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domingo, 9 de agosto de 2020

LABERINTO

 

Benjamín Arbelloa, en un nuevo cuento, sitúa a un hombre perdido en un laberinto vegetal bajo una noche de luna llena. El personaje cree estar dentro de un sueño y no sabe quién es ni qué hace allí.

   El hombre mira al frente y detrás del pasillo gris donde está parado, pero la claridad de la luna le muestra siempre la misma imagen. Camina sin rumbo, sabiendo que ignora hacia dónde se dirige. Al final del pasillo hay una bifurcación, donde otro pasillo termina a ambos lados en otra bifurcación. Mira hacia un lado y ve que está mirando exactamente lo mismo que acaba de ver hace un momento, cuando se acercaba al bifurque, y que será idéntico al lado opuesto si acaso mire hacia allí. No necesita preguntarse dónde se encuentra, ya lo sabe. Entonces sigue, con la convicción de que avanzar es lo mismo que retroceder.

   "Maldita simetría", musita, apretando los dientes mientras sigue adelante, no porque albergue la esperanza de encontrar la salida al final del pasillo ni en el próximo ni en los que le sigan, sino porque está con frío y mantenerse en movimiento es fundamental. Y así, en ese continuo seguir, doblar, volver a seguir y volver a doblar sin tiempo, sigue avanzando. Nota, entretanto, que lo único que cambia es la posición de la luna, pero siempre repitiendo una cuádruple secuencia de luz y sombra: adelante, detrás, a la derecha y a la izquierda; en fin, más de lo mismo una y otra vez. 

Benjamín hace un paréntesis en el trabajo, porque recuerda que tiene un compromiso ineludible esperándolo en la ciudad; de manera que cierra el cuaderno y se marcha. 

En ese preciso instante la luna desaparece inexplicablemente. La luna y las estrellas, como si un velo negro hubiera sido puesto por manos invisibles sobre el laberinto. El hombre apoya la espalda sobre la blandura vegetal que reviste las paredes; está asustado, quizás presienta un peligro oculto en la oscuridad. Siente que la noche se torna más fría aún. Busca en sus bolsillos no sabe qué y descubre que fuma. Enciende un cigarrillo y trata de aquietar sus pensamientos que giran en el borde de un agujero negro de incertidumbres. De pronto tiene una idea: hiende las manos en la vegetación y a tientas busca pequeñas ramas secas; una, dos, cien, todas las que puede. Hace un montón en el medio del pasillo, vacía el paquete de cigarros y con el papel consigue que las ramas ardan; en seguida arranca más ramas, secas, verdes, con hojas y todo, despedazando un buen tramo de pared. Por fin entra en calor, por el fuego, que, además, le infunde algo de seguridad, y por el esfuerzo que ha hecho, pero continúa hasta quedar extenuado, además que le arden las palmas de las manos. Estima que la hoguera durará una media hora, o un poco más quizás, sin que necesite ser alimentada con nuevas ramas; así que se sienta, se apoya contra la pared y enciende otro cigarrillo. Cuando termina de fumar se recuesta alrededor del fuego, y el sueño lo vence. 

4

   Benjamín resuelve el compromiso pendiente en la ciudad y una hora más está de regreso. Pero al doblar en la esquina, se queda atónito con la visión alucinante delante de sus ojos: las llamas devoran su casa. 

Licencia Creative Commons

LABERINTO por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.

sábado, 17 de octubre de 2020

EL OTRO MUNDO POSIBLE

I- EL MUNDO DE LAURA 

El mundo de Laura es húmedo y gris, de zanjas malolientes y patios que en verdad son auténticos basureros a cielo abierto, y cuando llega el invierno la lluvia y el barro entristecen su alma hasta lo inimaginable. La casilla que comparte con su madre, el padrastro y un hermano es lo que podría llamarse de tumba, de hundimiento. Todo lo que sucede allí dentro la indigna: la madre con su aceptación sumisa de la vida miserable; el padrastro y su imposibilidad de recordar cuándo fue la última vez que estuvo sobrio y el hermano, fatalmente integrado a la atmósfera marginal que lo rodea e incapaz de buscar modelos alternativos de aquellos en los que se espeja; sin saber lo que es trabajar, aunque nunca le faltan la cerveza, el cigarrillo y la droga. 

   Laura piensa y piensa; busca y rebusca pero nunca encuentra la salida de ese laberinto degradante que le ha impuesto la vida, como un capricho del destino. Atrapada en una realidad exenta de cosas buenas, mira las paredes de su casa, cárcel, y las calles negras del barrio, el patio de la cárcel, suspirando tristes ayes; y mientras más piensa en salir a flote tanto más hondo va enterrándose en ese mundo barriento en que revuelca su vida. 

   Laura recién ha cumplido diecisiete años, pero cree que su vida ya es una vida desperdiciada. "¿Y si pasan otros diecisiete años y no consigo salir de aquí?" Esa idea la deprime, más que exasperarla. 

   Mira hacia afuera por la ventana de su piecita y el paisaje que ve le lastima el alma. Todo lo que ella desea es la belleza, justo lo que no existe en ese mundo inmoral condenado a la brutalidad. Ella cree que la suerte no existe y si existe no significa nada si no se la sabe aprovechar. "Como el dueño del supermercado de la esquina, que tiene el queso y el cuchillo en la mano pero no sabe cortarlo. ¡Pobre hombre rico!" Ella en su lugar ya se hubiera ido a vivir a Capital o a Barrio Norte hace mucho tiempo, en lugar de seguir allí purgando penitencia. Piensa que el hombre quizás lleve muy arraigado en lo profundo de su ser el ser villero para mudarse a un lugar mejor, al punto que lo sofisticado le resulte desconfortable, o, tal vez, no quiera parecerse a aquellos jugadores de fútbol que ella ve en la tele y piensa que aunque se hayan ido de la villa la villa nunca se ha ido de ellos, bastándoles con abrir la boca para darse cuenta de ello. 

   Hoy es domingo, y desde que despertó los vecinos siguen con la infame cumbia villera y el maldito reggaetón; no han parado desde la noche anterior, como si estuvieran entreverados en un encarnizado duelo para ver quién idiotiza más la vecindad. 

   Por la tarde, al comienzo y al término de los partidos y cuando un gol, los hinchas harán estallar cohetes como si fuera navidad o año nuevo. Después los de los equipos vencedores vendrán al kiosko de al lado a seguir emborrachándose mientras comentan las jugadas de tal o cual jugador, con su peculiar lenguaje vulgar, inmersos en la ignorancia que tanto la incomoda. Definitivamente, Laura nunca comprenderá ese tipo de felicidad, tan cercana a la sinrazón; tal es así que es difícil la ocasión en que no terminen agarrándose a las trompadas. De vez en cuando las peleas dejan heridos. "Un día va a morir alguien, seguro que sí". Laura se estremece y suspira 

   Laura sueña con el mundo que ve en la televisión, tan hermético e inaccesible para chicas como ella; mundo prohibido, cercano y, sin embargo, lejano a la vez, que solo puede ser soñado y deseado a distancia, pero solo hasta ahí. Sabe, entretanto, que son muchos los caminos que conducen a él, pero solo uno es posible para ella: estudiar. Entonces Laura ve erguirse delante suyo un muro muy alto que le impide el acceso a una carrera. Si ni la dejaron hacer la secundara para meterla, de prepo y sin previo aviso, a la fuerza laboral por tiempo integral en la verdulería de doña Reinalda, la boliviana; ni estudiar de noche puede, porque eso también, según su madre, presupone un gasto extra en la casa, con lo que no le es difícil vislumbrar otros diecisiete años de vida sombrí­a, aplastada contra la pared de las desdichas. Quiere hacer algo al respecto, pero nunca encuentra por dónde eludir el mundo deprimente que la cerca por todos los lados ni encontrar la salida hacia el mundo imposible que ve en la televisión y en las revistas. Por lo pronto, trata de instruirse con los manuales que le quedaron de la primaria y viendo el canal educativo del estado, aunque raramente le queda tiempo, ya que está esclavizada de lunes a sábados en la verdulerí­a desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche. 

II- EL MUNDO DE CRISTINA 

Laura tiene una amiga, Cristina; la única que conserva de la primaria, y que pasa de vez en cuando por la verdulerí­a para hacerle una visita. Antes iba con frecuencia a su casa, pero las miradas de su padre alcohólico, que parecían querer desnudarla, y las juntas de drogados de su hermano hicieron que se alejara. Hoy apareció por la mañana y se quedó esperando cerca de la puerta a que Laura terminara de atender a una clienta. Laura la ve diferente, lleva ropas nuevas y estrafalarias; se tiñó de rubio y está fumando un cigarrillo. Laura no puede evitar observarla con curiosidad. "¿En qué andará ésta?" Terminando de atender a la clienta va hasta su amiga, se saludan y le pregunta lo mismo que pensó hace unos minutos: 

   ¿En qué andas tú? Laura no habla como hablan los porteños, y cuando alguien le dice que ella habla neutro, responde "neutro pero mejor hablado". Cristina, en cambio, no, pero ésto no hace que sean menos amigas; tienen puntos en común que las une por encima de todo: por ejemplo, la plena conciencia de cómo se diluyen sus jóvenes años entre la pobreza y la miseria.

   Me cansé de ser pobre, ¿viste?, le dice Cristina, con tono decidido y desafiante, y dentro de poco, muy poquito, me mando a mudar de acá. Laura no sabe si alegrarse o ponerse triste, antes quiere saber en qué anda su amiga. La observa una vez más de pies a cabeza y la piensa con desazón. Cristina que nunca supo combinar muy bien la vestimenta, ahora con esas botas de cuero negras acharoladas, fuera de época, minifalda anaranjada fluorescente, muy mini para su gusto comportado, y una remera púrpura con garabatos plateados, se parece a una prostituta de esas que trabajan en la orilla de las rutas.

   ¿Dime, Cris, en qué andas metida?, pues te desconozco. Aunque es inicio de primavera el sol ya hace sentir su rigor; Cristina parece llorar, pero no llora, es la sombra en sus ojos que dibujan dos hilos de falsas lágrimas negras que caen lánguidamente por sus mejillas. Cristina sonríe una mueca torcida, y le confiesa: 

   Estoy haciendo lo que debería haber hecho desde hace rato, ¿viste?. Cristina se queda callada, como esperando que Laura, adivinando sus pensamientos, diga lo que ella no se atreve a confesar. 

   ¡No lo puedo creer!, exclama Laura, que sí adivinó el mensaje mudo. Cristina deja caer la colilla del cigarrillo y la pisa con la punta del pie, girando el talón de lado a lado. A Laura la acción de su amiga la traslada imaginariamente a la noche pasada; la imagina parada debajo de un puente de la Panamericana haciendo lo mismo, mientras arregla la transacción de un falso amor con un camionero cualquiera. "No hay duda, se ha prostituido, pero ¿acaso ésto es suficiente para negarle mi amistad?", se pregunta y unos segundos después se dice que no, que cada uno lucha con las armas que dispone y de la forma que cree que ganará la batalla. "¿Acaso no es eso la vida, una batalla?"

   ¿Y cómo te sientes haciendo eso?, le pregunta. Cristina suspira por dentro, Laura aún es su amiga del alma. 

   Y bueno, las primeras veces me sentí un poco rara, pero cuando vi que lo que ganaba en una semana era más de lo que gana mi vieja en dos meses limpiándole el culo a los viejos en el geriátrico, me sentí mejor, se justifica, y ahora ya me acostumbré, y, además, iba a tener que hacerlo igual si me ponía de novio ¿no? Qué puede contestarle Laura, ¿que sí­?, ¿que no? No le dijo nada, la abrazó y le susurró al oído: 

   Sólo quiero que no te pase nada malo. Cristina reconoce en el abrazo tibio de Laura la sinceridad de su amistad y le responde que no se preocupe, que todo está bien. 

   Nada malo me va a pasar, tonta, le dice, acariciándole una mejilla. 

   Antes de irse Cristina la obliga a aceptar quinientos pesos. Laura rehúsa, pero su amiga insiste. 

   Mirá, yo te comprarí­a un libro, de esos que a vos te gustan, pero no quiero meter la pata y comprarte cualquier cosa, ¿viste?. Agarrá, dale, y compráte uno que te guste. Laura no quiere ofender a su amiga, no vaya ella a pensar que no quiere aceptar su dinero por considerarlo sucio. Con ese dinero compra un manual de gramática, un diccionario inglés-español y otro de sinónimos, los tres de segunda mano, y un par de chucherías dulces con el vuelto, en una escapada hasta la librería de la otra cuadra. Ahora se instruye por cuenta propia; podrá no tener un título de bachiller, piensa, pero el conocimiento nunca está de más.

III- EL MUNDO DESPRECIABLE 

Laura lee y relee. La única manera de estar más preparada, de ser mejor gente, piensa. Después de la cena recalentada se queda hasta tarde, ya no se importa si tiene que levantarse a las cinco de la mañana. Desde la calle la vida que detesta se filtra por entre las rendijas de las tablas de la casilla; las puteadas incomprensibles de los vecinos, que nunca se sabe si son de peleas o por costumbre; los tiros desde el fondo de la villa, donde el infierno es aún mayor; las conversaciones incoherentes de los chicos que vuelven del colegio nocturno y pasan por la vereda de su casa, porque hay menos pozos que en la de enfrente. "¿De qué les sirve estudiar si no son capaces de tener una conversación inteligente?" "¿Por qué siguen expresándose odiosamente con palabras groseras si en el colegio no se les enseña eso?", se pregunta, no llegando a comprender el porqué. Cuando, al fin, el sueño la vence se acuesta pensando en Cristina, que hace diez días que no aparece. "¿Qué puedo hacer para sacarla de ese mundo sórdido y enfermo?" Laura se siente impotente, incapacitada para salvar a nadie, pero si ni ella misma puede ayudarse mucho menos a quién ya eligió su camino, estima con tristeza. Se promete, antes de dormirse, que mañana buscará en las columnas de empleo uno mejor que el que tiene. 

   El diariero ya pasó por la verdulería; Laura ojea, entre venta y venta, la sección de empleos; aunque de encontrar alguno que le interese no tiene idea de cómo hará para conseguirlo, ya que está encadenada a una libertad ficticia, aparente, porque su padrastro le consiguió el empleo en la verdulería para quedarse con todo su ordenado para convertirlo en vino; así que de querer dar un paso hacia la libertad no tiene cómo hacerlo, a no ser que se escape de casa y se vaya a vivir a la calle. Pero ¿cuánto aguantaría en ese estado casi salvaje antes de terminar como Cristina? Laura se ve acorralada en un laberinto sin salida. 

   Hoy volvió a aparecer Cristina por la verdulería, nuevamente disfrazada de prostituta, pero esta vez se ha teñido el cabello de rojo. 

   En este negocio el asunto es ir cambiando el visual cada tanto, ¿viste? A los clientes les gusta así y pagan sin chillar, le dice Cristina, sonriendo. 

   Laura no parece alegrarse con la visita de su amiga. Cristina lo percibe y la insta a contarle qué le pasa. Laura da vueltas pero, finalmente, le cuenta su pesar en el laberinto. Cristina se compadece de la desgracia de su amiga y la comprende. Ya se ha sentido muchas veces así hasta que pudo independizarse hace unos días, cortando definitivamente las cadenas que la ataban a su familia y a aquel mundo sórdido y degradante. Pero Laura no sabe todavía que su amiga ya no vive más en el barrio. 

   Cristina le cuenta la novedad: 

   Alquilé un departamentito en Capital, dos piezas, baño y cocina. Laura finge una sorpresa que no convence ni a ella misma. 

   ¿En serio?, responde con desconcierto.

   Sí, en una pieza atiendo a los clientes, que ahora con  lugar propio han aumentado, y en la otra duermo, ¿qué te parece? Cristina percibe el malestar de Laura y le duele el destino ingrato que su amiga aún tiene que purgar. 

   Me alegro por ti, responde Laura, con tristeza.

   Bueno, pero ¿qué te parece si te venís a vivir conmigo? Puedo atender en mi pieza y la otra te queda para vos. Pero no me mires así, que no necesitás hacer lo mismo que yo, no te imagino haciendo esas cosas. Y vos no te hagás problema por los gastos, yo banco todo hasta que consigas algo. No sé, limpiar casas, qué sé yo, pero cualquier cosa es mejor que esta verdulería de mierda, le propone Cristina, con una sonrisa franca. Laura no contesta.

   ¿Y?, ¿qué me decís?, insiste Cristina. Laura balbucea una respuesta vaga que no es ni sí ni no, pero Cristina la ataja enseguida y le recuerda que de seguir así nunca conseguirá romper las cadenas, como ella. 

   Cuando Cristina se marcha, no sin antes hacerle prometer que pensará con cariño en su ofrecimiento, Laura piensa que su amiga tiene razón. Mientras acomoda los mejores tomates en un cajón, sopesa los pros y los contras y descubre que no hay nada que sopesar; o se va casi con lo puesto y salva su vida o se queda y se pudre por el resto de la vida, amargando los días más fúnebres y las horas más negras que el destino ingrato le tenga reservado. Sabe que no habrá despedidas, y que su madre, su padrastro y su hermano no lamentarán tanto su ausencia como su ordenado semanal. Pero ella no es como ellos, nunca lo fue ni nunca lo será, tiene que irse. "¿Hasta cuándo he de esperar que mi vida cambie para mejor? Tengo que hacerlo, sí­ o sí", sentencia en silencio.

IV- EL MUNDO DE LOS OTROS 

Todos duermen cuando Laura, en puntas de pie, pasa por la cocina, se detiene en la puerta de calle, gira la llave con manos de seda y se va para siempre de su hogar. No ha dormido en toda la noche; no porque la partida le hubiese pesado en el alma, pues respiraba ya el aire de un futuro mejor desde que decidiera aceptar la oferta de su amiga, sino porque, al amparo de la luz tremulante del televisor enmudecido, se la pasó empacando en silencio sus escasas pertenencias en dos maletas y una bolsa plástica. Después se sentó en la cama hasta las cinco de la mañana, pensando en las cosas promisorias que le esperaban más allá del laberinto de chapas y barro. El aire matinal le dice adiós con el olor a podrido emanado de las zanjas y los patios mugrientos; con el canto de gallos madrugadores y  ladridos desde el anonimato difuso del chaperío gris y ella devuelve la gentileza con un optimista "hasta nunca". 

   En la parada espera con apuro el colectivo milagroso que la sacará, con un simple boleto, de ese mundo irreconciliable, llevándola directo al mundo de los otros, allá donde acaba el gran Buenos Aires y comienza la capital. 

   Ya ha dado el primer paso hacia el no retorno, ya todo su ser visa a un nuevo amanecer, sin temor al mañana. "¿Qué puede ser peor que esperar sin esperanza que algo cambie y cuando lo haga ya sea demasiado tarde para todo? ¿Qué puede ser peor que ver pasar la vida y sentirse impotente para cambiar un presente de constante infelicidad? ¡Que venga el futuro entonces, pues no le temo!", se dice, dándose coraje mientras sostiene en sus manos el dinero del pasaje y la hoja con la dirección de Cristina. Temor es algo que ya no puede permitirse, porque lo único que le queda de ahora en adelante es hacerle frente a la vida y aceptar lo que el porvenir le tenga reservado, que de ninguna manera puede ser peor que lo que está abandonando. No hay ni habrá vuelta atrás, mucho menos negociación. 

   Una vez que el colectivo cruza la General Paz, Laura se dice: "Bienvenida a la civilización". Su mirada resbala por los contornos de los edificios de departamentos lujosos como quien mira el paraíso. "¿Cómo se sentirán sus dueños viviendo allí? Es claro que dichosos". Laura piensa sobre sus ocupantes como si fueran inmunes a los males de la humanidad, como sujetos ajenos a las pasiones de la gente de donde ella viene; no concibe en sus almas sino una felicidad plena, tan vasta e inagotable como las aguas del Rí­o de la Plata. Cada vez que suben o bajan pasajeros se cuelan a través de la puerta los olores de café y perfumes caros que, esquivando cabezas y cuerpos, van directo a su nariz y de ésta suben a su cerebro y allí se produce una sensación de bienestar y felicidad que recorre todo su cuerpo y que ella desea que dure para siempre.        

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EL OTRO MUNDO POSIBLE por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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martes, 22 de septiembre de 2020

NOVIAZGO FUGAZ



Charly era disc jockey en El Laberinto, la mítica, y minúscula discoteca de Carmen de Areco, cuando se puso de novio con una ex compañera de la primaria, de la cual voy a omitir el nombre por lo que se verá a seguir. Era sábado. Charly había puesto un disco enganchado y conversaba con algunos amigos en la entrada cuando la chica en cuestión lo llamó aparte y le dijo, haciendo de Cupido, que una otra chica quería ser su novia (ella le dijo para que mirara con disimulo para el banco de la plaza donde estaba la fulana sentada junto a otras chicas). Charly se hizo el boludo y miró hacia el banco, después comparó la chica que gustaba de él y la mensajera amorosa y se decidió a tirársele encima a la ex compañera, que era más linda; y ella cayó en su labia y se pusieron de novio media hora más tarde. Esa noche Charly estaba medio picado, de otro modo no hubiera sido tan osado, ya que era de perfil tímido, por eso a la noche siguiente solo tomó Coca-Cola, para no meter la pata y cagarla. A la salida, tomaron por la calle de la comisaría que lleva al balneario (los dos vivían en Barrio Norte) y en la casa de la esquina antes de la casa de la novia se sentaron en la rampa de cemento del garage y empezaron a chapar, pero en seguida se acostaron para estar más cómodos. En un dado momento, en el auge de la calentura y durante un beso profundo y eterno, Charly la atrajo con fuerza a su cuerpo, las barrigas se juntaron en un apretón tal que a Charly se le escapó un eructo, sí un eructo, ¡y en la boca de la chica! Después, y hasta el día de hoy, no recuerda lo que le siguió a aquel fatal percance. Lo que sí recuerda es que al otro día, cuando se encontraron a la tarde en la plaza, como habían acordado la noche anterior, ella rompió el noviazgo. Aún hoy él cree, aunque la entiende, que no era para tanto. 

sábado, 15 de agosto de 2020

VÉRTIGO


¿Qué fue eso? ¿Una explosión o un grito? ¿Es alguien o es algo? No lo sabe con exactitud, apenas le resulta un hecho indescifrable. Pero sea lo que fuere lo asusta, lo aterra y lo empuja a huir, a moverse más rápido, a correr como un loco de remate. No puede ni debe detenerse; quedarse para averiguarlo significa que éso lo atrape, lo aniquile, que llegue a él de mil maneras diferentes. 

   Puede que sea humano como puede que sea bestia, pero en cualquier caso, es algo amenazante; un asesino, un camión, una maceta cayendo desde un balcón, una bomba, una bala; puede ser cualquier cosa.

   Cruza una calle, después otra y otra más, que son otras diferentes y son las mismas. Él se mueve y siente que siempre está en el mismo lugar. Mira sobre los hombros; no la o lo ve venir pero sabe que viene, que viene por él. Pero ¿por qué?, y ¿para qué? Busca una causa que se niega a presentarse; pero, ¿la habrá, o apenas la supone?

   La ciudad se ha convertido en un laberinto sin norte ni sur, el oeste es el este que es igual al oeste, entonces se marea, todo da vueltas y lo da vuelta. La ciudad se distorsiona y se invierte de forma inexplicable. Ahora corre por el cielo de cabeza hacia abajo mientras sus pasos se hunden en la nada nebulosa, sin embargo algo, una fuerza invisible, lo mantiene a cierto nivel más o menos estable. Del piso, que ahora se encuentra abajo de su cabeza, le caen chapas, tejas, vehículos, gente, tachos de basura, perros callejeros, partes de la ciudad y toda la mugre arrojada en la calle. Quizás si girase a contrarreloj o diera una vuelta carnera tal vez todo se vuelva a acomodar, piensa. Entonces gira de derecha a izquierda, mientras un kiosko de revistas le pasa por al lado, hundiéndose entre las nubes y no lo ve más. Después da una vuelta carnera y se rompe la nariz contra un semáforo, se pone de pie de inmediato. Todo ha vuelto a su lugar, pero no puede detenerse, entonces sigue; rueda por el capó de un auto que casi lo atropella porque ya está cruzando la calle, otra/la misma calle. Todo ha vuelto a su sitio, pero la cosa, éso, aquéllo, aún viene detrás de él, todavía no la/lo puede ver pero la/lo presiente, la/lo escucha, como al kiosko a su espalda, que se desploma y se parte en mil pedazos formando una nube de revistas y hojas sueltas de periódicos contra la vereda mientras el rugido de los vehículos lo comprimen contra la pared.

   Adelante ve un tumulto, gente apiñada detrás de un pelotón de choque de la policía, ¿y si lo espera confundido entre la gente?, debe encontrar un desvío. A la derecha ahora la calle se ha transformado en una autopista de ocho carriles con millones de autos, colectivos, motos y camiones a ciento veinte kilómetros por hora en los dos sentidos. A su izquierda, a las paredes se le van borrando las vidrieras, las ventanas, las puertas y los portones al mismo ritmo que su alucinada carrera, debe acelerar más y zambullirse de cabeza en el primer hueco que encuentre antes que desaparezca y él dé de narices contra el pelotón.

   Las piernas empiezan a flaquear, se esfuerza, se estira y se arroja como un kamikase dentro de un umbral. Cae en un pasillo desierto, le duele una clavícula, el pecho quiere explotarle y los nervios parecen estrangularlo. La abertura ha quedado abierta, en cualquier momento alguien/algo se asomará, lo descubrirá y vendrá detrás a su alcance. Mira hacia adelante, buscando un punto de fuga, pero el pasillo se estira, crece, se alarga hasta lo inalcanzable. Al final del pasillo hay un resplandor que huye hacia adelante, acelera más y más lento avanza, como en las pesadillas. Finalmente, llega una pared. El resplandor viene de una puerta lateral. 

   Ve una escalera, los latidos del corazón lo aturden. Escucha pasos, murmullos, presiente ojos; tiene que subir, alcanzar la azotea y seguir huyendo, saltando de techo en techo. Sube. Pero la escalera se comporta como el pasillo, estirándose, alargándose hasta lo inalcansable mientras multiplica los escalones hasta el infinito. Las piernas ya no le dan más, empiezan a acalambrarse y el calambre a trepar por los músculos como tentáculos; se aferra al pasamanos, el cuerpo le pesa, los pulmones le arden, suda, llora, presiente un final, su final. Oye pasos, más murmullos. Él se estira, se alarga y nunca llega al último escalón.

   Presiente ojos, el cuerpo le pesa; la cosa, la bestia, éso; todo sube y todo cae; todo crece, la escalera, el pasillo; todo da vuelta, todo se alarga, todo se va, la cosa se acerca, éso, aquéllo, la maceta, la bala, el kiosko, el pelotón. Por fin una puerta, la salida, una azotea, una azotea vacía y más allá el abismo inconmensurable y la ciudad amplificada. Trastabilla, cae, rueda, se arrastra y llega al borde.

   La ciudad se hunde, el abismo crece, el suelo a diez, a veinte, a cien pisos abajo, ¿qué importa ahora?, ya es tarde. Pasos se aproximan, los murmullos, las voces, éso, aquéllo, la cosa. La respiración de la cosa. Ya lo ha visto, ya viene, lo alcanzará, quiere volar, tiene que saltar, es el fin.

   El vuelo es fugaz, la ciudad decrece, se encoge, se contrae, se reduce al punto mínimo donde su cuerpo hará impacto y se transformará en un saco de huesos partidos y carne molida sin darle tiempo de encontrar la respuesta a la pregunta que lo angustia: ¿qué es éso/aquéllo/la cosa?  

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Vértigo por Francisco A. Baldarena se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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lunes, 15 de marzo de 2021

LA CONSIGNA

 


La consigna literaria era la siguiente: escribir un texto que tuviera lugar en una biblioteca infinita que fuera un laberinto. Yo pensé bastante en el asunto pero todos los caminos me llevaron a Borges. De manera que para no ser comparado y, ¡clavado!, no llegarle ni a los talones al gran escritor, no escribí nada. 

                                                                          

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LA CONSIGNA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-SinDerivadas 4.0 Internacional.
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martes, 25 de agosto de 2020

LA CASA EMBRUJADA

Eso me pasa por metido, pensé, apenas puse el pie adentro, por querer demostrarle a los muchachos que soy valiente y que no hay nada en este mundo que me meta miedo.

La casa tenía fama de estar embrujada, desde chico oía la misma cosa, en la boca de mi abuela y de los más viejos del pueblo.

Daniel y Cabito fueron los únicos que trataron de persuadirme. "No seas loco", me amonestó Daniel. "No le hagas caso a los otros", me advirtió Cabito, refiriéndose a los demás miembros de la barra, su hermano Roberto y Lito. Pero yo no les di oídos a ninguno de los dos, ¿acaso ellos me iban a pagar, viernes, sábado y domingo cuantos tragos quisiera en El Laberinto? No.

El trato fue el siguiente: yo debía aguantarme adentro de la casa desde las siete de la noche hasta la mañana. Y no valía hacer trampa, como escaparme a mi casa y volver a eso de las seis de la mañana, porque se quedarían en la vereda de enfrente para vigilar que cumpliera lo acordado. Entonces, en un momento en que no pasaba nadie, forcé la puerta con una barreta, que Roberto, no bien la puerta cedió, se la quedó, diciéndome que si hubieran fantasmas me las tendría que arreglar a las trompadas. ¿Pero los fantasmas no son transparentes, por acaso? Confieso que apenas entré sentí algo en el estómago, pero ya era tarde para arrepentimientos.

El interior olía a encierro, a humedad, a polvo viejo, creo que ese sea el verdadero olor de la soledad. Unos muebles desvencijados, monstruos sombríos, me esperaban para hacerme compañía, y los bichos que habitan en los lugares encerrados, cucarachas, ratas y arañas. Aproveché la poca penumbra que se colaba por las hendijas de las ventanas que daban a la calle y sacudí el polvo dormido sobre un sillón que apestaba a olvido. Después espié hacia la calle, la guardia pretoriana estaba a puestos; bebían cerveza y reían, seguramente de mí. Pero si creían que no estaba preparado para aguantar una noche de espanto estaban bien equivocados, desde el martes a la mañana que no pegaba un ojo y era jueves. Dentro de un rato me dormiría como un oso y no habría fantasma que me hiciera despertar, por las dudas taparía los oídos con dos pedazos de goma espuma que arranqué del colchón de mi cama.

Y así, sin oír nada y con los ojos cerrados, el sueño me agarró aplastado en el mugroso sillón.

De pronto, en algún momento impreciso, una claridad de los mil demonios me traspasó los párpados y me hizo volver a la realidad, una otra realidad quiero decir, jamás pensada por lo imposible de ser imaginada. Una mano gigante se metió por la puerta de entrada y hurgaba cerca de mí, buscando quién sabe qué cosa. Me levanté de un salto y me arrinconé contra un aparador destartalado. Después vi que un ojo grande como un planeta miraba por la puerta para todos lados, me acurruqué un poco más y recé para no ser visto por aquel gigante monstruoso. Sin dudas todavía debo estar soñando, pensé. Poco después sentí la casa moverse y empecé a rodar de aquí para allá sin poderme agarrar en nada. Los pocos muebles que había, y más unas latas de pintura oxidadas se escabulleron por la puerta de entrada, junto con la polvareda que se levantó cuando comenzó la agitación, mientras yo quedaba colgado del picaporte de una puerta, rezando para que la puerta aguantara mi peso. Luego la agitación pasó y la casa volvió a quedarse quieta y nivelada. Afuera se oían voces que sonaban como truenos, como las voces de un disco de 45 rpm cuando puesto en 33. Corrí hasta una de las ventanas para espiar, ni mis amigos ni la vereda se encontraban más donde debían estar, en su lugar una silueta humana, gigante, andaba encorvada de aquí para allá, refunfuñando porque no encontraba unos juguetes. 

¡Ajá!, gritó de pronto, con voz de trueno, al dar con una caja debajo de una cama. Enseguida lo vi venir y corrí de nuevo a esconderme en otra habitación. Oí que una puerta se abría y ql gigante decir "listo! y después un fuerte portazo, tras el cual de inmediato percibí voces; voces parecidas a la mía, a voz normal quiero decir, entonces me animé a asomarme. Se trataba de juguetes, juguetes de mi tamaño, que se movían como cualquier ser humano, aunque fueran de plástico y de goma.

¿Sueño o pesadilla? Pesadilla.

Parece que a los juguetes no les gustó mi presencia, principalmente a un soldado de caballería americano, porque no más verme gritó: "Enemigo, enemigo" y corrió hacia mí con su fusil que terminaba en una filosa bayoneta. Alcancé a cerrar la puerta justo a tiempo cuando asomaba el arma. La bayoneta quedó atascada entre la puerta y el marco, y antes que el soldado empezara a tironear, le di una patada con la suela de la zapatilla y la lámina se quebró. De inmediato sentí los empellones contra la puerta, me apoyé contra ella y a duras penas conseguí recoger la bayoneta y arrancarme una manga de la camisa con la finalidad de poder empuñarla sin cortarme. Cuando estuvo lista, ahí sí, me aparté de la puerta y dejé que el soldado entrara, gritándole: "Ahora vas a ver, soldadito de mierda, lo que te espera".

No sé lo que pasó por mi mente mientras mataba a aquel juguete de plástico, lo que sí puedo decir es que me sentí aliviado al deshacerme de la amenaza hostil que representaba. Después, envalentonado por la victoria, salí de la habitación determinado a hacer una carnicería con los otros juguetes, pero vaya sorpresa que me llevé. Todos me dieron la bienvenida con estruendosos "¡Viva el nuevo líder!", y enseguida vinieron a abrazarme. Entonces volví a sentirme seguro, y poco después ya no me importé ni un poco si todo era un sueño o una pesadilla, ni si me quedaría en aquel estado para siempre, porque entre los juguetes había una Barbie vestida de enfermera, de la que apenas la vi me enamoré perdidamente. 

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LA CASA EMBRUJADA por FRANCISCO A. BALDARENA se distribuye bajo una Licencia Creative Commons Atribución 4.0 Internacional.
Basada en una obra en https://creativecommons.org/choose/?lang=es#metadata.


lunes, 21 de septiembre de 2020

LA PRUEBA



    Prefiero esta habitación, dijo Artemio Orizabal, después de examinar la distancia que separaba el cuartucho en el fondo de la casa principal, donde estaba el grueso de las habitaciones de la pensión. 

   Pero acá hay mucha humedad, objetó la dueña de la pensión. "Pero es más barato el alquiler", pensó Artemio. 

   No hay problema, doña, me viene bien así, insistió Artemio. 

   Como usted guste, señor Orizabal, contestó la dueña, sin ocultar cierto disgusto, que Artemio no dejó de notar en sus labios fruncidos, y le pasó la llave. 

   El cuartucho, de paredes verdosas por la humedad y oliendo a encierro, a simple vista no le resultó ni bueno ni malo, le daba lo mismo; sus únicas ventajas, además del precio más en cuenta, eran estar separado del resto de la pensión y tener un pequeño baño para él solo. 

   A la tarde, a eso de las cuatro, la dueña, sentada en una mecedora en la galería y un par de inquilinos (una mujer pachorrienta, ni joven ni vieja, que barría con desgano una pequeña alfombra polvorienta en la puerta de una habitación, y un viejo raquítico, solo piel y huesos, sentado bajo la sombra de un roble) lo vieron pasar con un libro en una mano hacia el fondo. Artemio saludó a la dueña con un "buenas tardes", que ella devolvió con voz ausente mientras su mirada escrutadora apuntaba al libro. Al viejo Artemio le concedió un breve cabeceo, devuelto de la misma manera por el viejo mientras lo seguía con la mirada como perdida, sin embargo a la mujer que barría no se molestó ni siquiera en mirarla, pasando de largo como si ella no estuviera allí. 

   Ya moría la tarde y Artemio leía "Cuentos de imaginación y misterio", de Poe, recostado en la cama cuando consultó el reloj. 

   ¡Epa!, soltó, y rápidamente se levantó, dejando el libro abierto al final del primer cuento "William Wilson" sobre la mesa; se desarrugó el pantalón, alisándolo con las manos, y vistió el saco que colgaba sobre el respaldo de la única silla que disponía. 

   Cinco minutos después Artemio salió del cuartucho, dejando la luz prendida por descuido. 

   Todavía se encontraba parado delante de la puerta de la calle, encendiendo un cigarrillo, cuando oyó a sus espaldas la voz de la dueña de la pensión. 

   Ya sabe, señor Orizabal, después de las diez no se abre más la puerta para nadie, le recordó, poniendo exagerado énfasis en las últimas dos palabras. 

   Sí, sí, lo sé, contestó Artemio, no se aflija doña. 

   De pronto algo perturbó sus pensamientos: había olvidado de cerrar el libro. Recordó, vagamente, un desastroso incidente sucedido en cierta ocasión cuando se olvidó cerrar otro libro y cuando volvió se encontró con un puñal caído en el piso, idéntico al puñal del personaje del libro. Sin saber qué pensar al respecto volvió al libro y con asombro vio que el personaje ya no tenía el puñal. Por un momento Artemio se vio tentado a volver al cuartucho pero, entre que ya se le hacía tarde para un compromiso con una fulana en cierto arrabal de la ciudad y la presencia de la dueña de la pensión, que parecía estar clavada al piso en el medio de la entrada, optó por desistir y se apartó caminando despacio por la acera que ya empezaba a desaparecer bajo la oscuridad. 

   La dueña de la pensión, pese a lo pendiente que estuvo, igual que siempre, como si fuera la reencarnación misma de Argos Panoptes, no vio regresar a Artemio, pero se dio cuenta que ya había llegado por el fino resplandor que salía por debajo de la puerta, cuando fue a trancar la puerta de la calle (la verdad es que Artemio no volvió esa noche sino que pernoctó en la casa de la fulana). Pero sí lo vio pasar hacia el fondo por la mañana, cerca de las nueve, y salir veinte minutos más tarde cargando una bolsa de arpillera. De cuello estirado en la puerta de su habitación, la señora todo ojos y casi con seguridad todo oídos también, lo vio dejar la bolsa enganchada en uno de los tantos clavos ensartados en el árbol frente a la puerta principal, y seguir rumbo al centro; enseguida se precipitó a la vereda y se lo quedó vigilando. Cuando Artemio dobló la esquina, manoteó la bolsa y volvió a meterse en la casa, donde se puso a hurgar el contenido con un palo que usaba para ahuyentar los perros siempre que se alejaba de la casa. 

   La cara de la vieja se le arrugó de dudas cuando sacó una máscara de seda negra y una capa de terciopelo azul. Por su mente pasaron carnavales idos, bailes de máscaras y hasta obras teatrales, pero, al final, se encontró perdida en un laberinto de incertidumbres, y, sin llegar a ninguna conclusión, rezongó una expresión inteligible mientras doblaba la bolsa, la máscara y la capa y, finalmente, tiró todo dentro de la cesta de ropa sucia. "La bolsa me servirá para trapo de piso y con la capa puedo hacer un hermoso almohadón y con la máscara... bue, ya se me ocurrirá algo", concluyó. Después salió a la galería, donde se sentó en la mecedora, a vigilar los movimientos de la casa.

   Esa noche Artemio durmió en la habitación. 

   Por la mañana, fuertes golpes en la puerta lo despertaron; cuando abrió, dos policías se presentaron y le pidieron que se vistiera rápido que el inspector quería hablar con él. 

   ¿Inspector, qué inspector?, preguntó, aún medio somnoliento. 

   El inspector del departamento de la policía metropolitana, pues parece que anoche alguien asesinó a la dueña de la pensión, respondió el agente. 

   ¡¡¡¿Cómo dice...?!!! Artemio ahora se frotó con fuerza los ojos lagañosos. 

   Que parece que anoche un maniático entró a la habitación de la mujer y la mató enterrándole un palo en el pecho, pero no podrá ocultarse por mucho tiempo ya que el infeliz dejó las pruebas del delito, una máscara de seda negra y una capa de terciopelo azul, escondidas en la cesta de ropa sucia, dijo el agente, con una leve sonrisa. 

   Está bien, me cambio enseguida y los acompaño, dijo Artemio, cerrando la puerta tras de sí. 

   Mientras los policías esperaban, Artemio agarró el libro de Poe y  y fue directo al baño. Una rápida ojeada al cuento que leía cuando dejó el libro abierto le bastó para ver que "William Wilson" ya no se encontraba más allí. Enseguida arrancó todas las hojas del libro y cortándolas en pedacitos con varias descargas las hizo desaparecer por el inodoro y junto con ellas la prueba que podría incriminarlo, porque William Wilson, ya no contra su doble y archienemigo sino contra la dueña de la pensión, había vuelto a hacer una de las suyas.

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EL SUICIDA Y EL LOCO

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