martes, 3 de noviembre de 2020

EL PERRO POLICÍA

 Fueron a buscarlo a la perrera bien temprano y media hora más tarde estaba en el lugar de la requisa. Él se las había ingeniado para que le dieran libertad de acción, de manera que, sin acompañamiento alguno, ni bien encontraba la droga avisaba con tres potentes ladridos; rápidamente los agentes procedían a su incautación.  

   Recorría las habitaciones y los recovecos de la vivienda olisqueando el aire y hociqueando entre ropas y baúles cuando en el dormitorio principal percibió el perfume que emanaba desde la cama, precisamente del colchón. Aflojó las patas, se tiró al piso, se acomodó boca arriba y empezó a arañar entre los listones de madera. Al poco tiempo, empezaron a caerle sobre la cara las hilachas del forro del colchón, trozos de goma espuma, pedazos de la envoltura plástica con que habían recubierto la substancia y, finalmente, la lluvia blanca sobre su cara. 

   "La encontré", gruñó, todo victorioso. Entonces clavó el hocico y aspiró con fuerza hasta que en los pulmones no le cupo ni un miligramo más. Era coca de la mejor calidad, porque esta vez no pudo dar ni un ladrido y apenas si tuvo fuerzas para llegar hasta la sala donde los agentes estaban reunidos esperando su aviso. Perplejos, lo vieron aparecer por la puerta enchastrado hasta las orejas, los ojos desorbitados, riendo como un débil mental y con la pata izquierda señalando confusamente hacia la habitación. 

                                                                              

Licencia Creative Commons

EL PERRO POLICÍA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


LAS LETRAS

 Una mañana, se ignora el motivo del desacuerdo, se pelearon las letras del cartel, y el conflicto fue tan grande que las vocales se arrinconaron a la izquierda y las consonantes a la derecha. El dueño del establecimiento no se explicaba porque la gente amagaba ingresar y se detenía en la puerta, la indecisión en sus piernas, la turbación en la mirada, hasta que contrariadas seguían de largo. Mientras tanto en el cartel las letras divididas empezaban a dudar de las drásticas medidas que habían tomado; las vocales no estaban conformes por el modo gangoso como la gente las nombraba y, al final, no entendiendo el mensaje, seguían por la vereda buscando un establecimiento similar con miradas urgentes. Y las consonantes no estaban para menos, la gente ni las nombraba y eran leídas como se leen las siglas; y así, al igual que las vocales, en silencio se preguntaban si la discordia valdría la pena. La solución para las cuatro partes envueltas en la cuestión, consonantes, vocales, dueño del establecimiento y la gente, vino de la mano de un pobre desgraciado que las sensibilizó y las hizo recapacitar. El infeliz tenía el cachete de la cara derecho hinchado como un globo, lloraba de dolor e impotencia y le daba puñetazos desesperados a las paredes: el dolor de muelas casi lo estaba matando. De manera que las letras enemistadas se miraron de reojo y sin decirse nada se fueron arrimando, pasando unas sobre las otras y acomodándose en el orden adecuado; justo a tiempo cuando el pobre hombre levantaba la vista y dificultosamente agradecía a a Dios por haber encontrado finalmente una farmacia. 

                                                                                         

 Licencia Creative Commons

LAS LETRAS por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata

EL CANTO DE LAS SIRENAS

 

Ulises insistió en que le taparan los oídos con cera y lo ataran para no sucumbir al canto de las sirenas. Con lo que fue el único en Carmen de Areco cuando empezó el bochinche de los bomberos a no acudir a ver el incendio de la vieja tienda de los Pocztaruk, sobre la av. Mitre. 

                                                                          



EL ÚLTIMO RECUERDO 2

 Un viejo ya en las últimas llama a la enfermera que está a sus cuidados y le confiesa que le gustaría llevarse de recuerdo al otro lado un último momento de lujuria. 

   Cómo no, don Antonio, dice ella, espere un ratito que ya vuelvo. 

   El viejo, lleno de felicidad, espera pacientemente con una sonrisa calcada en la cara y la mirada lúbrica los veinte minutos que ella demora en regresar. De pronto, la puerta se abre y la enfermera ingresa envuelta apenas con una toalla. El viejo intenta incorporarse pero no lo consigue, entonces se resigna y espera que ella haga todo. Pero detrás de la enfermera aparece su novio sacándose el slip, enseguida ella deja caer la toalla y mirando al viejo baboso le pregunta:

   ¿Ya podemos empezar, don Antonio?

                                                                         Fin. 

 Licencia Creative Commons

EL ÚLTIMO RECUERDO 2 por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL ÚLTIMO RECUERDO 1

 El viejo moribundo le confesó a la enfermera, sentada a su lado, que le quedaría eternamente agradecido si le brindase un último momento de lujuria. Como el viejo no daba mayor trabajo ella no vio ningún problema en acceder a su lujurioso deseo. 

   Ok, le dijo, ya vuelvo. 

   El viejo se puso contento y para ir recalentando el motor empezó a recordar viejas aventuras amorosas. A su regreso ella le dijo: 

   Tome esta pastillita, don José, que se sentirá como un toro, al tiempo que le pasaba una pastilla azul y un vaso de agua. Después prendió la videocasetera, introdujo un video porno y lo dejó solo, para que no se inhiba con su presencia. 

                                                                           

 Licencia Creative Commons

EL ÚLTIMO RECUERDO 1 por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


PLÁSTICO

 El guepardo, que era muy amigo de una manada de elefantes, corrió a toda velocidad, como solo él es capaz de hacerlo, hasta el interior de la selva donde se escondía la manada para darles una noticia que la alegraría sobremanera. 

   Repítelo una vez más, que nos cuesta creer que sea verdad, le dijo la matriarca de la manada. 

   Está bien, dijo el guepardo, aún jadeando por el esfuerzo del carrerón; oí de la boca de un guía nativo de safaris, que conoce la lengua de los cazadores, que en un país llamado Bejiga o algo así un hombre ha inventado un producto llamado plántico o algo así y con el cual se puede suplantar sus colmillos para sea lo que fuere que con ellos se fabrique. 

Esa noche los elefantes ofrecieron una gran fiesta invitando a todos los animales de la selva para festejar que con el tal nuevo invento las bolas de billar ya no serían fabricadas con marfil, lo que significaba que ya podrían abandonar la selva, tan húmeda que hace fatigoso hasta el respirar, donde se escondían y volver a la sabana. Todos los invitados bailaron y rieron a carcajadas compartiendo la felicidad de los amigos paquidermos, menos las tortugas, que se mantuvieron apartadas de la algarabía festiva con caras serias. Las tortugas alegaron que hasta que no vieran una armazón de anteojos o un peine de plántico se mantendrían escondidas en la selva. 

                                                                           

Licencia Creative Commons

PLÁSTICO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

                                                                

BURRO DE CARGA

 

1- 

Durante todo el día las bestias de carga iban y venían por el camino hecho de polvo y olvido, y cuando pasaban frente a la granja de los Pérez desviaban la vista hacia el chiquero junto al montecito. Allí, invariablemente, se deparaban con la voluminosa presencia del cerdo holgazán, engordando y viviendo el ahora lo mejor posible. 

2- 

Un burro que pasaba todos los días tirando de una carreta, y que tenía plena conciencia de su destino de bestia de carga, algunas veces consideraba al cerdo un ser afortunado. Pero tal apreciación la sostenía en momentos en que el sol, implacable sobre el lomo, parecía quemarlo por dentro; imaginaba al cerdo revolcándose en el barro refrescante y aliviador del charco cerca de la arboleda; o cuando, acometido por una sed desesperada, o bien durante el transcurso del último viaje al final de otra ardua jornada, se lo imaginaba disfrutando de una tarde diferente, hecha de sombra y agua fresca. En fin, imaginaba al cerdo siempre en situaciones muy diferentes a las suyas, las más de las veces adversas y bien sufridas. Pero cuando la tenía fácil, el burro se reía de la ingenuidad del cerdo, que vivía sus días en el paraíso terrenal como si nada, incapaz de advertir que su buena vida tenía un precio a ser pago en forma de embutido, de jamón u otro alimento para humanos. 

   Sabía el burro que un día pasaría frente al chiquero y no vería más al cerdo, y ésto lo satisfacía enormemente. Al final, todos los años sucedía lo mismo: un cerdo explotando de gordo desaparecía y una semana después un lechoncito rosadito y juguetón ocupaba el lugar del antecesor, reiniciando así el perpetuo ciclo de engorde y abate. Sin embargo, y para suerte suya, su destino era morir de viejo y con el privilegio de pasar los últimos días de su vida tranquilamente en algún potrero o suelto en el monte, cuando por demasiado viejo ya no sirviera más para el trabajo de tracción animal. Mientras tanto, alguna que otra alegría le tocaba en suerte, tal como engordar la tropilla del amo con mulas, mulos y más burritos, cuando le tocaba una burra, actividad que aparte de su trabajo diario representaba una garantía más para prolongar su estadía en el mundo. 

3- 

Cada vez que las bestias de carga pasaban frente al chiquero, tirando de carretas en cualquier sentido del camino polvoriento y desolado, el cerdo dejaba de hociquear y desviaba la vista hacia ellas. Gruñía ruidosamente su felicidad mientras las siluetas cansadas le devolvían miradas de envidia, quizás rumiando su ingrato destino de seguir en la huella soportando la vida lo peor posible. Incapaz de la más mínima conmiseración con la suerte de las fatigadas bestias ni comprender que en sus miradas envidiosas había más necesidad de alivio inmediato que malignidad, el cerdo se revolcaba en la frescura del charco barriento mientras emitía largos y sonoros suspiros provocadores que traspasaban los límites de la propiedad y se pegaban como garrapatas en los pensamientos embotados de las pobres infelices que seguían adelante con la cabeza gacha, siempre bajo el yugo impuesto por los hombres impiedosos que les tocó de amos de sus vidas. 

4- 

Y llegó el día en que el burro, como siempre pasando frente a la granja, llevó su mirar triste hacia el chiquero: el holgazán se dirigía hacia la sombra de los árboles con paso dificultoso. El burro aguzó la vista y percibió que el cerdo había perdido los cojones, tan grandes como huevos de avestruz, y ahora lucía la bolsa escrotal vacía, arrugada y pintada de violeta. Entonces supo que la hora final del cerdo estaba cerca, que su ciclo terminaba. 

5- 

Y una mañana, diez días más tarde, como de costumbre al pasar frente a la granja el burro giró su cabeza hacía el chiquero y de inmediato las cuatro patas se le detuvieron involuntariamente: el cerdo colgaba boca abajo del gajo de un árbol, sujeto por un gancho enterrado en la quijada; le habían abierto pecho y vientre y vaciado todo su contenido. A un lado suyo reposaban, clavados en un tronco, los infames instrumentos de tan cruel abominación; un poco más acá, los perros se disputaban algunos restos suyos y un poco más allá, un tacho todavía exhalaba vapores silenciosos sobre brasas humeantes. De repente el burro sintió el guachazo ardiente del rebenque chisporrotearle en el lomo y las patas volvieron a obedecer el mandato del amo; entretanto, avanzó un par de pasos incapaz de quitar la vista del difunto, sin apenarse ni alegrarse por la suerte de aquel ser que vivió poco, pero que, de alguna manera, fue feliz mientras le duró. 

Licencia Creative Commons
BURRO DE CARGA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...