viernes, 6 de noviembre de 2020

LA PRIMERA PUÑALADA

 "Nunca voy a acostumbrarme, esto, definitivamente, no es para mí", se decía por dentro mientras contemplaba, duro como una momia, a su compañero, que con la frialdad del hielo, descuartizaba el cadáver de aquel pobre infeliz como si fuera un osito de peluche. Con qué serenidad jugaba con sus órganos ensangrentados entre sus manos; con qué placer, reflejado en su sonrisa macabra y en sus ojos despiadados, desempeñaba su infame tarea. 

   Poco a poco el temor se apoderaba de su ser ante la inminencia del momento en que le tocara el turno de enterrar el cuchillo y descuartizar como lo hacía ahora su compañero. Miró de reojo la puerta y evaluó una posible huida, pero su compañero estaba en el medio, y además era más diestro y más experimentado en el manejo del cuchillo, mientras él... 

   De pronto, su compañero lo miró fijo y un frío burbujeante le subió desde los pies. 

   ¿Y, pibe?, dale o te vas a quedar parado ahí, mirando como un pelotudo mientras yo hago todo por los dos, le dijo, y en sus palabras comprendió que no tenía escapatoria, o acuchillaba y descuartizaba infelices o quién sabe cómo terminaría todo. Entonces agarró el cuchillo que tenía a un lado, cerró los ojos y dio la primera puñalada en aquel pobre infeliz que nada sintió, porque qué puede sentir un pollo muerto. 

                                                                              

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LA PRIMERA PUÑALADA por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL DINOSAURIO

 Una mañana las calles se convirtieron en pesadilla: un dinosaurio esquelético se paseó por casi todo el pueblo, sembrando el miedo y el pánico entre la población. Detrás de sus pasos, que hacían temblar el piso como si estuvieran cayendo potentes bombas, quedaban autos aplastados, bicicletas retorcidas, motos descuajaringadas, toldos arrancados, carteles, árboles y postes caídos, cables eléctricos chisporroteando peligrosamente, veredas hundidas, asfalto quebrado y canteros destruidos. La gente corría despavorida para cualquier rumbo siempre que fuera lejos del alcance de la amenaza del siniestro saurio, y en su desesperada huida se chocaba entre sí, pasándose por encima no pocas veces. La policía, en su inútil afán por detener al monstruo, gastó toda la artillería que tenía disponible, pero nada pudo detenerlo. Hasta que, cerca del mediodía, entre los bomberos y los soldados del destacamento militar de la ciudad vecina pudieron enlazarlo con gruesas cuerdas. 

   Ahora, con las patas abulonadas al piso y los brazos sujetados a dos grandes columnas de concreto con cables de acero, se cree que ya no volverá a escapar del museo. 

                                                                       

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LOS HIJOS DE MOON

 Phillip Moon era un hombre muy violento y todos los días cuando no le andaba dando sopapos a su esposa era porque estaba dándoles palizas a los tres hijos varones, y el día que despertaba demasiado inspirado les sacudía a los cuatro juntos. Todo el pueblo se compadecía de Emily, la esposa, e, imaginando un probable futuro, no había quién no viera en los tres hijos otro padre de familia golpeador. Pero cuando crecieron ninguno se casó, se mantuvieron solteros y viviendo en la casa paterna. El mayor, Roderick, durante un tiempo se aventuró en el pugilismo amador, pero apenas juntó unos buenos pesos abandonó el ring y puso un gimnacio de boxeo. El del medio, Mortimer, montó una herrería en el fondo de la casa y el menor, Ferdinand, al parecer menos ambicioso que sus hermanos, trabajó siempre en una empresa de propaganda. Como se dijo, ninguno se casó; con lo que nunca se pudo saber si de haberlo hecho hubieran salido a su padre. De eso se habló mucho en el pueblo y nadie nunca vio la relación que tenían con sus respectivos trabajos; que Roderick se la pasaba golpeando la bolsa de arena, el puching ball o haciendo de sparring con sus alumnos; que Mortimer daba mazazos en el yunque de la noche a la mañana y que Ferdinand, que sin dudas debió ser el menos traumatizado, se conformó en pasarse la vida pegando carteles en cuanta superficie se le presentara apropiada. 

                                                                         

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LA DESILUSIÓN DE SHINEGONI

 Shinegoni Kido, leyendo en la sección amor por correspondencia en un diario de Matsue, se interesó por una chica cubana llamada Rosario y decidió escribirle. 

La carta de Shinegoni decía así: 

   Quelida Losalio: me encantalía colespondelme contigo. Aquí van algunos datos soble mi pelsona. Soy muy tlabajadol, tengo casa plopia y me gusta el mal, la alena y también paseal pol la montaña. Además soy bastante caselo y me gustalía tenel tles niños: dos valones y una mujel. Bien, quelida Losalio, pol ahola no tengo mucho más pala decilte. Espelo tu lespuesta espelanzoso. 

Con caliño, Shinegoni. 

   Pasó un mes y llegó la respuesta de Rosario. 

La carta de Rosario decía así: 

   Quelido Shinegoni, te cuento que tu calta me ha dejado muy contenta. Veo que ambos cleemos en el amol sin flontelas. A mí también me encantalía conocelte y de sel posible lo más bleve posible. Soble mí debo decilte que me gusta tlabajal, me gustan las laboles del hogal, asal pan, hacel toltas, en fin, la culinalia en genelal. Yo también soy muy casela, aunque de vez en cuando me gusta il a vel el mal. Bien, quelido Shinegoni, hasta ahola esto es todo lo que tengo pala contalte soble mi vida. 

Atentamente: tu cubanita enamolada. 

   La madre de Shinegoni al ver que su hijo, que tan contento se había puesto cuando lo llamó el cartero y ahora, sin embargo, se lo veía triste y callado, se le acercó para indagarlo al respecto. 

   Dime, hijo mío, ¿qué tienes que te veo tliste y cabizbajo, tan contesto que estabas hace poco? Shinegoni rompió en lágrimas y se arrojó a los brazos de su amada madre y entre sollozos desgarrados le contó sobre su pesar: 

   Me equivoqué con Losario, mamá; mila la calta que me ha esclito. ¡Mila, mamá, mila!, cómo se líe de mi folma de hablal, esa maldita bulista. La madre abrazó con ternura a su herido hijo y le aconsejó: 

   Mándala a la mielda. 

                                                                              

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jueves, 5 de noviembre de 2020

DRÁCULA 5.0 -

 Hay personas que por distintas razones ya no comen en la calle, ya sea porque no hay nada como la comida hecha en casa o por la sospecha de que las cocinas donde se sirve o se expende comida no cumplan debidamente con las medidas sanitarias. Pero también hay un caso que atañe a una sola persona en especial, si es que se la puede denominar así, en que en esto de no comer en la calle aplica también a ella, que es nada más y nada menos que Drácula; y todo porque su problema es dental. Después de quinientos años enterrando colmillos en miles de cuellos ha ido perdiendo no solo los colmillos, tan necesarios para su supervivencia, sino todos los otros. Y la pregunta del millón es: ¿y cómo hace ahora? Bien, ahora le cuesta demasiado conseguir la sangre sagrada de cada día. En carnaval la cosa es más fácil porque puede moverse con más libertad entre la gente porque las personas creen que va al corso disfrazado de conde Drácula, pero el resto del año la cosa se le pone brava. Vive en el gran Buenos Aires y eso, ya de por sí, es un gran problema porque todo el mundo anda siempre apurado y encontrar a alguien dispuesto a detenerse para escucharlo con tantos ladrones sueltos acechando en la calle no es fácil; de lo contrario, si se mudara a un pueblo chico, donde todo va más despacio pero el infierno es grande, sería descubierto en menos de lo que canta un gallo; después es necesario que le presten atención mirándolo a los ojos y como se sabe ya nadie mira a los ojos cuando le hablan. Pero siempre, después de haber parado a medio mundo, acaba encontrando a alguien que se detiene y lo mira a los ojos. Es en ese momento que puede usar la última arma que le queda: el hipnotismo. Luego de hipnotizar a la víctima debe llevarla a su escondrijo, que nunca es cerca, porque en su búsqueda infinita sabe alejarse hasta varios kilómetros para encontrar a la víctima ideal, entonces debe volver sobre sus pasos y cuando pasa por alguien fingir que conversa con la víctima, que sin decir nada lo acompaña caminando a su lado como un zombi. Antes, cincuenta o sesenta años atrás, si venía al caso se la cargaba a la espalda y disparaba por las calles tan rápido que nadie se daba cuenta de nada, pero ahora con esos achaques de la vejez, que ni él consigue driblar, le es imposible. Y si tiene suerte y no lo asaltan antes, porque también está esa, que tenga o no tenga nada encima los ladrones dispararán primero para robar después, así que debe fingir que está muerto y esperar que desvalijen a la víctima y apenas huyan, ahí sí debe abandonar el lugar lo más rápido que le den las artríticas piernas porque los curiosos se aglomerarán en seguida y entonces "bye bye cena". Por lo menos ese tipo de percance de ser baleado no le suma mayores contratiempos que esperar un par de horas que los agujeros cierren solos. Pero de los siete días de la semana, unas tres noches (a veces cuatro, nunca más que eso) consigue su objetivo. Entonces ya en la guarida, un hueco en un cañaveral al costado de las vías del ferrocarril Mitre, entre López Camelo y Garín, debe pasar varias vueltas de alambre alrededor de la víctima y después, con la ayuda de una barrita de hierro, hacerle un torniquete y ajustar y ajustar hasta que la sangre empiece a brotarle por la boca y ahí como no puede dejar de retorcer porque el flujo se detiene no le queda otra que apoyar la boca en la de la víctima y beber. Cuando es una mujer vaya y pase, pero cuando le toca un hombre debe hacer tripas corazón y prenderse como ternero guacho o quedarse con hambre. ¿Y cuando la sangre brota por las partes íntimas?, esa es una pregunta obligada que a nadie se le escapa, porque es imposible no imaginarse al pobre conde arrodillado y mamando de lo lindo a un macho y eso sería la peor de las degradaciones para el pobre Drácula. Pero no, eso no ocurre porque si es una mujer le pone un tapón con lo que tenga a mano y si es un hombre, con sumo cuidado para no toquetearlo mucho, le ata bien fuerte el miembro con una cuerda de nylon. Después de todo eso y ya más cansado que Hércules después de los doce trabajos impuestos por la Sibila Délfica, debe descartar lo que sobra del cuerpo, bien más liviano por cierto, pero que, no obstante cierto riesgo, no le resulta tan complicado, aunque nunca puede cometer el error de repetir el mismo modus operandi con los descartes. Algunas veces los abandona en algún contenedor de basura, dentro de una bolsa de consorcio siempre, porque de lo contrario alguien siempre lo verá, y en diferentes barrios; otras, abandonados en la panamericana, que le queda cerca o en algún arroyo, alguna cuneta, una esquina o bien, a cada tanto y si está muy cansado, lo deja cruzado en la vía, más o menos lejos de la guarida, para que el tren lo pase por encima y que los del ferrocarril se hagan cargo del muerto. Y ahí sí, a salir rajando para la guarida porque ya está cerca el amanecer. Como se ve, el conde Drácula ha llegado hasta nuestros días, pero no la tiene nada fácil. 

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CARMEN DE ARECO

 Cruzó la calle, caminó unos pasos y se detuvo en el kiosko. Si supiera que vengo a buscar, se dijo, o lo que era peor, ¿se dirigía al kiosko o iba hacia otro lugar?, no lo supo precisar. Miró al interior, el kioskero le dijo que ya lo atendía, señalándole el pancho que preparaba. ¿Una Coca-Cola?, se preguntó, mirando una lata a través del vidrio de la heladera. No, ya no tenía el sabor de cuando era chico, había cambiado la fórmula, pero nadie parecía advertirlo. ¿Un pancho?, tampoco, desde que probó los que se hacen en Brasil, donde vivió durante 34 años, y en Venezuela, donde vivió 7, los panchos argentinos le parecían menos que nada. Tenía 58 años y desde que era chico hasta ahora solo se habían tomado la molestia de tirarles un puñado de papas "palito" encima, nada más. ¿Cigarrillos?, menos, no se consideraba un suicida moderno, cumpliendo el rito funerario diario de comprar muerte como si fuera a la panadería a comprar el pan sagrado de cada día. ¿Chicles, caramelos?, no; al final, ¿de qué estaban hechos? o mejor, ¿a qué mandato obedece su fabricación, si solamente pudren los dientes? El kioskero llegó a atenderlo justo cuando se preguntaba por qué el hombre se obstina en transitar por caminos autodestructivos si los alternativos, los buenos caminos, abundan a su alrededor. 

   ¿Qué se le ofrece, señor?, preguntó. Pero él todavía no lo sabía, así que le salió con lo primero que se le ocurrió. 

   Nada, pasé para desearle un buen día, dijo, con un gesto amigable acompañado de una sonrisa. El kioskero, la cara como un culo, movió la cabeza varias veces y le volvió la espalda sin decirle gracias por lo menos. 

   Mientras volvía a su casa recordó su niñez y adolescencia en Carmen de Areco. En aquellos tiempos la gente no era como aquel kioskero. 

                                                                                

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CARMEN DE ARECO por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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DON ESTEBAN, SAN FRANCISCO Y EL LOBO

 Sábado a la noche: el boliche estaba lleno y don Esteban El sabio se encontraba en medio del bullicio bebericando un vinito. Alguien empezó a hablar de perros, y una cosa llevó a la otra y así se llegó a los lobos. Pero en pago de galgos, ¿quién sabía algo sobre lobos? Fue en ese instante que todos miraron hacia el viejo bolacero, porque si no sabía nada, algo inventaría. Y don Esteban no se hizo de rogado y soltó su acostumbrada verborragia.

    Bueno, de lo poco que sé les voy a contar la historia de San Francisco y el lobo, empezó. Se cuenta que en la Edad Media el lobo era tenido como símbolo demoníaco, pues se la pasaba amenazando constantemente a los cristianos (pobre bicho, y pensar que cuando el hombre apareció él ya andaba por el planeta sin hacerle mal a nadie). También se decía que era el representante de la vida licenciosa, de la avaricia, de la astucia y de la herejía (es decir, parecido con la iglesia); y observen ésto: lobo viene de lupo y su femenino es lupa que al ser representada con la prostitución deriva en lupanar, por lo tanto tenido como enemigo de la iglesia. Bien, por aquella época de tan pagana libertad para pecar vivía un tal de San Francisco de Asís que fue tenido como paladín exterminador de los lobos que vivían hostigando a los histéricos cristianos, que como siempre se la daban de víctimas, pero el santo se dijo: "No haré con los lobos lo mismo que San Jorge hacía con dragones" (una pelotudez grande como una casa, lo del mito sanjorgiano y en la misma bolsa hay que poner a los chinos, puesto que los dragones nunca existieron); y así el santo este se propuso amansarlos en lugar de matarlos. Ahora, esto suena medio raro porque según la creencia popular el lobo era un símbolo sacro, no malvado como se lo pintaba en ese momento, pero debe ser como todo, que según la conveniencia del momento sirve tanto al bien como al mal, ya verán por qué. Don Esteban paró un momento para echarse un trago.

   Porque cuentan las leyendas que un tal de San Patricio se paseó por toda Irlanda montado en un lobo (cómo lo habrá puteado el pobre animal y cómo le habrá quedado de torcido el espinazo); que otro santo llamado San Columbano, que también andaba evangelizando por la isla céltica, amansó a los lobos invocando a Dios (para mí que usó algún cebo ovino y después le echó la culpa al viejo de arriba, fiel al marketing cristiano como debe ser); que otro santo entreverado con los lobos, un tal de Santiago apóstol,  disfrazado de lobo, protegía a los peregrinos que hacían la ruta de Compostela (lo que no se explica es de qué los protegía, contra los lobos está claro que no era. Tal vez de los salteadores, pero qué salteador, que malvado como debía de ser un salteador en aquellos tiempos, le temería a un hombre disfrazado de lobo, pero bueno, dicen que fue así). Otro santo de nombre gracioso, San Froilán, dicen que obligó a un lobo que le comió el burro a cargar los chirimbolos que la bestia de carga, además del santo, cargaba sobre el lomo (aquí, ante tal exageración, debe pensarse que el lobo o era gigante como para tragarse un burro entero, o el santo había bebido demasiado vino en la última taberna donde hizo un alto en el camino). Otra cosa que cuentan es que para probar la firmeza de la fe de un santo llamado San Eustaquio, Dios hizo que un lobo le llevara un hijo suyo (sí, el turro de Dios, siempre desconfiando de todos y pegando donde más duele, pero bueno, si mandó al muere a su propio hijo qué esperar con los ajenos). Otra leyenda cuenta que una tal de Santa Quiteria, virgen y mártir, iba a todos lados en la compañía de un lobo (¡y tanto frío que hacía por las noches!; bueno, no hay cómo negar que socavando y socavando ahí hay lana para varias madejas). Y las leyendas siguen. Dicen que un lobo protegía de otras fieras la cabeza decapitada de San Edmundo Mártir (claro, sino qué iba a comer más tarde); y que un tal de San Norberto, presten atención que esta es buena, obligó a un lobo, después de hacerle soltar una oveja de entre sus fauces, a cuidar un rebaño entero. El lobo se habrá muerto sin entender nada: le sacan una oveja de la boca y le dejan todo un rebaño a sus cuidados, aunque puede que el santo ese fuese un pelotudazo de marca mayor o estaría con un pedo machazo. Y también hay otras leyendas, que corresponden a otra parte  negra de la iglesia. Una habla que otro santo, un tal de San Natalis, maldijo en Irlanda a una familia para que a cada siete años uno de sus miembros se convirtiera en lobo por siete años seguidos, y cumplido ese período otro miembro, ya que los maldijo a todos, se convirtiera en lobo, y así la maldición seguiría a la familia de generación en generación, ya que nunca acabaría en tanto no dejaran de hacer hijos (y eso que el santo servía a Dios, imaginen si lo hiciera para el diablo); y otra leyenda cuenta que a un rey galés, llamado Verecio, San Patricio lo convirtió en lobo (qué rey de mierda no sería ese rey que se dejó joder por un santucho cualquiera, y sobre el santucho, qué flor de demonio resultó, ¿no?). Don Esteban paró nuevamente para remojar la garganta, y tras el trago siguió:

   También hay que resaltar que por esa época era más fácil que ahora convertirse en hombre lobo, porque no era necesario nacer séptimo hijo varón nada más, bastaba que un santo no fuera con la cara de alguien para echarle una maldición y listo el pollo, o mejor, listo el lobo (y yo que siempre pensé que santo era sinónimo de gente buena, por lo menos es lo que enseñan a creer). También era posible convertirse en hombre lobo a través del conjuro de una bruja, por ponerse la piel de un lobo (así que si hacía un rosquete de la puta madre y solo se contaba con una piel de lobo, había que cagarse de frío o terminar como licántropo), o por dormir desnudo bajo la luz de la luna (quiere decir que si un desafortunado era asaltado en esas noches y estaba lejos de casa y había luna sonaba el gaucho), o también por ser el séptimo hijo varón, la forma más común, digamos, ¡pero ojo! si pertenecía a una familia pobre, porque los ricos podían tener catorce que nada los afectaba. Es lo que digo siempre, con plata y oro cualquiera es influyente. Pero ¿el hombre lobo nunca más volvía a ser normal como los cristianos, los únicos buenos y normales? Sí, es la respuesta, porque para recuperar la forma humana bastaba lavarse la cara con agua o frotársela con hierbas mojadas de rocío, algo tan simple para algo tan abominable que cuesta creer como algunos hombres terminaban sus días en la tierra estigmatizados bajo tal maldición (salvo los eclesiásticos y otras aberraciones análogas, que ya eran malditos por voluntad propia y que ni lavándose con agua bendita serían salvos del infierno). Demás estaría decir, pero hay que aclararlo de todas maneras, que cuentan que los perros reconocían a los hombres lobo y los atacaban (que los reconocían está más que claro, con el olfato que poseen, y que le ladraran también, pero eso de que los atacaban que vayan a cantárselo a Mongolito Flores). Otra cosa que se cuenta hasta el día de hoy es que un tal de San Ronán de Bretaña fue acusado por una mujer de ser hombre lobo y un rey le soltó los perros (los perros de verdad, no que el rey le echó el ojo porque le gustó el santo), entonces cuando los perros se le fueron al humo, él les hizo la señal de la cruz y éstos se calmaron y encima le lamieron los pies (no dije yo que ni locos atacarían a un hombre lobo). Y oigan ahora lo que le pasó a la acusadora: la pobre mujer fue tragada por la tierra. Ahí me pregunto yo, ¿al final, Dios es bueno o malo? Don Esteban hizo otra parada para aclarar la garganta y prosiguió: 

   Volviendo a San Francisco, debe pensarse que, después de su interminable errancia por el mundo (¡qué linda forma de vida, andar y andar, sin nunca trabajar y vivir de arriba! Así hasta yo quería haber sido él), al amansar al lobo de una ciudad italiana llamada Gubbio, por lo menos hizo algo bueno en la vida, pero no es bien así, porque también se cuenta sobre un malvado ladrón que apodaban de "Lobo", famoso salteador de caminos; y ese tal de "lobo", que además de amigo de lo ajeno también era un feroz asesino, junto con unos de su misma calaña, tenía su guarida en en un monte cercano a Gubbio. Y que, como ha de suponerse, no le gustó ni medio la llegada de los frailes que, como buena plaga que eran, también andaban por esos pagos. Según dicen, San Francisco se enteró de ello y allá fue a meter la cuchara, amenazándolo en su propia guarida, y hasta ahí llegó la actividad del bandolero, porque el santo, váyase a saber cómo, lo convenció a pasarse a su bando, el cristiano, entonces el bandido se comprometió a no molestar a los frailes ni a volver a delinquir y, ¡pasmen!, se hizo religioso (ah, ahí se entiende, es como cuando un país pasa del capitalismo al comunismo o viceversa, cambia el color de la bandera nada más). La cosa es que "lobo" ingresó a la Orden de los frailes con el nombre de Fray Agnelo, que le dio el mismo San Francisco, el amansador de lobos (¡qué tal, eh! un negocio redondo para el ex bandido). Pero san Francisco todavía iba a dar más que hablar por cuenta de un lobo. Resulta que había un lobo rabioso que asolada la ciudad amurallada de Gubbio, que de tan diabólica índole era que tanto mataba y comía animales como a hombres, por lo que los gubbianos siempre salían en partidas para cazarlo armados hasta los dientes y en compañía de sus perros, pero fracasando una y otra vez. Hasta que san Francisco entró en escena. Al enterarse sobre el feroz lobo, decidió salir a buscar a la fiera. Algunos habitantes lo siguieron a escondidas y fueron los que contaron lo sucedido entre él y el lobo feroz. Según esos testigos, no bien el lobo vio al santo se agazapó y se abalanzó contra él, de fauces abiertas y babeando de rabia, pero san Francisco le dio un parate haciéndole la señal de la cruz. En ese momento el lobo se contuvo y cerró el hocico, bajó la vista y caminó hacia él con la cola entre las piernas. Entonces el santo de Asís, mirándolo con pena, le acarició la cabeza y de este modo el animal escuchó el sermoneo; ventajoso para el lobo por cierto, porque podría vivir entre la gente, que lo sustentarían y lo cuidarían, siempre y cuando no volviera a hacerles ningún mal y, claro, el lobo que no tenía ni un pelo de estúpido, que por algo era lobo, aceptó encantado el acuerdo. Y ya en la ciudad amurallada, delante de todos los habitantes, el santo le dijo al lobo en latín (que por lo visto no era ningún lobo caído del catre porque hasta latín sabía) lo siguiente:

   "Ego te absolvo a peccatis tuis in nomini Patris et Fillis et Spiritus Sancti", que en seguida tradujo porque el gentío, que no era tan entendido como el lobo, no entendió un comino: "Yo te absuelvo de tus pecados en nombre del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo", mientras el lobo seguía en la suya (¡también!, qué carajo le importaba que le adjudicaran pecados, si ni religioso ni mucho menos cristiano era, si de allí en adelante viviría en la mamata eterna). Y ahí acabó la disputa entre los habitantes de Gubbio y el lobo, que murió de viejo y gordo como un chancho, y todo gracias a San Francisco de Asís, que después de aquella aventura se tomó el piro, porque no era árbol para echar raíces en ningún lugar. 

  Luego de terminada la larga historia Don Esteban fue largamente ovacionado y aplaudido.

                                                                           Fin. 


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DON ESTEBAN, SAN FRANCISCO Y EL LOBO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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EL SUICIDA Y EL LOCO

    Rapallo, Genova -  Febrero de 1883  Parado al borde del acantilado, Amedeo flexionó las piernas y cuando estaba a punto de dar el gran s...