y la llegada a destino fue como un sueño y después, como despertar dentro de otra vida. Seguían siendo los mismos, pero al mismo tiempo eran otros, otros que se reconocían raros. Pero finalmente la nueva libertad hizo que se olvidaran de los viejos temores ante la ostensiva vigilancia provocada por el gobierno opresivo: el vecino fisgón, el patrón patriota por conveniencia, los compañeros de trabajo alcahuetes, la desconfianza y el miedo de una frenada brusca en la calle, por una llamada telefónica de madrugada, de los golpes a cualquier hora del día en la puerta de calle o de un simple automóvil con alguien dentro estacionado cerca de la casa.  

   Esa mañana de primavera, la primera primavera en el nuevo país, ella abrió la ventanas de par en par, para que la casa fuera traspasada por el dulce aire de la libertad, pero una mosca que se instaló en un rincón de la sala le hizo lo cambió todo, justo una mosca, con tanto asco que le tenía a esos insectos. Rápidamente cerró puertas y ventanas y empezó a cazarla. Cuando los niños llegaron del colegio y el marido, poco después para el almuerzo, la encontraron bañada en sudor; los muebles estaban fuera de lugar y hasta había varios objetos hechos pedazos por el piso. Ella se quejó de la mosca, y al ser indagada por el marido sobre los aerosoles mata insectos ella le señaló los envases vacíos en el piso. De manera que la familia entera se empeñó en dar caza a la mosca. Les demandó toda la tarde (el marido tuvo que llamar al trabajo inventando una indisposición) y una parte de la noche, pero, por fin, cerca de las nueve el marido consiguió acertarle el escobazo fatal. El hijo más pequeño se apresuró a recogerla, pero inmediatamente la dejó caer al piso. Los padres, al verle la cara espasmódica, se acercaron con cautela a la mosca, la juntaron con la pala de la basura y al verla de cerca descubrieron que estaba hecha de metal; entonces el viejo temor volvió a invadirlos con la diferencia que ahora la desconfianza se dividía en dos. 

                                                                            

Licencia Creative Commons
DESCONFIANZA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL NIÑO/ROLANDO

 A cada rato la señora, ansiosa, miraba insistentemente la hora; la urgía tomar el avión y llegar de una vez por todas al sosiego de su departamento. A su lado reposaban dos grandes valijas, de las cuales en una llevaba los regalos para su gran descendencia, dos hijos, dos nueras y cinco nietos, todos varones. En una de las tantas cabeceadas más allá de los cristales de la sala VIP, vio cerca de la zona de checking un matrimonio con su pequeño hijito, sentado al lado de la madre. De pronto sintió una pequeña conmoción en el pecho; el rostro del niño le recordó el de su tercer hijo, ya lejano y perdido para siempre hacía más de veinte años atrás cuando una gripe mal curada se lo arrebató de las manos. Inmediatamente abandonó la sala con las dos valijas rodando a su lado y fue a sentarse lo más cercana al niño que pudo, ya que no había muchos asientos vacíos disponibles. Y sí, viéndolo más de cerca el parecido era abrumador, y cuanto más lo miraba más ganas tenía de acercarse y abrazarlo como lo había hecho tantas veces con su añorado hijito.    

   Rolando, hijito mío, murmuraba, tan inaudible que solo ella podía oírse. 

   Con la visión del hijo perdido en la figura de ese pequeño, se olvidó de la hora; su pensamiento ahora transcurría parado en el ayer, pero de vez en cuando las miradas de los padres del niño hacia ella la traían de vuelta al presente. Cuando esto ocurría ella desviaba la cabeza y fingía mirar para otro lugar, hasta que por el rabillo del ojo percibía que ya no la miraban, entonces volvía a mirar al niño, o mejor dicho a Rolando. Una voz de mujer anunció por los altavoces la partida del próximo vuelo, y casualmente el hombre que estaba sentado al lado del niño se levantó, encaminándose rápidamente a la puerta indicada por la voz anónima. La señora, las valijas a la rastra, se apresuró a sentarse al lado del niño/Rolando, justo cuando el niño se quejaba de lo aburrido que estaba. 

   La señora se apresuró a abrir la valija con los regalos, dispuesta a sacrificar uno de los juguetes destinados a sus nietos. Revolvía con manos ansiosas porque no quería desperdiciar esa oportunidad de aproximación. "Listo", pensó, cuando encontró el avión destinado a su nieto Javier, pero cuando se dio vuelta el desconcierto la hizo estremecerse: el niño sostenía en una de sus manos otro avión. 

   Ahora, tranquilito, le dijo la madre. La señora volvió a guardar el juguete, mientras por dentro se amonestaba por haberse demorado en su búsqueda fortuita. A los pocos minutos el niño volvió a quejarse, ya no quería más el avión. La señora pensó que esta vez la oportunidad de congraciarse con el niño no se le escaparía. Así que volvió a abrir el cierre de la valija y hundió sus manos apresuradas y, tanteando a ciegas, palpó el dinosaurio de goma para su nieto Emanuel, pero el destino, caprichoso y cruel, le jugó en contra una vez más, porque al darse vuelta el niño ya jugaba con uno parecido. Guardó el dinosaurio masticando rabia y cerró la valija de un tirón, luego sacó un pañuelo de mano de la cartera y se secó el sudor que arrastraba lentamente el espeso maquillaje del rostro cuello abajo. En minutos, el niño empezó de nuevo con las quejas y esta vez la señora se apresuró con más diligencia que las veces anteriores, pero justo cuando extraía el robot destinado al nieto Gustavito, escuchó a sus espaldas una voz metálica que repetía con insistencia: "Muerte a los humanos, muerte a los humanos". Se dio vuelta rápidamente y vio que la frase repetida salía del robot que el niño sostenía en las manos. Esta vez, después de guardar el robot, la señora se roció el cuello con colonia refrescante y suspiró profundamente, un poco porque sentía falta de aire y otro poco por el fastidio que le causó esa nueva decepción. 

   Y como las otras veces, el niño volvió a cansarse de ese juguete y a quejarse de que estaba aburrido; y también como las otras veces ella volvió a abrir la valija y a hundir las manos entre el revoltijo hecho con tantas búsquedas, sacadas y vueltas a guardar de juguetes, hasta que sus dedos rozaron la suavidad del oso panda destinado al nieto Pedrito. Le clavó los dedos huesudos con fuerza, cual garras de felino hambriento, pero desgraciadamente, tal cual antes, al darse vuelta comprobó que los padres ya le habían dado al hijo... ¡un oso panda! Decepcionada una vez más, la señora guardó el juguete, cerró la valija, volvió a sacar el pañuelo de la cartera y se secó unas lágrimas que que le dibujaban dos líneas negras en las mejillas. Ya bastante irritada, se olvidó del entrañable Rolandito y se puso de pie, se desarrugó la ropa con cierta violencia y ya se disponía a volver a la sala VIP cuando volvió a oír al niño quejarse, entonces decidió apostar la última ficha que le quedaba, la ametralladora del nieto Felipito. Esta vez la señora fue más diligente que las otras veces y con una increíble rapidez abrió la valija y sus manos fueron directamente a la ametralladora, y al darse vuelta, y para su felicidad, vio que al niño todavía no le habían dado ningún juguete para su distracción, ambos padres todavía estaban revolviendo valijas y bolsones. 

   Toma, es para ti, te la regalo, le dijo con la dulzura de una tierna abuelita, pero el niño, mirando a los padres que habían suspendido la búsqueda y ahora observaban para ambos, dijo gritando: 

   ¡Esa nooo!, ¡quiero aquélla! La mano derecha del niño señalaba una tienda de juguetes, a unos diez metros de ellos, donde en la vidriera se exponía a la venta una ametralladora... exactamente igual a la que sostenía en sus manos la desafortunada señora. 


Licencia Creative Commons
EL NIÑO/ROLANDO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

sábado, 17 de octubre de 2020

CONSTANCIA DE NACIONALIDAD


 Por fin había conseguido la cita para el documento. Ya tenía todo, fotos, comprobante de domicilio, fotocopias del pasaporte y de la cédula de identidad y los antecedentes penales, de Venezuela y de Argentina.  Pero no es que le salieron con que le faltaba la constancia de nacionalidad. ¿Qué payasada era esa? ¿Acaso la cédula y el pasaporte venezolanos no atestiguaban su nacionalidad? Está bien, dijo, y no bien puso el pie dentro de casa se puso a preparar algo de comer. 

   Al otro día cuando la mujer le alcanzó el paquete envuelto en papel aluminio, el dependiente puso cara de argentino que quiere justificar una acción, es decir, arqueó las cejas o, como se dice, puso cara de circunstancia. 

   ¿Qué es esto?, preguntó, incrédulo. 

   Ábralo, m´ijo, dijo la señora, que no es una bomba. El dependiente, curioso aunque desconfiado, abrió el paquete y vio que se trataba de algo parecido a una torta frita cortada al medio y rellena con algo indescifrable, pero comestible. 

   Y, ¿ésto?, preguntó, más perplejo aún. 

   Eso es una arepa y se llama "Reina Pepiada", dijo la mujer, con cierto orgullo de la culinaria de su país. 

   Ah..., dijo el dependiente, los ojos puestos en la arepa, y después de unos segundos preguntó: 

   Pero ¿qué significa? La mujer, sorprendida por la pregunta, abriendo un poco los brazos y poniendo las palmas de las manos hacia arriba, respondió: 

   La constancia de nacionalidad, m´ijo. Pruébela y verá usted que soy bien venezolana.  

Licencia Creative Commons

Constancia de nacionalidad por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

LA PROFECÍA


 El más viejo de nosotros, una noche de invierno en que estábamos acurrucados los uno a los otros alrededor de la hoguera, dijo sin más ni menos, que mientras dormitaba por la tarde había tenido un sueño, un anuncio de profecía del cual no recordaba imágenes, sino el mensaje de una voz sin rostro que le habló sobre un gran mal que había quedado alojado en su mente y no lo dejaba pensar en otra cosa. Aquellas palabras del más viejo me habían perturbado los pensamientos. De nada servía hacerse cualquier pregunta; de poco, cualquier conjetura si se ignoraba el aspecto del gran mal. Con semejante anuncio la noche fue de murmullos y todos demoramos en conciliar el sueño. Por la mañana el mundo ya no fue el mismo de siempre y todo pasó a transmitirnos miedo: sin embargo, no lo que siempre nos representó peligro. Le empezamos a temer a una hoja seca que el viento arrancaba del árbol, a un terrón de tierra que la sequía desprendía de un barranco, a un olor diferente, a un ruido nunca oído o al cual nunca le habíamos puesto atención, pero ahora que el temor nos habitaba nos resultaba sospechoso y por lo tanto digno de temerle. Si el más viejo de nosotros se hubiera callado, todo seguiría como siempre y el gran mal sería como la lluvia torrencial que inunda la tierra y nos obliga a buscar refugio en los árboles; como la nieve que nos sepulta durante largos períodos o como las bestias a las cuales les resultamos apetitosos. Pero no, él tuvo que hablar y ahora el gran mal no tiene forma, es sin rostro, sin nombre, una amenaza invisible que nos acecha desde cualquier lugar y que puede ser cualquier cosa; incluso ya puede estar a nuestro alrededor, pero lo peor de todo es saber que la profecía se cumplirá.  

 Licencia Creative Commons

La Profecía por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...